sábado, 12 de junio de 2010

Placas azules, de El calvo del Sonora

Además de la alegría que ha supuesto durante las últimas semanas ver editado mi primer libro (tras escribir unos 15), el lunes pasado me llevé una grata sorpresa más en la Feria del Libro al ir a visitar a mi otro editor, Pepo Paz, de Bartleby Ediciones. Comenté con él cómo iba la feria, compré algunas de esas traducciones de poesía norteamericana que tanto me gustan de su editorial, y él me preguntó si había visto la revista Qué leer de este mes. Le dije que no, pensando que habrían hecho algún reportaje sobre la editorial y yo no me había enterado. Y me dijo que hablaban de mí en ella. Lo que no me cuadraba. Mi libro llevaba apenas unos días en la calle, y la revista tenía que haberse impreso antes, y no creo que nadie vaya a reseñar además mi novela en esa revista. Hablaban de mi blog, aclaró.

Esa misma tarde compré la revista, sentía curiosidad. Y allí estaban, en la página 16, en una sección titulada Mundo red dos frases dedicadas a este blog, en papel satinado.
Describo: En el margen derecho de la página, una foto en miniatura de un pantallazo al blog (aprecio que en la entrada de Martín Kohan), y éste es el texto: “Sin cines, libros. Novelista y poeta, David Pérez Vega es también bloguero y, en desdelaciudadsincines.blogspot.com, nos da crítica cuenta de sus lecturas. El lema de la bitácora, por cierto, se debe a su pasado como vecino de Móstoles, urbe poco cinematográfica.”
Me hizo gracia eso de novelista y poeta asociado a mi nombre, me reí. No sé si esto cambiará en el futuro, pero me reí porque me cuesta creer que alguien me tome en serio, cuando yo aún me siento básicamente un lector con pretensiones o amagos de escritor.
Bueno, querías haceros partícipes de esta pequeña alegría a vosotros que leéis las reseñas y comentáis libros conmigo. (Por cierto, aún debo algunas lecturas que me recomendaron los habituales.)

Durante la próxima semana lo más seguro es que no abra el blog ni el correo electrónico. Me voy a Mallorca de viaje de fin de curso con mis alumnos. Esperemos que no llueva y la estancia en la isla sea tan agradable como la del año pasado.

Dejo para esta semana un poema de El calvo del Sonora. Después de tener en mis manos Acantilados de Howth creo que me he sacado la espina de la que hablan estos versos (Éste es el contrapunto en el libro al poema titulado El calvo del Sonora, que ya colgué en el blog).


PLACAS AZULES

En pleno Oxford Street, supe
por qué era la academia más barata
cuando vi al profesor polaco de nivel intermedio.
Subí de piso y grado por solventar
el equívoco y me quedé cuatro semanas
en las clases del profesor anglo-hindú
que tuvo problemas para pronunciar
el nombre de Byron y cada día
llegaba tarde mientras sus alumnos
rellenaban silenciosas fotocopias

exhaustos en el calor de aquel cuarto,
un calor pegajoso y tropical tras el metro
enmoquetado de ingleses torsos desnudos.
Más tarde, desde el tráfico de Oxford Street,
con optimismo ascendía el canto babilónico
y el choque ritual de los platillos
de los Hare Krishna.

A las doce se abría en mí la mañana,
buscaba sitio en un parque o una plaza
para comer: sándwiches del Tesco, yogures
o fruta. Un mes en Londres a base
de esta dieta, dormía en el salón
de casa de unas amigas, en el suelo
de Canning Town, entre koreanos sonrientes
y ordenadores que nunca
se apagaban.

Tras agotar los itinerarios turísticos
socavé de Internet una lista de placas
azules con nombres de escritores;
con la cuadrícula de un callejero
buscaba sus paredes por el lujoso centro
u olvidados rincones,

necesité de un alegre japonés
para la casa que habitó Wilkie Collins,
frente a J. M. Barrie apretó Peter Pan
el gatillo de la cámara y el tiempo detenido,
un educado obrero me cuadró cercano
a Jane Austen, el casero del hostal
en que se había convertido el cuarto
de Cavafis bastó para retratar su encuentro
con mis ojos cansados del crepúsculo,
George Orwell, Mark Twain, Oscar Wilde…
no aparezco, sin embargo, junto
a la placa lejana de Ford Madox Ford,
en su solitaria colina…

Saboreando las aceras que visité de niño
de la cristalina mano de El Hombre Invisible,
encontraba siempre a Holmes y a Watson
a punto de abandonar un taxi
entre la neblinosa frontera del Whitechapel
de Jack y Baker Street, cuando quería descansar
me detenía ante escaparates donde Dorian
Gray admiró su rostro.
Doblaba
las paredes de ladrillo, las plazas
recónditas, con el callejero en la mano
perseguía a las placas azules
y tras su reverso una idea difusa
de mis mitos o de mí mismo,
acorazado aún de sueños y la mente
volátil.

Dos años después, aún creo
que emana una peculiar fuerza de esos días,
una voluntad temeraria de boxeador sonado,
sobre todo teniendo en cuenta que yo
seguía siendo un escritor sin ninguna
palabra publicada y que ya había traspasado
la neblinosa frontera
de los treinta.



(Imagen del año pasado en el viaje de Mallorca, junio 2009)

jueves, 10 de junio de 2010

Bajo el influjo del cometa, por Jon Bilbao


Editorial Salto de Página. 249 páginas. Primera edición de 2010.

De Jon Bilbao leí en 2009 su anterior libro de cuentos, Como una historia de terror. En mi búsqueda de nuevas editoriales, me había fijado en las cuidadas ediciones de Salto de Página, y tras leer las buenas críticas que había recibido este libro, avalado además por el premio Ojo Crítico de 2008, lo compré con altas expectativas. Estas no se vieron defraudadas, incluso me llamó la atención que un libro que me pareció de una calidad tan alta no estuviese editado por Anagrama o Tusquets; lo que acabó por abrirme a nuevos horizontes: existe vida más allá de Anagrama y Tusquets; editoriales pequeñas, aguerridas y con ánimo de permanencia en el difícil mercado editorial (esperemos que la crisis no se las lleve por delante, ya he visto que Salto de Página ha disminuido los títulos que saca por mes).

Como ya he contado aquí, el día del libro (23 de abril) estuve en el centro asturiano de Madrid, y pude comprar este nuevo libro de cuentos de Jon Bilbao e intercambiar dos frases con el autor mientras me lo dedicaba.

Aunque el listón era alto, Bajo el influjo del cometa no me ha defraudado. Los cuentos siguen siendo muy buenos y las técnicas narrativas empleadas son acordes al anterior libro, sin mostrar una clara evolución (no necesaria, por otra parte); o quizás, pensándolo otra vez, sí represente el último cuento un posible nuevo camino.

Bajo el influjo del cometa está formado por 8 cuentos, de los que uno (como ocurría en Como una historia de terror) podría ser casi una novela corta con sus 50 páginas, el titulado Soy dueño de este perro.

