miércoles, 30 de septiembre de 2015

Los insignes, presentación en La Central de Callao

Este lunes 28 de septiembre presenté en la librería La Central mi nueva novela, titulada Los insignes y publicada por la mallorquina editorial Sloper, dirigida por el escritor Román Piña, que viajó desde Palma de Mallorca a Madrid para la ocasión.
Además de por el editor, estuve arropado por un presentador de lujo: Alberto Olmos, del que un eterno aprendiz de escritor como yo empezó a leer sus libros allá por el siglo XX.



Aunque Los insignes es mi quinto libro publicado, en realidad ésta ha sido mi primera presentación. En las otras ocasiones mis libros, editados por Baile del Sol, aparecían para la Feria del Libro de Madrid y la editorial me buscaba una caseta y un día para ir a firmar y ya, después de haber convocado para la ocasión a familiares y amigos, me parecía un tanto abusivo hacer una presentación para que acudieran las mismas personas.
A pesar de ser mi primera presentación, no me encontré nervioso y pude contestar a las preguntas de Román o de Alberto con serenidad, sin acelerarme como temía. Imagino que son las tablas de ser profesor, que van calando.

No sé qué estoy haciendo con la mano izquierda.

Me gustó recordar que cuando escribía Los insignes me estaba pareciendo un libro tan marciano que no tenía muy claro que fuese a encontrar editor. Tras interesarme por La mala puta, el ensayo de Román Piña y Miguel Dalmau sobre el estado de la literatura española, un libro tan demoledor como divertido, y leer en la web de Sloper que les gustan los libros con humor, pensé que era la editorial adecuada para enviar mi novela. Una vez que ya estuvo aceptada (Román me dijo que sí en ocho o diez días) y leí El general y la musa de Román, sobre la disipada vida de Francisco Franco en la Mallorca de la década de 1920, un Franco que toca la batería en un grupo de jazz y se dedica a la vida bohemia, ya encontré serias conexiones entre su Franco y mi Kim Jong-un convertido en poeta.

Mi libro va a permanecer toda esta semana en la entrada de La Central de Callao. Diría que es el primer libro con el que uno se topa al entrar en la librería. Así que si alguien de Madrid está interesado en comprarlo basta que se pase por La Central. A partir de Octubre llegará a más librerías y será más fácil conseguirlo por internet.

Muchas gracias a todos los asistentes a la presentación. Me sentí muy cómodo el lunes.



Ya he comentado que Los insignes es una sátira sobre el mundo de la poesía y en cierto modo también de las redes sociales y las obsesiones artísticas. Comenté Alberto Olmos que la decisión de tomar como personaje al dictador de Corea del Norte Kim Jong-un le parecía arriesgada porque podía hacer que el libro perdiera verosimilitud narrativa. A lo que yo le respondí que así ganaba verosimilitud cómica, que era mi intención después de haber publicado dos novelas dramáticas.



Dejo a continuación –por si alguien siente curiosidad- el comienzo del libro, que en el formato de Sloper se corresponde con las tres primeras páginas:


«Al principio creí, como comprenderás, Kim Jong-un, que todo esto era una broma. No podía ser, simplemente, que me estuviese escribiendo un email el nuevo presidente de Corea del Norte —el casi último representante del sueño de igualdad entre los hombres, el azote del capitalismo salvaje—, y que se expresara en un español más que correcto. Las dos ideas constituían una pura contradicción: presidente de Corea del Norte y español correcto. O más bien las tres ideas, si añadimos a las dos anteriores la de escribirme a mí un email. El caso es que, al revisar las estadísticas de mi blog —la mayoría de las visitas, lógicamente, suelen proceder de España o de Hispanoamérica, aunque cada vez más lo empiezan a hacer de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia o Alemania—, de vez en cuando detectaba la presencia de algún visitante un tanto inverosímil, algún lector de Botswana, Indonesia o Irán. ¿Cómo puede alguna persona de esos países caer en un blog español dedicado a la poesía, en un blog español donde se cuelgan entradas de crítica literaria sobre obras poéticas hispanoamericanas o de la generación del 27? Al principio me sorprendía y luego pensaba en algún profesor de español perdido en una universidad de Indonesia o en un poeta andaluz destinado al Instituto Cervantes de Botswana, si algo así existe; o pensaba en un funcionario iraní, musulmán e hispanófilo. Por algún motivo me imaginaba así a todos ellos: tristes y solitarios y huérfanos; seres naufragados en una ciudad árida, o excesivamente húmeda o acechada por la selva, contraria a la poesía en cualquier caso, como deben de ser Teherán, Yakarta o Gaborone. La poesía es triste y solitaria y huérfana, querido Kim Jong-un. 
Lo cierto es que desde hace un par de años mi blog de poesía se está haciendo cada vez más popular, y eso que al principio, cuando empecé con él, en 2008, a mí mismo me costaba encontrarme en google. O escribía el nombre completo del blog, Poesía sin dioptría, con su punto com y su punto es, o no aparecía por ningún lado. Ahora basta con que escriba en la barra del buscador mi nombre y mi primer apellido, Ernesto Sánchez (Ernesto como Ernesto Che Guevara y Sánchez como Federico Sánchez, un nombre muy revolucionario, como puedes ver), para conseguir encontrarme. El caso es, Kim Jong-un, querido Líder de Hombres Nuevos, a quien me enorgullezco de llamar amigo, que no escasean los blogs de poesía, la red está llena de ellos: blogs con fotos de parejas abrazadas, mirando cómo atardece sobre el mar; o de playas desiertas con el dibujo de unas huellas descalzas de hombre y mujer; tormentas detrás de un cristal por el que resbala la lluvia; flores en jarrones rotos; arcoíris después de la lluvia; dibujos aniñados de chicas con gorros —o sombreros— y ojos enormes... Y gatos, siempre gatos en cualquier situación o escena: gatos lustrosos, agresivos (pero a la vez tiernos), gatitos en jarrones, gatazos entre las flores, juguetones, monísimos, enloquecidos gatos de angora o mojados gatos callejeros. Y, entre medias de estas imágenes, poemas. Una creación artística que de forma inmediata se expone al público presuntamente infinito de la red, porque digo infinito pero ocurre igual que con el libro de arena de Borges, que una vez que abres internet y llegas a uno de esos espacios es difícil regresar; hay tantos... Aunque, por el contrario, también existen personas que no pueden salir de ellos, que se quedan atrapadas en el sumidero cósmico que representan. Lugares donde diez o quince aficionados a la poesía (a la escritura de poesía, porque a la lectura ya es otra historia de la que te hablaré más adelante, si tenemos tiempo, Kim Jong-un) vuelcan sus creaciones sobre las páginas sin límites de sus blogs interconectados, y entre ellos se aplauden y se celebran. Entre ellos se leen y todo es genial, y hacen la ronda completa: yo escribo y recibo las alabanzas de los otros nueve, luego el otro escribe y recibe las alabanzas del resto. Y rara vez, muy rara vez, alguien se atreve a cuestionar un verso o un poema y cuando lo hace es con mucho cariño, con muchos besitos y con muy poco sentido crítico.»

domingo, 27 de septiembre de 2015

Polaris, por Fernando Clemot

Editorial Salto de página. 187 páginas. 1ª edición de 2015.

Esta novela de Fernando Clemot (Barcelona, 1970) me la regaló su editor, Pablo Mazo, una tarde de la última Feria del Libro de Madrid en la que me pasé a saludarle a su caseta. Unos días después venía Clemot a presentar el libro a Madrid y a firmarlo en el Retiro. No pude acudir a la presentación –que si no recuerdo mal tuvo lugar en la librería Cervantes y compañía, de la calle del Pez- pero sí que me pasé al día siguiente por la feria para que me dedicara su libro.
De Clemot había leído anteriormente un cuento que, con sus cuarenta páginas, era casi una novela corta en la antología Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual. El cuento se titulaba Levante y estaba incluido en su libro Estancos de Chiado, con el que obtuvo el premio Setenil al mejor libro de cuentos de 2009. Levante fue para mí un cuento destacado dentro del buen nivel de la antología citada. Me sorprendió de él que Clemot lo situara en la Italia del fascismo y que controlara tan bien el contexto histórico elegido. Su prosa me pareció elegante y madura.

