martes, 28 de mayo de 2013

El bar de Lee en la Feria del Libro de Madrid


Aún no he visto en papel mi nuevo libro, pero si todo sale bien este viernes estaré en la Feria de Libro de Madrid, firmando ejemplares.

Dejo las señas por si a alguien le interesa:

El bar de Lee (2013), poemario doble formado por los libros Móstoles era una fiesta (1998) y El Calvo del Sonora (2008).

Feria del Libro de Madrid, parque del Retiro.
Caseta 118, Librería La Marabunta.
Viernes 31 de mayo, de 19 h. a 21h.

Dejo a continuación el primer poema que escribí para El calvo del Sonora, que marcó el tono de este libro, y que se titula igual que el poemario:



EL CALVO DEL SONORA
                Pero aunque sea un boxeador golpeado
                      Voy a dar mis últimas peleas.
                                            Jorge Teillier

Mecido por el oleaje de la música y la batuta
de una copa en la mano, se acercaba
a las chicas. A su alrededor bailaba, y ellas,
a veces, le seguían brevemente el juego.
Al inclinarse sobre sus oídos los rechazos
no le hacían mella, no cambiaba el compás
ni el semblante, sostenido en el ritmo,
imperturbable a su inmóvil derrota, bailaba.
Siempre iba solo, siempre estaba borracho,
entraba en aquel único pub: el Sonora.

En el andén de Atocha, sólo un día le vi
en otra parte, como yo, esperaba el tren, al fin
sobrio –chándal y bolsa de deporte, escapado
del presidio de cualquier polígono industrial-.
Tras sentarse, su mirada hundida se dispersó
por las paredes de márgenes secos del vagón.
Tal vez, nuestro Tony Manero de los suburbios,
el Calvo del Sonora, soñase ya en ese instante
con su particular fiebre del sábado noche,
embebido de turbios escenarios propicios:
tequilas y cactus, desierto y mariachis.

Pasaba de los treinta y nosotros no alcanzábamos
los veinte. Nos sonreíamos observándole,
espectadores cruentos de sus bailes sin pareja.
Siempre estaba solo, siempre iba borracho.
Había algo patético en él y también, pienso
ahora, algo poderoso como el hierro ardiente
de la vida. Nos sonreíamos divertidos, pero,
quizás –inconfesable, subterráneo- temerosos
ya del paso del tiempo y los destinos posibles.

Fundido, otra figura más, en el mural
de folclore mexicano del Sonora y el rebullir
de aquellos días inciertos (porque yo también
tuve veinte años…) le recuerdo esta noche
como una terca imagen del fracaso, pero,
porque así lo quiere el tiempo y la memoria,
irrumpe en mí además como un icono
de cierta voluntad temeraria –boxeador
sonado que sigue en pie con las costillas
rotas-, ensalzado al fin por todas las ocasiones
en que la vida nos obligó más tarde
a nosotros, que aún podíamos comernos
el mundo, a tener que ser, persistentes
y en vano, iguales

                                 al Calvo del Sonora.

domingo, 26 de mayo de 2013

En los antípodas del día, por Gonzalo Aróstegui Lasarte

Editorial Baile del Sol. 231 páginas. 1ª edición de 2012.

La primera persona que me habló de En los antípodas del día fue mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán Rubio. La había visto (si no recuerdo mal) en la mesa de novedades de la librería Antonio Machado, había leído las primeras páginas y le había parecido que prometían. Me preguntó si yo tenía esta novela de Gonzalo Aróstegui Lasarte (Pamplona, 1971), porque al fin y al cabo compartimos editorial y tengo un trato cercano con los editores. En realidad, hasta que no la mencionó él yo no había oído hablar de este libro, busqué información sobre él en internet y descubrí que Gonzalo Aróstegui mantiene un blog especializado en música moderna, muy recomendable para aficionados, llamado Ragged Glory (ver AQUÍ). Me informé sobre qué trataba su libro –el mundo laboral en España– y cuando tuve que hacer un pedido de ejemplares de mi propia novela a Baile del Sol, les compré también (a precio de autor) unas cuantas de sus novedades. Entre ellas estaba En los antípodas del día.

Primera sorpresa del libro: aunque nos parezca más correcto las antípodas, en realidad antípodas es masculino (lo he consultado en la rae.es).

Me apeteció leer este libro a continuación de Yo, precario porque ambos tratan un tema común: el mercado laboral español. Lo narrado por Javier López Menacho en Yo, precario hace referencia a una realidad muy cercana al momento de la publicación del libro y al de mi lectura, al situar su acción en el año 2012 (o como muy temprano en 2011), y a las penurias laborales a las que se enfrentan los jóvenes en España a raíz de la crisis de 2008. En los antípodas del día, Rafael Hernández Gutiérrez –que parece un trasunto novelado del propio autor– nos habla de su trabajo nocturno como teleoperador de la empresa Vía Digital desde diciembre de 1998 hasta finales de 2003.
Gonzalo Aróstegui ha nacido en 1971 y Javier López Menacho en 1982; casi una generación los separa; pero la lectura de ambos libros me ha confirmado algo que ya sabía: el trabajo precario para los licenciados universitarios en España no empezó con la crisis de 2008. Parece que más de uno se ha olvidado ya de la existencia de las ETT del 2000; del amigo que cobraba la mitad de su sueldo en un sobre y cuando le decía al empresario que con su nómina legal un banco nunca le iba a conceder una hipoteca para comprar una casa, el empresario le respondía: no te preocupes, que ya ha pasado, tú vas al banco, le enseñas la nómina y una carta que te firmamos nosotros con lo que cobras en negro y el banco te concede la hipoteca; del amigo que no se movió del sitio durante años pero que cambiaba cada año y medio (tras cumplir tres contratos de seis meses) de empresa (la misma empresa dada de alta con tres nombres) y así no tenía nunca un contrato fijo; del colegio privado que te dejaba todos los veranos en el paro aunque lo legal fuesen como mucho tres... Yo no me he olvidado de esa España del 2000 previa a la crisis (tierra del ladrillo y la especulación) y Gonzalo Aróstegui tampoco.

Rafael Hernández tiene veinticinco años y, al acabar la carrera de Filosofía, quiere escribir una tesis sobre el nacionalismo. Pero también desea no tener que pedir más dinero a su madre para salir a tomar algo con sus amigos y decide buscarse un trabajo. A finales de 1998 en España lo más normal era que un licenciado en Filosofía del barrio de Carabanchel encontrase trabajo de teleoperador. Poco después de empezar acabará en el turno de noche, donde principalmente se dedicará a atender a señores que desean contratar el visionado de una película porno o bien que tienen dudas sobre sus facturas televisivas a las tres de la mañana.
A diferencia de Yo, precario, En los antípodas del día no sólo habla del mundo laboral; la vida familiar, del barrio o de pareja tendrán su importancia en las páginas del libro. Y en este sentido podría afirmar que En los antípodas del día tiene más cuerpo como novela que las simpáticas crónicas de Yo, precario.

Rafael tiene un trabajo que no le permite dejar la casa de sus padres, pero empieza a salir con la atractiva hermana menor de uno de sus mejores amigos. Ahora tiene dinero para poder pagarse sus gastos, pero menos tiempo libre para avanzar en su tesis. Al principio de la novela Aróstegui empleaba el recurso de insertar las notas que Rafa va tomando para sus tesis entre las páginas de su narración; recurso que queda abandonado según el narrador va dejando de lado su tesis y adentrándose en el mundo de la noche.
Raquel, la novia de Rafa, intenta convencerle para que deje su trabajo de teleoperador nocturno, pero En los antípodas del día, además de una denuncia de una situación laboral precaria (escasos sueldos, contratos interpuestos entre ETTs y empresas filiales, jefes arbitrarios, exigencia de tareas no correspondientes al puesto...), también es la historia de una fascinación: la de la Noche. “Por la noche no hay jefes”, se justifica Rafa en la página 78; pero en la página 181 ya afirma: “A estas alturas del partido yo ya me había transubstanciado en vampiro y la luz del día me molestaba”; y en la 214: “Era la droga Noche, que controlaba mi sistema nervioso para hacerme actuar a su antojo”.