Bilbao es un gran escritor español de cuentos norteamericanos. El territorio de su escritura (ciudades con playa del norte, islas… que uno puede identificar como españolas, aunque no se diga ningún nombre) nos remite a las páginas de Raymond Carver, John Cheever, Alice Munro, Tobias Wolff, James Salter
Considero que el recurso técnico clave en estos cuentos es el de la connotación, de objetos o la mayoría de las veces de animales. Podríamos hacer un recorrido por los cuentos buscando la figura connotada: una biblia, un zorro, una ballena, un perro, una polilla, de nuevo un perro, un niño desaparecido y una obra artística… de ellos el lector debe deducir un mensaje oculto, ominoso… que va recubriendo el relato con distintas capas de intensidad y significados. En la página 55, Bilbao le hace afirmar a un personaje: “Soy una persona que concede importancia a las señales”.

También se hace patente el gran trabajo del autor con los detalles que dan vitalidad y credibilidad a lo narrado; así como su estudio de vocabulario técnico vinculado a determinadas profesiones o regiones cercanas a los personajes (el lector se encontrará con expresiones y palabras como “masilla epoxídica”, “tolva”, “rorcual”…).

La mayoría de los cuentos son de corte realista, y si, en la entrada en la que yo hablaba de James Salter, afirmé que los narradores norteamericanos no necesitaban valerse de grandes temas biempensantes para dar hondura a sus personajes, con Bilbao parece ocurrir lo mismo, y así, por ejemplo, titula un cuento de este despojado modo: Un padre, un hijo; quizás el más destacado del conjunto desde mi punto de vista, un cuento digno de cualquier antología de relato español, hispanoamericano (o norteamericano, lo que pretende ser un elogio).
Pero también a Bilbao le gusta coquetear con el género de terror o fantástico, e, igual que hacía en Como una historia de terror, las explicaciones de las narraciones se pueden deber a alteraciones psíquicas de los personajes -y ser entonces los cuentos enteramente realistas-, o la irrupción de lo fantástico en la narración. Estoy pensando en el titulado Soy el dueño de este perro, que tiene reminiscencias góticas, incluso.

En el último -otro de los que más destacados-, el que da título al conjunto, Bilbao opta directamente por lo neofantástico y nos habla de un suceso acaecido en un ficticio 1997, cuando amplias zonas del planeta se quedaron sin corriente eléctrica o agua al paso del cometa Hale-Bop, franjas nocturnas de oscuridad que parecían trazadas con una regla. Este cuento nos hablará de los comportamientos alterados de los personajes ante estas condiciones en una narración que me ha recordado, aunque con menor intensidad dramática, a la planteada por Comac McCarthy en La carretra (y estoy hablando de oídas y voy a usar una frase rara en mí: sólo vi la película y aún no he leído el libro).

Bajo el influjo del cometa es un gran libro. Es una pena que, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, aquí el género del relato breve no sea lo suficientemente apreciado y los lectores potenciales que podría tener esta obra se queden detenidos bajo el influjo de la novela.

martes, 8 de junio de 2010

Mi experiencia como autor en la Feria del Libro de Madrid 2010


El miércoles 2 de junio me paso sobre las 7,30 de la tarde por el Retiro, por la caseta 262 -Baile del Sol y La escalera- para ver si el libro que tengo que firmar al día siguiente existe ya o no (creo que éste es el típico dilema de autor que Arturo Pérez-Reverte no debe de tener), y mi editor, Tito Expósito, me dice que deje de preocuparme que el libro ya se acabó de imprimir esa mañana y que tiene una caja con 30 unidades preparada para traerla a la feria al día siguiente.
Pienso que, después de todas las personas que he tratado de movilizar, quizás 30 ejemplares sean pocos. Se lo digo a Tito. Hace una llamada para averiguar que el impresor no va a abrir más ya el almacén (creo que estaba en Getafe), tuvo que trabajar el fin de semana anterior y no quiere tener que hacerlo de nuevo en festivo –el jueves-. Hace otra llamada y consigue otra caja con 30 ejemplares de la distribuidora. Él piensa que no se van a vender 60 ejemplares ni de coña. Yo no estoy seguro. Aquí tengo que enfrentarme a dos corrientes de pensamiento: si vienen todas las personas que pueden venir, quizás 60 sean pocos y no me gustaría que alguien se tomara la molestia de acercarse a la feria y que se quede sin el libro; por otro lado, puedo equivocarme y fallar en mi previsión y entonces quedar delante de Tito y su compañero de caseta, Daniel, el editor de La escalera, como un fantoche. Esos serán los ejemplares que estarán al día siguiente en la feria: 60.

Antes de irme a casa (ahora vivo muy cerca del Retiro) paseo por la feria, y recaigo en la caseta de literatura argentina. Me aborda uno de los vendedores. Empezamos a hablar de Juan José Saer, de Kohan, de Levrero, de Felisberto Hernández (uruguayos asimilados)…, me saca libros de literatura argentina actual. En algún momento siento que ya no estoy en una caseta de la feria del libro de Madrid, y creo que estoy en Buenos Aires, en el barrio de Palermo, o en Puerto Madero (donde según un taxista todos los billetes que llevaba en la cartera, durante el pasado verano, eran falsos); durante un momento no sé si estamos hablando de libros, o estoy dentro de la película Nueve reinas. El librero me habla maravillas de un tal Néstor Sánchez, que no me suena de nada. Me dice que de literatura argentina deje todo y me ponga con Néstor Sánchez. Me convence de que esas estampillas son las Nueve reinas, me compro uno de sus libros. Cuando a la mañana siguiente lea en internet sobre él, no podré dar crédito a la figura de Néstor Sánchez, parece la caricatuta excesiva de un escritor inventado por Roberto Bolaño (ya hablaré de él cuando lea el libro).

El jueves por la mañana me acerco otra vez por la caseta 262 y puedo tener mi libro en las manos. Es un momento extraño, solemne. He soñado con eso desde los 10 años, más o menos; han pasado 26, como diría el Coronel de García Márquez, minuto a minuto. Tito sonríe, Daniel sonríe, yo sonrío. Me llevo uno a casa.

Leo después de comer el primer capítulo. No encuentro ninguna errata y pienso en una frase que le oí a Cansado de la pareja cómica Faenino y Cansado: para hacer reír a la gente necesitaban lo que él llamó el “verosímil cómico”. Es decir, los comienzos en la calle (en el Retiro, precisamente) fueron duros, la gente no se reía con ellos con facilidad. Cuando se hicieron más famosos y salían por la tele, sólo su aparición en escena ya conseguía hacer reír (recuerdo esta época, yo también me reía sólo con verlos), porque el público ante el que se exponían ya los consideraba graciosos aunque no dijeran nada, habían ganado el “verosímil cómico”. Así que yo leí el primer capítulo de Acantilados de Howth y pensé que el libro era mejor que antes. Ahora lo leía como si fuese un libro, sin buscar erratas, ni rimas internas, ni expresiones mal sonantes, ni comas que habría que cambiar por puntos y comas…, era como si hubiese ganado el “verosímil literario”. (Estoy seguro de que si el formato fuese el de Anagrama, el libro me parecería mejor.)




