domingo, 26 de febrero de 2017

Hormigón / Extinción, por Thomas Bernhard.

Editorial Alfaguara. 541 páginas. 1ª edición de 1982 y 1986. Esta de 2012.
Traducción y notas de Miguel Sáenz.

La primera vez que leí al escritor austriaco Thomas Bernhard (Heerlen, Holanda, 1931-Gmunden, Austria, 1989) fue en febrero de 1997. Empecé por la novela El sótano, el segundo volumen de los cinco que constituyen su ciclo autobiográfico formado por El origen, El sótano, El frío, El aliento y Un niño. Leí los cinco. Alguno lo saqué de la biblioteca de Móstoles y algún otro lo compré. También he leído El sobrino de Wittgenstein, que podría considerarse un volumen más de su obra autobiográfica. Y hace unos seis o siete años, mi último acercamiento a Bernhard fue con la novela , que me gustó menos que las anteriores.

Recuerdo que este autor me interesó porque su nombre aparecía con regularidad en los suplementos culturales de la época. En alguno de ellos leí que Javier Marías fue el que primero había llamado la atención a las editoriales españolas sobre la obra del austriaco, y que por eso se había empezado a traducir. Muchos de sus libros han sido vertidos al español por Miguel Sáenz, uno de los mejores traductores del alemán de este país.

Me gustaron los cinco volúmenes (o seis, si incluimos El sobrino de Wittgenstein) de la autobiografía de Bernhard, pero los leí hace muchos años y nunca me había acercado (a excepción de ) a ninguna de sus novelas emblemáticas, muchas de ellas publicadas por Alianza, a pesar de que las había hojeado más de una vez en la biblioteca. Hace unos meses, paseando por la librería La Central de Callao, vi en la mesa de novedades un libro que contenía dos novelas de Thomas Bernhard: Hormigón y Extinción, traducidas por Miguel Sáenz, autor también del prólogo. En dicho prólogo podemos leer: «Dos obras que, surgidas en el decenio de los ochenta (la primera en 1982, la segunda en fecha imprecisa, aunque publicada en 1986), presentan a un Bernhard renovado, seguro de sus recursos y dispuesto a representar brillantemente el papel que a sí mismo se ha fijado. (…) Para muchos es éste el mejor Bernhard, el más accesible y claro».

Lo cierto es que, en aquel momento, pensé que el libro de Alfaguara con el que me topé en La Central acababa de aparecer en el mercado, pero luego, al buscar la fecha de edición, comprobé que había sido publicado en 2012. En cualquier caso, pensando que era una novedad editorial, solicité su préstamo en la biblioteca de Móstoles, y unas semanas después me escribieron un sms para avisarme de que había llegado. En ese momento había adquirido varios compromisos de lectura con más de una editorial, pero llevaba unas semanas escribiendo demasiadas reseñas, que al final, como mi ritmo de publicación de las mismas es de una a la semana, iba acumulando, escribiendo por adelantado las de los próximos dos o tres meses. Decidí parar un poco, dedicarme a revisar la novela que estoy escribiendo, y pasar unas semanas sin escribir reseñas. El libro de Bernhard es largo. Tiene 541 páginas, pero la letra es apretada; además, Bernhard no usa puntos y aparte, por lo que, al final, he estado tres semanas con el libro. Tres semanas sin escribir una reseña: creo que el reseñista que hay en mí necesitaba estas pequeñas vacaciones.

Hormigón tiene 105 páginas y Extinción, que es la novela más larga del autor, 420.

En Hormigón, Rudolf, un hombre de cuarenta y ocho años, vive solo en Peiskam, en el campo de Viena. Sus padres están muertos y él habita la gran casa de campo de la familia. Debido a su herencia económica, no necesita ganarse la vida con ningún trabajo pecuniario, y se dedica a escribir ensayos sobre temas que le interesan. La novela empieza a la mañana siguiente de la partida de su hermana, que había venido desde Viena a visitarle. Rudolf se queda solo y decide levantarse antes del amanecer para empezar a escribir un ensayo sobre el compositor Mendelssohn Barthholdy, del que lleva años recopilando información. Sin embargo, la visita de su hermana le ha resultado tan turbadora que le resulta imposible empezar su ensayo. Su mente se enredará en una larga diatriba contra su hermana: «No se puede defender uno de personas como mi hermana, que es tan fuerte y, al mismo tiempo, tan enemiga del espíritu» (pág. 20).