Otro de los temas de En los antípodas del día es el del paso de la indolencia de la juventud a la decepción de la vida adulta. “Era el HORROR que se acercaba, pero esta vez en forma adulta” (página 139). El grupo de amigos de Rafa está formado por cuatro personas, una amistad cimentada por la pasión musical: “Los cuatro formábamos una piña que parecía indestructible unida por el ritual –quizá infantil, pero mágico– del rock and roll” (pág. 139). Y en gran medida En los antípodas del día es una novela musical, que reivindica la fuerza de la música como seña de identidad personal. El narrador cita a escritores, pero rara vez se describe a sí mismo leyendo; recuerdo una única escena en la que Rafa se describe leyendo, y dice algo así: “Fui al salón y abrí un libro”; en cambio la música escuchada en casa o en los conciertos está profusamente documentada. Y a pesar de esta pasión, Rafa empieza a sentir que las conversaciones sobre los grupos musicales se repiten, que sus amigos le consideran un pedante si cita a alguno de los filósofos que ha estudiado en su carrera, que debería haber algo más y no sabe dónde.

Y por supuesto, En los antípodas del día es una novela sobre el trabajo. Por experiencia sé que, a pesar de que uno piense que en la empresa en la que está se comenten los mayores atropellos del mundo, y que le muerdan las ganas de denunciarlo públicamente, para un lector ajeno a ese entorno laboral las descripciones de ETTs, contratos fraudulentos, abusos en las tareas impuestas pueden resultar tediosas. Aróstegui también parece darse cuenta de este problema, y centra su descripción del trabajo en las consecuencias que éste tiene sobre su vida privada, y en las relaciones humanas que se establecen en él. Y así nos va a hablar principalmente de las actitudes que toman las personas en las empresas (miedo al despido, servilismo...) o las transformaciones que van a sufrir en cuanto tienen un mínimo de poder. Además de hablarnos de la lucha sindical y de las reivindicaciones legales, de las pequeñas derrotas y victorias del trabajo. “Era el individualismo atroz que nos rodea” (pág. 199).

Con el estilo ocurre algo curioso: la voz narrativa es la de un chico de Carabanchel que ejerce de chico de Carabanchel, y al que por tanto le gusta narrar con un lenguaje muy cercano al oral; y que además desconfía del lenguaje formal, que le parece un disfraz para no hablar claro. Esto escribe, por ejemplo, en la página 37: “Multidifusión lo llaman ellos; jeta, los demás”, y en la 216: “Difuminándose en el ámbito de infantiles subjetividades (léase pataletas)”. Hacia este lenguaje oral parece conducirle el hecho de que el personaje desconfía de lo aprendido en los libros: “El problema es ¿qué son los principios si te atenazan en la práctica con su ostentosidad teórica? O mejor: ¿para qué sirven? No hay respuesta, pero queda claro que la vida (‘la realidad’) hace aguas frente a la teoría” (pág. 225); pero algo sí que ha quedado de sus estudios de filosofía (éste es el hecho curioso del que hablaba al principio del párrafo), y es la tendencia a hacer razonamientos continuamente matizados por frases subordinadas,             que en algunos casos le llevan al abuso de paréntesis, corchetes o guiones; un claro ejemplo me ha parecido este párrafo de la página 24: “Yo no le contestaba, pues su lógica estaba tan alejada de la mía, y al mismo tiempo tan enraizada en su naturaleza –era la base de todo su comportamiento (o quizás ese comportamiento había conformado una lógica a la que intentaba dotar de un carácter retroactivo [o a la que ya había dotado] que, aunque falso y envenenado, se impusiera como definitivo), heredado de generaciones educadas en el (¡oh, maldito cristianismo!) dolor, la carencia, y la contención, pero también en la trampa, el engaño y la cínica brutalidad–, que cualquier intento de mi parte de –no ya de hacerle cambiar de opinión, no, eso era imposible– explicarle mi punto de vista –si es que tenía alguno– habría resultado baldío”.

A pesar de algunos titubeos verbales, exceso de oralidad por un lado, con un pequeño abuso de las frases hechas –lo que queda, en todo caso, justificado por la voz narrativa elegida– y algún párrafo (como el descrito más arriba) un tanto farragoso, la lectura de En los antípodas del día se me ha hecho agradable por la cercanía que sentía hacia el protagonista de la historia (hablar en Madrid de Carabanchel o de Móstoles es hablar de lugares parecidos): Rafa podía haber sido un chico de mi barrio. También por la conexión que he sentido con el contexto social e histórico del libro. Se describe, por ejemplo, una visita a la sede de Comisiones Obreras cerca de la plaza de Neptuno, que yo he tenido que realizar de una forma tan similar a Rafa, que sólo he podido sentir empatía hacia él. Así que voy a reivindicar la lectura de este tipo de literatura cercana y vital que es En los antípodas del día.

jueves, 23 de mayo de 2013

El bar de Lee: poemario doble.




Hoy cumplo 39 años.
Y tengo portada para mi nuevo libro, editado por Baile del Sol.
Nuevo es una forma extraña de hablar.
Está formado por dos poemarios.
El primero, Móstoles era una fiesta, lo empecé a escribir en diciembre de 1997.
Lo acabé en septiembre de 1998.
El segundo, El calvo del Sonora, lo escribí durante 2008.
10 años los separan.
Están conectados.
En ambos hay un poema titulado El bar de Lee.
Cuando empecé a escribir el primer poema de Móstoles era una fiesta tenía 23 años.
Era estudiante entonces.
Ahora soy profesor.
Con Móstoles era una fiesta gané el segundo premio de un premio de poesía en mi ciudad.
El concejal de cultura de Móstoles dijo que publicarían el libro (aunque no estaba en las bases del premio).
Las elecciones pasaron.
Lee era un ciudadano mostoleño de origen chino.
El concejal de cultura incumplió su palabra.
Lee regentaba un bar, el Tuburio, (o El bar de Lee).
El calvo del Sonora era un calvo que acudía sólo (y solo) a un bar llamado Sonora.
Con Móstoles era una fiesta tenía firmado un contrato de publicación, en una supuesta editorial prestigiosa.
Con El calvo del Sonora quedé finalista del premio de poesía de Ciudad de Mérida.
El premio de poesía de Ciudad de Mérida lo publicada DVD.
Baile del Sol me publica poesía aunque no recito en bares.
La supuesta editorial prestigiosa incumplió su contrato de publicación.
Poesía de hace 15 años, poesía de hace 5 años.
A veces escribo poesía.
A veces leo poesía.
Hoy cumplo 39 años.
Vendo libros de poesía a mis familiares y amigos.
Mis familiares y amigos, en un 95% de los casos, no son lectores de poesía.
Yo a veces tampoco soy lector de poesía.
Yo no soy recitador de poesía en bares.
Baile del Sol me publica poesía aunque no recito en bares.
Los editores de Baile del Sol juegan a juegos extraños.
Y yo hoy cumplo 39 años.
Es como si a los editores de Baile del Sol les gustase la poesía.
Dejó aquí un poema de Móstoles era una fiesta.
El mirlo, en parte, justifica la portada.



