martes, 30 de marzo de 2010

El calvo del Sonora

Terminé el viernes pasado de corregir las galeradas de mi novela Acantilados de Howth, y mandé la copia a Baile del Sol. Espero que no se pierda por el camino y pueda por fin ver alguno de mis libros en papel antes de que el e-book arrase con todo esto. Finalizada esta operación he retomado el libro de poemas que tenía por acabar. Un mes sin acercarme a él ha hecho que pueda ver lo que llevo con más perspectiva y sea más fácil su corrección.
Como ahora estoy con La grande de Saer, que sobrepasa las 400 páginas, y al menos necesitaré unos cuantos días más para acabarlo y hacer la reseña, me apetece colgar un poema propio (hace tiempo que no lo hago). He elegido el que da título al libro de El calvo del Sonora. Hace dos fines de semana me preguntaron por el significado del título. Realmente es casi una broma entre amigos. Éste fue el primero que escribí para ese poemario y, en cierto modo, marcó su tono narrativo y de poemas extensos.
En la foto se ve el local que hace más de una década fue el Sonora.
Me gusta pensar que el poema está influenciado por Juan Luis Panero.







EL CALVO DEL SONORA
Pero aunque sea un boxeador golpeado
Voy a dar mis últimas peleas.
Jorge Teillier
Mecido por el oleaje de la música y la batuta
de una copa en la mano, se acercaba
a las chicas. A su alrededor bailaba, y ellas,
a veces, le seguían brevemente el juego.
Al inclinarse sobre sus oídos los rechazos
no le hacían mella, no cambiaba el compás
ni el semblante, sostenido en el ritmo,
imperturbable a su inmóvil derrota, bailaba.
Siempre iba solo, siempre estaba borracho,
entraba en aquel único pub: el Sonora.

En el andén de Atocha, sólo un día le vi
en otra parte, como yo, esperaba el tren, al fin
sobrio –chándal y bolsa de deporte, escapado
del presidio de cualquier polígono industrial-.
Tras sentarse, su mirada hundida se dispersó
por las paredes de márgenes secos del vagón.
Tal vez, nuestro Tony Manero de los suburbios,
el Calvo del Sonora, soñase ya en ese instante
con su particular fiebre del sábado noche,
embebido de turbios escenarios propicios:
tequilas y cactus, desierto y mariachis.

Pasaba de los treinta y nosotros no alcanzábamos
los veinte. Nos sonreíamos observándole,
espectadores cruentos de sus bailes sin pareja.
Siempre estaba solo, siempre iba borracho.
Había algo patético en él y también, pienso
ahora, algo poderoso como el hierro ardiente
de la vida. Nos sonreíamos divertidos, pero,
quizás –inconfesable, subterráneo- temerosos
ya del paso del tiempo y los destinos posibles.

Fundido, otra figura más, en el mural
de folclore mexicano del Sonora y el rebullir
de aquellos días inciertos (porque yo también
tuve veinte años…) le recuerdo esta noche
como una terca imagen del fracaso, pero,
porque así lo quiere el tiempo y la memoria,
irrumpe en mí además como un icono
de cierta voluntad temeraria –boxeador
sonado que sigue en pie con las costillas
rotas-, ensalzado al fin por todas las ocasiones
en que la vida nos obligó más tarde
a nosotros, que aún podíamos comernos
el mundo, a tener que ser, persistentes
y en vano, iguales al Calvo del Sonora.

martes, 23 de marzo de 2010

Las nubes, por Juan José Saer



Muchnik Editores. 182 páginas. Edición de 2002, primera edición argentina de 1997

La Pesquisa de Juan José Saer fue posiblemente el libro que más que sorprendió de los once que me traje de mi viaje a Argentina durante el último verano. Indagando sobre el autor, leí que Las nubes, la novela que publicó después de aquélla, era en cierto modo una continuación. Esta última frase sólo es parcialmente cierta.


Saer construye sus novelas y relatos tomando como referente físico a su ciudad natal, Santa Fe, que muchas veces aparece nombrada simplemente como “la ciudad”, y en la mayoría de las ocasiones utiliza a personajes entrelazados en diferentes momentos de sus vidas.

En La pesquisa, Pichón Garay regresa a Argentina tras bastantes años de residir en Francia. En su país natal se encuentra con viejos conocidos, como Tomatis, quien le presenta a uno de sus nuevos amigos, Soldi.
En Las nubes, Pichón ha regresado a París y recibe un diskette con unas memorias manuscritas que Soldi ha recibido de una anciana. Hace calor en París y Pichón está solo. Abre el texto en el ordenador y lee. Las nubes es el título del manuscrito. El juego entre los personajes habituales de Saer ha durando apenas 6 páginas. Así que en parte es cierto que Las nubes continúa a La pesquisa, y en parte es falso, ya que el grueso del libro está formado por una novela, escrita en forma de memorias, que transcurre en la Argentina de 1804.

El manuscrito de Las nubes está escrito por el doctor Real, especializado en psiquiatría, nacido en Argentina pero formado en Europa. Aquí de joven conoce al maduro al doctor Weiss, cuyos métodos para el tratamiento de los enfermos mentales admira. El doctor Weiss es una de las creaciones más notables del libro. El doctor Real (su nombre actúa como contraste frente a la realidad teatral de los locos), desde la distancia de los años (Soldi, que interviene haciendo alguna pequeña anotación en el manuscrito, piensa que se escribió en 1835), nos habla de la relación con su mentor, quien al parecer se acercó a él en Europa tras saber que provenía de Argentina, debido a que el doctor Weiss tenía un proyecto para abrir una institución psiquiátrica allí.
El doctor Real nos habla de la fundación de esa institución, llamada Las Tres Acacias, a las afueras de un Buenos Aires convulso por los movimientos independentistas y las guerras civiles (En esto me ha recordado a la recreación de la época que hacía Andrés Rivera en El farmer, excelente libro que también compré en Buenos Aires). La institución permanecerá abierta 14 años, su final también nos será narrado, y este marco temporal le sirve al doctor Real para encuadrar lo que en verdad le ha llevado a escribir unas memorias: el viaje que tuvo que realizar hasta “la ciudad” (Santa Fe) para conducir desde allí a 4 enfermos mentales (que luego serán 5) hasta Las Tres Acacias.

Como en La pesquisa las reflexiones sobre la locura y su repercusión social son constantes.