Se acercaban las 6 y notaba como me crecía el nerviosismo. Me tomé un gelocatil preventivo, baje a la calle y compré dos botellas de agua en el local chino de la esquina. Esto último fue una gran idea porque el calor en la caseta era como el de una sauna griega.
Vendí mi primer libro a una compañera del colegio. Empezaron a llegar familiares, amigos de familiares, compañeros de trabajo, amigos (muchas de estas categorías no son excluyentes), alumnos, ex alumnos… Empecé a firmar libros con un pilot verde comprado para la ocasión. Me sentía como ante un temido examen de la carrera, en el que el tenaz miedo a equivocarnos provoca que nos equivoquemos. Empecé a temer escribir dedicatorias con faltas de ortografía, olvidar nombres… lo segundo sé seguro que ocurrió (de nuevo pido disculpas a las personas de las que conozco su nombre y dos apellidos y ese día una parálisis congelada hacía que no me saliese el nombre).

Algunos de mis ya ex alumnos habían llegado a imprimir publicidad de la novela y la repartían por la feria. Llegó una mujer con uno de estos papeles propagandísticos (se nota que les enseño las asignaturas de economía y empresariales) y dijo algo así: “Te voy a comprar el libro porque yo también soy profesora, y si alguna vez escribo un libro me gustaría tener unos alumnos como los tuyos". Lo que creo que es algo bastante emotivo.
Me habla alguien con acento sudamericano y me pregunta si yo soy Fortaleza. Me quedo extrañado, ese era el nick que usaba hace algunos años en un foro en que se hablaba de Bolaño y otros autores. El hombre se presenta como amigo de la infancia de Noseaszote, otro de los participantes en aquel foro, él desde Santiago de Chile, y me manda un saludo de su parte. Noseaszote, después del foro, sigue participando en este blog. Le mando yo ahora otro saludo.

En algún momento se llegó a formar revuelo en la caseta, y había desconocidos que se paraban para ver quién estaba allí firmando. Hubo gente que así hojeó el libro y lo compró (esto en economía se llama la Ley de Sachs: toda oferta crea su propia demanda). Creo que vendí 5 ó 6 a desconocidos. Llegaron una detrás de otra dos desconocidas llamadas Inés para que las firmara, y entonces yo ya me sentía dentro de un cuento de Cortázar.
Me fijé en que algún paseante me veía firmando libros, miraba el cartel pegado a la caseta con mi nombre, mi foto, y la foto de la novela… titubeaba, llegué a oír: “uhhhmmm David Pérez… pues no me suena…”. Y a mí me entraba una risa nerviosa, claro.

Se vendieron los 60 libros y aún llegaron más conocidos que no pudieron comprarlo.
Tito estaba contento, y yo estaba contento y exhausto de nerviosismo contenido. Quedé con Tito para volver el domingo por la mañana.

El domingo llegué allí ya más tranquilo y con menos calor pude vender 11 libros. Entre ellos uno a un desconocido, que se interesó por la foto de la portada y el título. Era un español que había estado 3 años viviendo en Dublín. El protagonista de mi novela estuvo allí viviendo 2 años y medio. Hablamos de los lugares de Irlanda. Se sintió identificado con el pasado de mi personaje y compró el libro. También intercambié libro con el autor que firmaba en el territorio de la editorial La escalera, en el otro extremo de la caseta -es decir, a dos metros-, el venezolano Juan Carlos Chirinos, su novela El niño malo, que fue finalista del premio Rómulo Gallegos y tiene muy buena pinta.
Este domingo ya pude charlar más distendidamente con la gente que se acercó.




En el futuro me gustaría poder seguir publicando libros y que estos sean cada vez de mayor calidad. Me gustaría tener alguna vez lectores que deseasen leer mis libros porque la lectura de uno previo les agradó.
Por ahora me he dado cuenta de que tengo mucha gente que me aprecia y esto es, en definitiva, algo bastante más importante que lo anterior.

Gracias de nuevo a todos los que estuvisteis por allí.

domingo, 6 de junio de 2010

Alfabeto de cicatrices, por Ana Pérez Cañamares


Editorial Baile del Sol. 110 páginas. Primera edición de 2010.

De la poeta Pérez Cañamares había leído en 2008 su anterior poemario, La alambrada de mi boca, un primer libro que se vertebraba en torno a tres temas principales: la relación de la autora con su madre y su hija, la relación con su pareja, y la relación consigo misma enfrentada a un entorno ante el que siente que no le queda más remedio que tomar el camino de la resistencia.

En Alfabeto de cicatrices, Pérez Cañamares retoma los temas de su anterior poemario, pero se pueden percibir algunas diferencias de tonos y enfoques.
Si en La alambrada de mi boca la mayoría de los poemas eran extensos (casi siempre por encima de una página) y el tono muy directo y narrativo, transmitiendo al lector un impacto inmediato y contundente, en Alfabeto de cicatrices el tono se torna más sosegado, aunque no por ello menos reivindicativo frente a una realidad que no acaba de agradar a la poeta y ante la que de nuevo debe tomar una actitud resistente. Así, por ejemplo, leemos en la página 55: “Pelear no estaba escrito / en mi carácter / -ese guión escrito por otros. // Estas patadas al aire / que llevo dando toda la vida / sólo pretendían desprender / las etiquetas pegadas a las suelas del zapato. // Ahora que lo necesito / tengo al menos / aprendido el gesto.”

En Alfabeto de cicatrices, a diferencia de en La alambrada de mi boca, el poder sugestivo de la metáfora acaba tomando el cuerpo principal de muchos poemas, dotando a los versos de una realidad simbólica, que hace ganar profundidad y belleza a la obra de Pérez Cañamares. Esto se puede observar en poemas como el titulado Al aire, página 63: “Amo tanto mi intimidad / que la arranco de cuajo / y la muestro / la muestro / aun sabiendo que sus raíces / como peces que bucean en el lodo / no aguantarán mucho al aire // si no recuerdo a tiempo / que sólo la alimenta / el aire envenenado de mis galerías / tendré que darle un buen entierro / buscarle plañideras / entre nuestros conocidos // así que la tapo y la guardo deprisa / sin tiempo de mecerla / antes de hundirla en mi vientre // en un parto sin sorpresas / ni alegrías / aquel en que te pares a ti mismo.”

La vida cotidiana y urbana (metros, autobuses, vecindarios, ascensores que conducen a la oficina…) siguen siendo el soporte físico de la geografía poética de Pérez Cañamares, pero en Alfabeto de cicatrices me ha parecido observar una influencia de la poesía oriental más contemplativa y deudora de la naturaleza; y es en esta mezcla de temas antiguos y nuevos donde considero que el poemario alcanza sus mayores logros. Dentro de esta tendencia destacaría el poema Los árboles, en la página 23, uno de mis favoritos del conjunto y que transcribo aquí:

LOS ÁRBOLES
Somos inocentes, gritan los pinos
Adam Zagajewski


El autobús que nos lleva al metro
pasa en su trayecto por un parque.
A cada lado de la carretera
nos escolta una fila de árboles
que cada día asisten a la misma escena:
mi hija desayunando las galletas
yo viendo con la misma tristeza
cómo mi hija desayuna
frente a extraños, en un autobús.

