domingo, 15 de septiembre de 2024

Una carpa bajo el cielo, por Liudmila Ulítskaya


Una carpa bajo el cielo
, de Liudmila Ulítskaya

Editorial Automática. 750 páginas. 1ª edición de 2011; esta es de 2023.

Traducción de Yulia Dobrovólskaya y José María Muñoz Rovira

 

En 2006 me acerqué a la novela Sinceramente suyo, Shúrik (2003) de Liudmila Ulítskaya (Urales, Rusia, 1943), de la que había leído, por entonces, grandes críticas en las revistas y suplementos culturales, un libro que se llevó el Premio a la Mejor Novela del año en Rusia en 2004. Aunque he olvidado casi todos sus detalles, sí recuerdo que Sinceramente suyo, Shúrik me dejó un gran recuerdo, una novela que hablaba de la segunda mitad del siglo XX en la URSS y que era una digna heredera de la gran tradición rusa del siglo XIX. Por este motivo me interesó la información de prensa de Automática ediciones que me llegó al correo electrónico, hablándome de la última novela de Ulítskaya traducida al español, Una carpa bajo el cielo (2011). Fue una de mis compras en la pasada Feria del Libro de Madrid 2024. Además, hacía un año me había estrenado con la editorial Automática leyendo Ellos de la inglesa Kay Dick, que no me convenció, y quería sacarme la espina, porque intuía que había obras en el catálogo de Automática que me iban a gustar mucho más.

 

Los tres protagonistas principales de la novela serían Iliá, Sania y Misha, que el lector conocerá cuando aún son unos niños de diez o doce años en el Moscú de principios de la década de 1950. Sin embargo, la novela no comienza mostrándonos una escena en la que aparezcan ellos, sino con un prólogo en el que las niñas Tamara y Olga –cada una en sus respectivas casas– van a recibir, al despertarse, la noticia de que ha muerto Stalin, hecho que tuvo lugar en marzo de 1953. Después de estas escasas cuatro páginas iniciales, llegaremos al primer capítulo, titulado Maravillosos años escolares, donde Iliá y Sania, que han ido a la misma clase en el colegio desde primaria, van a conocer a Misha, que llega nuevo al colegio. La historia ha retrocedido un par de años, y no será, hasta muchas páginas más tarde, cuando vuelvan a aparecer en la novela Tamara y Olga. La sensación, por tanto, al adentrarse en el libro es extraña. ¿Por qué ese prólogo dedicado a dos personajes que no van a aparecer durante las decenas de páginas que tenemos por delante? Lógicamente, Ulítskaya no es una escritora primeriza y con este detalle, en principio no esperable, le está dando pistas al lector sobre las premisas con la que ha escrito su libro. Una carpa bajo el cielo no es una novela lineal, centrada en la evolución de tres personajes masculinos, que conocemos desde que son niños; no es, por tanto, una novela que vaya a repetir los esquemas clásicos del siglo XIX. Una carpa bajo el cielo acabará siendo una novela coral, donde un gran fresco de personajes irá entrando y saliendo de escena. El tiempo tampoco será lineal aquí. Me llamó bastante la atención, en este sentido, un capítulo en el que se habla de la relación sentimental entre dos personajes y se narrará también su muerte; algo que ocurre antes de llegar al ecuador de la novela. Sin embargo, que el lector tenga ya esta información no será ningún impedimento para que la narradora no le vuelva a hablar de la vida de esos mismos personajes en los siguientes capítulos. La novela, por tanto, a veces se acelera y en un capítulo avanza décadas para unos personajes, y luego retrocede en el tiempo para hablarnos de algún detalle de la vida de esos mismos personajes o, al hablar de otros, se verá a los anteriores desde una perspectiva externa. Mediante el recurso del estilo indirecto libre, la narradora cede su voz a los personajes, y por tanto, de este modo, podremos acercarnos a ellos desde ángulos distintos, ver cómo se ven ellos y también cómo los ven los demás.