EL MIRLO  

                     Todo arte es completamente inútil.
                                                       Oscar Wilde

Cuando ondulante como en alta mar
arrastro por las baldosas del paseo
mi tempestad bajo el túnel de álamos, sábana
rumorosa de la noche húmeda de viento,
solo, a las cinco de la mañana
concentrado en la tristeza continua de cada paso
y en la retina los finos tirantes de sus vestidos,
canta el mirlo a las cinco de la mañana
tras la lluvia y la ciudad en invierno,
su canto de amor fuera de temporada
destinado a quién sabe qué amantes dormidas,
hermoso como sólo pueden serlo las cosas inútiles,
me detengo.

Escucho el poderoso canto del mirlo.
El viento sopla, mi carne se estremece,
no reconozco esta sensación que me invade
y pienso que tal vez se parezca a la felicidad,
sonrío al vacío, muy quieto ahora
busco al mirlo, poeta del invierno,
sin encontrarlo en las frondas de la noche.

                                                                           7-3-98. 

domingo, 19 de mayo de 2013

Yo, precario, por Javier López Menacho


Editorial Los libros del lince. 173 páginas. 1ª edición de 2013.
Prólogo de Manuel Rivas.

Tenía curiosidad por leer Yo, precario. Si estáis conectados a las redes sociales –a los espacios virtuales donde se habla de libros– os habréis dado cuenta de que desde que se publicó esta novela-crónica de Javier López Menacho (Jerez de la Frontera, 1982), hace muy poco tiempo, en marzo de 2013 (escribo esta entrada a principios de mayo), su repercusión está siendo grande, un éxito para la recepción media que suelen tener las novelas actuales de autores jóvenes y noveles que publican en editoriales pequeñas. López Menacho ha sido entrevistado en la radio, ha acudido a programas de estimable audiencia (y no precisamente especializados en temas culturales) y ha concedido entrevistas a diversos medios periodísticos. Para ser el primer libro de un joven autor, Yo, precario está teniendo una notable repercusión; posiblemente inesperada para él mismo y para su editor, Enrique Murillo.

Ya he contado en el blog que en el colegio donde trabajo existe la tradición de que, por motivo del Día del Libro, se organiza en cada clase un amigo invisible y de esta forma los alumnos, junto con su tutor, se regalan un libro. La experiencia me dice que si quiero que algún alumno (o sus padres, más bien) me regalen un libro que pueda leer es mejor que sugiera algún título en el papelito con mi nombre que introduzco en el estuche de algún alumno para llevar a cabo el sorteo del amigo invisible. Los títulos que sugiero preferiblemente deben ser novedades, libros fáciles de encontrar en El Corte Inglés. Entre los títulos que propuse en esta ocasión estaba Yo, precario. Justo terminaba Chronic City y lo leí en dos días, poco después de recibirlo como regalo.

Al comienzo de su libro López Menacho, entre otras citas, sitúa una muy oportuna de Hunter S. Thompson, el escritor de libros como Miedo y asco en las Vegas, y creador del llamado periodismo gonzo (“un modelo de periodismo que plantea eliminar la división entre sujeto y objeto, ficción y no-ficción, y objetividad y subjetividad”, dice la wikipedia). Al final del libro, López Menacho agradece al escritor Jordi Carrión que le permitiera asistir a su curso de periodismo (de forma gratuita, como he leído en internet) y que le animara a escribir las crónicas –de espíritu gonzo– sobre sus diversos trabajos, cuyo nexo de unión principal es su escasa remuneración, su temporalidad y su precariedad.

La frase inicial del libro está cargada de simbolismo: “Lo primero que tienes que hacer es quedarte en calzoncillos” (pág. 21): un joven (aunque ya no tan joven, con veintinueve años, vislumbrando ya la frontera huidiza de los treinta), el propio López Menacho, harto de tener que pedir dinero a sus padres, se ha mudado a Barcelona en busca de trabajo. Tiene una carrera universitaria (Turismo) y un máster, pero esto no le permite alcanzar un trabajo agradable. El orgullo de no depender de sus padres le va a llevar a aceptar unos trabajos que, de poder elegir, no habría aceptado; unos trabajos ante los que su dignidad puede sufrir el percance de quedarse en calzoncillos.
“Estoy aprendiendo los límites del mercado laboral, la degradación de la dignidad humana alrededor de la idea de que para vivir hay que trabajar, estoy viviendo una época de la historia que resulta deprimida pero apasionante y, al tiempo, aprendiendo mis propias limitaciones como persona. La incertidumbre de no saber qué hay más allá del mañana es, en cierto modo, adrenalina pura, algo que te hace sentir vivo”, afirma el narrador en la página 40. En este párrafo, posiblemente, queda marcado el tono de Yo, precario: la denuncia y a la vez la necesidad de seguir adelante a pesar de todo. Y éste es posiblemente el mayor logro de este libro: compaginar la rabia ante los abusos sufridos (el narrador cobra poco, y en algún trabajo ni siquiera le pagarán) con la ironía (me he reído más de una vez leyendo estas páginas), la compasión y en gran medida la ternura. Donde queda mejor reflejado todo lo anterior es en la primera –y más extensa– parte del libro, en la que se habla de los avatares del autor como mascota publicitaria de una famosa marca de chocolatinas: la ridiculez de un trabajo del que le avergüenza hablar a sus conocidos y a la vez la descripción de lo agradable que puede ser trabajar para los niños, que, inocentes, dudan de si dentro de la barra gigante de chocolate hay un hombre o no.
Los restantes trabajos descritos son: auditor de máquinas de tabaco en bares, una campaña de publicidad a pie de tienda para atraer clientes hacia unos servicios telefónicos y animador en un cine de los partidos de la selección de fútbol en la última copa de Europa.

El lenguaje que emplea López Menacho para sus crónicas, sin ser descuidado, hace hincapié en su deseo de oralidad, con abundantes palabras coloquiales: paripé (pág. 23), chorradas (pág. 24), molo (pág. 25) guiris (pág. 50), canis (pág. 51).
El libro, además de una muestra de periodismo gonzo, puede leerse como una novela; aunque el narrador ha decidido contarnos una parte muy concreta de su existencia: la relacionada con el trabajo (que paradójicamente es de la que no se suele hablar en otros libros y películas, donde los personajes disponen de todo el tiempo del mundo para enamorarse, viajar o charlar con los amigos en el bar...). Yo, precario se hace corto (los libros que se leen con agrado suelen hacerse cortos), y es posible que el libro habría llegado a tener más enjundia como novela si el personaje nos hubiera permitido vislumbrar de una forma más cercana su vida; aunque sí sabremos, por ejemplo, que comparte piso con otra gente joven, que cuando sale prefiere volver pronto a casa para no gastar el dinero que no tiene, que en el pasado tuvo una relación con una novia estudiante de Administración y Dirección de Empresas...
Me parece una acierto el irónico contraste que se crea al final entre el protagonista, que desea que la selección de fútbol siga ganando partidos en la Eurocopa, porque así podrá seguir animando sus partidos en el cine y por tanto ganar más dinero con el que pagar el alquiler, y el interés que la sociedad pone en unos jóvenes privilegiados a los que se transmiten las “esperanzas” de un país.

Imagino que algunos lectores tendrán la referencia: en los años 90 del pasado siglo desembarcó en España con fuerza una joven narrativa italiana, de la que sus miembros, como nombre de guerra generacional, se hacían llamar “jóvenes caníbales”. Y entre aquellos libros, de los que leí más de uno, recuerdo con simpatía una novela escrita en 1993 por un joven Giuseppe Gulicchia, que en el momento de la publicación de su libro Todos al suelo tenía veintitrés años. Yo, precario, por su irónico y tierno retrato de una juventud desencantada, me ha recordado bastante a esa novela.