En Santa Fe la caravana permanece una temporada varada por la crecida de un río hasta que puede ponerse en marcha hacia Buenos Aires. El doctor Real demora su escritura en la descripción de los 5 locos, cuyos problemas se derivan en gran parte de su relación con el lenguaje o la escritura. “Vale la pena hacer notar que los enfermos metales, cuando poseen cierta educación, tienen casi siempre la tendencia irresistible a expresarse por escrito, intentando disciplinar sus divagaciones en el molde de un tratado filosófico o de una composición literaria”, escribe Saer en la página 94, lo que parece un juego irónico sobre su condición de escritor.

Saer se muestra como un admirador de Borges en muchas características de este libro:


1) En el gusto por los personajes gauchescos.
2) En el juego sobre las repeticiones en la percepción en un paisaje tan plano como la pampa. Así se lee en la página 136: “Las cosas que, fuera del avanzar del jinete, pueden ocurrir a menudo por ser propias del lugar, terminan adaptándose a esa ilusión de repetición, y si la primera vez que suceden atraen la mirada y aun la curiosidad del viajero, al cabo de cierto tiempo ya se han vuelto más que familiares y flotan, fantasmáticas, más allá de la experiencia, y, por momentos, incluso más allá del conocer”.
3) Y sobre todo parece desarrollar una idea de Borges que leí en algún lugar de sus Obras completas, Volumen I, cuando afirma que “para el gaucho la pampa es como el mar para los ingleses”. Así Saer en la página 102 de Las nubes dice: “Más de una vez me vi a mí mismo atravesando la llanura como Eneas el mar adverso y desconocido”, o compara a los perros que siguen a la caravana con las gaviotas que siguen a los barcos.

El uso del lenguaje de esta novela me ha parecido uno de los más brillantes con el que me encontrado en los últimos años, con el empleo de frases largas, incisivas e inteligentes, donde multitud de subordinadas van matizando a la idea principal.
Por momentos el estilo me recordaba al de Cervantes o al de Borges (es decir, al mejor estilo de nuestro idioma); he llegado a intuir también que Saer había leído y asimilado como referente a Gesualdo Bufalino, uno de los mejores autores de la segunda mitad del siglo XX, que, como apuntaba hace unos meses Iván Thays en su Moleskine literario, incompresiblemente no ha tenido nunca mucho reconocimiento en España.

Saer, muerto en 2005, me está parecido uno de los mejores escritores en nuestra lengua de, al menos, las dos últimas décadas. Ricardo Piglia escribe: “decir que Saer es el mejor escritor argentino actual es una manera de desmerecer su obra. Sería preciso decir, para ser más exactos, que Saer es uno de los mejores escritores actuales en cualquier lengua”.

Cuando uno lleva muchos años leyendo es difícil sentir el mismo deslumbramiento ante los libros que a los 20 años, al leer este libro he sentido en múltiples ocasiones que lo recuperaba. Saer no es un autor muy reconocido en España, creo que en Argentina se le está reivindicado actualmente a nivel académico. Es posible, si esto de la Literatura sigue teniendo sentido en el futuro, que en unas décadas pensemos en él como el nuevo Borges o algo similar.

Ya he empezado a leer su obra póstula e inacabada: La grande.

sábado, 13 de marzo de 2010

El discurso vacío, por Mario Levrero


Editorial Caballo de Troya. 169 páginas. Edición de 2007, primera edición 1996.

Este libro está escrito unas dos décadas después de las novelas que componían La trilogía involuntaria. El editor de Caballo de Troya, Constantino Bertolo, afirmaba en el prólogo de París que El discurso vacío junto con La novela luminosa son lo mejor de la producción de Levrero, que por lo que he leído hasta ahora pasa por, al menos, tres etapas: la kafkiana, surrealista y fantástica de La trilogía involuntaria; la de corte rápido basada en la novela negra norteamericana de Dejen todo en mis manos; y la confesional en forma casi de diario que estaría formada por El discurso vacío y La novela luminosa.

En El discurso vacío un narrador, mucho más identificado esta vez con la figura del autor que en otras obras, nos informa que ha decidido llevar a cabo ejercicios caligráficos con la intención de cambiar su letra. Su pretensión real es modificar su carácter y su personalidad: si su letra actual, analizada caligráficamente, refleja su ansiedad y angustia, ha pensado en invertir el proceso lógico, cambiará su letra para conseguir que aflore en él una nueva personalidad.

El narrador comienza a escribir a mano. Se percata de que ante un papel en blanco sus ansias de crear un texto literario le hacen no prestar atención a la letra, así que para que su experimento terapéutico tenga éxito debe intentar no hablar de nada trascendente, recrearse en las explicaciones sobre el trazo de la letra o banalidades, es decir crear un discurso vacío. Evidentemente no va a poder ceñirse a este propósito y los pensamientos que escribe en sus ejercicios caligráficos constituyen la novela; un texto casi confesional, que se va estructurando en torno a fechas, igual que en un diario.

El narrador (Levrero) nos habla de su día a día, de sus intentos caligráficos, de sus juegos con la computadora, que le hace pensar que ha llegado a sustituir a su Inconsciente como campo de investigación (página 32), también afirma: “En mi inconsciente llegué a investigar tan lejos como pude, y el subproducto de esta investigación es la literatura que he escrito”, dándonos las claves de La trilogía involuntaria.
En la página 37 el narrador afirma que su esfuerzo grafológico está enfocado a convertirle en el artífice de su destino, una idea preponderante en el desarrollo de su narrativa.

Página 39: “Quiero escribir y publicar. Tengo necesidad de ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que me pusieron, en letras de molde. Y más que eso, mucho más que eso, quiero entrar en contacto conmigo mismo, con el maravilloso ser que me habita y que es capaz, entre muchos otros prodigios, de fabular historias o historietas interesantes. Ese es el punto. Esa es la clave. Recuperar el contacto con el ser íntimo, con el ser que participa de algún modo secreto de la chispa divina que recorre infatigablemente el Universo y lo anima, lo sostiene, le presta realidad bajo su aspecto de cáscara vacía”.

El discurso suele verse interrumpido por las relaciones con sus familiares: su mujer, Alicia, y el hijo de ésta, Juan Ignacio. Bastantes reflexiones sobre las interrupciones se hacen en el libro. El narrador intenta desentrañar sus relaciones familiares y la conclusión parece algo desalentadora: no quiere vivir sólo, pero sí rodeado de gente que respete su soledad. Quizás un enunciado de la distancia del escritor frente a los demás, de su aislamiento y también de su necesidad de los otros.
Las reflexiones sobre la familia se desvían al analizar las relaciones que se establecen entre los otros habitantes de la casa: un perro y un gato. En la descripción de sus hábitos y comportamientos el narrador irá encontrando claves sobre su propio comportamiento y situación dentro del núcleo familiar.