 

A Iliá le interesa la fotografía, a Sania la música y a Misha la poesía. Los tres quedarán subyugados por el joven profesor Víktor Iúlievich, que les transmitirá su pasión por la literatura rusa. Víktor empezará a quedar con sus jóvenes alumnos fuera de clase para hablar de literatura y realizar recorridos por Moscú en los que buscar los lugares por los que pasaron o vivieron los grandes escritores. A este grupo se unirán también algunas chicas y acabarán llamándose «los Lurs». Durante un gran número de páginas, la narradora va a centrar su atención sobre Víktor, excombatiente de la Segunda Guerra Mundial al que le falta un brazo, uno de los pocos supervivientes masculinos de su clase del colegio. De hecho, a los tres protagonistas principales les van a cuidar figuras femeninas, madres y abuelas, porque los padres o han muerto en la guerra o están ausentes. Iliá, Sania y Misha comporten esta característica vital con Shúrik, el protagonista de Sinceramente suyo, Shúrik. En la primera parte de Una carpa bajo el cielo, la narradora deja caer más de una crítica hacia el absurdo de la guerra, y su gran número de víctimas mortales. De forma brusca, dejaremos de recibir información sobre Víktor que, esporádicamente, volverá a aparecer en la narración. Lo mismo ocurrirá con otros personajes.

 

Luidmila Ulítsakaya nos va a hablar de unas cuatro décadas de la historia de la URSS; más o menos desde 1950 hasta 1990. Al final del libro, en sus últimas cuatro páginas, hay un índice cronológico con los hechos históricos más importantes que ocurrieron en la URSS durante esos años. El telón de fondo sobre el que quiere contar la autora es el de la resistencia antisoviética, en la era del poststalinismo. De un modo más directo o tangencial a esta resistencia antisoviética, van a formar parte (o va a afectar a sus vidas) Iliá, Sania, Misha y el resto de personajes que van a orbitar a su alrededor.

En gran medida, Una carpa bajo el cielo también es un homenaje a la historia de la literatura rusa. Constantemente se citan a los clásicos de su literatura, y también aparecen los libros de los autores contemporáneos a la historia, que estaban en el exilio o presos y cuyos libros se encontraban prohibidos. En este sentido, destaca la figura de Borís Pasternak (conoceremos a sus primeros y asombrados lectores rusos), pero también las de Anna Akhmátova, Joseph Brodsky, etc. Iliá, en su vida adulta, además de acumular un archivo de fotografías de artistas disidentes, se va a dedicar a traficar con obras literarias samizdat, donde se reproducen, en máquinas de escribir caseras y fotocopias, obras prohibidas. En la página 567, Iliá define el fenómeno del samizdat: «Veamos el samizdat. De por sí, es un fenómeno asombroso e insólito. Es una energía viva que trasciende de un foco a otro, se tienden unos hilos creando una red, una especie de telaraña que une a las personas. Se establecen conductos por los que circula la información en forma de libros, revistas, poemas copiados una y otra vez, desde los más antiguos a los más recientes, o los últimos números de La Crónica de Actualidades. Circulan torrentes de literatura sionista publicada en Odesa antes de la Revolución, o en Jerusalén el año pasado, se leen obras religiosas, producidas por los emigrantes o de factura local… El proceso es, en parte, espontáneo, pero no del todo.»

Además del circuito samizdat, también se hablará aquí de la literatura tamizdat, que eran libros rusos, prohibidos en el país, que se publicaban en el extranjero (Berlín o París, principalmente) y que circulaban por la URSS de forma clandestina. También se hablará de los libros que salen del país hacia el extranjero, algunos sacados en microfilms, dentro de una vagina, por ejemplo.

 

 

No solo de literatura se habla en Una carpa bajo el cielo, porque también sabremos aquí de la música en la URSS y de sus nuevas corrientes, sobre todo al ceder la voz narrativa a Sania, que se convertirá en un teórico musical. Me han sorprendido los conocimientos musicales de Ulítskaya en la novela. Los artistas plásticos de la URSS organizarán exposiciones clandestinas en pisos.

 

Muchos de los protagonistas de la novela, a los que unen los libros, querrán una apertura democrática para el país y defenderán los derechos humanos. En la página 304, la narradora hablará del tipo de personas que se han convertido en los protagonistas de su novela: «No eran ni un partido, ni un círculo, ni una sociedad secreta, ni tan siquiera una comunidad de personas de ideas afines. Posiblemente, el único denominador común era su aversión al estalinismo. Y por supuesto, la lectura. Una ávida, irrefrenable, maniática lectura: una afición, una neurosis, una droga. Para muchos, el libro, más que un eventual amparo, magisterio o una guía de la vida se convertía en un sucedáneo de la vida.»

