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Editorial Candaya. 349 páginas. 1ª edición de 2021.
De Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966) leí en 2015 su primera novela El
anticuario (2010), que me pareció notable. Pero fue en 2020, tras la
lectura de su segunda novela, Vivir abajo (2019), cuando realmente
pensé que Faverón era uno de los grandes escritores de la narrativa
latinoamericana actual. Vivir abajo,
con su análisis del terror generado en el continente americano por los abusos
del poder, es una de las grandes creaciones de los últimos años, con una
ambición literaria similar a la de las grandes obras del Boom.
Sé que Faverón lleva tiempo
ultimando una nueva y larga novela que aparecerá, definitivamente, en otoño de
2022, pero antes ha publicado el ensayo El
orden del Aleph, un libro de más de 300 páginas que indaga en la
construcción del cuento El Aleph, que Jorge Luis Borges publicó en la revista Sur en 1945. Antes de
empezar El orden del Aleph de
Faverón, releí El Aleph de Borges,
que en la edición de las Obras Completas
de Emecé ocupa apenas 11 páginas. Es muy recomendable (por no decir
«necesario») releer El Aleph de
Borges antes de adentrarse en las páginas que Faverón ha escrito sobre él, y
que al final, como era lógico suponer desde el principio, más que analizar un
solo cuento de Borges, acaban analizando su universo literario, que es algo muy
cercano a decir que acaban analizando la esencia de «la literatura». Por
supuesto, El orden del Aleph es un
libro para amantes de Borges; es decir, para amantes de la literatura.
Faverón va a analizar en este libro
el contexto histórico en el que se escribió y publicó El Aleph y va a analizar el cuento para tratar de descubrir todas
sus claves compositivas. Recuerdo algunas de mis lecturas de El Aleph, cuento que habré leído tres o
cuatro veces, y desde luego la mayoría de los asuntos de los que va a tratar
Faverón en su ensayo se me habían pasado desapercibidos.
De entrada Faverón nos dice que El Aleph se escribió durante los meses
de febrero y agosto de 1945. «En enero, el ejército soviético había liberado
Auschwitz, en febrero los aliados bombardearon Dresde, en abril Mussolini fue
ejecutado y Hitler se suicidó, en mayo capituló Alemania, entre junio y julio
los aliados se dividieron Europa Central y Europa del Este, en agostos dos
bombas atómicas aniquilaron Hiroshima y Nagasaki, en septiembre Borges entregó El Aleph a la imprenta, para el número
de ese mes de la revista Sur, en la
misma semana en que terminó la guerra.» (pág. 18-19) Todos estos
acontecimientos históricos están presentes, de una forma más evidente o
subterránea, en el cuento.
También el cuento contiene más de
una referencia a la época barroca, con su afán acumulador, como por ejemplo los
dos epígrafes con los que se abre.
Faverón nos habla también del
manuscrito original del texto, que estaba escrito a mano, y en el que Borges
iba señalando alternativas a las ideas que iba vertiendo en él, con anotaciones
por arriba o por abajo, convirtiendo las líneas del cuaderno en un laberinto de
senderos que se bifurcan.
Por otro lado, también nos habla de
la relación que, por entonces, Borges mantenía con su novia Estela Canto, y de
su aversión al sexo. El Aleph
funciona articulado en torno a la idea de «la depravación». De hecho, en la
versión definitiva del cuento, Beatriz Viterbo, la mujer muerta de la que
estaba enamorado el Borges narrador (al que Faverón llama «Borges», para
diferenciarlo del Borges autor) es prima de Carlos Argentino Daneri, pero en
una de las versiones previas era hermanos y, por tanto, su amor, que «Borges»
descubrirá en el sótano de la casa, cuando pueda contemplar El Aleph, era no
solo secreto sino además incestuoso. Borges no se atrevió a mostrar el incesto
en primer plano, pero sigue dejando huellas de él ‒aunque convirtió a los
hermanos en primos‒ como el hecho de que se criaran en la misma casa.
Para Faverón, El Aleph es un cuento político, y el impulso que mueve a Borges a
escribirlo es manifestarse contra la locura del mundo en 1945.