La angustia vital kafkiana también está aquí: las interrupciones, la carencia de espacio propio, el ruido amenazador, la inestabilidad económica, la esencia del artista: “Tengo ganas de escribir algo literario, no rentable”, se afirma en la página 71. “Aprendí a separarme del cuerpo y vivir en la mente”, página 75.

Como ocurría en los otros cuatro libros leídos de Levrero hasta ahora, el mundo de los sueños empieza a cobrar importancia, sobre todo en forma de sueños eróticos.

Tal vez nos encontramos ante la clave última del texto en la página 121, cuando el narrador nos dice: “Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (=despertar)”.

El libro me ha resultado interesante, y me hace sentir deseos de acercarme a La novela luminosa, que me parece que ha de ser un libro parecido a El discurso vacío, pero a mayor escala en su análisis del paso del tiempo y de mayor ambición.
Creo que el interés del libro es mayor una vez leídos otros libros de Levrero, y El discuros vacío debe ser tomado en este caso como unos apuntes sobre las claves del autor, sobre la intimidad cotidiana de alguien que veinte años atrás tuvo la fuerza necesaria para escribir un libro como El lugar.

sábado, 6 de marzo de 2010

El lugar, por Mario Levrero


Editorial Debolsillo (Mondadori). 159 páginas. Edición de 2008, primera edición 1984 (escrito en 1969).

Este es el cuarto libro seguido que leo de Levrero. Los tres anteriores me han parecido interesantes, curiosos, pero ninguno de ellos me permitía afirmar que este autor uruguayo fuese, al lado de los grandes, una reivindicación en firme de las letras hispanoamericanas. Hasta ahora me caía bien, me gustaba su historia personal (fue fotógrafo, librero, guionista de cómics, humorista, creador de crucigramas… Vio muchos de sus libros publicados bastante más tarde de lo que fueron escritos; en El lugar, sin ir más lejos, esa diferencia es de 15 años), me gustaba incluso su nombre, e imaginarlo en Montevideo, Colonia del Sacramento, Buenos Aires o Rosario indagando dentro de sí mismo para crear su propio mundo de referencias literarias.
El lugar me permite dar un paso más allá en mi apreciación de este autor: este libro no tiene un tono menor, no imita desaforadamente a un modelo, sino que con personalidad y voz propia amplia las fronteras de los referentes con los que trabaja. El lugar sí me ha parecido una pequeña obra maestra. Un libro que debería ocupar en el canon de la literatura en español un espacio similar al de, por ejemplo, La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, libro que me ha recordado a El lugar en más de un aspecto.

El lugar aún conserva la estructura en capítulos numerados de La ciudad, y el texto dividido en tres partes. Estas separaciones habrán desaparecido ya en París.

En El lugar el eterno narrador en primera personal y sin nombre de Levrero se despierta sin saber dónde está, sin percibir ningún atisbo de luz. Se incorpora, abre una puerta, pasa a un cuarto similar al anterior, no puede volver al que ha dejado atrás. No sabe cómo ha llegado allí, se recuerda en una calle esperando un ómnibus que le llevará a una cita con una mujer, Ana.
Se hace la luz y el narrador puede ver la composición de los cuartos, sus mesas, mecedoras… sigue abriendo las puertas de un inacabable pasillo. Se encuentra con personas de estatura inferior a la normal que habitan esos cuartos, que le mirarán con temor. No podrá comunicarse con ellas, hablan en un idioma que no comprende. Sigue avanzando. Duerme en algún cuarto desabitado, encuentra comida al despertar sobre la mesa, se encuentra con una mujer…
La influencia de Kafka sigue presente, pero también el gusto por las paradojas de Lewis Carroll o de Borges. La narración, a diferencia de París, es más sorprendente que angustiosa.
En la página 40 creo encontrar la clave de la narrativa de Levrero, o al menos de la Trilogía involuntaria: “me di cuenta de que la impotencia ante esta situación tan extraordinaria no era muy distinta de la impotencia habitual ante los hechos cotidianos; en este último caso se disimulaba mejor, simplemente, por la complejidad de las situaciones que el mundo nos presenta a diario”.

El narrador (atravesando un túnel, como Alicia en el país de las maravillas) llega a un lugar en el que se encuentra con otros como él, personas del mundo habitual que han desembocado allí a través de aventuras diferentes a la suya, pero igual de extraordinarias. Un mundo social parecido al del mundo corriente parece desarrollarse.
Cada uno tiene su teoría sobre lo que les ha ocurrido: “Me llama la atención la diversidad de formas de llegar aquí, y que esas formas parecieran corresponder a la personalidad de cada uno” (página 102) o “A pesar de grandes coincidencias entre nuestras teorías personales, había una divergencia básica en lo referente a un punto fundamental: la existencia de seres, extraplanetarios o no, que actualmente habitaran y manejaran el lugar” (página 115). En estas reflexiones sobre la naturaleza de la realidad he creído percibir la influencia de otro autor al que Levrero admiraba: el Philips K. Dick de obras como Ubik o Un ojo en el cielo, con esas realidades que se creaban a partir de las particulares neurosis de la mente de los protagonistas.

El narrador seguirá su camino y conseguirá alcanzar un lugar muy parecido al que siempre había soñado en su vida anterior. Pero siente el logro como algo impostado, irreal. Se intentará distraer de sus pensamientos corrigiendo unas notas, que empezó a escribir en los cuartos, sobre todo lo que le ha ocurrido, y esta corrección constituye la novela. También se reflexiona aquí sobre el extrañamiento del escritor frente al mundo (“El extraño soy yo”, página 158), pero esta reflexión es más general: ¿por qué el mundo que conocemos, por qué bajo estos parámetros? ¿No es tan absurdo este mundo como cualquier otro que imaginemos?

Ahora empezaré El discurso vacío.

miércoles, 3 de marzo de 2010

París, por Mario Levrero



Editorial Debolsillo (Mondadori). 154 páginas. Edición de 2008, primera edición 1980.

París constituye la segunda novela de la producción de Levrero llamada la Trilogía involuntaria. Ya he empezado a leer la tercera, El lugar, y me estoy dando cuenta de que el orden de lectura no debería ser el que Debolsillo indica para esta edición. Han elegido el orden según la primera publicación, que es La ciudad 1970, París 1980 y El lugar 1984; el orden en que las escribió Levrero fue: La ciudad 1966, El lugar 1969 y París 1970.

Y sin haber acabado El lugar, ya noto éste más conectado con La ciudad que París.