Hace dos semanas hablaba en el blog de otra novela editada por Los libros del lince, El peor de los guerreros, del joven escritor chileno Rodrigo Díaz Cortez. Esta novela, con su trabajado lenguaje, sus juegos temporales y la viveza de la trama, me parece más literaria que Yo, precario; pero posiblemente he leído Yo, precario con más interés, ya que el tema escogido se me ha hecho muy cercano. Aunque hace tiempo que dejé de ser un idealista que piensa que la literatura puede actuar de forma directa sobre la realidad, sí que me parece importante que existan libros ahora mismo en España que retraten en primera persona la crisis que estamos viviendo.

A partir de aquí, de su inesperado éxito, Javier López Menacho tendrá que escoger qué clase de autor quiere ser, pues parece difícil repetir el éxito de una obra autobiográfica como la que ha escrito. El comienzo de una de las crónicas del Campeonato –concretamente la titulada El cruce de caminos (España 2 – Francia 0)–, que comienza con la frase: “Cuando era más pequeño, tenía un amigo que ocupaba un escalafón muy bajo en la caprichosa jerarquía piramidal que gobernaba mi pandilla” (pág. 149) y en las que en unas escasas páginas realiza un retrato muy vívido y certero de uno de sus amigos de la infancia, me hace pensar que López Menacho tiene talento para adentrarse con facilidad en las aguas de la ficción.

jueves, 16 de mayo de 2013

Pablo García Casado, unos poemas


Dentro de la serie de homenajes poéticos que estoy haciendo en el blog, me apetece hablar hoy de un autor joven, de alguien que aún (y más cuando yo lo leí) no es un poeta consagrado, como pueda ser Jaime Gil de Biedma.
No recuerdo exactamente cómo me acerqué a la poesía de Pablo García Casado (Córdoba, 1972). Quizás me ocurrió lo mismo que con Miguel D´Ors, al que descubrí gracias a la revista Clarín, o puede que simplemente tomara a su primer libro, Las afueras (1997), en alguna librería, y que me hubiera fijado en él porque era de la ya extinta editorial DVD, cuyo trabajo me ha interesado bastante en los últimos tres lustros. Sí que recuerdo haber visto la foto de García Casado a página completa en el suplemento dominical de algún periódico (lo que me pareció raro, por tratarse de un poeta joven); y sé que leí reseñas de su primer libro de poesía en alguna parte.

El caso es que leí Las afueras a finales de los años 90 y fue un libro que me subyugó de inmediato. Una poesía joven, fresca, que tenía que ver con la tradición española pero también con las canciones de rock o con el realismo norteamericano de Raymnod Carver y de Charles Bukowski.

Tengo la primera edición de sus tres libros publicados en DVD: Las afueras (1997), El mapa de América (2001) y Dinero (2007).
El mejor siempre me pareció Las afueras, uno de esos libros que mis queridos amigos, ya saben los-que-no-leen-poesía-porque-no-la-entienden, deberían leer y disfrutar. Ese libro refleja a la juventud de los 90 en España mejor que muchas novelas de la época.

Ahora que la valiosa editorial DVD ha desaparecido, Visor acaba de publicar un volumen con los tres libros comentados, titulado Fuera de campo. Un libro de poesía muy cercana y muy recomendable.



Todos los poemas que cuelgo a continuación son de Las afueras:


1972
                                                    parís, Texas

por qué travis qué hay de esa oscura pregunta
por qué la casa en ruinas por qué él por qué ella
por qué el verano de mil novecientos setenta y uno

qué tuvo que pasar qué clase de química por qué
la huelga en el sector metalúrgico por qué el atasco
por qué llegaron rendidos y aún así se besaron

como si mi vida les fuera en ello


C-121
                              it seems so long ago, Nancy
                                               Leonard Cohen

no muy lejos en esa ciudad con sus miles
de citas a ciegas hubo también otras noches
como ésta volviendo a casa -las vías

muertas del regreso las mismas preguntas­
y es que a pesar del amor de los brazos
y de las piernas abiertas la soledad regresa

con sus dudas


Ginebra besos

me dices que la cama de tu cuarto
está sin hacer que bajaste y todas
las tiendas estaban cerradas que hoy

es domingo que ayer sábado dijimos
muchas cosas mucho amor ginebra besos
que si tengo algo de pan o de ternura

que prestarte


Golosinas

como un caramelo saliendo del envoltorio
así me sentí la noche en que después de pintarme
de golfa tú por fin te decidiste una mejor

estrategia una retirada a tiempo y las cosas
no tendrían ese sabor que queda tras el fraude
me dejaste aquí tirada como un caramelo

después de chupado


Home sweet home

la cabeza dentro del retrete los dedos en la garganta
hay un número determinado de neuronas que se pierden
después de una noche como ésta por más que lo intento

las tuyas siempre encuentran el camino

 

La edad del automóvil

ahora estás en el mercado lleva tus ojos
hacia un cuerpo y un volante pruébalo úsalo
y rompe el contrato verás qué rápido aparecen
futuros arrendatarios tú pregunta por la marca
el modelo y la amplitud del asiento de atrás
no te reprimas déjate llevar por la erótica
del negocio


Las afueras

por más que se extiendan las ciudades hasta juntarse
unas con otras por más desengaños que el sexo la muerte
o las oposiciones nos deparen quedarán siempre las afueras

la oscuridad de los polígonos industriales la ineficacia
el ministerio de obras públicas por más que se empeñen
colectivos ciudadanos asociaciones de vecinos seguirán

amaneciendo los restos del amor en las afueras

 

Número nueve

quise borrar las huellas de aquel cuerpo
limpié con táifol el lavabo los restos
del afeitado corrieron por el desagüe

quise borrar la cita en el centro la puesta
en escena el vestido corto sus buenos modos
el beso a la salida del restaurante el sí

el día después la frialdad del desayuno



Número trece

te despiertas miras la hora vas a la cocina
bebes agua te quedas sentada escuchando
el motor del frigorífico por el patio interior

los hijos de la vecina juegan a destrozarse
los oídos estás sola y te acude una inquietud
propia de domingos con resaca un nerviosismo

de condones rotos


Sweet Jane
                                    lou reed

yo he vivido mucho tiempo pendiente de un hilo
telefónico de un buzón sin cerradura de las manos
de unos hombres que no quisieron encontrarme

acumulando toda clase de pastillas esquivando
como pude los domingos por la tarde yo he vivido
demasiado tiempo al otro lado de la pantalla

mirando el amor por los anuncios

martes, 14 de mayo de 2013

A ver cómo es esto de twitter.


Hace unas semanas me he creado una cuenta en Twitter. Tenía curiosidad por saber cómo funcionaba. Por ahora está ocurriendo lo que sospechaba que ocurriría: en 140 caracteres no tengo espacio para escribir casi nada. Después de esta primera impresión, ya he conseguido escribir algún haiku.

A día de hoy estoy enlazando allí (en twitter) las entradas del blog. Escribo alguna cita de algún libro, alguna pequeña sensación –como ya he apuntado- en forma de haiku, y también retuiteo los enlaces a artículos periodísticos que me parecen interesantes.

Alguien me ha comentado que debo crearme listas. Espero que de aquí a las vacaciones averigüe cómo se hace y para qué sirven.

He enlazado las entradas en twitter con facebook. Lo que escribo allí aparece aquí; pero no todo: si alguien comenta un twit (¿se escribe así?) y yo le contesto, la respuesta no sale en facebook. Me ha pasado ahora, hablando de un libro de Antonio Orejudo, que acabo teniendo dos conversaciones sobre Fabulosas narraciones por historias con personas diferentes: una en twitter y otra en facebook. No sé si esto es una modernez o una locura insana. Sigo investigando sobre el tema.