Uno de los temas recurrentes de Bernhard es la enfermedad. Desde muy joven, él mismo se vio aquejado por una enfermedad pulmonar, que le hizo abandonar la carrera musical que había emprendido, y que finalmente acabó con su vida a la edad de cincuenta y ocho años. En Hormigón, el narrador considera que puede vivir de su herencia, vendiendo parte de sus propiedades, porque: «Al fin y al cabo sólo me queda el tiempo más breve por vivir, como consecuencia de mi enfermedad que avanza incesante e irresistiblemente, todo lo más uno o dos años, no más ni menos tiempo, momento en el que mi necesidad de vivir y existir, cualquiera que sea en este mundo, debería estar por completo agotada» (pág. 42).

La narración de Rudolf es, en esencia, angustiosa. Como característico del estilo de Bernhard, la novela da vueltas sobre sí misma, desgranando las obsesiones existenciales del personaje, en párrafos densos que tienden a la repetición de ideas, a las que se vuelve como en las composiciones musicales (la formación musical de su juventud influyó luego en su escritura). Otra de las características de su prosa consiste en expresarse por medio de aparentes contradicciones. Por ejemplo, podemos leer en la página 33: «Por una parte, no aguantamos, los que somos como yo, estar solos, por otra no aguantamos el estar acompañados, no aguantamos la compañía masculina, que nos aburre a morir, pero tampoco la femenina».

Rudolf acabará tomando la decisión de viajar a Palma de Mallorca, y evitarse así las frías semanas del invierno austriaco. Su «novela más española», llama Sáenz a Hormigón en su prólogo. Por fin descubriremos que las páginas de la novela las está escribiendo Rudolf ya en Palma donde, más que el sol y la tranquilidad, le está esperando el desenlace trágico de una historia que dejó a medias en su última visita a la isla.

Extinción empieza y acaba usando el mismo recurso narrativo que Hormigón. Si Hormigón empezaba así: «De marzo a diciembre, escribe Rudolf, mientras, como hay que decir en este contexto, tenía que tomar grandes cantidades de Prednisolon», y Extinción lo hace así: «Después de la conversación con mi alumno Gambetti, con quien me reuní el veintinueve en el Pincio, escribe Murau, Franz-Josef, a fin de convertir las fechas de mayo para nuestras lecciones (…)». De este modo, el lector conoce el nombre del narrador y sabe que es el propio personaje el que está escribiendo su historia, aunque también haya un escritor detrás (el propio Bernhard) ordenando el texto.

Murau vive en Roma. Haberse instalado allí ha sido, principalmente, una forma de huir de Wolfsegg, su Austria natal. Como el Rudolf de Hormigón, Murau pertenece a una familia lo suficientemente rica como para que no tenga que preocuparse por trabajar. Se dedica a escribir libros y a ser profesor de alemán del joven italiano Gambetti, al que ha convertido en su discípulo (aunque más por el placer de hacerlo que por necesidad, según se desprende de la novela). El día que comienza la novela, Murau recibe un telegrama en el que se le informa de que sus padres y su hermano mayor han fallecido en un accidente de tráfico. Esto le obligará a volver a Wolfsegg para los funerales, lugar del que acababa de regresar, porque se había celebrado allí la boda de una de sus hermanas, y al que se había propuesto no volver durante bastante tiempo.

Extinción se divide en dos partes. En la primera –titulada El telegrama− Murau, desde Roma, empieza a recordar a su familia y los malos momentos vividos en la gran casa familiar de Wolfsegg. Desde niño, siempre se sintió incomprendido. Quería mezclarse con la gente del pueblo, por ejemplo, y su familia no le dejaba. Entre los cazadores y los jardineros de Wolfsegg, sus padres y su hermano preferían, siempre, a los cazadores, pero él siempre consideró que eran mucho más nobles los jardineros. Sobre esta idea, esta disyuntiva entre cazadores-jardineros, que acaba siendo una metáfora del mundo, se vuelve muchas veces en la novela.

Igual que ocurría en Hormigón, y posiblemente aquí a mayor escala, en Extinción se juega a expresar las ideas con aparentes contradicciones y a las repeticiones de sintagmas lingüísticos. En cierto modo, Extinción (sobre todo en su primera parte) parece una reelaboración de lo ya expresado en Hormigón; sobre todo cuando nos encontramos con alguna idea casi repetida: en Extinción, el narrador afirma que de niño sus hermanas no soportaban verle con un libro entre las manos y se empeñaban, siempre, en arruinarle la lectura. Esto mismo contaba el narrador de Hormigón sobre su hermana. El narrador de Extinción tiene cuarenta y ocho años, como el de Hormigón.