Si en el prólogo de La ciudad leíamos que Levreo consideraba que su estilo no es fantástico, esa idea se podía sostener en el primer libro, donde no se rompía la lógica física de lo contado -los protagonistas hacían cosas extrañas, pero no irreales-; no ocurre lo mismo aquí, en París el narrador (tal vez el mismo que el de El lugar, tal vez el mismo Levrero) nos informa de que llega a la ciudad de París después de un viaje de 300 siglos, y según sale de la estación de tren (La ciudad finaliza con el narrador entrando en Montevideo en tren), toma un taxi conducido por un cadáver con telarañas.
“Actualmente ni siquiera sé si realmente soy”, se nos dice en la página 32.

El taxi deja al protagonista (de nuevo una primera persona innominada) en un lugar llamado el Asilo, custodiado por gendarmes que no permiten salir a nadie, y donde un cura distribuye las habitaciones y se encarga del tráfico de prostitutas que entran y salen.

“Hay un desajuste en el tiempo que me está desesperando” (página 42), escribe el narrador como si estuviese leyendo una novela de Philip K. Dick, uno de los autores de referencia de Levrero.
En este libro el estilo se vuelve más personal y maduro, y la influencia de Kafka sigue estando presente, pero no de un modo tan definitivo como en La ciudad.

En la página 59 al protagonista le brotan alas en la espalda y puede evadirse volando de la azotea del Asilo. Para Levrero esto sigue siendo realismo, un realismo que descubre al indagar en sí mismo e intentar descifrar sus huecos oscuros. Sin embargo, con una fuerza inevitable, a la mañana regresará al Asilo.

Los sueños cobran más fuerza que en La ciudad, pudiendo el protagonista vivir dos realidades a la vez; confundiéndose para el lector dos planos de dos mundo planteados diferentes.
En París sigue estando Kafka, pero también está Philip K. Dick, y también William Burroughs (otro de los referentes de Levrero). Muchas de las escenas me han recordado a la prosa densa y opresiva de El almuerzo desnudo.

El París de este libro es un espacio onírico y desubicado como la ciudad del volumen anterior, aunque según avanza la trama conocemos algunas referencias temporales, se cita a la Resistencia y a la entrada de las tropas de Hitler en París. Lo que no deja de parecer una broma de película de serie B.

Levrero da rienda suelta a sus angustias, sus fobias existenciales, su sensación de inutilidad de todo, describiendo este mundo amenazante, incomprensible, a veces de carácter onírico-freudiano: vuelven las esquivas y bellas mujeres, rodeadas de perros agresivos, acompañadas esta vez de ángeles…

Las imágenes que crea Levrero son poderosas; aunque me costaba encontrarse el humor, a ratos conseguía angustiarme bastante.
Este libro me parece una interesante curiosidad. Sé que disfruto más con el realismo, con la creación de tramas y personajes, pero, de vez en cuando me sientan bien estos aires distintos, raros, perturbadores.





martes, 2 de marzo de 2010

La ciudad, por Mario Levrero



Editorial Debolsillo (Mondadori). 160 páginas. Edición de 2008, primera edición: 1970.

La ciudad es el primer libro que publicó Levrero. Apareció en Uruguay en 1970, aunque según se puede leer en el prólogo a esta edición -a cargo de Ignacio Echevarría- fue escrito en 1966, cuando el autor contaba con unos 26 años. Junto con París y El lugar, componen la llamada Trilogía involuntaria.

Para el Levrero aprendiz de escritor, el encuentro con Kafka resultó fundamental: “Fue leer América, y de inmediato El castillo, y comenzar a escribir. Leía de noche El castillo y pasaba el día siguiente escribiendo La ciudad”, cita de él Echevarría en el prólogo.

La influencia de Kafka en esta primera obra de Levrero es abrumadora. En ella un individuo que narra en primera persona, y de quien nunca se nos dice el nombre, llega a la que va a ser su casa y la encuentra vacía, húmeda… Decide ir a buscar un almacén donde conseguir kerosene y alimentos. Sale de esta casa en el primer capítulo con un sentimiento de desánimo y angustia. Y todo lo que ocurre a partir de aquí, esa búsqueda de un almacén y el cada vez más postergado regreso a la casa, constituye la novela.

El protagonista será recogido por un camionero acompañado de una mujer. El comportamiento de ambos le desconcertará…, un comportamiento muy similar al que se encuentra el agrimentor K. al llegar al pueblo e intentar alcanzar el castillo, o al de los protagonistas de América. Un comportamiento que nos despierta a la angustia o a la sonrisa frente a la sinrazón.

El camionero abandona en el camino a la mujer y al narrador, que llegarán a un lugar constituido por unas cuantas casas en torno a una gasolinera, con unos pocos comercios, y que las personas que viven o trabajan allí llaman (sin ironía, se nos informa) “La ciudad”.

Las situaciones absurdas se irán repitiendo, pero lejos de tener una lectura religiosa, como las obras de Kafka, los capítulos de La ciudad reflejan una angustia existencial ante la vida cotidiana más cercana a las obras de Camus o Sartre.

La ciudad es también el primer libro que se publicó de Levrero en España, dentro de una colección de ciencia-ficción y fantasía. Lo que realmente no parece muy adecuando, sería como incluir América de Kafka (O El desaparecido, según la última traducción que leí yo) en esta colección. Levrero se considera a sí mismo un escritor “realista”, alguien que indaga para escribir dentro de sí.
Los sueños tienen gran importancia en el avance de la novela, que a veces toca el vodevil tragicómico, con escenas que parecen sacadas de una pintura negra de Goya.

"Se me hizo claro que todo aquello era un juego, al que estaba jugando sin conocer las reglas" (página 141)


El narrador ha perdido sus gafas de miope, e intuíamos que todo ha de verlo a través de una visión desenfocada, al igual que nosotros como lectores.

En la ciudad, el narrador se va encontrando con una serie de normas extrañas impuestas por un ente llamado La Compañía. Las reflexiones sobre el absurdo o el hecho de que todo es un juego se repiten. También, como ya estoy viendo que es característico en Levrero, aparecen raras mujeres esquivas, y en su persecución el narrador empleará gran parte de sus fuerzas (como Joseph K al principio de El proceso, persiguiendo a su vecina alrededor de una mesa. Pero en Levrero esta persecución sexual será más explícita).
El protagonista podrá tomar un tren que le acerque a Montevideo. Lo que resulta extraño en una novela tan desubicada en el tiempo y el espacio como ésta.

Un primer intento literario curioso, que se lee con interés; aunque quizás sea una novela demasiado deudora de su modelo kafkiano (no eligió Levrero un mal maestro, en todo caso).

domingo, 28 de febrero de 2010

Dejen todo en mis manos, por Mario Levrero


Editorial Caballo de Troya. 121 páginas, edición de 2007, texto de 1996.