Giro la cabeza y ahí están,
los árboles. Tristes y dignos
como profesores prejubilados
que han de callarse lo que saben.
No conozco sus nombres
ni cómo se llaman los viajeros
con los que coincido cada día.
Sólo sé que los árboles
con su tronco negro por el humo
me están susurrando:
nuestro sitio no es éste.


La poesía de Pérez Cañamares está creciendo, y cada vez se acerca más, desde una perspectiva propia, al trabajo, a la vez íntimo y reivindicativo, de artistas como Sharon Olds; poeta a la que Ana admira. Creo que a diferencia de lo que Pérez Cañamares afirma en un verso de la página 92 de este libro donde escribe que “Ahora el hueco es otra cosa. / Es un vacío conquistado”, su “hueco” se está llenado de hondura y verdad poética.

jueves, 3 de junio de 2010

La última noche, por James Salter



Editorial Salamandra. 156 páginas. Edición original 2005. Ésta edición: 2007.

Del nombre de James Salter tomé nota, en un papel que encontré en la cartera y guardé en la funda del abonotransporte, la noche del 23 de abril –la Noche de los Libros- en el Centro Asturiano de Madrid. Allí asistí a una charla en la que narradores asturianos recomendaban alguna lectura a los oyentes, y tanto Jon Bilbao como Ignacio del Valle hablaron con entusiasmo de este autor norteamericano. Me sorprendió que no me sonase, no suele ocurrirme.

Decidí empezar con él a través de este conjunto de 10 relatos, La última noche, que la editorial Salamandra vende con una banda roja cuajada de encendidos elogios; tras acabar el libro, considero que merecidos.

Los relatos de este libro se vertebran principalmente gracias a un tema común: la infidelidad. Es decir, son relatos que hablan del alma humana. Y esto es quizás lo que más me llama la atención de la tradición cuentística norteamericana: no tratan de elegir grandes temas, el abuso de poder, la inmigración, la lucha de géneros, la lucha de clases… simplemente hablan de la relación de una mujer y un hombre, de un padre y un hijo… Es decir, los cuentistas norteamericanos confían en la historia que tienen que contar y no necesitan apoyarse en lugares comunes. Gracias a su precisión, economía de medios y trabajo de orfebre consiguen piezas exquisitas sobre la condición humana.
Salter no es ajeno a esta tradición, más bien consigue a través de estos cuentos magistrales situarse en el centro de la narrativa breve norteamericana, junto a Raymond Carver, Tobias Wolff, Richard Ford, Ernest Hemingway, Sherwood Anderson

Su estilo es sobrio, a veces parco. Las concesiones son pocas, durante las breves páginas que dura cada relato el lector debe permanecer muy atento a la lectura, si no lo hace en algún momento no sabrá a qué personaje se refieren las escuetas descripciones, que pueden cambiar de escenario o de tiempo en unas breves líneas de texto.

En la página 35 una actriz decadente afirma ante un posible amante que puede acabar la noche siendo infiel a su mujer: “Uno nunca tiene la compañía humana que desea. Siempre es algún sustituto”. Quizás esta frase demoledora marque el tono del libro, donde hombres y mujeres, en su mayoría maduros, han de enfrentarse a extraños momentos en los que estarán dispuestos a echarlo todo por la borda (matrimonio, hijos, casa, trabajo, seguridad…) por lo efímero de un deseo instantáneo. O se pasarán la vida recordando el momento del pasado en el que saborearon las mieles de ese deseo y han de vivir sabiendo que ya nunca podrán vivirlo de nuevo.
En el relato titulado Palm Court, un hombre maduro acabará rechazando a la mujer que de joven le rechazó a él, tras descubrir que nunca podrá conseguir aquella compañía humana deseada: la mujer madura que ahora tiene enfrente no podrá ser ya más que una sustituta de la que ella misma fue en el pasado.

Salter nos enfrenta a nuestros propios temores ante el envejecimiento, la pérdida del deseo, lo irrecuperable de la felicidad pasada, lo acomodaticio de una vida convencional a salvo de la verdadera pasión ante la vida. Incidiendo en esta última idea, en dos relatos toma la figura del poeta como símbolo de la persona pasional, capaz de una vida más honda, pero inadaptado a la cotidianidad.

El anterior libro de ficción de Salter había aparecido en Estados Unidos en 1988, tras 17 años entrega al editor este conjunto de apenas 150 páginas. La sabiduría humana contenida en ellas bien merecen 17 años de reflexiones y trabajo artístico.

lunes, 31 de mayo de 2010

Mi novela en la Feria del Libro de Madrid 2010

Llevo una semana tratando de recordar cuándo fue la primera vez que visité la Feria del Libro de Madrid. Sin estar convencido de que fuese la primera, he conseguido remontarme hasta mis 16 años. Acababa 2º de BUP, había ido de visita a casa de mis abuelos, tenía mucho que estudiar, acompañaba a mis padres a algún recado en Madrid y de vuelta pasamos por la Feria del Libro. Recuerdo también una exposición canina en un lugar que pienso que era una garaje, pero que no podía ser un garaje, algo que debía ser la galería de un centro comercial. Salimos de allí, avanzamos por el parque del Retiro, empezaba a atardecer.
Desde los senderos entre los árboles, desembocamos en el paseo de Coches, y en una caseta me topé con la figura de Terenxi Moix. Miraba al frente con el gesto decidido e irónico, pensé en un ave rapaz a punto de despegar. Yo no había leído a Moix entonces (de hecho, tampoco lo he hecho después, no se ha dado la circunstacia), pero recuerdo la emoción de estar ante el que considera “un escritor de verdad”, es decir alguien cuyos libros se podían encontrar en librerías, leer reseñas de ellos en prensa, alguien a quien había visto en la televisión o escuchado en la radio. Y estaba allí, cercano, a la vista de todos, dentro del cubículo de una caseta de contrachapado. Creo que esta claro que yo ya entonces deseaba ser “un escritor de verdad”.
No me acerqué a él. En realidad yo buscaba un libro de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que, en contra de mis pronósticos, encontré con bastante facilidad en el puesto de una librería especializada en ciencia-ficción.

Me recuerdo también, años más tarde, como un avezado cazador de autógrafos. Hace una década tuve que pelearme en una cola informe con un bravío batallón de mujeres de mediana edad, por acercarme a Mario Benedetti, autor que en su momento llegó a gustarme bastante. Recuerdo la mirada cansada del uruguayo cuando le dije que el ejemplar de La tregua que le acercaba para que garabatease en él su nombre, por fin me lo iba a quedar, que lo había comprado al menos cuatro o cinco veces y siempre para regalar (a chicas).