Tal vez, la diferencia más importante entre Hormigón y la primera parte de Extinción es que el narrador de la segunda novela parece algo menos desesperado que el de la primera, y sus diatribas contra la familia, las costumbres, la vulgaridad de Austria y su pasado (no cerrado) nazi, la Iglesia católica… de tan sarcásticas y exageradas, acaban siendo humorísticas. En la actualidad, el heredero europeo de este tipo de narración desesperada, pero que no rehúye el humor negro, podría ser el francés Michel Houellebecq. El propio narrador de Extinción acaba por minar la credibilidad que debemos dar a sus palabras: «Me he adiestrado tanto en el arte de la exageración que, sin más, puedo calificarme del mayor artista de la exageración que conozco» (págs. 515-516). Muchas de las páginas de Extinción tienen un destinatario, el discípulo de Murau, Gambetti.

Otra de las diferencias entre las dos novelas es que, en Extinción, el narrador sí que recuerda a un personaje positivo en su familia: su tío Georg, que le enseñó a disfrutar de la vida, a apreciar el valor del arte y los viajes. En las novelas autobiográficas de Bernhard había un personaje que cumplía esta misma función para Murau, el abuelo materno, convertido aquí en el tío Georg.

En la segunda parte de Extinción –titulada El testamento−, Murau ha regresado a Wolfsegg para asistir al funeral de sus padres y su hermano. Allí tendrá que encontrarse con sus hermanas, Caecilia y Amalia, y el marido de la primera, al que se denomina, insistentemente, «el fabricante de tapones de botellas de vino», una forma de mostrar al lector su vulgaridad, su falta de elevación del espíritu, algo que el narrador también achaca a sus familiares, apegados a la tierra, los tractores, la caza… y al deseo de hacer dinero.

Me llama la atención que en estas dos novelas (y por lo que recuerdo, también en su ciclo autobiográfico) Bernhard no habla nunca del sexo o el amor. En Extinción, el narrador tiene una amiga (la poeta Maria) a la que admira, pero en sus diatribas contra casi todo nunca se habla del sexo o el amor, como si sus narradores fuesen siempre asexuales. Tendré que investigar si esto ocurre en toda su obra.

El reputado crítico George Steneir apunta sobre Bernhard: «Thomas Bernhard es el novelista más original e intenso en lengua alemana. Su relación con la gran constelación de Kafka, Musil y Broch está cada vez más clara». La publicación de sus libros en Austria solía ser polémica y escandalosa, pero ahora se le reclama cada vez más como el gran autor nacional y se le dedican homenajes.

He disfrutado mucho con estas dos novelas de Bernhard, tan bien traducidas por Miguel Sáenz. En más de una de sus páginas, Bernhard puede resultar asfixiante, pero su prosa, tan densa y rítmica, arrastra siempre al lector hasta el final. Me he quedado, incluso, con ganas de más. En un futuro no demasiado lejano, tengo previsto leer otras novelas suyas, como Corrección, Tala o El malogrado.


Hace no mucho, Anagrama publicó en un solo volumen sus cinco novelitas autobiográficas. Sin duda, este libro es una forma estupenda de acercarse por primera vez a Thomas Bernhard.

domingo, 19 de febrero de 2017

La condición animal, por Valeria Correa Fiz

Editorial Páginas de Espuma. 163 páginas. 1ª edición de 2016.

Coincidí con Valeria Correa Fiz (Rosario, Argentina) y su editor Juan Casamayor en los estudios de Gestiona Radio un viernes por la tarde. Antonio Martínez Asensio –el conductor de Todo literatura y compañía– iba a grabar su programa esa tarde, hablando con Valeria Correa Fiz, Almudena Sánchez, Manuel Cerdán y yo.

Cuando Valeria y Juan salieron del estudio y entraba Almudena, estuve hablando un poco con ellos y quedamos en que Juan Casamayor me enviaría La condición animal para que lo pudiera leer y hacer una reseña.

Me he acercado a este libro de relatos en diciembre, entre un libro de Mario Levrero y otro.

El libro de Valeria Correa está dividido en cuatro partes: Tierra, Aire, Fuego y Agua, y cada una de ellas contiene tres cuentos de muy variadas extensiones.