Empezaba a ser habitual que me encontrase con el nombre del uruguayo Mario Levrero, al deambular por Internet o los suplementos culturales, como referente de la narrativa hispanoamericana última. Había hojeando sus libros en librerías, había visto que a la biblioteca de Móstoles habían traído su última novela póstuma, La novela luminosa, publicada por Mondadori.
Además de ser reivindicado después de muerto, Levrero es un raro, alguien que fue fotógrafo, guionista de cómics, humorista... Sentí curiosidad y hace unas semanas compré en una librería de segunda mano esta novela, Dejen todo en mis manos.

El libro empieza con un escritor –que parece un trasunto del propio Levrero-, hablando con su editor, quien le dice que su novela es “buena, pero…”. Un estatus en el que el protagonista ha encontrado la mayoría de las veces clasificadas sus obras. El editor pagará al escritor una suma que le resulta interesante si averigua quién escribió una novela que les ha llegado firmada con el nombre de Juan Pérez, pero sin dirección. El dato que posee es el matasellos del pueblo del interior de Uruguay del que procede el envío. Por ese libro está interesada una fundación cultural sueca.

El autor acepta el encargo y se desplazará en autobús al pueblo de Penurias. El resto de nombres de pueblos que aparecen en el libro son: Desgracias, Miserias, Lamentos. Como en gran parte de la literatura latinoamericana, Levrero se dedica a analizar la situación social de su país desde un punto de vista cínico y desencantado, marcando la distancia desolada que encuentra entre su cultura de corte occidental y la poca capacidad de salir a flote del mundo que le rodea. “Hay algo terriblemente culpable en el hecho mismo de ser uruguayo, y por lo tanto nos resulta imposible decir no clara, franca y definitivamente”, nos dice el narrador en la primera página del libro.

El tono de la novela es realista, aunque, según me he informado, los primeros libros de Levrero eran deudores de la poética expresionista de Kafka. Ya en la página 13, cuando el narrador espera en la editorial a que el editor consulte a su jefe, escribe: “Debo haberme quedado dormido durante un minuto o dos, porque apareció un hombre con una gran nariz roja, de payaso, y me dijo en francés una frase incompresible de seis sílabas”. Los sueños darán paso a un cierto matiz onírico al libro dentro del contexto de una narración realista, que intenta emular la prosa desengañada de las novelas policíacas, sobre todo siguiendo las huellas de Raymond Chandler, a quien se evoca repetidas veces: “Soy un escritor. No soy Philip Marlowe” (página 17).

El narrador llega al pueblo de Penurias, y como un Marlowe aficionado comienza su investigación. Ya ha leído la novela de Juan Pérez y le ha entusiasmado, dice de ella en la página 19: “Tenía un estilo llano, muy sencillo, y vigoroso, y colorido”, y en la página 20: “esa novela debía publicarse y llegar a muchos que la necesitan tanto como yo, porque allí estaba el germen de los nuevos valores, y allí había razones de vivir para muchos”.

El narrador se aloja en el único hotel del pueblo, y visita el bar, la oficina de correos, conoce a una prostituta, se encuentra con un viejo compañero del colegio…, y nadie parece conocer a Juan Pérez, o a la persona que se puede encontrar detrás de ese pseudónimo.
El narrador tiene más de 50 años, está gordo, fuma demasiado, hace unos meses se ha separado de su mujer…; está cercano a la depresión, al desánimo, pero intenta salvarse a través del cinismo y el sentido del humor, a veces de pincelada gruesa.
En la página 96 se cita al admirado Kakfa: “Este hotel era sólo para ti... La frasecita inconclusa me golpeó la mente. ¿Kafka? Una paráfrasis. Pero ¿Por qué demonios había pensado eso?”

En el texto las referencias a la “baja cultura” son constantes: dibujos animados, ciencia-ficción, cómics…, a los que Levrero era aficionado y a los que se dedicó profesionalmente.

Quizás el tono pretendidamente menor de Dejen todo en mis manos, le haga no alcanzar el nivel de las obras de los grandes autores latinoamericanos, pero su lectura me ha dejado un regusto bastante agradable. El libro de Levrero se podría definir de la misma forma que el de Juan Pérez: un estilo llano, muy sencillo, y vigoroso, y colorido.

La única pega “real” que se me ocurre ponerle es la de un final demasiado redondo y feliz. Quizás como dice Vladimir Nabokov en su novela Pnin: “Hay personas –entre las que me cuento- que detestan los finales felices. Nos sentimos engañados. El mal es la norma. Nada debería entorpecer el destino”.

jueves, 25 de febrero de 2010

Bouvard y Pécuchet, por Gustave Flaubert


Editorial Tusquets. 287 páginas. Edición de 2009, texto de 1881.

El primer libro que leí de Flaubert fue Madame Bovary, exactamente en julio de 1998. Recuerdo el impacto que me causó esa lectura por la sutileza del estilo y la fuerza trágica de la historia.
Lo sorprendente es que no volviera con Flaubert hasta marzo de 2009, cuando me puse con La educación sentimental, seguramente el mejor libro que leí durante el año pasado, y si voy más allá uno de los mejores que he leído nunca. Creo que en pocas novelas queda reflejado mejor que en ésta la forma en que las circunstancias y el tiempo van cambiando y moldeando la personalidad de un individuo.

Pensaba que el siguiente libro que leería de Flaubert iba a ser Salambó o una relectura de Madame Bovary, pero unas páginas leídas en el primer tomo de las Obras Completas de Borges hizo que me interesase por este Bouvard y Pécuchet. Allí, en el artículo titulado Vindicación de Bourard y Pécuchet (Páginas 259-262), Borges escribe: “Las negligencias o desdenes o libertades del último Flaubert han desconcertado a los críticos; yo creo ver en ellas un símbolo. El hombre que con Madame Bovary forjó la novela realista fue también el primero en romperla (…) la obra mira, hacia atrás, a las parábolas de Voltaire y de Swift y de los orientales y, hacia delante, a las de Kafka”.

Bourard y Pécuchet se publicó póstumamente en 1881 (Flaubert murió en 1880) y quedó inacabado; no debía, sin embargo, faltarle mucho a Flaubert para alcanzar su final, que queda esbozado en unos apuntes últimos, con la fuerza suficiente para contener el significado simbólico del libro.