Recuerdo una conversación con Javier Cercas, sobre su novela Soldados de Salamina y sobre Roberto Bolaño. La sorpresa que le causó que le contara que en un libro de Bolaño, difícil de conseguir entonces, La Pista de hielo, había una escena similar a la descrita por él para su protagonista, y el hecho curioso de que Bolaño no le había hablado de la existencia de ese libro. Años después me acerqué a Cercas de nuevo para que me firmase La velocidad de la luz, y ya le encontré cansado, distante, acalorado de éxito y días de junio.

Recuerdo las locuras exquisitas de Leopoldo María Panero, la cercanía de Vargas Llosa, una agradable conversación sobre Tobias Wolff con Ignacio Martínez de Pisón
Recuerdo la angustia que sentí ante la elegancia de Carlos Fuentes. Entonces andaba yo por los 27 años, trabajaba en la auditora norteamericana y no podía sacar casi tiempo para escribir, y en algún lugar había leído acerca de la dedicación completa del joven Fuentes al amparo de otro escritor mexicano en sus comienzos; unos comienzos que ya empezaban a dejarme atrás y me perseguía la certeza de que la vida no iba ser como en París era una fiesta.

Recuerdo la simpatía campechana de Javier Tomeo, de Álvaro Pombo… Recuerdo a un grupo de extrema derecha montando un pifostio frente a la caseta en la que estaba Ángel González; los radicales increpaban a su vecino de firma (no recuerdo quién era), y yo, entre las voces estridentes y las banderas no democráticas, le pedía al poeta que me escribiera, en la primera edición de Otoños y otras luces, aquel verso que tanto me gusta de él: “Te llaman porvenir, porque no vienes nunca…”

Al menos tres veces me ha firmado Javier Marías, posiblemente el que para mí sea el mejor escritor español vivo.
Luis Landero me firmó también dos veces; García Montero, Luis Alberto de Cuenca

Me emocionó que alguien que había estado en un campo de concentración nazi me firmara el libro en que narra su experiencia. Estoy hablando, claro, de Jorge Semprún.

El año pasado, al fin siguiendo la lógica inapelable del tiempo, me firmó alguien más joven que yo: Andrés Neuman.

No mucho después de su premio Nobel, José Saramago firmaba libros. Hice cola para que me dedicase La caverna, que luego me defraudó bastante. La cola se iba renovando constantemente y no bajaba nunca de los 50 metros. Además, para llegar a la caseta de Saramago, se pasaba delante de otra donde firmaba un escritor del que nunca había oído hablar, y nadie requería sus libros. Allí estaba el hombre mirando al frente, distante y estoico, viendo pasar por delante de sus ojos la inmensa, inacabable cola de lectores de Saramago. No recuerdo quién era, ni la gloria enana de aparecer en este blog le ha sido dada.

El sábado volví a pasar por el Retiro (desde que me cambié de casa vivo al lado) y vi que estaba en una caseta Vila-Matas, fui a mi piso y cogí las primeras ediciones de sus novelas que aún me quedaban sin firmar. Hace dos años ya me firmó otros libros en una conferencia que dio con Rodrigo Fresán. Me ocurrió igual que con Cercas, la primera vez me pareció cercano y cordial, y la segunda lejano.
El sábado pasaba por la Feria para saludar a Tito Expósito, editor de Baile del Sol, y preguntarle si existía ya mi novela Acantilados de Howth en papel. Acababa de hablar con el impresor, me dijo, y si no estaba para el miércoles por la tarde se iba él mismo a la imprenta a imprimir el libro (esto contado con su acento canario tenía más gracia).
Así que este jueves 3 de junio en la caseta 262, la de Baile del Sol, estaré yo de 18.00 a 20.00 horas firmando ejemplares de una novela que aún no existe, una novela escrita hace unos 4 ó 5 años, y que he retocado al menos dos veces en este tiempo. Espero que no me toque al lado de ningún Saramago y tenga que convertirme yo en el escritor distante y estoico. Aunque como decía Henry Miller en El Trópico de Capricornio: “puede que aquel fuese el peor libro que hubiera escrito un hombre jamás, pero era mi primer libro y yo estaba enamorado de él”.
(En realidad no es mi primer libro y yo no estoy enamorado de él, pero me gusta la cita. En realidad creo que me queda mucho camino para ser “un escritor de verdad”.)
Dejo aquí la portada del libro. Esta hecha con el montaje de dos fotos tomadas por mi hermano, Sergio, en Howth:


Firma en la Feria del Libro de Madrid, Retiro, caseta 262, día 3 de junio, jueves, de 18.00 a 20.00 horas.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Madurar hacia la infancia, por Bruno Schulz

Editorial Siruela. 530 páginas. Textos originales de la década de 1930. Edición de 2008.

Hace más de una década hojeé la versión embrionaria que hizo Siruela de este libro en la biblioteca de Móstoles. Entonces las tapas eran blandas y al volumen no le acompañaban los dibujos del autor. No recuerdo qué me hizo interesarme por ese libro, imagino que la reseña leída en el suplemento cultural de algún periódico. Recuerdo, en cambio, que hizo que me decidiera a no leerlo: los títulos de los dos libros de cuentos que recogía eran Las tiendas de color canela y Sanatorio bajo la clepsidra. No leí el libro por esta última palabra, clepsidra; pensé que si un autor metía una palabra así en el título de un libro no le quedaba más remedio que expresarse con vacuidades modernistas. No podía estar más equivocado aquel chico de los suburbios que era yo entonces, o al menos lleno él mismo de un desprecio vacuo hacia cosas que desconocía.

Me volví a encontrar con Schulz al leer mi primer libro de Bolaño, Estrella distante, en 1999. Hacia el final de esta novela, cuando Arturo Belano tiene que señalar en un bar a Romero (el detective asesino a sueldo) quién es Carlos Wieder (el nazi que le han encargado matar), Belano le dice que le esperará leyendo a Schulz. “El bar estaba casi vacío. Una mujer leía una revista sentada en una mesa y dos hombres hablaban o discutían con el que atendía la barra. Abrí el libro, la Obra completa de Bruno Schulz traducida por Juan Carlos Vidal, e intenté leer. Al cabo de varias páginas me di cuenta que no entendía nada. Leía pero las palabras pasaban como escarabajos incomprensibles, atareados en un mundo enigmático.”, escribe Bolaño en el último capítulo de Estrella distante.
Algún año después, hojeando una revista literario, leí que Bruno Schulz fue un judío polaco al que un nazi pegó un tiro en plena calle, en el gueto de su pueblo polaco Drohobycz (actualmente Ucrania), porque quería vengarse de su enemigo, el nazi que protegía a Schulz, quien le usaba para decorar las paredes de la casa de su hijo (Schulz era el profesor de dibujo del instituto de Drohobycz). Es decir, Bolaño hace que Belano esté leyendo a Schulz cuando ha de indicar a Romero quién es el nazi chileno al que debe matar, una cuidada venganza literaria.