Una casa en las afueras es el primer relato. Aquí nos encontramos con la historia de una mujer argentina que vive en Florida. Desde un futuro cercano, se evoca una historia truculenta que le ocurrió en una casa alquilada, en una zona solitaria de Florida. El recurso de la evocación de la historia, con leves apuntes que adelantan lo narrado y, en parte, su desenlace, proyectando sobre él un misterio mayor, se utiliza en más de un cuento del libro.
Esta narración va acumulando tensión, pero también algunos excesos descriptivos y lingüísticos, para acabar convirtiéndose en un cuento de terror pulp, que, como tal y dentro de su propuesta de literatura de género, acaba siendo efectivo.

El segundo cuento es La vida interior de los probadores. En él nos acercamos a la voz narrativa de un chico perturbado, que oye voces en su cabeza. Como en el caso anterior, también aquí nos encontramos con una narración pulp, pero en esta ocasión el desarrollo de la historia es más convencional y, por tanto, el resultado está menos logrado.

Las invasiones tiene dos tiempos narrativos: uno transcurre en una tienda de manicura de Buenos Aires, en la actualidad, y el otro en Japón, poco tiempo antes de que se lanzaran sobre su territorio las bombas atómicas. Es un cuento evocador y sus imágenes están bien dibujadas pero, para mí, le falta tensión narrativa.

Lo que queda en el aire evoca la infancia y el campo argentino desde el punto de vista de una niña de siete años, que tendrá que descubrir la existencia de la muerte, lo que posiblemente se relacione con el fin de su infancia. Hay belleza en la creación de las imágenes, pero las revelaciones del cuento me han resultado algo pobres. Tal vez habría faltado un mayor desarrollo de personajes.

El mensajero es un microrrelato. Lo he leído tres veces, pero no acabo de atravesar el velo del extrañamiento que provoca. No me gusta.

Aún a la intemperie, sobre una persona que ha de abandonar su hogar en el campo, es un cuento de atmósfera, escrito con un lenguaje poético, en el que apenas se desarrolla una historia. Me ha recordado a algunas páginas de Juan Rulfo, pero sin llegar a la precisión estilística del maestro.

Regreso a Villard es un cuento de tres páginas. Es una narración correcta pero, para mí, que me gustan los cuentos largos, las tres páginas han resultado algo escasas.

En Perros nos trasladamos a una villa miseria argentina. Toda la marginalidad y la violencia de una sociedad se encuentran aquí reunidas. En un cuento contenido y tenso. Bajo mi punto de vista, uno de los más logrados del libro.

Nostalgia de la morgue, con sus cuarenta páginas, es el cuento más largo del conjunto y en sus planteamientos se acerca bastante a la novela corta. En él, un homosexual que, en el momento de los hechos narrados, tenía treinta años evoca su amistad en el hospital con un chico de catorce al que le acaban de amputar las manos. Es un cuento muy hermoso, muy bien trazado, para mí el mejor del libro. Aúna ternura, crueldad y cierto aire fantástico que lo hacen muy atractivo; y si hasta ahora podía tener alguna duda, esta historia me demuestra hasta dónde puede llegar Valeria Correa Fiz narrando.

En Deriva volvemos a un cuento más corto y más convencional, con un guionista de cine en plena deriva creativa y descontrol personal, cuyos planteamientos no consiguen levantar vuelo.

Leviatán, un cuento que reúne una propuesta política y otra fantástica, me ha parecido original y me ha gustado bastante. Me ha recordado a esos cuentos estupendos del también argentino Elvio E. Gandolfo, que nunca sabes por dónde van a salir. Al abrir sus libros, puedes encontrarte con un cuento de ciencia-ficción mezclado con una narración de amor decimonónica, o con un relato que aúna el costumbrismo y lo onírico.

Criaturas, el último cuento del libro, también me ha parecido bastante bueno. «Hacía meses que tu país se había poblado de ranas y otras criaturas con piel de anfibio», leemos en la página 143. El relato es abiertamente fantástico y el mundo creado es muy atractivo para el lector.

Cuando leo reseñas de libros de relatos, observo que lo habitual es que el reseñista trate de encontrar elementos comunes en los cuentos e ilustre sus ideas citando algunos títulos, pero yo he preferido hacer un recorrido siguiendo el orden del libro y acompañarlo de un pequeño comentario sobre cada una de sus piezas. Compruebo que en este libro de doce cuentos, hay cinco que me han gustado mucho, que serían: Una casa en las afueras, Perros, Nostalgia de la muerte, Leviatán y Criaturas. Si sumamos sus páginas, deben de superar la mitad del libro.