La acción comienza en 1839. Bourard y Pécuchet se sientan casualmente una tarde de mucho calor en el mismo banco de una calle de París, empiezan a conversar y se sorprender de todas las cosas que les unen: ambos tienen 47 años, ambos son copistas en oficinas grises y viven solos (uno es viudo sin hijos y el otro soltero). Se hacen amigos, y gracias a la herencia que recibe Bourard pueden dejar la capital e instalarse en una casa de campo. Aquí empezarán interesándose por la agricultura, pero desoirán los consejos de los lugareños y se guiarán por la lectura de manuales agrícolas. Fracasarán y este será el comienzo de una intensa serie de fracasos en prácticamente todas las disciplinas del saber humano.

Bouvard y Pécuchet son dos imbéciles que, al igual que Alonso Quijano, quieren vivir según lo aprendido en los libros; si bien el último según los libros de caballería, los dos primeros lo quieren hacer según los manuales científicos que no dejan de leer sin asimilar nada útil de ellos.

Bouvard y Pécuchet fracasarán en la agricultura, la anatomía, la historia, la antropología, la filosofía, la religión, la pedagogía… Dice Borges que esta novela transcurre en la eternidad: si en La educación sentimental vemos como el tiempo esculpe la personalidad de un hombre, en Bouvard y Pécuchet el tiempo pasa y no consigue hacer mella en los protagonistas, que seguirán cometiendo los mismos errores de método e interpretación en todos sus empeños.
La novela, al tratarse de una farsa, contiene humor, a veces escatológico. En ella Flaubert se propuso hacer una revisión de todas las ideas modernas, según apunta Borges.

Presupongo que los más correcto a la hora de intentar hacer una crítica o comentario literario sería no leer otras críticas o comentarios previamente, pero tratándose de Borges no he podido respetar esta idea. Me parece muy incisivo uno de sus comentarios: <<(…) Bourard y Pécuchet. Aquellos al principio son dos imbéciles, menospreciados y vejados por el autor, pero en el octavo capítulo ocurren las famosas palabras: “Entonces una facultad lamentable surgió en su espíritu, la de ver la estupidez y no poder, ya, tolerarla”. Y después: “Los entristecían cosas insignificantes: los avisos de los periódicos, el perfil de un burgués, una tontería oída al azar”. Flaubert en este punto se reconcilia con Bourard y con Pécuchet, Dios con sus criaturas. Ello sucede acaso en toda obra extensa, o simplemente viva (Sócrates llega a ser Platón; Peer Gynt a ser Ibsen), pero aquí sorprendemos el instante en que el soñador, para decirlo con una metáfora afín, nota que está soñándose y que las formas de su sueño son él.>>

Es decir Bourard y Pécuchet son dos imbéciles, al principio ridículos y risibles, pero según avanza el libro vemos, como a través de su lúcida simpleza, consiguen poner en duda las convicciones burguesas de los notables del pueblo que siempre los han despreciado. Algo que ya consiguieron hacer unos siglos antes Don Quijote y Sancho con los ricos que se burlaban de ellos.
La simpleza mediocre y tozuda de Bourard y Pécuchet acaba conduciéndolos a una distancia demasiado grande de la sociedad que los rodea y que puede conducirlos incluso al suicidio. La religión, la filosofía... serán puntales que de nuevos los aposenten en su entorno desenfocado.

Si bien Don Quijote puede ser un precedente de esta obra de Flaubert, me gustaría destacar a un autor en el que he creído ver a un descendiente. Hace años leí dos libros de gran calidad del escritor español Luis Landero, Juegos de la edad tardía y Caballeros de fortuna, y ahora tras la lectura de Bourard y Pécuchet percibo las influencias de este libro en la obra de Landero, al que tradicionalmente se le emparenta con Cervantes.
Me gustaría destacar también la traducción, obra de Aurora Bernández. Casualmente la misma persona que tradujo el libro de Salinger que comenté hace unas semanas.

Bourad y Pécuchet, como Borges apunta, prefigura a Kafka o a Becket y su Esperando a Godot. Flaubert da forma a la nueva sensibilidad del realismo con Madame Bovary y adelanta los derroteros del siglo XX por el expresionismo.
Sean absolutamente modernos: lean a Flaubert.

sábado, 20 de febrero de 2010

El Tercer Reich, por Roberto Bolaño


Editorial Anagrama, 360 páginas. Edición 2010.

Debería decir, para empezar, que yo he leído todo lo publicado de Roberto Bolaño en España hasta la fecha. Desde que en 1999 me inicié con la lectura casi seguida de Estrella distante y Los detectives salvajes, su obra se me fue haciendo indispensable. La lectura de cualquier otro libro quedaba postergada ante la aparición de una novedad de Bolaño. Recuerdo con satisfacción una tarde-noche de mis primeros meses como auditor de cuentas -cuando llevaba traje y corbata y el sistema quería catapultarme al triunfo del estrés y los horarios asfixiantes-; en aquella ocasión no salí demasiado tarde de la empresa energética en que estaba asignado, sobre las 7,30, y pensé que me daría tiempo a pasarme por el Fnac de Callao (la empresa estaba cerca de Plaza de Castilla) y comprar el nuevo libro que había visto anunciado de Bolaño. Llegué y pude tener en mis manos la primera edición de Nocturno de Chile, allá por el 2000.
Creo que debo de ser uno de los primeros lectores de libros como La pista de hielo o Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, el primero lo leí en 2001 y el segundo en 2002. En la biblioteca que frecuento en Móstoles tenían las ediciones originales de 1993 y 1984, respectivamente, premios Ámbito literario de narrativa (Editorial Anthropos) y el Premio de narrativa Ciudad de Alcalá de Henares (Editorial Fundación colegio del Rey). Ediciones que más tarde pude comprar por Internet (a bajo precio aún) por un puro afán de coleccionista.

Después de la muerte de Bolaño he leído sus obras póstumas, con entusiasmo ante El gaucho insufrible y 2666, y con más escepticismo El secreto del mal y La universidad desconocida.

Me causó sorpresa e interés el anuncio del nuevo agente de los derechos de Bolaño, Andrew Wylie (apodado el Chacal), en la feria del libro de Francfort de 2008, de la existencia de esa novela inédita y desconocida, El Tercer Reich. Lo compré hace dos semanas en la cuesta de Moyano, el afán coleccionista y la curiosidad me guiaban. También me daba miedo que su lectura me decepcionase demasiado y tuviera que indignarme ante un posible expolio de los papeles desestimados por Bolaño.

A pesar de mis temores, la lectura de El Tercer Reich ha sido gratificante. Me he reencontrado con Bolaño. Casi todos sus temas y obsesiones están presentes en esta novela, si bien de forma embrionaria.

