domingo, 24 de junio de 2012

Ferrocarriles argentinos, por Elvio E. Gandolfo


Editorial El Andariego. 124 páginas. 1ª edición de 1994, ésta de 2007.

El pasado 23 de mayo –el día de mi cumpleaños–, tras salir del trabajo, me apeteció hacerme un regalo: por supuesto, iban a ser libros. Además, ese día descubrí que pasa un autobús cerca de mi casa que me deja en la puerta de la librería Juan Rulfo en Moncloa, especializada en libros hispanoamericanos (su página web AQUÍ). Semanas antes había visto en esa web que tenían un libro de Elvio E. Gandolfo (Mendoza, 1947) que no se comercializa habitualmente en España. No estaba en los anaqueles: tuvieron que buscarlo en el almacén.

Hace unos meses ya comenté en el blog el libro Dos mujeres de Gandolfo (ver AQUÍ), publicado en Argentina en 1992 y en España en 2011 –casi 20 incomprensibles años después– por la editorial Periférica. Me interesó Gandolfo y lo busqué en Iberlibro. Encontré estos Ferrocarriles Argentinos que fueron publicados por Alfaguara Argentina en 1994, y reeditados allá en el 2007 por la pequeña editorial El Andariego, con una tirada de 1.000 ejemplares.
Sé que me atraen estas pequeñas historias de escritores semisecretos, esta búsqueda de libros que tienden a la desaparición, y que suelo privilegiar su lectura por encima de otros de tal vez mayor calidad y difusión comercial, y sé que esto puede ser sólo una sugestión debida a la sensación de exclusividad que me proporcionan. Pero en este caso estoy convencido de que es realmente extraño –y sangrante– que la obra de un escritor de la talla de Elvio E. Gandolfo –desarrollada en gran parte en los años 80 y 90 del siglo XX– no se haya publicado más que tímidamente en España hasta 2011, porque me está pareciendo un escritor original, arriesgado, con afán exploratorio, subyugante.

Cuando estaba leyendo el libro, hice algo que no es muy recomendable si escribes un blog de reseñas literarias: busqué y leí algunas otras reseñas sobre Ferrocarriles argentinos. Encontré una estupenda, escrita por Hernán Lakner, en un blog llamado El interpretador (ver AQUÍ). En ella Lakner habla de la mezcla de géneros a la que juega Gandolfo, de la ruptura de los códigos de esta literatura para llega a “otra cosa”.

El cuento que abre el libro, La oscuridad bajo la mesa, es un cuento costumbrista –un oficinista regresa antes de la hora esperada a su casa y descubre a su mujer siéndole infiel–, pero que también tiene un toque expresionista –la escena parece dominada por un halo de irrealidad–. Y en esa mujer que pierde sus rasgos cotidianos, gracias a la extrañeza del sexo desenfrenado, podríamos encontrar una relación con la amenaza misógina que ya comenté al hablar de los personajes femeninos de Dos mujeres.

No es una línea recta, donde el mundo de los adultos se trastoca ante la aparición de unos extraños juguetes, es quizás el más claramente fantástico (de corte kafkiano) del conjunto. En éste, como en todos los otros cuentos, me parece relevante cómo Gandolfo siempre parte del detalle cotidiano para transformar la realidad.

Los dos relatos más extensos me han parecido los mejores del libro:
Un error de Ludeña es un policiaco clásico, con personaje solitario y frío; pero tal vez podría tratarse también de un cuento político, ya que no acabamos de averiguar si la banda que contrata a Ludeña, como conductor en una fuga, es una banda de criminales o de revolucionarios.
Llano de sol es un relato de ciencia-ficción, pero no de una ciencia-ficción tecnológica, sino de un futurismo decadente: el solitario empleado de una central eléctrica, en un momento histórico en el que Argentina se ha partido en diversos estados, donde el Obelisco de Buenos Aires –símbolo nacional– fue derribado al final de la guerra civil que asoló al país, tiene que asumir la derrota de un amor escasamente correspondido.
Sobre este último relato he podido percibir la influencia beneficiosa de Philip K. Dick (a quien Gandolfo ha traducido al español).

A este último autor californiano también interpela el relato El terrón disolvente: “Lo que me dijo Fiambretta era totalmente demencial. Que nosotros, Cañada de Gómez, Buenos Aires, el bar de Callao y hasta las películas, no existían. Que vivíamos engañados, drogados (…) todos aquí nacemos con una especie de LSD que se nos asienta en los receptores de serotonina en el momento de nacer” (pág. 104). Este párrafo es Dick puro.

Me ha desconcertado el cuento Andante, ya que empieza siendo un relato costumbrista, sobre un hombre que acude a un cine nocturno, y yo esperaba que ese realismo se quebrara en algún momento. Lo extraño de este cuento ha sido que empieza siendo realista y también acaba así, ¿y entonces…?

El bulto del casino es un cuento fantástico al más puro estilo Julio Cortázar, sobre sueños que se mezclan con realidades. En este cuento me ha parecido detectar, como ya me ocurrió con Dos mujeres, la influencia de H. P. Lovecraft. Cuando Gandolfo escribió el párrafo que voy a reproducir estoy seguro que estaba pensando en el autor de Providence: “Aun cuando en el sueño caminara sobre la vereda opuesta, lo hacía pegado a la pared, como esperando que algo innominado y oscuro rompiera la costra y saltara sobre mí” (pág. 87).

Destacaría también el realismo del último cuento, el que da título al libro, sobre alguien que quiso ser escritor y que nunca escribió: una triste evocación de la dictadura.

Me ha gustado la reflexión que Hernán Lakner hace sobre la figura del “lector salvaje” en su entrada del blog citado, cuya lectura vuelvo a recomendar.

Elvio E. Gandolfo es un escritor marginal, pero no por falta de talento, sino porque sus obras son difíciles de ubicar; su libros –especulo– pueden poner en un aprieto al posible editor o lector que se atreva con ellos.
De hecho, es posible que el problema de Gandolfo sea el contrario al de la falta de talento: explora territorios nuevos, juega a su antojo con los géneros, toma elementos de la baja cultura y los eleva hacia otros ámbitos, abriendo caminos no trillados.

Esta semana le he escrito un correo a Julián Rodríguez, el editor de Periférica –tenía su e-mail del Encuentro de blogs literarios-, para preguntarle si tras lanzarse con Dos mujeres, tienen pensado publicar algún libro más de Gandolfo, y él amablemente me ha contestado diciendo que sí, que piensan publicar alguna más de sus obras, pero no me ha adelantado ningún título.
Mientras tanto ya he comprado un tercer libro de Gandolfo, Sin creer en nada, editado en Argentina en 1988, y cuya adquisición me llevó al patio interior de un edificio, a un almacén en el bajo, y a un librero argentino con el que tenía que quedar a una hora concreta, porque no está siempre allí, y lo mejor: a una conversación de una hora y diez minutos con el librero, básicamente, sobre la decadencia de Occidente. Ya hablaré de esto.

domingo, 17 de junio de 2012

Flores de verano, por Tamiki Hara

Editorial Impedimenta. 135 páginas. 1ª edición de 1947-49, ésta de 2011.
Traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés.
Prólogo de Fernando Cordobés.

Cuando cerca de los 40 una de tus tías aún te pregunta qué quieres por Reyes, a mí no me queda otra que tomármelo con naturalidad y darle el nombre de un libro, que por supuesto ya sé que no va a estar en la librería-papelería donde va a ir a buscarlo. Pero para eso están las distribuidoras: para atender a los pedidos que las tías detallistas hacen en las librerías-papelerías de un barrio de Móstoles.
Y qué mejor regalo de Reyes que un libro de Impedimenta, aunque al librero no le dé tiempo a tenerlo para el 6 de enero, y llegue unas semanas más tarde.

Había hojeado este libro de Tamiki Hara (Hiroshima, 1905-Tokio, 1951) en alguna librería y me interesaba el tema. Durante una larga época de mi vida leí cuanto pude sobre los testimonios que hablaban de los supervivientes de los campos de concentración nazis, una lectura que siempre me ha parecido enriquecedora y necesaria. De hecho, tengo pendiente una relectura de Primo Levi, uno de mis referentes absolutos. También he leído, por ejemplo, la reflexión sobre quiénes fueron todas las víctimas de la Segunda Guerra Mundial que llevó a cabo W. G. Sebald, en Sobre la historia natural de la destrucción.
Estuve a punto de leer, hace años, un testimonio sobre las bombas nucleares lanzadas sobre Japón, escrito por un médico, y que publicó en su día Círculo de lectores (no recuerdo el título ni el nombre del autor); pero hasta ahora, hasta estas Flores de verano no había leído ningún testimonio directo sobre los bombardeos de Hiroshima o Nagasaki.

Tamiki Hara estaba en Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Proveniente de una próspera familia dedicada a la industria textil, que le permitió adquirir una sólida educación y dedicarse a la escritura sin problemas económicos (leemos en el prólogo), su vida estará sin embargo marcada por la tragedia: tres de sus hermanos habían muerto siendo él niño; su padre murió cuando Tamiki tenía 12 años; tenía 13 cuando murió su hermana preferida; 36 cuando murió su madre, y 39 cuando murió su esposa (en 1944). Tamiki, incapaz de vivir solo después de la muerte de su mujer, regresó a la casa familiar en Hiroshima, lo que le permitiría ser testigo directo de los efectos del primer lanzamiento atómico de la historia sobre una ciudad.

Flores de verano está compuesto por tres narraciones: Preludio a la aniquilación (1949), Flores de verano (1947) y De las ruinas (1947); los dos últimos textos se publicaron en una revista y el primero en otra diferente, dos años más tarde. En realidad las narraciones podrían ser leídas como relatos independientes, y a pesar de que el autor prefería –cuando se publicaron en conjunto– el orden cronológico para su publicación, esta edición de Impedimenta ha elegido el orden más lógico (el cronológico narrativo).

La relación es estrecha entre Flores de verano y De las ruinas: ambas historias están narradas en primera persona, y el resto de personajes casi carece de nombres propios; serán “el hermano mayor”, “la mujer de mi hermano”... Aquí el carácter testimonial se podría entender como absoluto.
Preludio a la aniquilación es un texto más extenso, que podríamos considerar una novela corta, y está narrado en tercera persona: el autor parece aquí querer distanciarse de lo contado y, para hablar de sí mismo, se sirve de la autoficción: el personaje que debería ser él en la realidad aquí se llama Shozo.

Me he acercado al prólogo de Fernando Cordobés al final; pero al leer la nota biográfica de Hara comprobamos que lo narrado en Preludio de la aniquilación se corresponde bastante fielmente con la vida del autor: Shozo ha dejado ya atrás la juventud, y tras la muerte de su mujer ha regresado al hogar familiar en Hiroshima. La guerra se está acabando y su ciudad natal permanece extrañamente intacta. Los presagios negativos, sin embargo, se disparan: “Había algo más que acechante en la casa, algo siniestro” (pág. 24); “Los duraznos estaban en flor y las hojas verdes de los sauces refulgían, y sin embargo, Shozo era incapaz de sentir el espíritu de la nueva estación que se acercaba. Había algo que no encajaba, que desentonaba terriblemente…” (pág. 36).

Shozo parece un ensimismado holgazán al compararlo con la actividad febril de sus hermanos, empeñados en mantener a flote el negocio familiar. En realidad, al conocer la muerte de su mujer, el lector siente que el personaje sufre una depresión más profunda que la inquietud meramente provocada por la guerra; o más bien todo es un conjunto integrado: el mundo no funciona.
También al acercarnos al personaje de Shozo podemos reconocer la personalidad del artista: además de intentar buscar un refugio en los paseos de su infancia, para describir la realidad suele recordar los libros leídos, por ejemplo: “Le vino a la cabeza la imagen de los refugiados en el comienzo de la obra de Goethe Hermann y Dorotea” (pág. 59).
La recreación de personajes y la composición de escenas es rica en Preludio de la aniquilación; aunque quizás se haya quedado algo anticuado su estilo narrativo omnisciente, pues –sobre todo hacia el final– el narrador se adelanta varias veces a lo narrado: habla un personaje y apunta en la página 66: “Últimamente me ha dado por pensar que Hiroshima es el lugar más seguro de Japón”. Entre paréntesis remarca a continuación el narrador: “La mañana del 6 de agosto Otani se volatilizó literalmente mientras se dirigía al trabajo”.

La primera persona de Flores de verano y De las ruinas nos acerca al tiempo narrativo de lo contado de una forma más directa. Creo que estas narraciones son mejores en cuanto a ritmo que la anterior, sin querer olvidar los méritos compositivos de ésta.
En Flores de verano se narra lo que ocurrió el 6 de agosto de 1945 en Hiroshima, la mañana de la bomba: “Le debo mi vida a un retrete”, escribe Hara en la página 72.
En De las ruinas se narra el después de la bomba: las pilas de cadáveres, la huida, las personas tumefactas, quemadas… las heridas que van siendo invadidas por gusanos, las personas que buscan a sus muertos por las calles, y las que vuelven después del desalojo a Hiroshima porque piensan que el ataque norteamericano se ha realizado con una bomba convencional pero más potente que las que conocían, y a las que las muertes de las semanas posteriores les hacen comprender que hay algo en el aire.

Y ante la dimensión brutal de lo vivido, Tamiki Hara decide, como Primo Levi, como Victor Klemperer, como tantas otras víctimas de la Segunda Guerra Mundial, tomar partido: «Pensé “Tengo que dejar testimonio escrito de todo esto”». (pág. 78); “En lo más profundo de mi corazón experimentaba una especie de sentimiento de euforia. Sentí el impulso irrefrenable de sentarme a escribir sobre todo aquello” (pág. 106).

En algún momento, según me acercaba hacia el final de este corto, pero terriblemente intenso libro, me he descubierto pensando que estaba leyendo una novela de ciencia-ficción. Los personajes, supervivientes de una guerra nuclear, se mueven por un paisaje calcinado, entre hombres supurantes, cadáveres y ruinas… Tenía que recomponer mi sentido de lo real y lo ficticio, y decirme: “No, esto no es La carretera de Cormac McCarthy, esto está escrito en 1947 y es un relato testimonial sobre algo ocurrido en la realidad de 1945. Cuesta creerlo.

Tamiki Hara, como tantos otros supervivientes de las debacles humanas del siglo XX, no pudo sobrevivir a su propia experiencia y se suicidó en Tokio en 1951 arrojándose a las vías del tren. Nos ha legado, sin embargo, un libro estremecedor y poético, necesario, desolado y a la vez profundamente humano y conmovedor.
Más de una vez se lo he comentado a mis compañeros del colegio donde trabajo: estoy convencido de que ningún alumno debería acabar su educación secundaria sin haber leído al menos Esto es un hombre de Primo Levi. Lo mismo puedo decir de Flores de verano de Tamiki Hara.

domingo, 10 de junio de 2012

Arrecife, por Juan Villoro

Editorial Anagrama. 239 páginas. 1ª edición de 2012.

En una de las últimas entradas de 2011 hablé de mi relación con la obra de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956); del que ya he leído (contando con la novela que comento hoy) 6 obras. (Para ver esa entrada, pinchar AQUÍ).

Aunque aún no he leído El disparo de Argón, novela de 1991, reeditada por Anagrama y que sé que tienen en la biblioteca de Móstoles, me apeteció leer esta novedad, Arrecife, cuando la vi publicada en Anagrama.

Me gusta una de las tradiciones del colegio donde trabajo: para conmemorar el día del libro, en las semanas previas al 23 de abril, el tutor de cada clase debe organizar un amigo invisible, con el objetivo de que cada alumno regale un libro a otro (el tutor también entra en el juego). Se supone que el libro regalado es una sorpresa, pero yo suelo proponer que al menos cada alumno hable de qué tipo de libros lee (“¿valen revistas?”, “NO”) para que su amigo invisible pueda elegir más fácilmente el regalo. Antes, al hablar de mis intereses lectores, yo indicaba alguna generalidad, y lo común era que mi amigo invisible (o más bien sus padres) me compraran un bestseller de tapa dura que acababa por no leer (o por cambiar por otro libro si había suerte y traía el ticket-regalo de El Corte Inglés); así que, para evitar a algún padre ese gasto innecesario, en los últimos años suelo indicar a mi amigo invisible un título de un libro que sé que voy a leer, que no sea demasiado caro, y que para él va a ser fácil de encontrar. Este año me decidí por esta novedad de Villoro.

La acción de Arrecife se desarrolla en el Caribe mexicano, en un lugar llamado en el libro Kukulcán (y que posiblemente sea una transformación de Yucatán). El tiempo de la historia es el actual; sin indicarse en el texto ningún año, un hecho real nos da una fecha concreta: “Un avión de Air France se dio a la madre. Iba de París a Brasil, con 227 pasajeros” (pág. 139). Este accidente tuvo lugar en junio de 2009.

La Pirámide es un complejo hotelero regentado por Mario Müller, ex componente del grupo musical Los Extraditables, al que también pertenecía su amigo, trabajador del complejo (su tarea consiste en musicalizar a los peces del acuario) y narrador de la historia: Tony Góngora. Ambos personajes superan los 50 años; Tony, a causa de sus excesos con las drogas, tiene lagunas de memoria que Mario (amigo desde la infancia) le ayuda a rellenar.

El libro no está dividido en capítulos, ni partes, sólo unos saltos de línea marcan la discontinuidad de las escenas. Pronto, en la página 21 (el libro empieza en la 11) aparece un cadáver en el acuario: “Tenía una postura extraña, como si intentara una brazada. También tenía un arpón en la espalda (…). Lo habían matado ahí, con el traje de neopreno puesto”. Se trata de un asesinato. El muerto es Ginger Oldenville, norteamericano y uno de los buzos del complejo. No mucho después aparece un segundo muerto… (No quiero desvelar más asuntos de la trama).
Arrecife está compuesto bajo las premisas de un policial, aunque estas premisas sean ligeras y el cuerpo principal de la historia se acerque más al desarrollo de otras obras de Villoro: mostrar la evolución psicológica de unos personajes, con el trasfondo de la evolución social de su país.
De hecho, de forma más contundente que en otras obras de Villoro, en Arrecife nos encontramos con una crítica directa a la situación actual de México. La Pirámide, el complejo en que se desarrolla la historia, no es un resort común; Mario Müller ha conseguido crear para él una oferta más apetecible que la de la competencia: La Pirámide vende miedo, un miedo controlado hacia la guerrilla o al narco, que un decadente europeo puede encontrar exótico y excitante. “Si sienten miedo eso significa que están vivos: quieren descansar sintiendo miedo. Lo que para nosotros es horrible para ellos es un lujo. El tercer mundo existe para salvar el aburrimiento de los europeos” (pág. 63).
Las críticas a la situación del país se van filtrando constantemente en la novela. Veamos algún ejemplo más:
“El soldado tiritaba. Debía tener fiebre. En otra parte hubiera sido un enfermo de malaria. En tiempos del esplendor maya hubiera sido un sacrificado. En mi país era un militar” (pág. 153).
“El país se volvió una mierda. El insomnio es generacional” (pág. 197).

Y aunque ya he señalado que el tiempo histórico de la novela es 2009, en realidad Arrecife se puede leer como una novela de anticipación, con un ligero –aunque palpable– toque expresionista que la emparentaría a las novelas de J. G. Ballard.

En mi anterior entrada sobre Villoro, al hablar de su novela Materia dispuesta, apunté: “Me gustó, pero quizás aquí el ingenio con que Villoro escribe sus frases lastraba la eficacia de la historia”. Y esta característica, la de la frase ingeniosa, quizás sea una de las más representativas de su estilo; un recurso que sigue utilizando en Arrecife, con frases que plantean una aparente contradicción de conceptos (“La suerte lo maltrataba, una y otra vez, haciéndolo ganar”, dice en la pág. 35 para hablar de un personaje empeñado en perder; o en la pág. 201: “Una frase perfecta para tener los dientes podridos. Volví a detestar la impecable sonrisa de Leopoldo Támez”); un recurso con tendencia al chiste que, a veces, puede restar algo de eficacia a las escenas dramáticas. Me ha parecido observar que, sin abandonar este recurso –como se veía en los ejemplos propuestos–, en Arrecife el estilo se hace algo más seco, y Villoro usa frases más escuetas.

Otra de las características del estilo de Villoro, y que aquí está presente en la misma medida que en sus otras obras, es la de saber perfilar con nitidez a todos los personajes. El elenco de secundarios es notable en Arrecife, y de casi todos acabamos conociendo su historia. La novela avanza y Tony Góngora nos narra su propio pasado como hijo abandonado o como semiestrella del rock, además de ponernos al corriente de las trayectorias vitales del resto de personajes con los que interactúa.

Al leer Arrecife he encontrado una conexión inesperada: la mitificación de las estrellas del rock o del pop propuesta me ha recordado a las referencias musicales de Rodrigo Fresán en novelas como Jardines de Kensington. Así, en Arrecife podemos leer citas como ésta: “¿Te acuerdas de lo que decía Eric Clapton? El virtuoso no es el que toca muchas notas sino la nota” (pág. 186).

El testigo me sigue pareciendo la mejor obra –por el momento– de Juan Villoro, pero eso no quita que Arrecife sea una novela rica en personajes, tramas, subtramas, matices, críticas a la realidad; y, a pesar de que –debido a su ambición compositiva– el intento de interconectar todas las subtramas haya podido parecerme algo artificioso, este libro me ha hecho disfrutar durante toda una semana.

miércoles, 6 de junio de 2012

Sábado 9: estaré firmando en la caseta de Baile del Sol (286)



Este año, aunque no tengo ningún libro nuevo publicado, mis editores de Baile del Sol me han vuelto a invitar a su caseta de la Feria del Libro de Madrid. Y como a mí esto de ver tantos libros juntos y a gente mirándolos me gusta mucho les he dicho que sí, por supuesto.



 El sábado 9 de junio estaré en la caseta de Baile del Sol, la número 286, firmando ejemplares de mi novela Acantilados de Howth y de mi poemario Siempre nos quedará Casablanca.



He quedado así con los editores: me paso por allí y si firmo algo bien, y si no pues estamos un rato charlando sobre libros.

Por si a alguien le apetece pasarse:

RETIRO, PASEO DE COCHES
BAILE DEL SOL, CASETA 286
SÁBADO 9 DE JUNIO, DE 12.00 A 14.00 H.



Saludos

domingo, 3 de junio de 2012

Cuentos completos, por Juan Carlos Onetti

Editorial Alfaguara. 536 páginas. 1ª edición de los cuentos desde 1933 hasta 1994. Esta edición es de 2009.
Prólogo de Antonio Muñoz Molina.

El primer libro que leí de Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994) fue Dejemos hablar al viento (1979), en una fea edición de quiosco, con la letra apretada, que encontré en la biblioteca de Móstoles, allá por el año 1995, no mucho después de que hubiera dejado de ser casi en exclusiva un lector de ciencia-ficción y terror. Tengo el recuerdo de que me costaba penetrar en las claves de lo que leía. Era como si, de un libro de 700 páginas, me hubieran dado un fragmento aleatorio; por ejemplo, las páginas de la historia que iban de la 300 a la 570. Y recuerdo también con intensidad, a pesar de la dificultad que planteaba el texto, el deslumbramiento con que me acercaba a la musical prosa que proponía la novela; quizás aquellas páginas eran las que estaban mejor adjetivadas de todas las que había leído en mi vida. Dos meses después saqué de la biblioteca El pozo (1939), que se considera la primera novela moderna hispanoamericana. Y de esta recuerdo su sequedad, su desolación, su triste visión del ser humano, tan entroncada con el existencialismo francés de Albert Camus o Jean Paul Sartre.

Me resulta extraño pensar que no volví con Onetti hasta 12 años después, cuando leí seguidas tres de sus obras. La primera fue Cuando ya no importe (1993), su última novela publicada, que no me pareció tan potente como las dos que tenía en el recuerdo. Le siguió Juntacadáveres (1964), y aquí sí tuve de nuevo la sensación de encontrarme ante uno de los más grandes escritores hispanoamericanos. Estas dos novelas llevaban años descansando en mi estantería de inleídos. Para la tercera acudí de nuevo a la biblioteca de Móstoles y saqué El astillero (1961). Y aquí he de reconocer que experimenté ya un hartazgo de la prosa densa y detenida de Onetti. En algún momento tendré que darle una nueva oportunidad a este libro.
Además de que habían transcurrido 12 años entre mi primer acercamiento a Onetti y el segundo, tenía la sensación de que el mundo que había creado, Santa María, se me estaba escapando: no conseguía ubicar a los personajes que se repetían de un libro a otro.

Y sabía que lo siguiente que debía leer de Onetti era o bien su novela La vida breve (1950), donde se inicia el faulkneriano ciclo de Santa María, o el volumen de sus Cuentos completos. Ganó el segundo, aunque han pasado de nuevo 5 años.

El primer cuento de este volumen se titula Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo (1933), y está escrito por un Onetti que como mucho contaba con 24 años. En él ya encontramos algunas de las claves de su obra: el hombre ensimismado que prefiere soñarse a sí mismo antes que afrontar la derrota de la vida (en este caso un sueño literario) y la densidad de la prosa que hace que el lector tenga que estar atento a cada detalle para no perderse las claves de lo contado (empecé a leer este cuento en un bar tomando un café y lo tuve que volver a empezar pasadas unas páginas).
Le sigue un cuento bastante cifrado, El obstáculo (1935), y tras algunos acercamientos intrascendentes al género negro, como los cuentos El fin trágico de Alfredo Plumet (1939) o Crimen perfecto (1940), en la página 71 llegamos a la primera obra maestra de este conjunto: Un sueño realizado (1941), sobre un promotor de teatro que recibe el encargo de recrear en escena el sueño de una extraña mujer.
Poco después, en la página 92 nos encontramos con otro de mis cuentos favoritos de este volumen, el titulado Bienvenido, Bob (1944): una sutil narración sobre el fin de la juventud y el comienzo de la venganza, con dos páginas finales que he leído varias veces, como si estuviese ante un libro de poemas. Termina así: “Y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables” (pág. 100).

Leyendo cuentos como Bienvenido, Bob aturde pensar que Onetti afirmaba que no corregía lo que escribía: “Yo no corrijo, porque no sé escribir mal”, una frase que parecería de una soberbia inaudita en la boca de casi cualquier escritor, pero que sin embargo en Onetti (un Onetti que no ha sido tan leído como sus compañeros del boom Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa, y en realidad esto se ha debido seguramente no a tener una calidad inferior a ellos sino a un mayor grado de hermetismo y a una narrativa más desolada) se pueden leer con admiración y naturalidad.

Los dos cuentos que he destacado también los nombra Antonio Muñoz Molina, en su entusiasta prólogo, entre sus preferidos. No comparto, sin embargo, su elección de La casa en la arena (1949), ya que aunque en él aparece por primera vez Santa María y alguno de sus habitantes, como el doctor Díaz Grey (algo que va a ser habitual en los restantes cuentos del libro), la densidad y el nivel de significados no accesibles de la narración se me han hecho excesivos.
Me han gustado más algunos cuentos de los que no había oído hablar nunca y que me han parecido de intencionalidad más clara, como Regreso al sur (1946) o Esbjerg en la costa (1946).
Hablando del hermetismo o la claridad, he disfrutado bastante más de la novela corta La cara de la desgracia (1960) que del cuento previo La larga historia (1944), siendo aquella una versión extendida de este cuento, una versión donde los elementos en juego quedan más a la vista y el lector puede penetrar de forma más precisa en las claves de lo narrado.

Voy a destacar también la grata sorpresa que ha sido la novela corta Jacob y el otro (1961), que creo que contiene en una frase una de las claves de la obra de Onetti: “Recordó a Van Oppen joven, o por lo menos aún no envejecido; pensó en Europa y en los Estados, en el verdadero mundo perdido: trató de convencerse de que Van Oppen era tan responsable del paso de los años, de la decadencia y la repugnante vejez, como de un vicio que hubiera adquirido y aceptado” (pág. 261); y en esa decadencia y repugnante vejez se encuentra uno de los puntales de la escritura de Onetti, plagada de hombres de mediana edad que miran con envidia a jóvenes, que pueden disfrutar del encanto de las muchachas en flor, o directamente a chicas, a veces casi niñas, con un detenimiento imposible.

El que, según Mario Vargas Llosa, es el mejor cuento de Onetti y también el mejor cuento de la literatura en español, El infierno tan temido (1957), lo he leído dos veces. Una al alcanzar la página 190, cuando correspondía, y otra vez al finalizar las 536 del libro, porque la primera lectura de sus 16 páginas tuve que realizarla con dos cortes, con varias horas entre los 3 fragmentos leídos, y me había quedado con la sensación de que no había disfrutado de ese relato como debería.
Al finalizar el libro he vuelto a él y lo he leído de seguido: ha sido otro cuento. Deslumbrante. Y más después de haber leído las últimas composiciones de esta obra: a partir de la página 421, del cuento Los amigos (1979) o quizás un poco antes, las narraciones tienden a disminuir su número de páginas y también a perder calidad, como si Onetti hubiese sido víctima de un notable agotamiento creativo. El cambio de escenario (en la página 413 aparece Madrid) y la nueva temática –la del exilio y la denuncia de la dictadura– no consiguen renovar el talento de Onetti. En realidad, y como ya he apuntado, lo he sentido con más fuerza al releer El infierno tan temido, parece falso que alguien que escribe cuentos nada más que correctos –o incluso mediocres, como Tu me dai la cosa me, io te do la cosa te (1994) o Maldita primavera (1994)– haya podido escribir obras maestras como Bienvenido, Bob, Un sueño realizado o Jacob y el otro.
En todo caso, a pesar de estos altibajos comentados, estos Cuentos completos contienen algunas de las mejores páginas que he leído en mucho tiempo, algunos de los mejores cuentos con los que me he encontrado.

Mientras leía estos Cuentos completos me pasé una tarde por la librería de segunda mano Ábaco, en la calle Raimundo Fernández Villaverde, y compré dos libros: Los adioses (1954), que según Antonio Muñoz Molina es para muchos la obra maestra de Onetti, y que es –de nuevo según Muñoz Molina– una de las dos o tres mejores novelas cortas que se han escrito en español. Y La muerte y la niña (1973), novela corta contenida en estos Cuentos completos, y que me apeteció tener porque esta que compré es la primera edición de 1973, de la editorial argentina Corregidor, está muy bien conservada y por 9 euros me apeteció darme un capricho de bibliófilo.

Así que por ahora tengo pendiente de nuevo con Onetti Los adioses y La vida breve.

Después de casi tres años escribiendo sobre libros en este blog, ya era hora de que hablara del que considero uno de los más grandes escritores en español del siglo XX: Bienvenido, Onetti.