En este volumen, Valeria Correa Fiz se acerca a la escritura del relato desde diversas perspectivas: desde el relato de terror pulp hasta el relato evocador y poético en el que casi no hay desarrollo narrativo. Tengo la impresión de que los cuentos que componen La condición animal están escritos durante un largo periodo de tiempo, en el que la escritora ha ido probando diversos enfoques y acercamientos a la escritura.

Hace no demasiado leí Qué vergüenza, el libro de relatos de la chilena Paulina Flores. Los cuentos de este libro me resultaron más homogéneos; se notaba que estaban escritos en un periodo de tiempo más reducido y con unas intenciones narrativas más claras y coherentes.

Realmente no creo que a un libro de cuentos se le deba pedir coherencia en sus planteamientos (que, por ejemplo, todos los cuentos sean realistas, todos fantásticos o que estén escritos en el mismo tono), porque los libros de relatos de Elvio E. Gandolfo se caracterizan precisamente por su diversidad, y creo que en ella reside gran parte de su encanto; pero sí que debería pedírsele más coherencia en cuanto a su resultados, unos resultados que han de evitar los titubeos propios de los ejercicios de un taller literario («esta semana trabajamos el cuento fantástico al modo de…, esta otra semana el cuento realista al modo de…»), y así conseguir un tono más propio.


He querido hacer estas reflexiones sobre los libros de relatos porque es un género que me interesa mucho y, pese a opinar que La condición animal es un libro un tanto irregular, no quisiera acabar esta reseña sin destacar el buen hacer de Valeria Correa Fiz en, al menos, los cinco cuentos que ya he señalado. Si sólo hubiera leído de ella el relato largo, o novela corta, Nostalgia de la morgue, pensaría que es una gran escritora. Si consideramos este relato aislado, podemos sospechar el nivel de escritura que puede alcanzar esta autora en el futuro. Un nivel parejo de calidad y madurez en sus planteamientos y resultados es lo que esperamos para sus próximos libros. 

domingo, 12 de febrero de 2017

Ravelstein, por Saul Bellow

Editorial Alfaguara. 332 páginas. 1ª edición de 2000.
Traducción de Roser Berdagué.

En los últimos años, considero que dos de las mejores novelas que he leído son Herzog (1964) y El legado de Humboldt (1975), ambas de Saul Bellow (1915, Montreal-2005, Massachusetts). Compruebo en mi blog que la primera la leí en 2011 y la segunda en 2013. El tiempo pasa rápido y muchas veces deseo leer más obras de un determinado autor, pero los azares de la lectura (entrar en una librería de segunda mano y encontrar alguna primera edición de los años 70 de un autor hispanoamericano, por ejemplo) siempre me llevan a otra parte. Visité la biblioteca de Móstoles en septiembre, después de unos meses de verano lejos de ella, para –como siempre– hojear sus libros. Llevaba años pensando que tenía que leer Ravelstein. En la biblioteca de Móstoles también tienen Las aventuras de Augie March, la novela de 1953 que llevó el nombre de Saul Bellow al primer plano de la ficción norteamericana, y que también leeré algún día. Otra vez volví a sacar de su anaquel Ravelstein y a pasar sus páginas. No pensaba pedirla en préstamo, pero sucumbí a un impulso: de repente tuve la impresión de que estaba leyendo demasiadas novedades literarias, de las que suelo disfrutar, pero esta tendencia a veces me aparta de autores que me han gustado mucho. Finalmente, decidí sacar Ravelstein de la biblioteca.

Ravelstein fue la última novela de Saul Bellow, que publicó a los ochenta y cinco años. Póstumamente, en 2001, salió a la luz una colección de relatos del autor.

En Ravelstein, Chick, un escritor entrado en la setentena, trata de cumplir con el encargo que uno de sus mejores amigos (Abe Ravelstein) le hizo antes de morir: escribir una biografía sobre él que no eludiera las partes más escabrosas de su vida.

Abe Ravelstein es un profesor de filosofía política que, a sugerencia de Chick, ha escrito un ensayo en el que muestra las ideas que ha estado enseñado a sus alumnos universitarios durante las últimas décadas. El libro se ha convertido en un éxito y Ravelstein puede disfrutar, a su vejez, de un gran poder económico. Ravelstein es un erudito, capaz de dar conferencias sobre Rousseau a los franceses o de Maquiavelo a los italianos, un profesor que elige a sus alumnos y los instruye sólo si descubre en ellos un gran potencial: «Para poder estudiar con Ravelstein era imprescindible leer a Jenofonte, Tucídides y Platón en griego» (pág. 63). Además, Ravelstein es un sibarita al que le gusta vestir con chaquetas de 4.500 dólares y cenar en los mejores restaurantes de París. Ha formado a varias generaciones de políticos norteamericanos y otro de sus grandes placeres consiste en conocer los entresijos del poder. Para tal fin tendrá instalada una centralita de teléfonos en su casa, lo que le permite tener conexión directa con sus exalumnos, muchos de los cuales trabajan en la Casa Blanca o el Pentágono.