El Tercer Reich está escrito en forma de diario. Udo Berger tiene 25 años y es el campeón alemán de un juego de estrategia sobre la 2º Guerra Mundial, llamado el Tercer Reich. Junto a su novia Ingeborg (el mismo nombre que luego se usará para la novia de Archimboldi en 2666) viaja en agosto a un pueblo de la Costa Brava para disfrutar de unos días de playa. Se instalarán en el hotel Del Mar, el mismo que frecuentaba Udo de adolescente con su familia. Udo inicia la escritura de un diario porque quiere perfeccionar su escritura y así desenvolverse con más solvencia a la hora de elaborar ensayos en los que exponer sus ideas estratégicas sobre el Tercer Reich y poder vendérselos a revistas especializadas. Udo es el campeón de este juego, pero tiene que seguir trabajando en una compañía eléctrica.

En el pueblo de la Costa Brava (no se cita su nombre) pronto conocen a otra pareja de jóvenes alemanes, Hanna y Charly. Con ellos empiezan a compartir las horas de playa y discoteca. Charly es impulsivo, alocado y acostumbra a beber hasta perder el control de sí mismo. Bajo estas circunstancias conocen a dos jóvenes españoles, el Lobo y el Cordero, que trabajan en un bar y un supermercado (o eso cuentan ellos) y al Quemado, un personaje marginal que duerme en la playa, y que posiblemente sea de origen hispanoamericano.
En el hotel, Udo también entabla relación con la dueña, Frau Else, que ya lo regentaba cuando él acudía allí de adolescente.

Los días de discoteca y playa se van sucediendo sin que ocurra, aparentemente, nada extraordinario; sin embargo, Bolaño consigue imprimir ya el sello de su estilo: sobre todas las páginas parece cernirse un misterio y una amenaza. La propia descripción de la playa o un bar se acaban adentrando en un territorio de pesadilla inexplicable.
Udo a veces no acude a la playa porque ha desplegado en su habitación de hotel el juego del Tercer Reich y se dedica a meditar sobre el artículo en el que expondrá una nueva estrategia.
En el personaje de Udo ya se aprecia el gusto de Bolaño por la Alemania nazi y sus derivados en Latinoamérica. Udo parece añorar una cierta grandeza de los ejércitos nazis en la 2ª Guerra mundial. “Viejos con ese carácter, con esa pureza, según Conrad, ya sólo era posible encontrar en Alemania” (página 39), escribe al hablar de un jugador de Wargame alemán que fue soldado en las mismas batallas que evoca ahora sobre un tablero (la novela fue escrita en 1989 y debe de situarse su acción unos años antes).

Los días de discoteca y playa se interrumpen por un suceso inesperado y trágico, que hará que Udo se quede sólo en la Costa Brava a la espera de acontecimientos. Aquí se irá acercando al Lobo, el Cordero y al Quemado, intuyendo una historia de violencia y violaciones. En días afiebrados, como un detective metafísico que desconoce qué busca exactamente, se irá internando en una pesadilla. Los sueños irán cobrando cada vez más importancia en la narración.
“¿Cuántos han mirado el abismo?” se pregunta Udo en la página 246, hablando de los otros jugadores de wargames y escritores de artículos sobre este juego.

En El Tercer Reich los escritores de artículos de wargames simbolizan al artista minoritario e incomprendido, pero lleno de una épica romántica que habrá de conducirle a la soledad y al vacío existencial. Un tema que Bolaño desarrollará de forma más directa en libros posteriores, hablando de la figura del poeta y su inadaptación al mundo cotidiano. También se juega con la leyenda de escritores existentes o inexistentes, como ese escritor de novelas policiacas, llamado Florian Linden, que lee Ingeborg y luego Udo, que acabará soñando con él.


La novela es proclive a la insinuación, y si bien ésta es una de sus bazas para crear una atmósfera asfixiante, la fuerza narrativa quedará algo desdibujada frente a las amenazas más reales de los libros posteriores, en los que Bolaño indaga con más profundidad en la esencia del Mal al adentrarse en la pesadilla de las dictaduras latinoamericanas.

El lenguaje aún no posee la maestría poética, la plasticidad pura y aparentemente sencilla, de obras como Nocturno de Chile, pero ya contiene giros y metáforas muy originales y a la vez muy reconocibles como lo que podríamos llamar “lenguaje de Bolaño”.

Me ha sorprendido esta novela notable. Me llama la atención que Bolaño no intentara publicarla en vida, aprovechando su creciente prestigio. Al principio había pensado que la consideraría inferior a sus libros de madurez y prefería olvidarse de ella, pero tras leerla me pregunto por qué cuando Mondadori le pidió un libro para la colección Año 0, no le entregó éste en vez de Una novelita lumpen, libro que considero bastante inferior.

Todo esto para mí acrecienta, con una obstinación inmadura, la figura que he decidido mitificar de Bolaño.
Tengo que releer sus grandes libros.

domingo, 14 de febrero de 2010

Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción, por J. D. Salinger



Editorial Edhasa. 191 páginas. Edición de 1998, textos de 1955 y 1959.

La primera vez que leí El guardián entre el centeno fue en 1992, cuando tenía 18 años, y aún recuerdo la fuerte impresión que me causó. Por aquella época yo leía casi en exclusiva libros de terror o ciencia ficción, pero me sentí atraído por esta novela cuya fama me llegaba por referencias –series de televisión, películas, amigos a los que se la habían hecho leer en el instituto…-. Por aquel año comenzaba la universidad y un desasosiego de destino equívoco empezaba a fraguarse en mi interior; esa impresión se vio reforzada, y así quedó en mi recuerdo, con el deambular errático de Holden Caulfield por Nueva York. Se me grabaron aquellas palabras que Holden mantenía al principio del libro con el profesor Spencer, un hombre mayor que olía a Vicks Vaporub, cuando éste le decía que la vida era como una partida y había que vivirla de acuerdo con las reglas del juego, y Holden piensa que “de partida un cuerno. Menuda partida. Si te toca del lado de los que cortan el bacalao, desde luego que es una partida, eso lo reconozco. Pero si te toca del otro lado, no veo dónde está la partida. En ninguna parte. Lo que es de partida, nada”. Desde estas palabras ya supe que Holden Caulfield se iba a convertir en un referente para mí, Salinger había captado a la perfección mi angustia adolescente.

