viernes, 9 de julio de 2010

Contraluces, por Leoncio Robles


Editorial Baile del Sol. 126 páginas. Primera edición de 2009.

Paseando entre los anaqueles de la Casa del Libro de Gran Vía me encontré con el lomo azul y rojo de la editorial Baile del Sol en una de las estanterías y, al haberse convertido ésta en mi editorial, sentí curiosidad y tomé el libro. De pie leí el cuento más corto del volumen, Torero. En apenas dos páginas (de letra apretada, eso sí, como suelen ser las ediciones de Baile del Sol), el escritor peruano Leoncio Robles perfilaba un personaje y también una voz narrativa adolescente, que era, esta última, la que posaba su mirada sobre ese torero soñador que en realidad trabajaba como acomodador de cine. Me pareció que en un espacio muy corto el autor conseguía retratar una sugerente porción de realidad.

Unas semanas después, el sábado 12 de junio, me encontraría con el autor en la caseta de Baile del Sol de la feria del Libro de Madrid. Yo pasaba de nuevo por allí para recoger al poeta, y ahora también novelista, Javier Cánaves, alojado en mi casa, que había venido de Mallorca a Madrid para firmar libros (o intentarlo) en la feria de Madrid. Ese día fue bastante lluvioso y la caseta de Baile del Sol, la 262, compartida con la editorial La Escalera se encontraba abarrotada. Con tres escritores de Baile del Sol, si no recuerdo mal, otro de La Escalera, y tres editores. Leoncio Robles se apoyaba en el quicio de la puerta, mirando hacia fuera, hacia la lluvia. Me pareció una mirada triste (una mirada que podría ser la de un personaje de sus historias, pensaría más tarde). Le dije que yo había leído uno de sus cuentos y que éramos compañeros de editorial. Intercambiamos libro.

Empecé a leer Contraluces el último domingo, descansando del calor y una caminata por la ciudad, en un bar del jamón, en una calle aledaña a la Gran Vía. Pronto me olvidé de la amenaza de los jamones colgados del techo y el primer relato, Se está haciendo tarde, me trasladó a los conflictos del campo peruano, a través de los ojos de un fotógrafo de ciudad. Me gustó la inteligente composición, la ordenación temporal de un relato sustentado por el ritmo narrativo y la sensación constante de amenaza. En 14 páginas Robles nos muestra un mundo primitivo, donde la mayoría de las cosas tienden a no funcionar o a estropearse, plagado de injusticias, y en el que el ciudadano de a pie no puede pedir ayuda a la policía o el ejército, normalmente una fuente de abusos. Me atrajo también de este cuento el lenguaje cuidado, poético, y la captación del detalle realista que da más entidad y presencia a lo narrado, como ese adolescente a caballo que aparece en la página 16 y que cabalga en paralelo al autobús en que viaja el protagonista con la intención de adelantarle, pero que se ve forzado a desistir.

Como ya he comentado alguna vez en este blog me gusta bastante el género del relato realista norteamericano. En este tipo de narrativa los personajes suelen estar retratados en el momento en el que van a descubrir alguna clave sobre su vida (momento epifánico) y cuyo máximo exponente sería Raymond Carver. En la nueva narrativa breve hispanoamericana ya hay autores que componen sus cuentos siguiendo esas directrices, que podríamos llamar del cuento norteamericano (aunque su origen seguramente se remonte al ruso Anton Chejov); estoy pensando en escritores como Roberto Bolaño o Juan Villoro. Una tendencia también seguida en España por autores como Jon Bilbao, por ejemplo.

Los cuentos de Leoncio Robles pertenecen a una tradición más puramente hispanoamericana, y que podría remontarse hasta Horacio Quiroga -aunque el trabajo de éste depende más de la pura narración anecdótica o de aventura-; pero sobre todo Contraluces entronca con El llano en Llamas de Juan Rulfo. Libro, este último, cuya influencia benefactora gravita sobre el de Robles. Son cuentos -los de esta tendencia que he querido identificar- que basan su fuerza en la muestra de un breve momento en las vidas de sus personajes, y el lector siente el empuje de toda una realidad detrás, así como las condiciones de vida del entorno. No son epifánicos, porque los protagonistas no están descubriendo nada nuevo sobre sus vidas, seguramente abocadas a la repetición y a la insatisfacción.

Robles nos habla de personajes principalmente urbanos, aunque en algún relato abandona Lima y se desplaza hasta el campo o la sierra. Yo, hasta ahora, conocía la ciudad de Lima a través de la narrativa de Mario Vargas Llosa o la de Alfredo Bryce Echenique. La Lima de Leoncio Robles es más pobre y caótica que la mostrada por sus dos compatriotas, y me ha recordado a La Habana decadente y en ruinas que encontramos en los cuentos del cubano Pedro Juan Gutiérrez.

Leoncio Robles posa su mirada, en la mayoría de las ocasiones, sobre personajes solitarios y marginales: borrachos, mendigos, dueñas de negocios ruinosos, viejos que viven solos, niños carcomidos por la pobreza… “En esta tierra todo se había vuelto muy duro para la gente como ellos” (p. 103), “¿en qué lugar encontrarían refugio los dañados por la vida” (p. 109), escribe el autor, como una declaración de principios sobre sus intenciones narrativas.

En sus cuentos Robles nos refleja una porción de la vida de sus personajes y entre las junturas del relato se filtra la vida de unas calles de Lima. Tiende a usar un lenguaje poético para mostrarnos la suciedad y la pobreza, y en este contraste encontramos uno de los mayores logros del conjunto de cuentos. Usa para narrar la primera persona o la tercera, lo que no es nada extraordinario, pero a veces también la segunda, con la intención de transmitir la existencia de una especie de conciencia que dicta la actuación de sus personajes; como he leído en una entrevista en Internet al autor (para leerla pinchar aquí).

Ya he destacado el cuento Se me está haciendo tarde, me gustaría también resaltar el titulado Maratonista, donde un hombre malvive corriendo por las calles de Lima y pasando el platillo, pidiendo una ayuda para el maratonista; un cuento que me ha recordado bastante a los de Pedro Juan Gutiérrez. Destacaría el titulado Josefina (¿un homenaje a Josefina, la cantaora de Kafka?), donde una peluquera que regenta un pobre local se dedica a escribir lo que ella llama poesías con absoluto desconocimiento de cualquier referente. El titulado Castillo, sobre la visión de las mujeres de un latin lover. Y el titulado Dalia, cuya desesperación ante la pobreza me ha recordado a algunos de los cuentos de Juan Rulfo.

Otros cuentos me han parecido menos conseguidos, como el titulado Ishaco, sobre la pobreza de un pueblo minero, vista a través de los ojos de un niño. Aquí la necesidad de hacer un relato de denuncia ha lastrado la fuerza de la historia, que acaba por caer en el sentimentalismo. Un cuento demasiado deudor del naturalismo conductivista que practicaron autores como Émile Zola; estoy pensando en su novela sobre mineros Germinal. (Lo terrible, también, es pensar que las condiciones de los mineros de Perú en la actualidad son muy parecidas a las de los mineros franceses en el siglo XIX.) Y me han gustado menos cuentos como Día normal o Crónica de un domingo, donde se abandona la anécdota que sustentaba el cuerpo narrativo de los otros relatos y estos se basan casi exclusivamente en la posible fuerza del lenguaje poético.

En general ésta ha sido una interesante lectura, con un buen puñado de cuentos repletos de fuerza, poéticos, vitales…, que me han sorprendido gratamente y me han dado una visión del Perú diferente a la que tenía a través de otros escritores más cercanos a las clases medias o altas de este país.

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