La novela comienza con un tono alegre: Ravelstein, que viaja con Nikki (su joven amante oriental), ha invitado a Chick y a Rosamund (su actual pareja, también bastante más joven que él, que fue alumna de Ravelstein) a París. Ravelstein quiere agradecer a Chick que le haya animado a escribir su libro sobre filosofía política, pues le ha permitido gastar dinero al nivel que siempre había deseado. Todos compartirán hotel con Michael Jackson, y esta coincidencia servirá para mostrar algunos de los contrastes que encuentra el narrador entre la alta y la baja cultura. En cierto modo, Bellow, entre bromas, critica el empobrecimiento cultural de Estados Unidos: «En otro tiempo había en nuestro país una comunidad literaria considerable, medicina y derecho aún eran “las profesiones eruditas”, pero en las ciudades americanas de hoy ya no cabe esperar que los médicos, abogados, empresarios, periodistas, políticos, personalidades de la televisión, arquitectos o comerciantes puedan hablar de las novelas de Stendhal o de los poemas de Thomas Hardy. De vez en cuando, uno se tropieza con un lector de Proust o con un maniático que se sabe de memoria páginas enteras de Finnegan’s Wake. Cuando me preguntan por Finnegan, digo siempre que me lo reservo para la residencia geriátrica. Mejor entrar en la eternidad de la mano de Anna Livia Plurabelle que con los Simpsons agitándose en la pantalla del televisor» (pág. 72). Si usted había pensado que el autor de Herzog nunca hablaría en uno de sus libros de los Simpsons, se equivocaba.

Chick interpela en más de una ocasión al lector para recordarle que se encuentra escribiendo y que lo que quiere mostrar son diferentes facetas de la personalidad de su amigo. El tono luminoso de París se va volviendo más lúgubre cuando regresan a Estados Unidos y Ravelstein descubre que ha contraído el virus del sida. Hacia el final descubrimos que Chick está tratando de escribir sobre Ravelstein unos cuantos años después de su muerte.

Al igual que pasaba en novelas como Herzog o El legado de Humboldt, la narración de Ravelstein es prolija en saltos temporales, en los que se muestran encuentros del narrador con otros personajes que, al haber estado relacionados con Ravelstein, pueden arrojar una nueva luz sobre su personalidad poliédrica y ayudarle en la composición de su personaje. En Ravelstein, estos saltos temporales son más bruscos que en otras novelas del autor, y la sensación de narración un poco fuera de control se acaba haciendo patente. Ya he apuntado que, cuando se publicó esta última novela, Bellow tenía ochenta y cinco años, y creo que en ella ha perdido ya parte del impulso de sus grandes obras, pero esto ocurre, principalmente, a la hora de organizar el texto, porque en lo que se refiere al regate en corto, Ravelstein sigue siendo una narración repleta de chispa y agudezas. Considero que Saul Bellow es uno de los escritores más inteligentes y cultos del siglo XX. Sus citas filosóficas o sobre cultura clásica griega y romana son las de un erudito, pero su sentido del humor (en muchos casos sobre la condición de ser judío en Estados Unidos, algo de lo que ha bebido, por ejemplo, Woody Allen, pero también muchos otros escritores como Philip Roth) goza en esta última novela de buena salud.

Cuando en el año 2000 se publicó este libro, se produjo un pequeño revuelo. No escapó a la crítica norteamericana el detalle de que el personaje de Ravelstein estaba basado en la figura del filósofo Allan Bloom, que murió en 1992 y fue amigo de Bellow. Efectivamente, Bellow instó a Bloom a escribir un libro sobre sus ideas filosóficas y políticas, que llegó a convertirse en un referente para el conservadurismo anglosajón (Allan Bloom fue invitado a la Casa Blanca por Ronald Reagan, y a Inglaterra por Margaret Thatcher), y que le permitió gastar dinero como lo hace Ravelstein en la ficción. La polémica surgió porque Bellow señala en su novela que Ravelstein murió de sida, mientras que en la realidad nunca se dijo esto sobre Bloom. Bellow tuvo que declarar que Ravelstein era una ficción y que en realidad no sabía de qué murió exactamente su amigo Allan Bloom. Indagando en internet, he comprobado que para muchos de los personajes de esta novela existe un equivalente en el mundo real. Sin ir más lejos, escuché un YouTube una entrevista al autor, en la que le oí hablar de un episodio clínico que sufrió a los ocho años, que le hizo estar hospitalizado en Montreal y que casi acaba con su vida. Este episodio lo cuenta Chick en la novela, atribuyéndolo a su propio pasado.