En 2008 Siruela volvió a reeditar el libro con las Obras Completas de Bruno Schulz. Esta vez en tapa dura, y con los dibujos que Schulz hizo para acompañar la edición de Sanatorio bajo la clepsidra, con el sugerente título de Madurar hacia la infancia. Y una nueva traducción a cargo de Elzbieta Bortkiewicz. He leído en Internet alguna crítica a la antigua, está me ha parecido muy buena, a pesar de algunas rimas internas, que imagino difíciles de evitar.
Por entonces leí una pequeña reseña en un Babelia donde el crítico Francisco Solano (lo acabo de buscar en Internet) afirmaba que Schulz estaba a la altura de Kakfa y Borges, pero que a diferencia de ellos “parecía condenado a perpetuarse en una devoción restringida”.
Lo compré en la feria del libro de Madrid de 2009. De algún modo nuevamente absurdo no lo he leído hasta ahora. Y sí, al fin, tras este periplo, lo puedo afirmar: Bruno Schulz es uno de los genios de la literatura del siglo XX a la altura de Kafka y Borges.

Al hablar de la obra de Schulz los críticos suelen referirse a sus dos libros principales, Las tiendas de color canela (1933) y Sanatorio bajo la clepsidra (1939), como libros de relatos. En realidad los cuentos de estos libros se vertebran como los capítulos de una misma novela, donde el autor parece recrear el mundo de su infancia alrededor de la casa familiar, unida a la tienda de telas de su padre en la plaza del pueblo de Drohobycz.
Schulz vuelve la mirada atrás y no hace emerger recuerdos a la manera proustiana, parapetándose en la evocación del detalle, sino que su labor será la de buscador de mitos, y así bucea en el inconsciente colectivo para sacar a la superficie la esencia mítica de la infancia, de un mundo anterior a los límites impuestos al adulto.
De forma reveladora leemos en la página 167: “Hay cosas que no pueden ocurrir hasta el final de forma absoluta. Son demasiado grandes y magníficas para caber en su suceso. Sólo intentan ocurrir, palpan el sujeto de la realidad: ¿aguantará su peso? Enseguida retroceden temiendo perder su integridad en la deficiencia de lo real”.

Cuando Schulz escribe, las palabras no buscan recrear la realidad, consiguen crear la realidad. La metáfora se abre camino en el discurso para ser el discurso. El niño no recuerda al padre trepando como una araña por las estanterías de la tienda, el padre es una araña que trepa por las estanterías de la tienda.

El volumen editado por Siruela se complementa con texto inéditos de Schulz, en ellos podemos leer unos breves ensayos sobre la obra de Kafka, de Gombrowicz (del que era amigo), o de sí mismo. En una autorreflexión sobre Las tiendas de color canela, leemos en la página 424: “Nuestras más sobrias definiciones y conceptos son lejanos descendientes de los mitos o historias antiguas. Entre nuestras ideas no hay una miga que no provenga de la mitología, aunque sea de una mitología transpirada, mutilada, transformada. La primera función del espíritu es fabular, crear historias. La fuerza propulsora del saber humano es el convencimiento de encontrar, al final de la propia búsqueda, el sentido último del mundo”.

En Las tiendas de color canela, Schulz nos habla de su casa, de la tienda de telas de sus padres, de la plaza del pueblo, y las personas sobre las que focaliza su atención son principalmente el padre, demiurgo capaz de animar la realidad muerta, y Adela, la sirvienta, enemiga del padre al intentar imponer orden a su caos. En este libro destacaría Los pájaros y el cuento/capítulo titulado Las tiendas de color canela, sólo estos dos textos ya hacen para mí a Schulz uno de los grandes.

En Sanatorio bajo la clepsidra, volvemos al mismo mundo, pero el protagonista Josef (el mismo nombre que Josef K., el protagonista de El proceso) empieza a entrar en la adolescencia, y así en el texto llamado La primavera se enamorará de Bianca (Intenté leer páginas de este cuento el sábado pasado después de un acto social, con comilona y vino, igual que a Belano las palabras me pasaban como escarabajos incomprensibles: cómo me costaba concentrarme, que lenguaje más alambicado y hondo usa Schulz, cuya lectura en el metro no es muy recomendable.)
En el cuento titulado Sanatorio bajo la Clepsidra, el padre ha muerte pero permanece vivo o semivivo en este sanatorio que consigue viajar en el tiempo…, y esto lo cuenta Schulz sin despeinarse apenas: “ -Todo el truco consiste –añadió dispuesto a presentar el funcionamiento del mecanismo con las manos- en que hicimos retroceder el tiempo. Nos retrasamos hasta un intervalo cuya duración es imposible de determinar. La cuestión conduce a un simple relativismo. La muerte que alcanzó a su padre en su país, aquí no ha llegado todavía.” (página 298).

En dos textos finales Schulz analiza la obra de Kafka y Gombrowicz de forma muy incisiva. En el cuento El jubilado se filtra claramente la influencia de Gombrowicz y su impactante novela (la leí en 2004) Ferdydurke, ya que el protagonista de El jubilado también acaba regresando de adulto al colegio (quizás uno de los textos menos brillantes del conjunto al quedar despegado del resto y no ser Josef su narrador).
La influencia de Kafka es constante en Schulz, aunque si bien la alteración de la realidad en Kafka suele conducir a la angustia en Schulz lo hace hacia el divertimento poético.

En La última escapada de mi padre, Schulz trae a la vida a su padre muerto en la figura de una cucaracha, que según el texto debe de ser al menos del tamaño de una langosta. La madre y Josef alimentan a la cucaracha, la miman, y por error la sirvienta la hierve y la sirve de comida (la langosta es un alimento prohibido para las judíos; las referencias religiosas son constantes en el texto, algunas me las pierdo). El plato se queda sin comer cogiendo moho, hasta que la langosta cocida una mañana desaparece.
Kafka se transforma a sí mismo en una cucaracha gigante humillada por el padre, y Schulz transforma a su padre en una cucaracha/langosta que la familia se acaba sirviendo como comida no sagrada: parece un chiste metafísico de judíos contado por Woody Allen. Un chiste de judíos que en todo caso acaba estrepitosamente mal, con tuberculosis en un sanatorio, con un tiro en la cabeza…

Qué largo recorrido para encontrarme con Bruno Schulz, para admirar el poder del genio de surgir en los lugares más insospechados, en un oscuro profesor de dibujo de un instituto que no pudo nunca abandonar su pueblo, y del que dependía económicamente toda su familia tras la muerte del padre, “un gnomo minúsculo, macrocefálico, demasiado timorato pasa osar existir, había sido expulsado de la vida, se desarrollaba al margen”, escribe de él su amigo Gombrowicz.
La leyenda dice que Schulz tenía una novela acabada y escondida, llamada El mesías, cuando fue asesinado. Una novela desaparecida en la vorágine del siglo XX.

En muchos de sus dibujos una bella mujer desnuda es admirada por un ser retorcido, a sus pies:


jueves, 13 de mayo de 2010

Perra mentirosa y Hardcore, por Marta Sanz



Editorial Bartleby. Primer poemario: 49 páginas, segundo poemario: 45 páginas. Primera edición de 2010.

La narradora Marta Sanz realiza en Perra mentirosa y Hardcore su primera y doble incursión en el mundo de la poesía (publicada). La edición de Bartleby incluye los dos poemarios, y uno debe finalizar uno y dar la vuelta al volumen para volver a empezarlo desde el otro extremo.