La cuenta de twitter es esta: https://twitter.com/DavidPerezVeg



domingo, 12 de mayo de 2013

Chronic City, por Jonathan Lethem


Editorial Mondadori. 445 páginas. 1ª edición de 2009; esta de 2011.

Comenté a principios de curso (los profesores no acabamos de madurar nunca, seguimos contando los años por cursos) que me apetecía leer a los escritores norteamericanos de la generación posterior a la de Raymond Carver, Richard Ford o Tobias Wolff, y apunté nombres como los de Jonathan Lethem, Michael Chabon, David Foster Wallace o Dave Eggers. Fui a la biblioteca de Retiro y me acabé llevando a casa los tres libros de Michael Chabon que comenté en el blog. Me llevé los de Chabon y no los de Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) porque no tenían su novela La Fortaleza de la Soledad, que en ese momento pensaba que era su obra maestra. Cuando colgué en el blog la primera entrada sobre Chabon, el escritor y crítico argentino Elvio E. Gandolfo (con el que gracias a internet mantengo una cordial amistad en la distancia) me envió al correo electrónico un artículo que había escrito para una revista o periódico donde hablaba de estos nuevos escritores norteamericanos, y que se centraba en analizar precisamente Chronic City. Gandolfo afirma: “La última novela de Jonathan Lethem, Chronic City, es la culminación de una búsqueda narrativa que ya tiene varios libros en su haber, algunos breves, algunos largos. La ‘ciudad crónica’ del título es Nueva York. Pero una Nueva York a la vez conectada con y distinta a la real”. Señala también que el peso narrativo de La Fortaleza de la Soledad se ve lastrado por la ambición de Lethem de intentar escribir (una vez más) la gran novela norteamericana.

También me animó a leer Chronic City una entrada que encontré en el blog La medicina de Tongoy (ver AQUÍ). En ella Carlos González Peón indagaba sobre los que consideraba los padres literarios de esta novela y citaba a Thomas Pynchon, David Foster Wallace y J. D. Salinger. Pensando que seguramente no iba desencaminado, también creo que a Carlos se le olvidó citar la influencia más evidente que gravita sobre este libro, la de Philip K. Dick, de lo que hablaré más tarde.

El protagonista (y narrador durante la mayor parte del tiempo) de Chronic City es Chase Insteadman; actor que puede disfrutar de un alto nivel de vida gracias a los derechos que cobra por las continuas reposiciones de una serie de televisión en la que participó de adolescente. La novela comienza el día en que Chase conoce a Perkus Tooth, un excéntrico y paranoico intelectual posmoderno, que años antes se había dedicado a bombardear las paredes de Manhattan con carteles provocadores y que sobrevive en el corazón de la isla en un piso de protección oficial con muy pocos ingresos. A pesar de que la carrera de Chase se encuentra en plena decadencia, su nombre ha vuelto a hacerse popular gracias a su noviazgo con Janice Trumbull, una astronauta norteamericana que ha quedado atrapada en una nave espacial rusa alrededor de la Tierra, y cuyo drama (envía encendidas cartas de amor a Chase) es seguido con gran interés por la prensa y los neoyorquinos.
He apuntado que Chase es el narrador de la historia durante la mayor parte de la novela, a pesar de que algunos capítulos parecen empezar en tercera persona y seguir los pasos de algún personaje diferente a él, por ejemplo los de Perkus, para al final darnos cuenta de que el narrador sigue siendo Chase, que especula sobre lo que ha hecho Perkus en su ausencia. En algunos capítulos escritos en tercera persona, la voz narrativa de Chase no se hace presente, pero el lector los lee pensando que sigue siendo él quien los narra. En todo caso, este juego entre la primera persona y la tercera lo maneja Lethem de una forma muy inteligente.

Chronic City puede leerse como un sentido homenaje, como una carta de amor desde el espacio, de Jonathan Lethem a la isla de Manhattan. “Manhattan es eso, un universo de bolsillo”, se afirma en la página 369. Una isla de Manhattan con unas coordenadas físicas plenamente reconocibles para la mayoría de los norteamericanos o de un turista (como es mi caso). El autor supone que el lector tiene las claves para comprender párrafos en los que se juega con la historia de la isla, como el siguiente: “Admito que siempre me pongo nervioso cuando las calles de Manhattan alcanzan los tres dígitos. (En mi defensa diré que también me pasa con las de un único dígito)”, confiesa Chase en la página 104. (Las calles por encima del 100 pertenecen a Harlem, el barrio negro de la isla, y las que van del 1 al 9 a Wall Street, el centro financiero de Nueva York).
La personalidad de los protagonistas de Chronic City está perfectamente trazada, y en ellos podemos leer la historia sociológica de la ciudad durante las últimas décadas. Destaca entre todos ellos Perkus Tooth, el paranoico intelectual que cree encontrar las más extrañas conexiones y conspiraciones en lo real.
Y a pesar del escenario reconocible y de los personajes estupendamente trazados, la novela no es del todo realista; este Manhattan real es un Manhattan alterado o distópico: una niebla cubre desde hace tiempo las calles de Wall Street; un tigre, mecánico o real, emerge periódicamente del subsuelo para sembrar el caos y derribar algún edificio; un día toda la isla huele intensamente a caramelo; el invierno y las nevadas pueden prolongarse este año más allá de mayo; un artista puede abrir un agujero inmenso en el suelo, donde la gente se suicida...
Y en este juego entre lo real y lo imaginario, en el planteamiento de los límites entre lo real y lo alterado, en esta Manhattan en la que Perkus puede quedar fascinado por el sorteo en e-bay de unos calderos que parecen tener propiedades mágicas, mientras especula sobre si ha sido real o no la muerte de Marlon Brando… transcurre la novela. Una novela inteligente y fascinante.

Antes he hablado de la influencia sobre Chronic City de la obra de Philip K Dick. En los postits que sitúo al final de cada libro para ir anotando mis impresiones, tengo más de una frase donde señalo la presencia de Dick en esta obra. Paso a señalar las principales:

1) El personaje de Janice, la astronauta que orbita alrededor de la Tierra, atrapada, parece un claro homenaje al astronauta atrapado en órbita de El doctor Moneda Sangrienta (novela que, por cierto, acaba de reeditar Minotauro, con nueva traducción, y que es una de las mejores de Dick).
2) Los personajes de esta novela, y principalmente el de Perkus, se plantean continuamente si la realidad que viven es real, si es sólo una de las realidades posibles o si fuera de la isla de Manhattan, la realidad sigue existiendo tal y como creen que debería existir, o si esa realidad ha desaparecido. Este sentimiento de paranoia amenazante acerca de lo real es muy característico de la obra de Dick, y podría ser predominante en alguna obra como Tiempo desarticulado.
3) El mendigo al que Perkus protege, Biller, empieza a ganar dinero al crear, de forma virtual, utensilios para ser usados en un juego de internet llamado Otro Mundo Más. Esta idea de la simulación, de gastar dinero real para comprar utensilios virtuales, ya se sirvió de ella Dick en novelas como Los tres estigmas de Palmer Eldritch.
4) La que acaba siendo la amante de Chase, Oona Laszlo, una mujer menuda, morena, huidiza y posesiva, es la mujer menuda, morena, huidiza y posesiva que suele aparecer en las novelas de Dick, y que parece ser (como leí en su biografía) una proyección mental de la hermana melliza de Dick, que murió en el parto.