En definitiva, Ravelstein es una novela un tanto deslavazada en su construcción, pero cuyas páginas contienen la inteligencia, la chispa y el encanto del mejor Bellow. Si alguien no ha leído nunca a este autor, le recomiendo que se acerque en primer lugar a novelas como Herzog o El legado de Humboldt, concretamente a las cuidadas nuevas traducciones de la editorial Galaxia Gutenberg.

domingo, 5 de febrero de 2017

La máquina de pensar en Gladys, por Mario Levrero

Editorial Irrupciones. 122 páginas. Publicado originalmente en 1970, esta edición es de 2010.
Prólogo de Marcial Souto

Este libro lo compré hace años en la librería Iberoamericana de Madrid. Había entrado allí una tarde y preguntado por él, no lo tenían y me apuntaron en una lista. Bastantes meses después me llamaron, el libro había llegado desde Uruguay. Era caro, pero me hicieron un descuento por ser –me dijeron– cliente habitual. Ha estado sin leer en mis estanterías bastantes años, no estoy seguro de por qué, tal vez por miedo a que me decepcionara. Sin embargo, ahora que he estado recabando información sobre Mario Levrero (Montevideo 1940 – 2004), con la intención de escribir un artículo sobre él, destinado a una revista, al fin lo he leído.

La máquina de pensar en Gladys recoge once cuentos que pertenecen al más temprano
Levrero. En su prólogo, Marcial Souto, que fue el primer editor de Levrero, nos cuenta que a finales de 1969 empezó a trabajar para una editorial que quería poner en marcha «una colección de libros de ciencia ficción para lectores jóvenes». El primer manuscrito que le llegó fue La ciudad de Mario Levrero. Lo leyó en una noche y al día siguiente Levrero le presentó también La máquina de pensar en Gladys, un conjunto de cuentos escritos tras 1966, fecha de finalización de La ciudad. En 1970 Marcial Souto pudo crean en la editorial que le había contratado una colección llamada Literatura Diferente, donde sacó los dos libros de Levrero más otros tres, de otros autores, durante 1970. Uno de los cuentos emblemáticos de La máquina de pensar en Gladys, el titulado Gelatina, se había publicado ya en 1968, en la editorial Los Huevos del Plata.

Hace unos años compré en La Central de Callao una recopilación de cuentos de Mario Levrero titulada Nuestro iglú en el ártico, que contenía los dos cuentos más largos de La máquina de pensar en Gladys: El sótano y Gelatina. Por tanto, cuando al fin me he acercado a La máquina de pensar en Gladys, en realidad, ya había leído la mitad de sus páginas.

Este libro se abre, precisamente, con el cuento que da título al conjunto. Se trata de un microrrelato en el que alguien revisa su casa antes de irse a dormir, y después de –lo más seguro− haber dado una fiesta: llaves de la luz, del gas, ceniceros vaciados… y, como si de un objeto cotidiano se tratase, también pasa revista a «la máquina de pensar en Gladys». El libro acaba con otro microrrelato titulado La máquina de pensar en Gladys (negativo), en que de nuevo el narrador (tal vez el mismo del primer cuento, o no) hace un recorrido nocturno por su casa para comprobar que todo está en orden; pero esta vez la realidad parece más alterada: «Se abre la ventanilla del cucú y sale la enorme serpiente, se descuelga interminable hacia el piso y desaparece bajo el aparador.» (pág. 121). Curiosamente, en este relato no hay ninguna máquina de pensar en Gladys.

El segundo relato es La calle de los mendigos: un hombre va desmontando su mechero, con la sorpresa de que las partes que extrae de él ocupan más volumen que el propio mechero, hasta que al final se acaba perdiendo dentro del laberinto que ha creado al tratar de comprender sus engranajes.