Estuve, a finales de abril, en la presentación del libro en la librería/bar La buena vida, en la calle Vergara de Madrid (muy cerca del metro de Opera) y me gustó bastante el lugar, que no conocía. Aquí Marta Sanz sugirió que la lectura de sus poemarios debería comenzarse por Perra mentirosa, y así lo hice hace unos días.

Los poemas de Perra mentirosa son más extensos, en general, que los de Hardcore. Y en aquéllos, desde los primeros versos de los dos primeros poemas, (“Anoche soñé (…), página 7, y “En los sueños (…), página 8), penetramos en el perturbador mundo onírico que se nos propone. En él, la voz narrativa parece haber sido concedida a lo irracional que se esconde en el subconsciente de la poeta.
De este modo el recurso de invocar a esa “perra mentirosa” que alude el título, como ser desdoblado de uno mismo en los versos de varios poemas, parece remitirnos, en términos freudianos, al “ello” que flota en nuestro interior y que se manifiesta más intensamente en el mundo de los sueños.
Así en las imágenes de los poemas aparecen animales descuartizados, alusiones a la carne torturada o envejecida, provocando un rechazo inquietante similar al de la contemplación de un cuadro de Francis Bacon.
Significativamente en el tercer poema de Perra mentirosa la autora nos revela gran parte de sus intenciones artísticas: “De la ciencia me interesa más / el descubrimiento del endoscopio / que todos los viajes a la luna. // ¿Me explico? // Estoy hablando del cuerpo” (página 19).

“Y yo no escribiría una línea / si no fuera por la perra que me lame la mano”, nos dice Marta Sanz en la página 38 del primer poemario, siguiendo con el juego literario de dar rienda suelta a su subconsciente.

En Hardcore la voz narrativa parece atar a la perra que lleva dentro (al “ello” freudiano), y ser retomada por la parte más consciente de la autora. Así, en este poemario, leemos pequeñas anécdotas o reflexiones, siguiendo una línea de poesía moderna muy apegada al discurso directo y narrativo.
En Hardcore, los versos llegan a adquirir un aire más melancólico que en Perra mentirosa; por ejemplo, podemos leer en la página 12: “Hubo una vez / un hombre con gafas de sol / barbilampiño / que me escribía cartas y postales. / Ahora sé / que si le hubiera devuelto / las palabras que / quizá / él presentía, / hoy / yo tendría un tiznajo en la frente, / un hijo / y, casi con toda seguridad, / estaría muerta”.

En la página 32 nos encontramos con los que quizás sean los versos más reveladores para entender la intencionalidad de ambos poemarios: “Enciendo el ordenador / y la sinceridad / se me esconde / ante la inquietud / de poder ser / provocadora”.

Si ser provocadora era el empeño poética de Marta Sanz en este doble poemario, su objetivo ha sido alcanzado eficazmente.

sábado, 8 de mayo de 2010

Cuentas pendientes, por Martín Kohan


Editorial Anagrama. 177 páginas. Primera edición de 2010.

De Martín Kohan leí en 2007 Ciencias Morales, novela galardonada con el premio Herralde de ese año. Me resultó interesante la reflexión que hacía sobre las secuelas de la dictadura en Argentina, desde la perspectiva de una joven que se encarga de vigilar la disciplina de los alumnos en un colegio de carácter militar. El lenguaje austero reflejaba la personalidad constreñida de la protagonista, su tendencia a un orden obsesivo y enumerativo de una realidad que no osa cuestionarse.

El domingo atravesé el Retiro para tomar el tren en Atocha y comer en casa de mis padres. Sucumbí a echar un vistazo a las mesas con libros expuestos en la cuesta de Moyano, aunque no tenía intención de comprar ninguno (de hecho, llevaba uno en una bolsa para empezar a leerlo en el tren). Pero dio la casualidad de que me encontré con esta novela de Martín Kohan, Cuentas pendientes, que salió en marzo de este año y estaba a mitad de precio y sin ningún deterioro. Sé, por otras veces, que este puesto en concreto vende novedades a mitad de precio porque se las pasan a ellos algunos críticos de periódicos que se deshacen de los libros según los despachan. Y justo antes de salir de mi nueva casa, camino del Retiro, había hojeado El cultural (suplemento del periódico El mundo) de hace unas semanas y, de pie, había leído una crítica positiva de este libro. (Es posible que el crítico y yo hayamos leído el mismo ejemplar, él sin pagar y yo a mitad de precio).

El caso es que tras unos instantes de vacilación -de por medio mi disgusto ante el atasco interminable de libros en la sección de inleídos de mi biblioteca y por otro la satisfacción consumista de adquirir un nuevo ejemplar a mitad de precio)-, me hice con él, y lo comencé a leer en el andén de Atocha, esperando al cercanías.

En Cuentas pendientes Kohan nos presenta a Lito Giménez, de casi ochenta años, un militar jubilado que vive solo, aunque su ex mujer y su ex suegra (casi centenaria) viven tres pisos por encima de él, que lo hace en el bajo. De vez en cuando ellas requieren su ayuda, o se reúnen todos en el tercero para fingir una idea de matrimonio convencional ante las visitas de la hija de ambos.

La novela empieza con un ligero tono sarcástico en torno a los accidentes domésticos de Giménez, y sus pequeñas tragedias, como la basura que no deja de caer a su diminuto patio interior desde los demás pisos del edificio.

Giménez, además de con su ex mujer, ex suegra e hija, se relaciona muy superficialmente con el portero del edificio, el camarero de un bar cercano, con una prostituta derrengada, con el temido Dueño de la casa -al que debe ya cuatro meses de alquiler- y con Vilanova, un militar también jubilado de más alta graduación que él. Vilanova encarga a Giménez pequeñas pesquisas en los periódicos en busca de determinadas marcas de coches de segunda mano. Por esta actividad, Giménez recibe un dinero que entendemos como turbio.
Y a través de esta vida solitaria y anodina, cargada de una minuciosa descripción acumulativa de pequeñas tragedias y mezquindades -problemas digestivos, compras en el supermercado de los artículos más baratos…- el lector va atisbando el pasado ominoso de la dictadura en Argentina. Sabemos, casi de pasada, que Giménez le debe a Vilanova el gran favor de haberle hecho padre al entregarle una niña (su hija) proveniente de una madre desaparecida. La moralidad de ambos ex militares sólo se altera ante el incremento de la delincuencia en el país y las movilizaciones de los jóvenes que no saben mirar hacia el futuro y sólo revuelven en el pasado.

El estilo es enumerativo, trabajado en su parquedad, eficiente.