Para Borges, nos dice Faverón, el
fin del mundo venía representado por el incendio de una biblioteca, que en este
cuento se manifiesta en la posible desaparición de El Aleph cuando Daneri se
vea obligado a vender la casa y ésta sea derribada. Algo que simboliza también
el fin del mundo que supuso el comienzo de la era nuclear con las bombas sobre
Hiroshima y Nagasaki.
Uno de los propósitos que va a
llegar a Faverón a ocupar más páginas del libro es el de analizar
minuciosamente la enumeración de imágenes que «Borges» describe al contemplar
el Aleph. Yo recordaba haber leído esta larga lista ‒varias veces, como he
dicho‒ con la sensación de acercarme a la lectura de un poema, en el que las
palabras, como si se tratase de versos, nos llevaran a bellas evocaciones de
animales, objetos o sucesos. Pero Faverón está empeñado en hacernos ver el
orden interno de El Aleph, bajo la premisa de que Borges no da nunca puntada sin
hilo. Todos los elementos del Aleph enumerado tienen una función compositiva
que nos lleva a más de un significado, y todo se entronca a la vez de manera
intertextual con otros cuentos de Borges. El Aleph es el punto en el que caben
todos los puntos (pág. 170) y en la descripción del Aleph el espacio es solo un
indicio del tiempo (pág. 171). Las imágenes de la enumeración del Aleph siguen
un minucioso orden, ideado por Borges, y ‒sostiene Faverón‒ que se basa en las
ideas de las asociaciones y los contrastes.
En 1945 Borges iba ya camino de la
ceguera, pero la enumeración del Aleph es puramente visual. Faverón también
observará el manuscrito original del cuento para ver las anotaciones de Borges
y saber qué fue lo que se descartó de la enumeración inicial.
Unas de las páginas más curiosas del
libro son aquellas en las que Faverón va investigando la «geografía» de las
imágenes que muestra el Aleph, y va trazando sobre el dibujo de diversos mapas,
que aparecen en el libro, líneas imaginarias que pasan por puntos de importante
significación simbólica en la obra de Borges o en la historia del mundo. Hasta
que con una abstracción final consigue alzar una pirámide sobre el plano,
sabiendo que «la pirámide» simboliza «el tiempo» para Borges. Hay momento aquí
en los que el lector puede empezar a sospechar que las elucubraciones de
símbolos y relaciones que encuentra Faverón en el cuento, están más en su
imaginación que en el propio texto, y esto, en realidad, más que representar un
demérito, hacen sus indagaciones más estimulantes. Es decir, aunque El orden del Aleph es un ensayo, se
trata de un tipo de ensayo muy imaginativo, sobre la obra de uno de los más
grandes escritores del siglo XX, o de la historia.
Hacia el final de El orden del Aleph (pág. 319), Faverón
lanza la idea de que El Aleph es un
cuento utópico, que en realidad habla de la redención y esperanza del pueblo
judío. Y continúa haciendo asociaciones de ideas y búsquedas entre los
entresijos de las palabras escritas por Borges para demostrarlo.
En realidad, Faverón juega en este
libro a ser un detective que trata de encontrar todas las claves ocultas que un
gran prestidigitador como era Borges dejó en uno de sus cuentos más
emblemáticos, y esto (pese a algunos momentos en los que el lector se sonreirá
con sorpresa e incredulidad) es estimulante y divertido para cualquier amante
de la obra de Borges. Después de leer El
orden del Aleph me han entrado unas grandes ganas de volver a releer, o a
leer lo que me falta, la obra de Borges.
Editorial Seix Barral. 314 páginas. 1ª
edición de 2000; ésta es de 2009.
Traducción de Kayoko Takagi
Ya conté que, después de más de
veinte años, me apeteció volver en este 2022 con el japonés Kenzaburo Oé (Uchiko, 1935). Para ello
leí El
grito silencioso (1967), una de las novelas más significativa de su
primera etapa, la que precede a la concesión del Premio Nobel en 1994, y releí Cartas
a los años de nostalgia (1987). Después he seguido por Renacimiento
(2000), que se corresponde con la segunda etapa creadora de Oé, después del
Premio Nobel. Estas dos etapas en España se marcan con un detalle muy simple,
los primeros libros están publicados por Anagrama y los segundos por Seix
Barral (aunque creo que no en todos los casos).