Chronic City es una magnífica novela de personajes, que indaga en los límites de lo real o de lo que aceptamos como real, basándose en las potentes ideas de uno de mis escritores favoritos, Philip K. Dick. Pero Lethem es un escritor con muchos más recursos narrativos que Dick, un estilista que me ha recordado a otros cronistas de Nueva York como Saul Bellow. Así que Jonathan Lethem me ha causado muy buena impresión; un inteligente y fino narrador con grandes ideas.
Estoy seguro de que voy a seguir leyéndolo.

jueves, 9 de mayo de 2013

Miguel D´Ors, unos poemas


Conocí al poeta  Miguel D´Ors (Santiago de Compostela, 1946) gracias a la revista de literatura Clarín, a la que me suscribí durante un año en la década de los 90. Después pasé a hojearla en la biblioteca de Móstoles. De Clarín, una de las secciones que más me gustaba era la que descubría a poetas actuales (algunos realmente muy jóvenes). En uno de aquellos Clarín de los 90 leí por primera vez algunos poemas de Miguel D´Ors.
De ellos me gustaba su trabajada sencillez y el irónico, cercano y tierno análisis del paso del tiempo. He leído tres libros suyos: La imagen de su cara (1994), Hacia otra luz más pura (1999) y Sol de noviembre (2005). Y en la sección de libros inleídos de mi biblioteca aún descansa un cuarto libro suyo: Sociedad limitada (2010). A ver si lo leo pronto.





Dejo aquí algunos de los poemas de Miguel D´Ors:


As time goes by

Decir pestes de él tiene, sin duda,
un sólido prestigio literario
-tacharlo de asesino, por ejemplo,
o compararlo con
uno de esos ciclones con nombre de corista
que pasan y que dejan en los telediarios
un paisaje de grandes palmeras derrocadas
y uralitas errantes,
o simplemente lamentarlo a base
de tardes y de otoños en pálidos jardines-,
pero ahora, con la mano en el poema,
os lo confieso: he sido siempre yo
el que salió ganando de todos nuestros tratos.
A cambio de esta luz sabia y serena
con la que la experiencia ilumina las cosas
a mí se me ha llevado
sólo la juventud, ese divino
tesoro que no sirve para nada
-ya lo dijo Mark Twain- puesto en las manos
insensatas de un joven.


Caballos en la nieve

Que esta página salve aquel momento:
la senda de hojarasca
que sonaba encharcada a nuestro paso
bajo la rumorosa cúpula del hayedo
{ahora aspiro ese aroma fecundo del otoño),
y el remoto fulgor de la nieve temprana:
Okolín y Sayoa. Arriba campas frías
-aquel áspero viento que llegaba de Francia-
con bordas en ruinas. Bajo el gris invernizo,
por un alto helechal con nieve polvorosa
-todo como una foto en blanco y negro-,
repentino, al trote,
unos caballos de greñudas crines.
Símbolo de otra cosa lejana (y de muy dentro)
que yo desconocía, y desconozco,
los dejo en estos versos. Aunque nunca consiga
saber qué significa un trote de caballos
sacudiendo la nieve de unos helechos negros.


Carretera

                          (Homenaje a  A. T.)

Invierno gris sobre las sementeras
hurañas de Castilla. Atrás quedaron
-niebla harapienta y hielo- los peñascos
de Pancorbo, y la tarde palidece
tras este parabrisas de mosquitos
estrellados. La carretera, eterna
-en la cuneta, un repentino vuelo
de urracas-, va esfumándose a lo lejos,
en el futuro. Por la radio insisten
los políticos. Pasan camiones
porcinos hacia Burgos. (Y algún tiempo
después pasa su olor). Villamartín,
Villarramiel, Frechilla, Villalón
de Campos, tantos fantasmales pueblos
de adobe -una bombilla solitaria
ya encendida (¿por quién?)- de los que aún
no se borró la antigua bienvenida
de yugos y de flechas, espadañas
con olvidados nidos de cigüeña,
andrajos de carteles de algún circo...

Tras este parabrisas de mosquitos
estrellados -el día ya apagándose-,
postes y postes. Postes que sostienen
pentagramas de pájaros sombríos.
Postes como de un sueño.
                                              Pero mira
esos cables y anímate, muchacho:
acaso por alguno de ellos va
ahora mismo -la vida no es tan negra,
al fin y al cabo-, tembloroso de
pura belleza, hacia cualquier oído
perdido en la espaciosa y triste España,
uno de esos poemas que recita
tu amigo Andrés Trapiello por teléfono.


Es lo que llaman gloria

Desconocidos que te escriben cartas.
En tus versos, confiesan -entre un torpe amasijo
de entusiasmo, inocencia y metáforas ciegas-,
reconocen su vida.

Muchachos que han quemado unos pedazos
de sus mejores años componiendo,
con la más despiadada sinceridad, poemas
tuyos (que te parecen tan mediocres
como los tuyos tuyos).

Antologizadores que te ponen,
como ropas extrañas, adjetivos,
etiquetas, propósitos que jamás soñarías.

Amigas de tus hijas que te estudian en Lengua
y que tienen que hacer un comentario
de texto (¿o cementerio?) y te preguntan
sobre las estructuras.

Hispanistas que vienen a enseñarte quién eres.

Y tú siempre dudando -y dudando tus dudas-
si es que ellos no se enteran
de nada, o si tal vez están burlándose
de ti, confabulados
en una broma cósmica (pero esto me parece
demasiada crueldad para ser verosímil),
o si acaso -y entonces eres tú
quien no se entera- de tu boca sale
la voz incandescente de un algún ángel
-pero esto es ya ponerse demasiado sublime-.

Sólo hay dos cosas claras:
que por alguna parte hay un malentendido
y que todo este embrollo
es lo que llaman Gloria.

domingo, 5 de mayo de 2013

El peor de los guerreros, por Rodrigo Díaz Cortez


Editorial Los libros del lince. 281 páginas. 1ª edición de 2011.

Los libros del lince era otra de esas editoriales nuevas (apareció en 2008, si no me equivoco) de la que me apetecía leer algún libro de su catálogo. Está dirigida por Enrique Murillo, autor de Anagrama en la década de 1980, que ha trabajado en múltiples editoriales punteras (entre ellas en Anagrama, donde fue el lector que le recomendó a Jorge Herralde la publicación de La conjura de los necios de John Kennedy Toole), además de haber sido traductor de importantes escritores anglosajones, como Henry James, Vladimir Nabokov o Martin Amis. Somos amigos en Facebook y me gusta el entusiasmo que siente ante los propios libros que publica (lo contrario parecería absurdo si no conoces nada del mundo editorial; si has podido acercarte mínimamente a él sabrás que lo que apunto no es ninguna trivialidad).

Los Libros del Lince se dedica principalmente a publicar ensayo, pero también mantiene una línea de narrativa. En la biblioteca de Móstoles tienen varios de sus títulos y me decidí por éste de El peor de los guerreros del chileno, afincando en Barcelona, Rodrigo Díaz Cortez (Santiago de Chile, 1977). En realidad sucumbí a la historia personal de Díaz Cortez: su primer libro de cuentos, La taberna del vacío (2000) se lo autopublicó en Chile y lo vendía él mismo por los bares de Santiago. Con las ganancias (cuenta el autor, quizás incidiendo en la creación de su propia leyenda) se pudo comprar el pasaje de avión para Barcelona, donde actualmente trabaja conduciendo un taxi.

El peor de los guerreros se abre con una cita del poema de Roberto Bolaño Autorretrato a los veinte años. Y quizás con esta cita Díaz Cortez pretenda hacer toda una declaración de intenciones a favor del escritor nómada y aventurero; del escritor chileno que acaba viajando a Barcelona, característica que comparte con Bolaño.