 

También se denunciará la situación de los judíos en la URSS (Misha, Tamara y, en parte, Iliá son judíos), que tenían prohibido el acceso a algunos lugares públicos y eran invitados constantemente a irse del país. O también se reivindicará la situación de los tártaros de Crimea, expulsados injustamente de sus tierras.

 

La novela está escrita con cierto desapego irónico, con el uso, puntual, de expresiones coloquiales, como «darse el piro», «cortar el bacalao», «aquella peña», etc., que se emplean cuando la narradora cede la voz a sus personajes. En este sentido, me ha recordado más el estilo a los narradores norteamericanos del siglo XX, que a los rusos del XIX. La prosa de la novela es bella, pero no recargada, y basa su fuerza, más que en un potente uso metafórico del lenguaje, en la abundancia de detalles narrativos sobre la vida de su gran cuadro de personajes. En una entrevista escuche a Ulítskaya decir que ella era más de Tolstoi que de Dostoievski. Es cierto que se acerca de un modo más elegante y poético a sus personajes ­­–al estilo de Tolstoi o Chéjov– que como lo hace Dostoievski, con su estilo torturado, a pesar de que alguno de los personajes acabará en alguna situación límite, sufriendo años de cárcel. En general, Ulítskaya no se recrea en la experiencia de la cárcel, y narra más el tiempo de la persecución política, la huida, los registros domiciliarios, los interrogatorios… En este sentido, Una carpa bajo el cielo recrea un mundo similar al de la Praga de Milán Kundera, en libros como La insoportable levedad del ser, La broma o El libro de la risa y el olvido, con sus chivatazos, sus espías, sus delaciones falsas o verdaderas, sus manifiestos firmados y sus requerimientos de retractaciones públicas, etc.

 

Liudmila Ulítskaya ha sido traducida a más de veinte idiomas y suele aparecer en las listas de candidatos al Premio Nobel de Literatura. Ella es de origen judío y, desde la invasión rusa de Ucrania, vive exiliada en Alemania. Tenía, como dije, un gran recuerdo de Sinceramente suyo, Shúrik, que se ha confirmado con la gran impresión que me ha vuelto a causar Una carpa bajo el cielo. Espero que su popularidad, al menos en España, aumente si recibe el Premio Nobel de 2024. Se lo merece.

domingo, 8 de septiembre de 2024

El hombre que amaba a los perros, por Leonardo Padura

 


El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura

Editorial Tusquets, 573 páginas. Primera edición de 2009; esta es de 2019

En 2021 se celebró –por motivo de la crisis del COVID– la Feria del Libro de Madrid en septiembre y no a finales de mayo y principios de junio, como suele ser lo habitual. Una mañana de sábado, en la que había ido a visitar la Feria, me percaté de que estaba allí firmando su obra Leonardo Padura (La Habana, 1955) y, aunque no lo había pensado previamente, me apeteció comprar alguno de sus libros y que me lo dedicara. Me decidí por el que sabía que era el más reputado, El hombre que amaba a los perros (2009). Tenía pendiente leer a Padura desde hacía muchos años. En la biblioteca de Pueblo Nuevo había hojeado más de una vez sus libros policiales, protagonizados por Mario Conde. Recuerdo también que una vez que fui a la FNAC de Callao, a la presentación de un libro del también cubano Pedro Juan Gutiérrez, me senté al lado de una persona, para darme cuenta, no mucho después, de que era Leonardo Padura, quien había acudido a la presentación del libro de su amigo Pedro Juan.

Decidí leer esta extensa novela (573 página, de un tamaño de letra inferior al habitual en Tusquets), aprovechando mis vacaciones de profesor en Navidad. De este modo, lo empecé el 30 de diciembre de 2023 y lo finalicé tres semanas después.