En octubre de 2008 volví a leer El guardián entre el centeno. En el colegio donde trabajo la profesora de Lengua se lo mandó, como lectura obligatoria, a los alumnos de primero de bachiller (16-17 años), y me apeteció releerlo para poder intercambiar impresiones con ellos. Su vigencia se me hizo latente desde el primer capítulo; y en este momento, con el peso de la experiencia, quizás ya me sentía a más distancia emocional del libro, pero conseguía penetrar mejor en sus claves y símbolos. (Esto me confirma que cualquier intento literario no debe aspirar nunca a la modernidad, buscando referencias con sus lectores que se van a quedar caducas enseguida, sino a la atemporalidad, al entendimiento de la conducta del hombre en cualquier época o lugar.)
Esta vez no me contenté con la lectura de El guardián, seguí con el libro Nueve cuentos (lo había leído unos años antes en inglés, perdiéndome casi todas sus sutilezas), que contiene algunos de los mejores relatos que he leído nunca, y después con la novela Franny y Zooey.

Me quedaba para completar lo publicado de Salinger en España, este libro que contiene los relatos largos o novelas cortas, Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción. El libro estaba en la biblioteca de Móstoles que frecuento, lo tuve en mis manos ya en octubre de 2008, y no lo saqué. Cometí el error afterpop de dar más importancia a la superficie que al contenido: no me gustaba la edición, con tapas duras, pero un volumen casi cuadrado, sin presentación, introducción… y ese título tan largo me pareció poco atractivo.
Lo he leído hace dos semanas (voy con retraso con las reseñas del blog), como un homenaje personal a Salinger tras conocer la noticia de su muerte. Su lectura me ha confirmado algo que ya sabía: Salinger es uno de los escritores más fascinantes del siglo XX, al menos para mí, y este volumen no desmerece para nada al resto de su producción. Es más -y puede que sea debido al gran trabajo de la traducción, llevada a cabo por Aurora Bernárdez- me ha parecido que su prosa era aún mejor que lo que recordaba.

En los dos relatos largos que componen este libro aparecen personajes de la novela Franny y Zooey, y de alguno de los relatos de Nueve cuentos. En el primer relato de este último volumen, Un día perfecto para el pez plátano, se narra el suicidio de Seymour Glass en una habitación de hotel en Florida. Seymour es el hermano mayor de Franny y Zooey, una familia de superdotados, que de niños participaron en un programa de preguntas y respuestas y debates en la radio con nombres falsos.

En Levantad, carpinteros, la viga del tejado Buddy, el segundo hermano de la familia Glass, nos cuenta desde sus 40 años, un episodio sobre su admirado hermano mayor, Seymour, acontecido en 1942, cuando Buddy tenía 23 años. Éste es soldado y está en un hospital militar convaleciente de pleuresía, pero consigue un permiso para acudir a Nueva York a la boda de Seymour. Buddy llega a la iglesia el día de la boda y no hay más miembros de su familia; ni siquiera se presenta Seymour, dejando a la novia plantada en el altar. Los invitados abandonan la iglesia y van montando en coches para acudir a la casa de la novia. En uno de estos coches entra Buddy sin presentarse como hermano del novio, a quien los ocupantes del coche comienzan a criticar, y a hacer insinuación sobre su posible locura. Buddy se siente cercano a un diminuto señor mayor que se mantiene erguido en el coche y no se inmiscuye en la conversación. Sabremos después que es sordomudo. Y en esa simpatía que siente Buddy hacia él parece simbolizar Salinger la cercanía del protagonista al mundo puro de los niños, de los inocentes.

De nuevo aparece aquí el que considero el gran tema de Salinger: la épica de la inmadurez o de la inadaptación al mundo de los adultos. Quizás sus personajes son los primeros Peter Panes realistas de la literatura del siglo XX: niños o jovenes brillantes, exaltados, observadores de las incoherencias y las renuncias de los adultos, niños y jóvenes heridos por los convencionalismos sociales, por las partidas que habría que jugar de acuerdo a las reglas del juego. Unas reglas que ellos se niegan a aceptar, lo que únicamente les puede conducir al desequilibrio, al desvarío, al aislamiento o al suicidio, como en el caso de Seymour, al que seguramente Buddy considera el hermano Glass más dotado, y por tanto con menos posibilidades de adaptación al mundo real.
La capacidad de observación de los personajes en este relato largo es notable en su preciosismo detallista. Me gusta esa imbricación del narrador en la conciencia del joven americano, consiguiendo encontrar metáforas deportivas para describir la conducta de los otros personajes. Una obra maestra de la narrativa norteamericana.

En Seymour: una introducción el narrador es de nuevo Buddy. Ahora nos habla de su hermano Seymour, el gran personaje ausente cuya presencia fantasmal cubre de significado a todo el volumen, desde una perspectiva más global y desde su presente, no evocando un episodio de juventud. Buddy ya ha pasado los 40 años, es escritor profesional y sigue dando clases de literatura en una universidad. Sin embargo, vive retirado en una casa de campo en un bosque (este personaje parece un trasunto del propio Salinger). Para esta introducción a la semblanza de su hermano comienza citando a Kafka y a Kierkegaard, y el relato cambia de tono respecto al anterior, ahora parece la narración de un autor europeo, parece español traducido del alemán, como si quien escribe fuera uno de los dos autores citados o Musil o Thomas Bernhard; con frases largas, alambicadas, llenas de subordinadas que van matizando a la frase principal.
Me ha llamado la atención este cambio de registro narrativo respecto al primer relato, que sería un ejemplo del estilo habitual en la narrativa norteamericana: personajes en movimiento, cuyos actos describen su personalidad sin grandes explicaciones intelectualizadas, con una mirada escueta y poética sobre las escenas que se muestran.
En el texto de escritor centroeuropeo en que se transforma Salinger en este segundo relato, abarcamos más aspecto de la vida de Seymour, con interrupciones en las que Buddy nos informa de la propia evolución de su escritura (cuando lo deja por la noche, cuando lo retoma…), así nos enteraremos de que Seymour ha dejado tras de sí un conjunto de 182 poemas escritos en métrica japonesa, y que Buddy ha ordenado y decidido entregar a un editor. El tema del artista precoz cobra fuerza como metáfora de la inadaptación al mundo.
Un texto muy conseguido, con una imagen final soberbia, en la que Buddy evoca a su hermano y a él de niños acercándose a la práctica de juegos norteamericanos típicos desde una perspectiva filosófica oriental.

Y con éste he terminado de leer los libros publicados de Salinger en España, creo que en Estados Unidos hay algún cuento publicado más. Esperemos que se pueda revisar la traducción de El guardián entre el centeno, algo a lo que se negaba el autor, y que sea cierta la leyenda literaria que afirma que Salinger nunca había dejado de escribir aunque había decidido dejar de publicar y ahora, tras su muerte, se pueda acceder a su legado.
Qué fantástico baúl de Pessoa me gusta imaginar: ocho o diez manuscritos guardados en una maleta debajo de un guante de béisbol o, mejor, debajo de unos floretes de esgrima.