Editorial Alfaguara. 492 páginas. 1ª edición de 2001.
En agosto de 2018 bajé un día,
paseando, por la calle Alcalá y me detuve en una de las librerías de segunda
mano de la cadena Tik Books que está
a la altura del metro de El Carmen. Aquí fue donde me encontré por primera vez con
Romanticismo
de Manuel Longares (Madrid, 1943).
Lo estuve hojeando y busqué información sobre él en internet. Leí un artículo
sobre la elogiosa presentación que le hizo en Madrid Luis Mateo Díez y también leí las palabras de entusiasmo de Juan Eduardo Zúñiga o Juan Caballero Bonald al hablar de esta
novela. El libro costaba 3 euros y no lo compré entonces porque no era la
primera edición (creo que era la tercera) y porque me contuve. Por una vez escuché
a esa parte de mí que está en contra de la acumulación de libros.
El anterior Día del Libro, el 23 de
abril, había ido a la librería Rafael
Alberti para oír hablar a un grupo de escritores sobre su última obra, y
también porque sabía que iba a pasarse por allí Sergio Ramírez, el último Premio Cervantes. Entre los escritores
que escuché en la Alberti estaba Longares, que me pareció un autor modesto y
entrañable. Nunca le había leído, pero sí que me había encontrado con sus
libros más de una vez. De hecho, en una ocasión estuve a punto de comprar la
primera edición de La novela del corsé –su primera novela– en otra librería de
segunda mano.
En una biblioteca madrileña que he
descubierto en la avenida de los Toreros vi que estaba Romanticismo, y lo anoté mentalmente para sacarlo de allí algún
día. Me decidí después de leer A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales. Me apeteció
acercarme a la Guerra Civil y luego al franquismo desde otra perspectiva, ya
que Romanticismo –publicado en 2001–
habla de la Transición. Concretamente, Longares posa su mirada en unas cuantas
calles («el cogollito») del barrio de Salamanca de Madrid, cuando está a punto
de morir Francisco Franco. Es decir, la novela empieza en octubre de 1975,
cuando los rumores sobre el mal estado de salud del dictador empezaban a
extenderse por la capital.
La novela está dividida en tres
partes. En la primera, titulada Sepulcro de la memoria, se narran
escenas de los días previos a la muerte de Franco. Sobre todo, el discurso de articula
en torno a la llegada a su gran piso del barrio de Salamanca de Pía Matesanz
para contarle llena de preocupación a su marido, José Luis Arce, los rumores
que ha oído sobre el grave estado de salud del Caudillo. «Tanto había oído
hablar José Luis Arce de la salud del Caudillo en la tertulia del Balmoral que
no tomó en serio su enfermedad definitiva»: ésta es la primera frase de la
novela. Arce empieza por no preocuparse, mientras sus amigos y vecinos están
sacando los ahorros del banco para esconderlos en casa. «No me robarán los
rogelios», grita Fela, amiga íntima de Pía. Estamos en octubre de 1975 y sobre
el tapiz de este tiempo narrativo, Longares –mediante el uso de la analepsia–
nos va a hablando del pasado de los personajes y de sus vidas acomodadas en la
paz tensa de la dictadura.
Al menos las cien primeras páginas
del libro funcionan como una crítica de costumbres en las que apenas avanza la
trama. Son páginas divertidas, porque la mirada que Longares posa sobre sus
personajes es muy aguda. El tono para hablar de sus personajes es muy irónico y
burlesco (sin llegar a ser hiriente), y nos habla de la «burguesía
improductiva» (pág. 15) del barrio de Salamanca en sus múltiples facetas: sus
paseos hasta el Balmoral para tomar el aperitivo, sus reuniones en cafeterías o
en casas, sus exilios de tres meses a la Sierra huyendo del calor de Madrid en
verano (la familia Arce-Matesanz veranea en San Rafael, «Sanra»). Sus
movimientos, sus manías y sus costumbres están muy bien retratados, hasta
detalles que parecen casi inverosímiles y que, precisamente por esto, el lector
acaba pensando que de tan ridículos sólo pueden ser verdaderos; como esa
necesidad de Hortensia, la madre de Pía, de comprar cada producto en la tienda
adecuada y sólo en ésa. Es decir, Hortensia mandará a su sirvienta a comprar el
vino de la marca X a la tienda Y, y si la sirvienta vuelve a casa con el vino
de la marca X, pero comprado en la tienda Z, éste será rechazado, e, incluso,
Hortensia nunca podrá ser víctima de un engaño, porque de algún modo u otro
acabará averiguando que el vino de la marca X no procede del lugar adecuado y
ya no servirá para el uso de la familia, sino que pasará a ser regalo para los
porteros, por ejemplo, por no tirarlo directamente.