El peor de los guerreros sitúa su acción en el desierto de Atacama, principalmente en el pueblo de Paitanás, y el tiempo narrativo abarca desde los años 20 del siglo XX hasta la década de 1970; desde la época de la migración, cuando los campesinos del sur -los paísas, los guerreros- llegaban a Atacama para trabajar en las minas de sal, hasta las torturas de los militares de Pinochet. Entre medias la historia de la región: la pobreza, la explotación, las revueltas, los abusos de los militares y la iglesia, hasta llegar a la decadencia de la zona: “Todo esto ocurrió muchos años antes de que los alemanes inventaran el salitre sintético, ya te lo había dicho, Benito, no te distraigas, muchos años antes de que los clippers dejaran de cargarlo en sus bodegas y la vida de los pueblos se fuera al carajo” (pág. 275).

La estructura es atrevida: Samu le va narrando a Benito, el hijo de su hija adoptiva, la historia de su pueblo, Paitanás, y de su familia: los padres de su madre, la Inglesa y Sofanor, atracadores de barcos y amigos de correrías de Samu, hasta que este decidió dejar la delincuencia y regentar un burdel; con múltiples saltos en el tiempo, indicando el momento narrativo y el lugar donde transcurren los hechos al comienzo de cada capítulo. Una de las peculiaridades de Samu es que está muerto, algo de lo que nos enteremos en el segundo capítulo de la novela: “Ahora ya no estaré en ninguna parte, desde que me lanzaron del avión en los años setenta. Y no callamos porque no podemos, y no pararé hasta que escuches toda esta tragicomedia.” (pág. 21). La condición de muerto de Samu le permite situarse en la posición de narrador casi omnisciente, y digo casi porque a veces le hablará a Benito de sucesos de los que no está seguro, sucesos convertidos en leyendas o mitos de la región. Y la recreación del mito parece ser uno de los planteamientos narrativos más serios que hace Díaz Cortez en esta novela. Así nos hablará de los malvados que regentan la autoridad, el diablo López-Cuervo y posteriormente de su hijo, el diablo López-Cuervo II; el líder de la iglesia, el dios Alzamora; la Lorenzana, la hombruna salteadora de caminos; y de la pareja de atracadores formada por la Inglesa y Sofanor, que ya en la primera línea de la novela aparecen muertos en la pensión de la Ojerosa: “La sonajera de mi reloj no logró despertar a la pareja porque ya estaban muertos”. En torno al misterio creado por estas muertes bascula gran parte del peso narrativo de la historia. Samu le irá narrando a Benito –quien desea escribir una novela sobre las muertes de sus abuelos- la historia de la pareja, desde el momento que él los conoció hasta todo lo que pasó después, dejando siempre el hueco narrativo en sus palabras de la explicación del misterio, explicación que –como la propia estructura de la novela marcaba desde el principio- le será dada al lector sólo en las últimas páginas del libro.

Los personajes quedan más definidos por sus acciones, provocadas por un comportamiento obsesivo (la venganza, la generosidad, el deseo…) que por el flujo de sus pensamientos; y en este sentido El peor de los guerreros me ha recordado a las novelas de Gabriel García Márquez. Lo trabajado del tratamiento del tiempo también me ha recordado a la forma de pulir la estructura de García Márquez; incluso el fraseo elegante me ha recordado a la prosa del colombiano. Esta oración, por ejemplo: “A la semana siguiente de la visita de mi amigo, con el reloj en su poder, activó el juego de la ambición” (pág. 47). Ese tipo de construcciones lingüísticas -el juego de la ambición- me parecen tan profundamente García Márquez… por no hablar del realismo mágico que supone darle la voz narrativa a un muerto.
Y esto, igual que hace unas semanas cuando hablaba de Patricio Pron como discípulo de Roberto Bolaño, no es ninguna crítica negativa a Rodrigo Díaz Cortez. Gabriel García Márquez me parece un autor muy reivindicable. De hecho, yo he leído la mayor parte de sus libros y tengo pensando hacer una relectura de los principales.

Por ponerle algún pero a esta novela, podría apuntar que en más de un pasaje el tono tragicómico de lo contado –como he recogido antes, en palabras del narrador, en la cita de la página 21-, su tendencia a la prosa elegante, ligeramente irónica y distanciada, me parece que ha hecho que algunas de las escenas perdieran toda la intensidad que podrían haber tenido de haber elegido otro tono o un tipo de narración más lineal. En todo caso, querría destacar el hecho contrario: Rodrigo Díaz Cortez, pese a su juventud me ha parecido un escritor muy dotado, muy seguro en su manejo de los tiempos narrativos y con una prosa tendente al juego metafórico muy elaborada, y al que considero destinado a que hablemos más de él en el futuro. Sé que su siguiente novela ha sido fichada para Mondadori Chile.

Así que, estimado lector de este blog, recuerda que si viajas a Barcelona y tomas un taxi debes estar atento. Podrías tener la gran suerte de ser el de Rodrigo Díaz Cortez y poder disfrutar de una agradable charla sobre literatura durante el trayecto.

jueves, 2 de mayo de 2013

Cesare Pavese, unos poemas

Dentro de las entradas que me he propuesto escribir con la intención de homenajear a mis poetas favoritos, llego hoy al primer autor extranjero, a Cesare Pavese (San Stefano Belbo, Piamonte, 1908 – Turín, 1950). Poeta y narrador, creo que conocí de él primero su poesía, allá por el año 1998, gracias a un pequeño volumen (que conservo) editado por Mondadori y cuyo título era uno de sus versos emblemáticos: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. No mucho después saqué de la biblioteca de Móstoles el volumen de su Poesía completa (que a pesar de ser completa tampoco era muy extensa) editado por Cátedra; sin duda, uno de los libros de poesía de mi vida.

Debería llevar en algún bolsillo, impreso en unos folios, su poema Los mares del sur y sacárselos a un posible interlocutor en el momento en el que me dijera el consabido: “yo no leo poesía porque no la entiendo” (profesores de Lengua y Literatura del mundo, por favor tomen nota; por favor, luchen en sus colegios e institutos contra el “yo no leo poesía porque no la entiendo”).

Me gustaban sus poemas, en los que reflejaba la vida de la gente del pueblo, de los viejos, de los solitarios… También he leído más de una de las novelas de Pavese, entre las que destacaría La noche y las hogueras, editada por Pretextos. Sin olvidar la lectura inolvidable de su diario, El oficio de vivir; páginas a las que me acerqué atraído por la terrible etiqueta de que eran las más tristes del siglo XX: un artista comprometido políticamente nos habla de su problema más oculto, la impotencia sexual masculina, de la capacidad de sublimación de arte, y del peso final del amor –o más bien del desamor-, de la imposibilidad de no poder amar, de no poder corresponder, que le condujeron a su suicidio en una habitación de hotel de Turín, ocho días después de escribir las últimas palabras en su diario: “ni una palabra más, un gesto”.




En cierto modo, creo que gran parte de la poesía que he escrito la puedo considerar un homenaje a mi querido Cesare Pavese; al que he citado en más de uno de mis versos: “Si tuviese más coraje / me sentaría con él y le hablaría / como no lo tengo escribo poemas a lo Cesare Pavese.”; “Un poema que intentaba capturar el espíritu / de Cesare Pavese con los solitarios: un viejo /solo, un poeta suicida al que ya nadie lee.” 

Les dejo con Cesare Pavese; el primero es uno de los poemas que más me han emocionado en mi vida:


LOS MARES DEL SUR

Caminamos una tarde por la ladera de un cerro,
en silencio. En una sombra del tardo crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco,
que se mueve pausado, con faz bronceada,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro debió encontrarse muy solo
-un gran hombre entre idiotas o un pobre insensato- para
enseñar a los suyos tanto silencio.