El tercer cuento es Historia sin retorno No. 2, y es el microrrelato que sirve de resumen de contraportada. Es tan corto que se puede reproducir aquí:

«Un perro, Campeón. Vivía solo con él y llegó a incomodarme. Lo llevé al bosque, lo dejé atado con una piola que pudiera romper con un poco de perseverancia y volví a casa.
En un par de días lo tuve rascando la puerta; lo dejé entrar.
Se me hizo intolerable; lo llevé a un bosque más lejano y lo até a un árbol con una piola más gruesa (sabía que el defecto no estaba en la piola sino en la fidelidad del animal; quizás tenía la secreta esperanza que esta vez no pudiera liberarse y muriera de hambre).
Volvió algunos días después.
Entonces supe que el perro volvería siempre. No me atrevía a matarlo por temor a los remordimientos; y pensé que aunque lograra efectivamente perderlo, en un bosque más lejano aún, viviría con el temor constante de su regreso; atormentaría mis noches y enturbiaría mis alegrías; me ataría más su ausencia que su presencia.
Entonces dudé apenas un instante ante la majestad del bosque compacto que se alzaba ante mis ojos –umbrío, imponente, desconocido–; resueltamente, comencé a internarme, y seguí internándome hasta que, finalmente, me perdí.»

El cuarto cuento es La casa abandonada sobre un grupo de personas que se reúnen en una peculiar casa de fantasía, en la que se puede ver corretear a hombrecillos de 11 centímetro o salir de las cañerías lombrices negras e interminables. A veces la casa devora a los vendedores ambulantes que llaman a su timbre, pero por algún motivo que el lector desconoce no ataca al grupo de personas que la ocupan.
Si bien en esta primera etapa de su obra Mario Levrero se encuentra muy influido por Franz Kafka, en este cuento (quizás por la similitud del título con Casa tomada) me ha dado la impresión de que también podía encontrarse influido por Julio Cortázar. La casa abandonada es un relato muy imaginativo e inquietante.

El sótano ya lo había leído, me ha vuelto a gustar bastante. En él, asistimos a las pesquisas que hace el niño Carlitos para conseguir averiguar qué hay en el sótano de su gran casa familiar. El cuento (o novela corta en este caso) está creado como si de una historia de aventuras se tratase: Carlitos tendrá que encontrar a su abuelo, perdido en la casa, para que le dé una pista, que le llevará a la siguiente, en una cadena casi interminable. Las aventuras por la que pasa Carlitos suelen ser de corte fantástico. Levrero refleja bien el mundo de ensoñaciones de la infancia y su influencia más clara aquí parece ser la de Lewis Carroll.

En Este líquido verde volvemos de nuevo al microrrelato. La verdad es que la diferencia en el número de páginas de los relatos de este libro es bastante significativa. Una vendedora a domicilio llama a una puerta y comienza en la casa a hacer una demostración gratuita de un producto de limpieza, acompañada de todo un circo que ha entrado con ella.

En La casa de pensión uno de sus inquilinos nos habla del ambiente opresivo que se respira en su pensión. En cierto modo, el aire onírico de este relato me ha recordado a la atmósfera dibujada en la novela Desplazamientos, como si La casa de pensión fuese un banco de pruebas de esta novela posterior.

El rígido cadáver vuelve a ser un microrrelato donde se juega, desde la literalidad, con la frase hecha de encontrarse un cadáver en el armario.
Me doy cuenta de que la ruptura de la supuesta normalidad de lo que pasa dentro de las casas es la gran obsesión que da unidad temática a este volumen.

Gelatina es una novela corta y seguramente sea el mejor relato de este conjunto. Me gusta su leve aire de distopía, donde un personaje marginal se mueve a través de una ciudad en ruinas. Una ciudad siempre amenazada por el avance de la gelatina que va arrasando con todo.

Los reflejos dorados, sobre una persona que escucha un sonido en su casa, del que no puede localizar el origen, me parece una revisitación del cuento de Kafka Blumfed, un soltero de cierta edad.

Mis relatos favoritos de este libro han sido Historia sin retorno No 2, La casa abandonada, El sótano y Gelatina. En general, creo que como conjunto de relatos de Levrero me gustó en mayor grado la recopilación Nuestro iglú en el ártico. En cualquier caso, tengo la impresión de que disfruto más con un Levrero posterior, cuando el autor ejerce mayor control sobre sus recursos. Digamos que yo, entre la novela ligeramente policiaca que es Fauna y el descontrol onírico-surrealista de Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, me quedo con la primera propuesta.


En La máquina de pensar en Gladys nos encontramos con un Levrero muy libre y experimental, muy deudor de Franz Kafka y Lewis Caroll, pero, apreciando su capacidad para la creación de potentes imágenes, creo que yo disfruto más de las etapas finales de su obra que de las primeras.