El personaje principal de Renacimiento es Kogito Choko, un
escritor en la primera etapa de su vejez, del que sabremos ‒en la página 74‒
que en el pasado tuvo que dar una conferencia en Estocolmo. Sin decirlo de
forma explícita, el lector entiende que esta conferencia hace referencia al
Premio Nobel, y que Kogito Choko es un alter ego del propio autor.
Me comentó el escritor Paco Bescós, que leyó con profusión la
obra de Oé, con el fin de documentarse para su libro Las manos cerradas, que Cartas a los años de nostalgia, cuyo
protagonista se llama Kenzaburo, se había leído en Occidente como si se tratase
de una obra autobiográfica, y no como una obra híbrida entre la realidad y la
ficción. Esto hizo que en sus siguientes libros, Oé decidiera cambiarle el
nombre a su protagonista para seguir realizando autoficción. Es decir, para
hablar de sí mismo, pero deformando la realidad y creando distintos planos
sobre sí mismo con el mecanismo de la ficción.
La novela empieza cuando Kogito
recibe la noticia de que Goro, su amigo desde la adolescencia y su cuñado, se
ha suicidado saltando al vacío en un hotel de Berlín. Esto está basado en un
hecho real: el cineasta Juzo Itami, cuñado de Oé, se suicidó. Tanto en la vida
real como en la novela, hay sospechas de que la yakuza, la mafia japonesa,
estuvo detrás de esta muerte. Kogito también nos hablará en el libro de su
propia experiencia con la yakuza japonesa y la extrema derecha, de la que ha
sufrido varias atentados por escribir sobre la época en la que acabó la guerra
y las personas que no quisieron aceptar la rendición del país a los
norteamericanos. En este sentido volverá a hablar del pueblo del que procede
‒aunque no se diga el nombre‒ en la isla de Shikoku, la cuarta más grade del
Japón. En esta ocasión nos hablará de la difusa figura del padre, que en otros
libros casi no aparece retratada y de la que simplemente se cuenta que murió en
la Segunda Guerra Mundial, cuando el autor tenía diez años. En este libro, el
padre de Kogito se convertirá en una de estas personas que no aceptan la
colonización norteamericana y morirá en un atentado contra las nuevas fuerzas
del orden. La narración patética de este suceso en una novela será lo que
desate en su contra las iras de la ultraderecha. En Cartas a los años de nostalgia, la ultraderecha perseguía a Oé por
haber ridiculizado a un joven ultra en un relato. En Renacimiento se hablará, de nuevo, de la revuelta campesina que
vivió el pueblo originario de Oé en el siglo XIX, tema que se trataba también
en El grito silencioso.
Kogito establece una relación con
Goro a través del «tagane». Al principio no entendía a qué se estaba refiriendo
el autor, y más tarde comprendí que el tagane era un radiocasete en el que
Kogito escuchaba cintas que le había dejado su amigo, hablando de su vida en
común. Tagame es, en idioma japonés, un tipo de insecto con antenas, al que al
parecer se parece el radiocasete y de ahí viene su nombre. Kogito escucha por
las noches estas cintas en la biblioteca de su casa, donde también duerme. Las
va parando y contesta a Goro, y de este modo establece un diálogo con el más
allá, que acabará asustando a su mujer Chikashi, y a su hijo Akari, que tiene
problemas mentales y que es compositor de música sinfónica. Akari es un
trasunto de su hijo Hiraki Oé, que aparece en muchos de sus libros. En esta
ocasión, no se habla de más hijos.
En algún momento, el «tagame», ese
medio de comunicación con su amigo Goro, que «había pasado al otro lado», me ha
hecho pensar en un invento futurista de una novela de Philip K. Dick.
Kogito siente que debe desengancharse
del tagame y decide aceptar ser profesor visitante en Berlín, ciudad en la que
vivirá él solo cien días. Allí conocerá a algunas de las personas que trataron
en sus últimos días a Goro y que le podrán dar pistas sobre su muerte.
Cuando vuelva a Tokio, Kogito
recibirá el guion y el storyboard de
la siguiente película que iba a realizar su cuñado, donde narra un episodio
vivido entre Kogito y Goro en su juventud, cuando se conocieron en el
instituto, en Matsuyana, capital de la isla de Shikoku. Kogito leerá este
material y comentará su propia versión de los hechos, que tienen que ver con un
intento de captación para un grupo de ultraderecha que pretendía atentar contra
intereses norteamericanos. De nuevo, Kogito se comunica con su amigo, que le
sigue lanzando mensajes desde el «más allá», y todas estas formas de acercarse
a los temas de los que el autor nos quiere hablar me han parecido muy
originales. Además, en la parte final, la narración está contada desde el punto
de vista de Chikashi, la mujer de Kogito. No cabe duda de que Oé es uno de los
maestros actuales de la narrativa.
Los juegos de autoficción siguen, y
se habla de A los años de nostalgia,
un libro que escribió Kogito en el pasado, y que de forma nada disimulada es Cartas a los años de nostalgia. Incluso
se habla de Gii, uno de los personajes, y se vuelve sobre un episodio narrado
en Cartas a los años de nostalgia en
el que se hablaba de alguien que observa, a través del ventanuco de un baño,
las relaciones sexuales de otros, y aquí se vuelve sobre este episodio, pero
ahora son otros los personajes.
Kogito nos habla de que su amigo
Goro se opuso a su boda con su hermana Chikashi, episodio que también se narra
en Cartas a los años de nostalgia. E
incluso de narra el final de Cartas a los
años de nostalgia, que coincide con el final de A los años de nostalgia.
En Cartas a los años de nostalgia, Oé nos hablaba de Gii, un amigo de
su pueblo, cinco años mayor que él, que se convertirá en su guía y maestro,
alguien que le introducirá en algunos de sus autores occidentales favoritos. Y,
ahora, esta figura del maestro parece desplazarse hasta Goro, que será ‒según Renacimiento‒ quien le muestre al
personaje principal algunos poemas de autores como Blake o Dante, que en la
otra novela le mostraba Gii. De este modo, Oé vuelve sobre el tema del maestro
y el discípulo, que es uno de los motivos clásicos de la literatura japonesa,
como en el famoso Kokoro (1914) de Natsume
Soseki.
En la página 58, Chikashi, la mujer
de Kogito, le dije que tenía más chispa como escritor cuando en su juventud
leía novelas occidentales traducidas, que en la actualidad, cuando tras su
estancia en Ciudad de México (dato real de la vida de Oé), cuando empezó a leer
esos libros en su idioma original. Kogito, en un ataque de sinceridad, le
contesta que «es posible que la chispa de las palabras atractivas se haya
desvanecido.» y que las ventas de sus libros empezaron a bajar cuando pasó de
los cuarenta y cinco años.
Quizás podría parafrasear esta
conversación de la pareja para emitir mi propio juicio final sobre Renacimiento, la primera de las novelas
que leo de Oé después de haber ganado el Premio Nobel. Renacimiento me parece una gran novela, una novela en la que un
maestro de la narración explota multitud de recursos para hablarnos de la
relación entre dos amigos, cuando uno de ellos ya ha muerto. Pero, en cierto
modo, reconociendo los méritos tal vez le pueda dar un poco la razón al
personaje de Chikashi, cuando le echa en cara a Kogito que ha perdido parte de
su chispa. Renacimiento es una gran
novela, pero si alguien no ha leído nada de Kenzaburo Oé le recomendaría que
empezara por sus novelas anteriores a la concesión del Premio Nobel.
Editorial Candaya. 204 páginas. 1ª
edición de 2022.
De Puerto Rico solo había leído
hasta ahora el libro Mundo cruel de Luis Negrón, así que cuando vi que La muerte feliz de William Carlos
Williams, una de las novedades de la editorial Candaya, estaba escrito por Marta Aponte Alsina (Cayey, 1945), que era de Puerto Rico sentí
curiosidad por leerla. En Puerto Rico se habla y se escribe en español, pero al
ser un país pequeño y asociado a Estados Unidos es difícil que algo de lo que
allí se produce llegue a España. Además Olga
Martínez, una de las editoras de Candaya, me habló muy bien de este libro.
William Carlos Williams (Ruthenford, Nueva Jersey, 1883 – 1963) es uno de los poetas más
reconocidos de la literatura norteamericana y su curioso nombre se debe, en
parte, a que su madre era originaria de Puerto Rico, y su hermano (uno de los
tíos del poeta) se llamaba Carlos.
Aponte Alsina se plantea en esta
novela indagar en la vida de Raquel, madre del poeta. Por lo indicado en el
propio texto, la autora ha investigado sobre la vida de la familia Williams,
pero en gran medida lo que lleva a cabo en La
muerte feliz de William Carlos Williams es un acercamiento poético y libre
a la vida de Raquel, portorriqueña como ella y mujer con aspiraciones artísticas
(quiso ser pintora), y también a la vida de su hijo, William Carlos.
La novela empieza con William Carlos
golpeando impotente el teclado de su máquina de escribir. «Tiembla. De un
puñetazo feroz, hunde las teclas de la máquina de escribir. La luz lunar rebota
de un lado a otro. El ático se inunda de resplandores.» (pág. 9)
«El abismo de la locura de la madre
no da señales de cerrarse. Lo persigue al lugar más alejado de la casa.» (pág.
10), William Carlos ha de enfrenarse al hecho de que va a ingresar a su madre
anciana en un asilo. Esta es una escena recurrente en la novela, a la que se
retorna en varios momentos. Aponte Alsina va a reconstruir la vida de Raquel,
la madre, desde su infancia, pero de forma reiterada volverá al día en el que
su hijo, el poeta William Carlos, va a dejarla en una residencia de ancianos.
La novela nos acerca en primera
instancia a la figura de Williams Carlos y se nos darán algunos datos que,
imagino, se podrán encontrar en su biografía, como por ejemplo que detestaba al
también poeta norteamericano T. S. Eliot.
Pero, además, a través de la búsqueda de la autora en las obras de William
Carlos se indaga en la relación del poeta con su madre Raquel. «No confía en el
hijo, pero respeta al médico que hay en él.» (pág. 11); en otro momento se nos
dirá que William Carlos escribió en una carta que su madre era una persona
«severa y frívola».
El padre del poeta es un viajante de
una marca de perfumes, y ha de estar largas temporadas fuera de casa, vendiendo
su producto por Latinoamérica. También se nos dice que la familia del poeta,
que escribía en el dorso en blanco de papeles de lo más variados, pertenece a
una familia llena de secretos.
«Es poco lo que sabemos de Salomón
Hoheb.», leemos en la página 23, cuando Aponte Alsina empieza a hablarnos de la
vida del padre de Raquel. En la página que describe su vida usa verbos como
«Supongamos» o, poco después, «Imaginemos». Salomón era un comerciante en el
puerto de Mayagüez, ciudad de Puerto Rico donde nació Raquel. Salomón muere
cuando Raquel es una niña, y ésta se aficiona al piano.
Mientras Aponte Alsina habla de
Raquel y su familia, también hace apuntes sobre la suya propia. Por ejemplo,
leemos en la página 33: «Resido en una isla pequeña de nombre optimista. La
isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde nació y murió mi abuela
Fermina.»
Raquel pasa una temporada viviendo
con una prima en París, Alice Monsanto. Y allí deseará convertirse en pintora,
mientras en las calles aún se sienten los estertores de la violencia ejercida
contra el movimiento revolucionario de la Comuna de París en 1871.
Y de París, la autora vuelve al día
en el que William Carlos ha de ingresar a Raquel en una residencia. Alsina
escribe sobre el poeta: «Escribe porque sí. Además piensa, con candor, que en
su oído se aposenta el lenguaje americano, el lenguaje de los Estados Unidos de
América, y que ese lenguaje podría ser lo más parecido a una máquina, a un
automóvil, si no fuera porque las máquinas son coherentes, y el lenguaje
americano es más afín al corcho que en las tabernas recibe los dardos de los
borrachos, o a una puta que recibe leches universales. Escribe porque es importante
darle alma a los automóviles. Y a los trenes.» (pág. 50) En este párrafo se
puede observar el aliento poético con el que está escrita esta novela. Yo de
William Carlos Williams solo he leído un libro, el titulado Cuadros
de Brueghel, y fue hace ya mucho, y ya no lo recuerdo con precisión,
pero sospecho que Aponte Alsina quiere emular en muchos párrafos de su prosa la
cadencia de los poemas de Williams.
Me ha llamado la atención que en la
página 137, la autora hace comparecer en su novela a mi querido Roberto Bolaño, y evoca unas palabras
que este le dedica a William Carlos en Estrella distante.
Hacia el final de la novela, Aponte
Alsina habla de forma más abierta que hasta ahora de su familia en Puerto Rico.
«Se me ocurre que en esta novela ajena es el lugar donde descansarán lo que me
toca de los restos de Fermina.», escribe en la página 169, y un poco antes nos
cuenta que estuvo indagando sobre sus orígenes familiares en censos de la isla.
Tengo la impresión de que Aponte Alsina en algún momento planeó la idea de
escribir sobre su familia y acabó pensando que escribir sobre la del famoso
poeta norteamericano y sus orígenes caribeños podía ser más interesante.
«Mi abuela pilaba café en la isla
cuando William Carlos visitaba, del brazo de Ezra Pound y Marianne Moore, el
observatorio astronómico que tenía a su cargo el padre de Hilda Doolittle en Pennsylvania. Mi abuela desgranaba
gandules el día que Marcel Duchamp y Man Ray visitaron a los Williams en
Rutherford. James Joyce y Nora Barnacle cenaron con los Williams en el parisino
Trianon la noche que mi abuela sintió en sueños el bamboleo del barco donde su
hijo mayor emigraba a Nueva York.
¿Servirán para algo estas
conexiones? ¿Son reales? ¿Importan?» (Pág. 180). Posiblemente en este párrafo,
correspondiente con el tramo final de la novela, se encuentren algunas de sus
claves compositivas.
A mí, en principio, me interesan las
indagaciones literarias que un autor hace en su propia familia o en la vida de
personajes famosos. Diría que he sentido más interés en esta novela en las
páginas en las que la autora hablaba sobre el poeta William Carlos Williams,
que cuando hablaba de Raquel, su madre. De hecho, me ha aparecido leer alguno
de los libros de poesía de Williams, y he buscado algunas de sus composiciones
en internet. Quizás las páginas sobre Raquel no me han acabado de llenar porque
el personaje no me parecía lo suficientemente interesante o no encontraba el
suficiente misterio en su vida. Es decir, cuando, por ejemplo, el autor
guatemalteco Eduardo Halfon habla
sobre su gran familia judía latinoamericana, habla de personas que, en primera
instancia, son anónimas, pero consigue crear un misterio en torno a ellas, y
esto hace que la trama de la novela avance y se capte el interés del lector. He
sentido que Aponte Alsina no conseguía crear un misterio, o una trascendencia,
en torno a la figura de la protagonista de su libro, Raquel, y que esto
lastraba la construcción novelística del libro. En decir, me ha parecido que La muerte feliz de William Carlos Williams
no posee una estructura novelística que haga que el lector se interese por su
personaje principal. Sin embargo, sí que me han cautiva algunas páginas
concretas, que tienen la fuerza y el impulso de un poema. El lenguaje de la
novela es muy bello y está muy trabajado.
Como anécdota, puedo contar que,
cuando comenté en mis redes sociales que estaba leyendo este libro, lo celebró
con mucho entusiasmo la escritora argentina, y residente en España, Viviana Paletta, que me escribió «¡Una
maravilla!». Paletta es principalmente poeta, y entiendo desde aquí su
entusiasmo. Así que, principalmente, recomendaría La muerte feliz de William Carlos Williams a aquellos lectores que
aprecien en una narración, aunque sus diversos capítulos no avancen al ritmo
convencional, su carga poética y la belleza del lenguaje.