Una guía sobre el arte de perderse, de Rebecca Solnit
Editorial Capitán Swing. 166 páginas. 1ª edición de 2005; esta de
2020.
Traducción de Clara Ministral
No había leído ningún libro de la editorial Capitán Swing, cuando desde
su departamento de prensa me escribieron para ofrecerme El arte de perderse
(2005), un ensayo de la norteamericana Rebecca
Solnit (San Francisco, 1961). Recordaba que hace unos años sonó de esta
autora el libro Los hombres me explican cosas (2015), que me quedé con ganas de
leer en 2016 o 2017. Al final acordamos que me enviarían los dos. He empezado
por El arte de perderse, que aunque
ha llegado más tarde a España, en realidad fue escrito una década antes.
Este libro está formado por nueve
textos interrelacionados. La relación es tan fuerte que, de hecho, los
capítulos (o relatos, o pequeños ensayos) impares tienen todos el mismo título:
El
azul de la distancia.
En la contraportada se habla de
«ensayos autobiográficos» y, como explicaré a continuación, Solnit juega a la
hibridación de géneros, puesto que en algunas páginas sí que desarrollará
ideas, como uno espera al leer un ensayo, y en otras hablará de su vida, como
uno esperaría al leer un relato autobiográfico. La tensión que consigue entre
estos dos extremos será uno de los grandes atractivos de su propuesta.
Normalmente yo leo narrativa, y
cuando me decanto por el ensayo suelo leer libros de economía, que uso para mis
clases en el colegio donde trabajo. Así que cuando abrí El arte de perderse no tenía muy claro con qué me iba a encontrar.
El primer texto, de unas veinte páginas, se titula La puerta abierta y en la
primera página, cuando Solnit nos habla de la primera vez que se emborrachó,
con unos ocho años, tuve la sensación de estar leyendo una narración de Charles Bukowski o de Jack London, dos escritores que han
tratado este tema en sus libros autobiográficos. A continuación empieza a
hablar de tradiciones judías (su padre es descendiente de una familia de judíos
del Este europeo que llegaron a América a principios del siglo XX), y entonces
empiezo a pensar en Henry Roth o Philip Roth. Así que la apuesta de Solnit
me lleva a pensar en algunos de mis referentes en narrativa norteamericana. Sin
embargo, la pura narración da pie al ensayo cuando la autora antepone las ideas
y la reflexión a los recuerdos (aunque siempre los acaba entrelazando).
Coincido con su idea del placer que le causa perderse de forma controlada,
avanzar por una ciudad o un bosque sin saber exactamente dónde está. A partir
de ahí, una idea obsesiva y recurrente recorrerá las páginas de este libro: «Me
encanta salirme del camino, ir más allá de lo que conozco y encontrar el camino
de vuelta recorriendo unos cuantos kilómetros de más, por un sendero diferente,
con una brújula que discute con un mapa, con las indicaciones contradictorias y
poco rigurosas de desconocidos» (pág. 15). Frente a la rapidez y la eficacia
capitalista de los tiempos modernos, Solnit nos propone la mirada desde los
márgenes, sucumbir al deseo de no saber dónde estamos, algo que le recuerda a
la libertad de la infancia. «Esas historias que hacen que lo familiar se vuelva
otra vez extraño, como las que me han revelado paisajes perdidos, cementerios
perdidos, especies perdidas alrededor de mi propia casa» (pág. 15). Además de
proponer este arte de perderse de una forma física y real, Solnit también nos
invita a perdernos dentro del pensamiento y la reflexión, ya que el artista es
aquel que «deja la puerta abierta a lo desconocido, la puerta tras la que se
encuentra la oscuridad» (pág. 8).
Me han llamado mucho la atención las
reflexiones que se vierten aquí sobre el rescate de personas perdidas en las
Montañas Rocosas, y cómo lo contrasta con el deambular por territorios
desconocidos de los pioneros americanos. Nos perdemos en la naturaleza, nos
dice Solnit, porque ya no sabemos leer su mapa, no sabemos posicionarnos por
las estrellas, ni conseguir alimentos. «Parece que los pobladores de la
Norteamérica del siglo XIX rara vez se perdían de una forma tan calamitosa como
la de aquellos a los que encuentran, vivos o muertos, los equipos de búsqueda
de rescate» (pág. 15).
En este libro acabarán teniendo una
gran importancia los mapas, pero no aquellos que nos guían sin dudas, sino los
antiguos, los que contienen referencias a la terra incognita. Hasta el siglo XIX, la California natal de Solnit
se representaba como una isla o un territorio aún no explorado. Éste será un
símbolo que recorrerá el libro, un libro lleno de citas y referencias. En este
primer capítulo se hablará del poeta John
Keats, o de los narradores Henry David Thoreau o Virginia Woolf, expertos en perderse
física o mentalmente.
En el segundo ensayo se nos empieza
a hablar del color azul, que será el color del horizonte para los pintores del
Renacimiento, pero también el color del anhelo. Las reflexiones sobre el color
azul entroncarán con ideas del primer ensayo, cuando Solnit se adentre en la
tierra de un lago seco buscando el horizonte, disfrutando como ya sabemos de
estar momentáneamente perdida.
En el tercer ensayo (o capítulo),
Solnit nos hablará de las raíces judío-europeas de su familia paterna. De cómo
aquellas personas que no llegó a conocer del Viejo Continente se lanzaron a lo
desconocido a través de un viaje de miles de kilómetros. Como ya he comentado
antes, hay momentos en los que las páginas de Solnit parecen una narración de
autoficción, como un cuento de Lucia
Berlin.
En más de una ocasión me he
encontrado pensando en los cuentos de Modo linterna del argentino Sergio Chejfec, unos cuentos en los que
más que la tensión narrativa propia de un relato corto, primaba la reflexión.
Aunque algunas de las páginas de Solnit son más abiertamente ensayísticas que
las de Chejfec, sí que he sentido una conexión en su deseo de encontrar
propuestas híbridas entre géneros. De hecho, en sus cuentos (o ensayos, o como
queramos llamarlos), Solnit va enlazando ideas, engarzadas a veces de un modo
sorprendente, que consigue que confluyan al final, en efectivos y hermosos
cierres, que aúnan las ideas de un ensayo y además conversan con las de otros.
A Solnit le gustan las narraciones
testimoniales y autobiográficas, y en El
arte de perderse hay más de una referencia a narraciones en las que, por
ejemplo, un norteamericano (o más bien norteamericana) se convierte en cautivo
de los indios, y cómo esto supone una transformación para esa persona, que deja
de estar perdida al transformarse en otra. También se hace referencia al
testimonio casi fantástico de Cabeza de Vaca y su exploración por el sur de
Estados Unidos, donde convivió con varias tribus nativas, sufriendo mudas de
piel como una serpiente. «Hay quienes reciben de nacimiento una identidad que
les resulta suficiente, o que al menos no cuestionan, y hay quienes emprenden
el camino de la reinvención, por supervivencia o por placer, y viajan muy
lejos. Algunas personas heredan valores y costumbres que son como una casa en
la que habitan; algunos tenemos que prender fuego a esa casa, encontrar nuestro
terreno, empezar a construir desde cero, pasar por una especie de
transformación psicológica. Cuando la transformación es cultural, la transición
es mucho más dramática», nos dice Solnit en la página 65. En más de una ocasión
se insinúan los problemas en la infancia de la autora, que la han obligado a
convertirse en otra persona mediante un proceso de pérdida o de búsqueda.
Si bien la juventud de Solnit está
asociada a las ciudades de la década de 1980, unas ciudades que ya mostraban
una decadencia postindustrial, con multitud de puertos o edificios abandonados,
donde parecía lógico abrazar los presupuestos oscuros del punk, en su madurez ha preferido perderse siempre en los bosques, o
más bien en los desiertos. Son muy bellas las páginas en las que describe la vida
que bulle en los desiertos, convirtiendo El
arte de perderse en un libro de clara vocación ecologista. En relación con
las ciudades decadentes y el punk, es
emocionante el retrato que hace de una amiga de aquella época, que dilapidó su
talento, juventud y belleza en el quemar de las noches y los excesos. «¿Qué son
las ruinas, al fin y al cabo? Son construcciones hechas por el hombre que se
han abandonado y han quedado a merced de la naturaleza salvaje: son lugares
donde uno puede esperar encontrar lo desconocido, con todas sus revelaciones y
todos sus peligros» (pág. 70).
El azul de la historia del blues y el folk, el azul de los cuadros de Klein, el azul de la lejanía en el
desierto. «Las protagonistas en los ensayos son las ideas que a menudo
evolucionan de forma muy similar a como evolucionan los personajes, incluidos
los desenlaces sorprendentes» (pág. 113).
Ya he dicho que en más de uno de los
ensayos, el impulso de Solnit es puramente narrativo –al estilo de la autoficción–,
pero la lógica del relato tradicional se rompe aquí porque la autora no juega
con la idea de la tensión narrativa, ni de la economía de medios del relato,
sino que deja su mente divagar o perderse. Así que la experiencia de leer estos
ensayos acaba siendo diferente a la de leer un relato, la tensión narrativa se
sustituye por el misterio de las ideas que se asocian con otras, algo que crea
momentos de gran belleza y que asocia sus textos con el deslumbramiento de la
poesía. Se cita al poeta norteamericano Robert
Hass, del que leí un libro hace años, y ese espíritu de la poesía
intelectual norteamericana está en Rebecca Solnit. El arte de perderse es un libro muy bello que nos invita a
abandonar el camino seguro y a perdernos sin considerar que estamos en realidad
perdidos, un libro profundamente ecologista, evocador, misterioso y bello. Una
gran lectura.