La sonrisa es continua al leer Romanticismo, puesto que en esta novela
se retratan costumbres realmente ridículas, aunque también es cierto que esa
misma sonrisa acabará congelada, más de una vez, en la cara del lector, puesto
que esa clase privilegiada del cogollito
(que en gran medida no tiene que trabajar puesto que vive de sus rentas) cometerá
más de un exceso por el temor a perder sus privilegios. Así, por ejemplo, Arce
y algunos de sus amigotes del bar no tendrán reparo en vestirse de falangistas
y salir a patrullar por las noches por «las vaguadas» (los barrios obreros), y
en disparar sobre ciudadanos inocentes por tener aspecto de «rogelios». Faltas
contra «los rogelios» que pasarán casi sin ningún cargo de conciencia por parte
de este aguerrido grupo de patriotas con «corazón de oro».
Me gusta un recurso que usa Longares
en la novela: él es el narrador, pero de vez en cuando hace referencia al
diario o a las notas de prensa de Caty Labaig, una periodista de sociedad que
es vecina de la familia Arce.
En Romanticismo se habla de la historia de tres generaciones de una
familia: la de los padres de Pía, la de Pía y Arce y la de la hija de éstos,
Virucha. Aunque estas personas son los personajes principales de la novela, su
elenco de secundarios es muy amplio. En realidad, Romanticismo funciona en gran medida como una novela coral; no
tanto como La colmena de Camilo
José Cela, porque aquí el centro narrativo está más disperso que en Romanticismo, pero en algún punto sí me resultan
comparables. La colmena nos habla de la posguerra y Romanticismo de los años posteriores a la muerte de Franco. El
lenguaje de Cela es más duro que el de Longares, que como ya he dicho elige la
ironía, siendo su prosa muy trabajada (es difícil, o imposible, encontrar una
rima interna malsonante) y cervantina (de sonoridad clásica y limpia). Longares
usa además un vocabulario muy de la época (e imagino que también muy de una
clase social): «Triquitraque», «buruquienta» o «estás liroli». También existe
un juego paródico con la rimbombancia de los apellidos (diría que algunos son
inventados o, al menos, yo nunca los había oído en mi vida) y con los
diminutivos de los nombres.
Si bien el tiempo principal de la
primera parte se concentraba en apenas un mes (aunque hay que tener en cuenta
que gracias a la analepsia se daba mucha información sobre el pasado de los
personajes vivido durante décadas), el tiempo se acelerará en la segunda parte
(Desajustes)
y en la tercera (Restauración). Empezamos en octubre de 1975 y acabaremos a
mediados de la década de 1990, pasando por algunos hitos históricos (además de
la muerte de Franco), como el golpe de Estado de Tejero (1981) o la llegada al
poder del PSOE (1982). Según pasa el tiempo y nos acercamos al final, el
abanico de personajes de la novela se abre a la clase media (representada por
el contable que se supervisa los negocios del cogollito) y a los hijos de los
represaliados (Monjardín, amigo del colegio de Arce).
Monjardín fue quien comentó a Arce
que, pese a la Transición, algunas cosas no iban a cambiar, y cita el espíritu
de El Gatopardo de Lampedusa, al que
Arce –aficionado a las revistas de coches– llama «el gato pardo de la pelusa».
«Todo sigue igual, pero nada es como
antes», dirá la periodista Caty Labaig, hablando del cogollito. «Esa reserva
inexpugnable en el orden patrimonial y urbanístico y sólo vencida por la
enfermedad o la muerte. (…) Habían convivido con socialistas y derechas
democráticas, con el caudillaje, con monárquicos y republicanos, con la
dictablanda y con la regencia, con conservadores, liberales y revolucionarios
–por abarcar sólo el periodo iniciado desde la fundación del barrio donde se
acogían– y salvo las excepciones lamentadas por sus biógrafos, nadie les había
quitado un duro ni un átomo de grasa» (pág. 483).
«No nos sentarán a su mesa ni
tolerarán que sus hijos se casen con los nuestros. Cada cual está en su
trinchera, en eso no han cambiado mucho las cosas, pero ya no es como antes. Y
ahora, si nos ven por la calle, al menos nos saludan», dirá Monjardín, el hijo
de un rojo, en la página 491.
Diría que mis expectativas cuando
empecé Romanticismo eran muy altas y
han sido, en parte, defraudadas. Debido a los comentarios críticos de reputados
escritores, me esperaba una obra maestra y me he encontrado con un buen libro.
No creo que Romanticismo sea una obra
maestra porque he tenido la impresión de que Manuel Longares abre en su novela
bastantes caminos narrativos que no acaba de concretar; ideas que podían haber
tenido un desarrollo interesante mueren poco después de su planteamiento. Al
tratarse de una novela coral, no parece necesaria una trama perfectamente
definida, pero diría que la he echado de menos al acercarme a los personajes
principales de la familia Arce, ya que se plantean algunos interrogantes sobre
el pasado de estas personas que quedan sólo cerrados a medias. Diría que el
afán por mostrar lo ridículo de las costumbres y la estrechez de miras de los
personajes lastra la capacidad de describir su evolución personal. Pero, eso
sí, esa muestra de «lo ridículo de las costumbres y la estrechez de miras de
los personajes» es muy divertida y el lenguaje irónico y cervantino es
magnífico, y me quedo con estas virtudes de Romanticismo,
que no son pocas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario