El limonero real, de Juan José Saer
Editorial Planeta. 287 páginas. Primera
edición de 1974
Encontré la primera edición de El
limonero real (1974) de Juan
José Saer (Serodino, Argentina, 1937 – París, 2005) en la librería de segunda mano Ábaco en el
verano de 2010, y no lo he leído hasta más de una década después. Ha
permanecido en mis estanterías de libros por leer durante trece años, ya que lo
acabé leyendo en el verano de 2023. Y esto a pesar de que sobre 2010 yo sentía
mucha admiración de la obra de Saer. Recuerdo incluso que un compañero del
colegio en el que trabajo, años después de haber comprado El limonero real, me prestó su novela Nada Nadie Nunca (1980),
y con ella ya solo me quedaba leer de la narrativa de Saer El limonero real. A veces ni yo mismo entiendo muy bien por qué
sigo comprando libros y no me acerco a los que tengo acumulados en casa sin
leer. Creo que no me gustaba la portada de la primera edición de Planeta (lo
que es absurdo, porque he leído el libro quitándole la camisa), o bien no me
ponía con él porque tenía miedo a que me aburriera o decepcionase (no ha sido
así).
El caso es que a falta de una semana de
mis largas vacaciones de profesor (en el verano de 2023) había acabado la
extensa novela Los gozos y las sombras de Gonzalo
Torrente Ballester, y me decidí a entrar en septiembre leyendo la última
novela de Saer que me faltaba.
«Amanece.
Y ya está con los ojos abiertos.»
Estas son las primeras palabras de la
novela, que se irán repitiendo periódicamente como un leitmotiv. Wenceslao tiene unos cincuenta años y se despierta en su
rancho, construido por su padre en una de las islas del Paraná. Allí vive con
su mujer, de la que no sabremos nunca el nombre. De forma más insistente que en
otras obras de Saer, en El limonero real
la evolución de las horas, con sus variaciones de luces y sombras sobre el
mundo, va a ser un tema central de la construcción. Vi una intervención de la
crítica argentina Beatriz Sarlo en
el programa de televisión Los siete locos, donde afirmaba que
Saer era el principal narrador argentino que ponía la poesía como centro de su
construcción ficcional. Esta idea es fundamental para comprender El limonero real: muchas de sus páginas
se pueden leer como poemas, en las que el autor celebra y se va fijando en
elementos de la naturaleza; en el cambio de la luz según avanzan las horas del
día, por ejemplo.
La acción de El limonero real transcurre en un solo día, que se corresponde con
un fin de año, y Wenceslao va a acudir a celebrarlo en la casa de los
familiares de su mujer, en la orilla del río. Su mujer no va a querer ir con
él, a ver a sus hermanas, porque aún quiere guardar luto, después de que su
único hijo muriera seis años atrás. El hijo tenía veinte años y, después de
cumplir con el servicio militar, se fue a trabajar a la ciudad como peón de
albañil. Un accidente laboral le causará la muerte, un hecho que marcará las
vidas de Wenceslao y su mujer. Acabaremos sabiendo que Wenceslao abandonó,
durante un tiempo, sus obligaciones en el rancho y cayó en el alcoholismo, pero
de esa etapa ya se ha recuperado en el momento de la narración. Aunque también
comprenderá, que su mujer, después de la muerte del hijo, ha pasado a ser una
persona a que nunca llegó a conocer bien en realidad.
Como es habitual en las obras narrativas
de Saer, no se especifica el lugar concreto donde se ubica la acción, pero, por
algunas características, que se repiten de un libro a otro, se sabe que cuando
habla de «la ciudad», se refiere a Santa Fe, ciudad a la que Saer y su familia
se trasladaron a vivir en 1948, donde estudió y empezó a trabajar como
periodista. En El limonero real
aparece el «puente colgante» de otras historias, puente cercano a la ciudad, y
también aparece el pueblo de Rincón, cercano a Santa Fe.
Wenceslao se despierta con el día,
saluda a sus perros y sale al patio de su rancho. Me ha llamado la atención cómo
el narrador (Saer) le va explicando al lector con qué nombres Wenceslao y su
mujer se refieren a las estancias y lugares que constituyen su mundo en la
isla, como si, de forma simbólica –el simbolismo es importante en esta obra–,
estas dos personas fuesen la pareja inicial del alumbramiento del mundo y
tuvieran la tarea fundacional de nombrar a la realidad que les rodea. Algo
parecido ocurría en las primeras páginas de Cien años de soledad
(1967) de Gabriel García Márquez,
autor por el que Saer no sentía mucha simpatía.
En estas primeras descripciones de la
isla destaca una construcción lingüística que, de nuevo, se irá repitiendo a lo
largo de la novela: «los árboles que nadie plantó», que están ahí desde que
llegaran las personas, y que seguirán allí cuando éstas desaparezcan. Estos árboles
suelen ser de una especia llamada «paraíso», y seguimos con la carga simbólica
de la narración. Sin embargo, el árbol que destaca en la isla, por encima de
los demás, serán el limonero real, que se evoca en el libro, y que en el texto
aparece por primera vez en la página 36: «El limonero real está siempre lleno
de azahares abiertos y blancos, de botones rojizos y apretados, de limones
maduros y amarillos y de otros que todavía no han madurado o que apenas sí han
comenzado a formarse. Desde que lo recuerda, Wenceslao lo ha visto siempre
igual, pleno en todo momento, con ese resplandor blanco nimbándolo, el punto
más alto de su ciclo en los grandes limones amarillos, los botones tensos y
apretados a punto de reventar los limoncitos verdes confundiéndose entre las
grandes hojas, oscuras en el anverso y de un verde más claro en el reverso.»
Como he dicho, la acción de la novela
transcurre en un día, en un caluroso fin de año, pero –usando el recurso de la
analepsis– también se narran hechos del pasado, importantes sobre todo para
Wenceslao, como el del día que fue a conocer la isla en la que vive, con su
padre, siendo él un niño. O un viaje que hizo a la ciudad, junto a su cuñado
Rogelio (otro de los personajes principales del libro) para vender sandias, en un
carro con un caballo con una pata dañada; una historia que el lector sabrá que
se contará –otra vez– durante la comilona en la casa de los cuñados de
Wenceslao.
La expresión «Amanece. / Y ya está con
los ojos abiertos.» se irá repitiendo a lo largo de la novela, y Saer, como
narrador, jugará con el tiempo de su historia. En más de una ocasión, va a
hacer un compendio de lo que ha contado hasta ahora, sobre el día de la novela,
y contará en esta nueva ocasión un detalle que no ha sido narrado previamente.
Podría mostrar la realidad desde distintas perspectivas, parece decirnos Saer,
y sería la misma, pero no las sensaciones que tendría el lector sobre ellas.
Además, como ocurre en otras narraciones del autor, la comida y la cena serán
narradas desde distintos puntos de vista, fijándose el narrador en la mirada
sobre lo que rodea a cada personaje.
Además, no solo cambiará el punto de
vista sobre lo narrado, sino que también lo hará el propio estilo narrativo. En
un momento dado, Wenceslao hablará con su voz narrativa, cometiendo algunos
errores sintácticos propios de alguien de escasa formación, e introduciendo en
su discurso casi elementos fantásticos, en unas páginas en las que el lector
entiende que Wenceslao está describiendo un sueño. En otra ocasión se usa una
narración que imita el tono de una fábula infantil para hablar del pasado de
Wenceslao y sus dos cuñados.
En otro momento, el lector descubrirá
que los acontecimientos que había tomado como ordenados cronológicamente no han
ocurrido así, y que esa percepción se ha debido a un nuevo truco narrativo de
Saer.
Hacia la mitad del libro, los personajes
visitas un almacén en el que sirven bebidas, y los clientes estarán hablando de
las grandes inundaciones y sequias que han castigado a la región. De estos
hechos, Saer ha hablando otras veces; en sus relatos, más que en sus novelas.
Es habitual que los personajes de Saer
salten de una de sus novelas a otra, y he tenido la sensación de que aquí no ha
ocurrido así. Aunque es cierto que leí las otras novelas de Saer hace ya tiempo
y se me ha podido borrar alguna conexión. Hacia el final, el lector sabrá que
la isla en la habitan Wenceslao y su mujer pertenece a una mujer que tuvo dos
hijos mellizos. ¿Se tratará de Pichón y Tomás Garay, personajes habituales de
Saer? Alguien me comentó en YouTube, cuando publique la vídeo reseña
correspondiente a este libro, que así es.
Entiendo que haya lectores que no
disfruten de un libro como El limonero
real, en el que no ocurren demasiadas cosas, y cuya trama no contiene
ningún «giro inesperado», pero, en lo que a mí respecta, he de decir que la
calidad de la prosa poética de esta novela me ha resultado hipnótica, y me ha
gustado mucho el virtuosismo de la ejecución, con esos cambios de puntos de
vista, y esas vueltas y revueltas para narrar los mismos sucesos.
Me he encontrado ya con dos vídeos en
YouTube, donde se comentaba El limonero
real, en los que los comentaristas afirmaban que éste era el primer libro
de Saer que leían. Imagino que esto se debe a que han encontrado, gracias a
alguna lista, la idea de que El limonero
real es el mejor libro del autor. Desde luego, éste es uno de los libros
más ambiciosos de Saer, pero no estoy seguro de que sea el mejor; a mí hay
otros, como Glosa o La grande, que me gustan más. Ninguno de
los tres me parece, sin embargo, la mejor puerta de entrada a la obra del autor
para un lector neófito. Como decía la crítica Beatriz Sarco, seguramente la
mejor puerta de entrada es la novela Cicatrices, donde sí que aparecen
algunos de sus personajes principales, y aquí el lector podrá descubrir si le
interesa la propuesta de Saer o no.
Ahora mismo, en España, esta novela, y
casi todo el resto de la obra de Saer, se puede encontrar en la editorial
catalana Rayo Verde.
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