Quizás al avanzar por las páginas de la novela tenía la sensación de que Kohan había conseguido crear un personaje interesante, Lito Giménez, pero no alcanzaba a darle movimiento. Es decir, una cosa es dibujar con precisión a Don Quijote y a Sancho y dejarlos en su estancia, y otra distinta, y más valiosa, es lanzarlos al mundo, en busca de una peripecia, de una lucha contra molinos o gigantes…
Las páginas avanzaban y la salida al mundo de Lito no llegaba; hasta la página 122, donde la construcción literaria se fractura y gana en profundidad, pues aquí es cuando descubrimos quién es el narrador de la historia, quien empezó en la página 9 a imaginar la vida del personaje: “Tengo para mí que Giménez, tarde en la noche (…)”. Prefiero no revelar quién es, aunque en la crítica de El cultural lo señalaban y eso me chafó parte de la sorpresa, del interesante giro constructivo.

Ciencias morales me parece un libro más valioso, pero Cuentas Pendientes es una novela meritoria de la nueva narrativa argentina.

(p.d. me estoy dando cuenta de que leo los libros de Argentina como si fueran la literatura de mi país. El otro día se me escapó en una conversación una construcción lingüística argentina en vez de española. Creo que sólo yo me di cuenta.)

lunes, 3 de mayo de 2010

El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, por Patricio Pron


Editorial Mondadori. 217 páginas. Primera edición 2010.

Me había encontrado en Internet el nombre de Patricio Pron como autor argentino seguidor de la estética de Roberto Bolaño, y sentí curiosidad por comprobar hasta qué punto era cierto.

He leído durante la semana pasada este libro, El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, un conjunto de cuentos escritos, al parecer, sin afán de que funcionasen como un volumen, sino que se trata de diversas colaboraciones en revistas…

El libro se compone de 18 cuentos, aunque 2 pueden ser leídos como el mismo cuento visto desde perspectivas distintas.

Empezaré a comentar el libro, más o menos, por la mitad, por el cuento titulado Contribución breve a un diccionario biográfico del expresionismo, la pieza más extensa del conjunto, unas 40 páginas. Su lectura me ha remitido de forma inmediata a La literatura nazi en América de Bolaño. Aquí Pron nos habla de la literatura (aunque también de la pintura) expresionista alemana, y usando la técnica de crear un diccionario de autores, pensé que iba a escribir breves relatos, como hace Bolaño en el libro citado. Leyendo las vidas inventadas de este cuento, pronto empecé a darme cuenta de un detalle: algunos de los nombres del diccionario no eran inventados, reconocí a artistas como Otto Dix, Alfred Döblin, Otto Gross, Ernst Ludwig Kirchner… como se ve en su mayoría pintores, que conocía de las exposiciones temporales del Thyssen, aunque también me sonaba algún escritor. Buscando por Internet me he dado cuenta de que no debe de haber en la lista ningún escritor inventado, todos son reales y el 90% de ellos están olvidados. La vuelta de tuerca a La literatura nazi en América de Bolaño me ha parecido muy ingeniosa. Si Bolaño quería mostrarnos la poca importancia social de la figura del escritor creando toda una literatura inventada, Pron le devuelve la pelota mostrando lo mismo desde una perspectiva más cruda: los escritores de los que él habla también son ridículos, también tuvieron su viaje al abismo y la calamidad y, además, son reales, aunque el lector sepa de ellos por primera vez. El primer autor, por ejemplo, Balduin Bählamm se propone la absurda tarea de reescribir Fausto sin ser Goethe; es decir, en primera instancia pensé que además de un homenaje a Bolaño se trataba de otro a Borges, y su Pierre Menard, pero la propia conclusión de que Bählamm había tenido la misma idea de Borges, pero 30 años antes, me hizo pensar que la historia era verdadera, y el afán de Pron consistía en querer enseñarnos al monstruo real.

Todos los cuentos de este libro están ambientados en Alemania, o bien en otros lugares pero los protagonistas provienen de Alemania (en muchos casos extranjeros perdidos en este país, donde Pron trabajó de profesor). Aunque más bien tienden a la deslocalización de la historia, que puede ocurrir en la RDA en 1981, o en un pueblo cualquiera de Alemania en 1961 (un recurso muy típico del arte fabulador de Bolaño).

En muchos de ellos los protagonistas son escritores o aspirantes a ello, como en la mayoría de las historias de Bolaño; aunque en este último el escritor, aunque fracasado en su cometido en cuanto a artista y también en cuanto a hombre (finito, mortal, intrascendente…), contenía cierta épica romántica o suicida que le sostenía, y en Pron la condición de escritor se vive más como una condena ridícula. Esto se ejemplifica bien en el cuento que para mí es el mejor del conjunto: Es el realismo, donde el tono poético y melancólico de otras composiciones da paso a un humor sarcástico sobre las bajezas del mundo literario. Por este relato Pron recibió el premio Juan Rulfo de 2004.

He leído dos veces el cuento La visita al maestro (por cierto, este título es el del primero de los libros de la serie de Zuckermann de Philip Roth), la segunda para confirma la sospecha de que uno de los protagonistas del mismo era Roberto Bolaño. En él una veinteañera alemana se baja de un autobús en un pueblo con playa, que tal vez sea Blanes, para visitar a un escritor chileno que conoció en Alemania. En la playa se encuentra casualmente con el hijo del escritor, quien le cuenta una anécdota sobre el padre que bien podría estar protagonizada por uno de los personajes de Bolaño o más bien por él mismo. Un cuento muy conseguido.

También en el estilo, Pron sigue bastantes de las directrices de Bolaño: usando un lenguaje poético lleno de ambigüedades, de posibles significados que se van negando y abren el párrafo al misterio. Así en la página 122 se lee: “lo que explicaría muchas cosas o, tal vez, ninguna”. En la página 18: “sonrió y que su sonrisa no explicaba nada, no explicaba absolutamente nada”.

Me han parecido más rotundos los cuentos de la última parte del libro, con piezas como Abejas, muy cercanas al realismo minimalista norteamericano; de hecho, éste parecía un cuento de Charles Baxter.
En algunos cuentos de la primera parte me ha dado la impresión de que, con talento, Pron crea a un personaje melancólico, y nos describe algún recuerdo o situación, pero sin conseguir hacer avanzar la historia, ni plantear ninguna dicotomía al personaje, y de esta forma la intencionalidad y la identificación del lector con el cuento queda un tanto desdibujada. Esto ocurre en piezas como Una de las últimas cosas que me dijo mi padre o Tu madre bajo la nevada sin mirar atrás; escritos con un poético y eficiente estilo, por otra parte.

También me ha parecido detectar la influencia benefactora de Julio Cortázar en cuentos como El estatuto particular, donde una pareja juega a visitar la misma ciudad por separado y tratar de encontrarse. Cortázar tenía un cuento parecido, donde una pareja se encuentra en un hotel y finge que no se conoce. A Cortázar podría achacarse también la presencia de lo neofantástico en cuentos como Las ideas, el primero del conjunto y uno de los mejores.

En general, un interesante conjunto de cuentos, que me hace desear leer de la biblioteca de Móstoles la novela El comienzo de la primavera, con la que Pron obtuvo el premio Jaén. Pron es aún un escritor muy joven, cargado de talento y tengo la impresión que va a darnos a los lectores más de una alegría en el futuro (además de la alegría que han supuesto la mayoría de las páginas de este libro).