El primer capítulo de la novela nos lleva hasta La Habana de 2004. Iván, el narrador, se encuentra en el entierro de Ana, la que ha sido su pareja durante los últimos años. Iván nos va a narrar, después de la primera página, la agonía de Ana en una Cuba en ruinas. Iván va a contarle a una Ana moribunda la historia de un misterio hombre mayor con el que tuvo varios encuentros en la playa, hacía ya casi treinta años. Y sabrá que la muerte de Ana será el detonante para que se decida a contar la historia, que le atormenta desde hace décadas, y que no se atrevió a escribir por miedo. Es un gran primer capítulo, que introduce al lector en un mundo de sugerentes hilos narrativos y crea muchas expectativas.

En el segundo capítulo conoceremos a Liev Davídovich, que en 1929 está recluido, junto a su mujer, Natalia Sedova, en Siberia, en la localidad de Alma Atá. Liev Davídovich no es otro que Trotski, que está a punto de saber que Stalin ha decretado su expulsión del país.

En el capítulo tres, nos será presentado Ramón Mercader, un catalán que, en 1936, está combatiendo contra las fuerzas franquistas en la sierra del Guadarrama. Cuando arranca su narración, ha ido allí a buscarle su madre, Caridad, para decirle que el Partido Comunista se ha fijado en él y le quiere encargar una misión. Si en ese momento acepta, sin saber aún en qué va a consistir su misión, ya no tendrá opción de echarse para atrás.

El capítulo 1 está escrito en primera persona, con la voz narrativa del cubano Iván, y los otros dos en tercera persona, con una voz narrativa similar, y que (más tarde) el lector comprenderá que es la de Iván, que, al fin, se decidió a narrar la historia que quedaba sugerida en el primer capítulo.

Al principio, pensaba que, quizás, Padura fuera a crear una estructura en la que las tres historias mantuvieran el orden inicial, y que se repitiera la estructura 1-2-3, 1-2-3…, pero no fue así, ya que en el capítulo 4 no volvemos a la voz narrativa de Iván, sino a la historia de Trotski, que ha de postularse para que algún país quiera acogerlo. Este país será Turquía, en primera instancia, después Noruega, Francia y definitivamente el México en el que encontrará la muerte.

Sentí una ligera decepción al descubrir que en capítulo 4 no volvíamos a Iván, porque el primero me había parecido el capítulo más atractivo de los tres que llevaba leídos. En relación a este punto, debería aclarar que, en principio, no soy seguidor del género de novela histórica, y que la primera persona de Iván, un cubano de 2004, como podía ser Padura, me había resultado más auténtica, que la reconstrucción de dos personajes históricos, de tiempos, más o menos pasados, como son Trotski y Mercader. Es decir, si quiero leer sobre la guerra civil española busco a escritores que fueron contemporáneos a los hechos narrados y pudieron observarlos de primera mano, y me cuesta más confiar en autores que, desde el presente, reconstruyen hechos históricos no vividos. En cualquier caso, he de decir que la historia de Trotski y Mercador o, más bien, la visión literaria que Padura tiene de Trotski y Mercader me ha ido conquistando poco a poco, al ir pasando las páginas de esta extensa novela, porque quizás las 573 páginas del libro pueden parecer un número engañoso, si tenemos en cuenta –como dije– que la letra de este libro es más pequeña que la que habitualmente usa Tusquets.

A grandes rasgos, el hecho luctuoso que une a los dos personajes históricos es conocido por todos. Ramón Mercader acabó con la vida de Liev Trotski clavándole un piolet en la cabeza en 1940, en Coyoacán, México. Es decir, esta es una mala novela para ese tipo de lector que odia los así llamados «spoilers», porque Padura es fiel a los hechos históricos y El hombre que amaba a los perros es una novela muy bien documentada. Sin embargo, sí que va a ser una novela recomendable para aquellos lectores que no piensan que la literatura se sustenta en giros narrativos más o menos sorprendentes, sino que se trata de un viaje en el que el autor nos quiere hacer reflexionar sobre la realidad y ponernos en el pellejo de sus personajes.