Mi primo ha hablado esta tarde. Me ha preguntado
si ascendería con él: en las noches serenas
desde la cumbre se avista el reflejo del faro
lejano, de Turín. “Tú que vives en Turín...”
me ha dicho “...pero tienes razón. La vida debe vivirla uno
lejos de su tierra: se saca provecho y se goza
y después, al regreso, como yo a los cuarenta,
todo se encuentra nuevo. Las Langas no se mueven de sitio”.
Todo esto me ha dicho y no habla italiano,
sino que usa, pausado, el dialecto que, como las piedras
de este mismo cerro, es tan áspero
que veinte años de idiomas y de distintos océanos
no se lo han rasguñado. Y asciende el repecho,
con la abstraída mirada que vi, de pequeño,
en labriegos algo fatigados.

Durante veinte años dio vueltas por el mundo.
Marchó siendo yo un niño en brazos de mujeres
y le dieron por muerto. Después oí a mujeres
hablando de él, a veces, como en fábula;
pero los hombres, más serios, le olvidaron.
Un invierno llegó una postal para mi padre ya muerto
con un gran sello verdoso de barcos en un puerto
y votos por una buena vendimia. El asombro fue grande,
pero el niño, ya crecido, explicó ávidamente
que la tarjeta venía de una isla llamada Tasmania,
rodeada de un mar azulísimo, bravío de escualos,
en el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió que, a buen seguro,
el primo pescaba perlas. Y despegó el sello.
Dieron todos su opinión, pero todos concluyeron
que, si aún no estaba muerto, moriría.
Todos después le olvidaron y pasó mucho tiempo.

¡Oh, cuánto tiempo ha pasado desde que jugaba
a piratas malayos! Y, desde la vez postrera
en que bajé a bañarme en un sitio mortal
y en que, persiguiendo a un compañero de juegos, trepé a
un árbol,
quebrando sus hermosas ramas, y le rajé la cabeza
a un rival y fui apaleado,
¡cuántas vida ha pasado! Otros días, otros juegos,
otros arrebatos de la sangre ante rivales
más escurridizos: los pensamientos y los sueños.
La ciudad me ha enseñado infinitos pavores:
un gentío, una calle me han hecho temblar,
a veces un pensamiento, atisbado en un rostro.
Noto aún en los ojos la luz escarnecedora
de miles de faroles sobre la barahúnda de pasos.

Mi primo regresó, concluida la guerra,
gigantesco, entre unos pocos. Y tenía dinero.
Los parientes musitaban: "En un año, a lo sumo,
lo dilapida todo y se larga de nuevo.
Así concluyen los desesperanzados."
Mi primo tiene un semblante decidido. Compró una
planta baja
en el pueblo y allí hizo prosperar un garaje de cemento
con un flamante surtidor de gasolina ante él
y con una grandiosa placa de anuncio en la curva del puente.
Después contrató a un mecánico que cobrase el dinero
y recorrió las langas enteras fumando.
Mientras tanto, se había casado en el pueblo. Se desposó
con una muchacha
grácil y rubia como las extranjeras,
que seguramente había encontrado algún día por esos mundos.
Pero continuó saliendo solo. Vestido de blanco,
con las manos en la espalda y la faz bronceada,
por la mañana acudía a las ferias y con aire socarrón
contrataba caballos. Después me explicó,
cuando el proyecto hizo aguas, que su plan consistía
en arrebatar al valle todos sus animales
y obligar a la gente a comprarle motores.
Pero el animal más grande de todos decía
he sido yo por pensarlo. Debería haber visto
que aquí bueyes y gentes son de la misma raza.
Llevamos andando más de media hora. La cima está cercana,
arrecian en torno nuestro el fragor y el silbido del viento.
Mi primo se para en seco y se vuelve: Este año
escribo en el cartel: -Santo Stefano
ha sido siempre el primero en las fiestas
del valle de Belbo- y que vayan diciendo
los de Canelli. Acomete después el repecho.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en la oscuridad,
algunas luces lejanas: alquerías, automóviles
que apenas se oyen; y yo pienso en la fuerza
que me ha restituido a este hombre, arrancándolo al mar,
a las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo no habla de los viajes efectuados.
Dice, displicente, que ha estado en tal sitio o en tal otro
y piensa en sus motores.
Sólo un sueño
permanece en su sangre: una vez cruzó el mar
como fogonero en una embarcación pesquera holandesa, el
Cetáceo,
y bajo el sol vio volar los pesados arpones,
vio ballenas que huían entre espumas de sangre
y cómo las perseguían y cómo alzaban las colas y bregaban
con el bote.
A veces me lo evoca.
Pero cuando le digo
que está entre los afortunados que vieron la aurora
sobre las islas más bellas de la tierra,
sonríe ante el recuerdo y responde que el sol
se alzaba cuando ya el día era viejo para ellos.



CELOS

1
Uno se sienta de frente y se vacían los primeros vasos
lentamente, contemplando fijamente al rival con adversa mirada.
Después se espera el borboteo del vino. Se mira al vacío,
Bromeando. Si tiemblan todavía los músculos,
también le tiemblan al rival. Hay que esforzarse
para no beber de un trago y embriagarse de golpe.

Allende el bosque, se oye el bailable y se ven faroles
bamboleantes -sólo han quedado mujeres
en el entarimado. El bofetón asestado a la rubia
congregó a todo el mundo para regodearse con el lance.
Los rivales notaban en la boca un gusto de rabia
y de sangre; ahora notan el gusto del vino.
Para liarse a golpes, es preciso estar solos,
como para hacer el amor, pero siempre está la noche.

En el entarimado, los faroles de papel y las mujeres
no están quietos con el aire fresco. La rubia, nerviosa,
se sienta e intenta reír, pero se imagina un prado
en que los dos contienden y se desangran.
Les ha oído vocear más allá de la vegetación.
Melancólica, sobre el entarimado, una pareja de mujeres
pasea en círculo; alguna que otra rodea a la rubia
y se informan acerca de si en verdad le duele la cara.

Para liarse a golpes es preciso estar solos.
Entre los compañeros siempre hay alguno que charla
y es objeto de bromas. La porfía del vino
ni siquiera es un desahogo: uno nota la rabia
borboteando en el eructo y quemando el gaznate.
El rival, más sosegado, ase el vaso
y lo apura sin interrupción. Ha trasegado un litro
y acomete el segundo. El calor de la sangre,
al igual que una estufa, seca pronto los vasos.
Los compañeros en derredor tienen rostros lívidos
y oscilantes, las voces apenas se oyen.
Se busca el vaso y no está. Por esta noche
-incluso venciendo- la rubia regresa sola a casa.

2
El viejo tiene la tierra durante el día y, de noche,
tiene una mujer que es suya -que hasta ayer fue suya.
Le gustaba desnudarla, como quien abre la tierra,
y mirarla largo tiempo, boca arriba en la sombra,
esperando. La mujer sonreía con sus ojos cerrados.

Se ha sentado el viejo esta noche al borde
de su campo desnudo, pero no escruta la mancha
del seto lejano, no extiende su mano
para arrancar la hierba. Contempla entre los surcos
un pensamiento candente. La tierra revela
si alguien ha colocado sus manos sobre ella y la ha violado:
lo revela incluso en la oscuridad. Más no hay mujer viviente
que conserve el vestigio del abrazo del hombre.

El viejo ha advertido que la mujer sonríe
únicamente con los ojos cerrados, esperando supina,
y comprende de pronto que sobre su joven cuerpo
pasa, en sueños, el abrazo de otro recuerdo.
El viejo ya no contempla el campo en la sombra.
Se ha arrodillado, estrechando la tierra
como si fuese una mujer que supiera hablar.
Pero la mujer, tendida en la sombra, no habla.

Allí donde está tendida, con los ojos cerrados, la mujer no habla
ni sonríe, esta noche, desde la boca torcida
al hombro lívido. Revela en su cuerpo,
finalmente, el abrazo de un hombre: el único
que podría dejarle huella y que le ha borrado la sonrisa.