El hombre que amaba a los perros es, en gran medida, una reflexión sobre los sueños rotos de la historia, sobre el devenir siniestro de las utopías. Stalin, uno de sus personajes de fondo, quedará retratado como un genocida, como un sádico dispuesto a todo por conservar el poder absoluto, capaz de las venganzas más miserables sobre aquellos que, en algún momento, osaron llevarle la contraria, o discutirle cualquier asunto en un contexto en el que ya no existía ningún atisbo de democracia o crítica. La crítica no solo se va a quedar en la URSS, sino que Padura la va a hacer extensible a Cuba, retratando a Iván como a un personaje aplastado, un joven que quiso ser escritor, que fue aplaudido mientras sus escritos se amoldaron a los cánones del comunismo, y que será acallado y castigado en cuanto sus palabras muestren el mínimo sentido crítico, algo que nunca debería abandonar ningún escritor.

Padura, nacido en La Habana, siempre ha vivido en Cuba y, hasta cierto punto, extraña que un libro como El hombre que amaba a los perros lo haya podido publicar un cubano que sigue allá. Quizás en 2009, año en el que aparece el libro, se había ya relajado algo la censura en la isla, respecto a las décadas anteriores. En cualquier caso, en las páginas del libro nunca se nombra a Fidel Castro, que, como he observado, es una de las que condiciones para poder ser crítico con la situación cubana y poder seguir viviendo allá. En los libros de Pedro Juan Gutiérrez ocurre algo parecido.

Pero la intención de Padura no es solo criticar a las dictaduras en que se convirtieron la URSS o Cuba, sino acercarnos a unos personajes de carne y hueso sobre los que va a caer el peso de la historia y su derrota, personas que han de portar sobre sus espaldas pesadas cargas de las que no saben cómo desprenderse. Trotski, durante el tiempo narrativo que cuenta su historia, será siempre una víctima, un perseguido, alguien que entiende que solo sigue vivo porque Stalin le usa como excusa para acusar a sus enemigos en Moscú de ser sus aliados y poder exterminarlos. Llegará un momento en el que sabrá que su vida ya no le es útil a Stalin y que este va a tratar de matarlo en cualquier momento. En más de un

momento, se le recordará al lector que Trotski también fue un despiadado asesino durante los tiempos de la Revolución de Octubre.

Mercader, pese a que el lector seguirá sus pasos como agente soviético, entrenado para matar, irá introduciéndose con él en un mundo cada vez más turbio. Y no serán pocas las dudas que le asalten cuando se vaya acercando a su objetivo final. Mercader, pese a que el lector sabe que es, o que, más bien, va a ser, un asesino, será también una víctima de sus circunstancias vitales. Alguien que quiere, por ejemplo, agradar a su madre o a su novia, alguien que en su juventud ha confiado en un ideal de pureza histórica.

La grandeza de El hombre que amaba a los perros va a ser que el lector va a sentir compasión por sus tres actores principales. Hacia el final un cuarto personaje, que hará también de narrador interpuesto, nos dirá que Iván es una víctima sin culpa, y no así Trotski y Mercader, de los que dirá, hablando de la historia que obsesiona a Iván, que esta es la de «un hijo de puta que mató a otro hijo de puta». Sin embargo, la grandeza como escritor de Padura será que el lector sienta compasión también por ellos.

En principio «el hombre que amaba a los perros» del título es la forma en la que Iván se refiere a la persona que ha conocido en la playa bajo el nombre de Jaime López y que, cuando empiece a contarle la historia de su amigo Ramón Mercader, acabará comprendiendo que son la misma persona. Jaime López pasea en las playas de Cuba con dos bellos galgos borzois rusos, que era el tipo de perro que también había tenido Trotski, que era otro hombre que también amaba a los perros. Iván, por su parte, que se gana la vida como veterinario aficionado, será el tercer hombre que ame a los perros. Los perros simbolizan en esta novela la capacidad de amor que subyace en cada ser humano, pero a todos los desvíos vitales y los destinos equívocos.

Está muy logrado el modo en el que Padura nos transmite cómo Mercader acabará sintiendo que su vida y su destino se van pareciendo cada vez más a los del hombre al que el Partido Comunista le hizo matar, sintiéndose un títere de la Historia.

El hombre que amaba a los perros es una novela escrita con gran belleza e inteligencia, en un español bastante neutro, en el que se filtran muy pocos cubanismos, cuya fuerza artística prevalece sobre la ambición testimonial (que no es pequeña), y que me ha emocionado mucho. Es de una de las novelas del siglo XXI, escritas en español, más lograda y ambiciosa de las que yo he leído.