Al empezar a leer Polaris he recordado algunas de las sensaciones que tuve al leer Levante: los personajes de Polaris no son españoles y el contexto narrativo tampoco es el actual. Clemot nos traslada en su novela al océano Ártico en 1960, y construye su novela en el opresivo escenario de un barco.
Empecé a leer Polaris sin mirar la contraportada, porque una vez que ya he decidido que voy a leer un libro prefiero no saber nada de lo que me voy a encontrar dentro (algo muy recomendable si, por ejemplo, alguien quiere leer un libro de Anagrama: quien hace en esta editorial las contras no es raro que cuente hechos de la trama que tienen lugar pasado medio libro).
Sin saber que la contra comenzaba diciendo: «Océano Ártico, 1960» iba anotando frases para tratar de concretar el contexto histórico de la novela, porque la estaba empezando a leer como si estuviera ambientada en la actualidad. Poco a poco iba saliendo de mi error: el protagonista, el doctor Christian, ha participado en una guerra, que todo indica que debe ser la Segunda Guerra Mundial. Tampoco me quedaba clara la nacionalidad del doctor. Tardé en comprender que era un noruego que se alistó de forma voluntaria en el ejército alemán.
He querido comentar estas pequeñas dificultades (o más bien pequeños enigmas que debía ir descifrando) con las que me he encontrado al leer la novela de Clemot porque me parecen significativas: Polaris no es una novela complaciente con el lector, y éste estará obligado a leer el libro con bastante atención si quiere entrar de lleno en él y disfrutarlo.
La novela está compuesta por varias capas narrativas: el doctor Christian está siendo interrogado por Vatne y Dodt en el barco Eridanus acerca de unos acontecimientos trágicos que han tenido lugar a bordo (capa narrativa dos). La capa narrativa principal reconstruye –mediante la primera persona del doctor Christian- los días previos a los acontecimientos por los que el doctor está siendo interrogado (capa narrativa uno). El lector comprenderá (avanzado el libro) que el tiempo transcurrido entre estos dos estrados narrativos no es demasiado largo. Además de reconstruir esos días previos al de los “acontecimientos trágicos”, el doctor Christian divagará sobre su pasado de soldado en la isla de Creta (capa narrativa tres) y la relación conflictiva que tuvo con su padre y hermano (capa narrativa cuatro).

Los diálogos que mantiene Vatne (Dodt parece ser un mero observador) con Christian están insertos en el texto del tal modo que a veces el lector empieza un párrafo pensando que la narración del doctor sigue avanzado, cuando el realidad –comprende- estamos ahora en el futuro narrativo y se apremia al interrogado para que concrete sobre algún punto específico de su evocación. El doctor Christian no parece una persona muy estable emocionalmente y a menudo tiene errores de memoria, aunque tiene también, por ejemplo y por otro lado, una gran habilidad para recordar las particularidades de los mapas.

El lector atento disfrutará de la prosa envolvente de Clemot y de su gusto por el detalle: está muy conseguida la sensación de autenticidad del viaje marinero, con muchas pequeñas desviaciones narrativas sobre naufragios, crueles o extraños sucesos ocurridos en islas…

La tripulación de la nave Eridanus se rige por los designios de las cartas de órdenes de la Central, la compañía dueña del barco. Estas cartas de órdenes tienen una correspondencia con las jornadas de navegación y sólo pueden abrirse en el día correspondiente. Esto hace que la tripulación no sepa nunca con exactitud cuál es la misión concreta de su viaje. El doctor Christian está preocupado por los requerimientos que estas cartas de órdenes empiezan a exigirle, una investigación que tiene que ver con el mundo de los sueños, y que acabará impregnando a toda la narración de un aire onírico, alucinado. Hay algo metafísico, expresionista y kafkiano en esas cartas de ordenes; esto se dice de la Central en la página 155: “Es un ente que está por encima de nosotros, no alcanzamos a entender sus decisiones.” El doctor Christian es una persona religiosa, con un fuerte sentimiento de culpa que arrastra por algunos de sus recuerdos del pasado, pero la suya no es una religión que admita el perdón, es una religión que necesita de la culpa y la expiación. Así Polaris es una novela opresiva, una novela de culpa y remordimiento. En este sentido, el doctor Christian me ha recordado al cónsul de Bajo el volcán de Malcolm Lowry, aunque, posiblemente, la referencia más clara sería la de las novelas de Joseph Conrad, pero yo sólo he leído de él El corazón de las tinieblas y seguramente la clave aquí sería haber leído Nostromo (una novela marinera de Conrad que tengo pendiente).


La densidad y la elegancia de la prosa de Clemot y su capacidad para crear una atmósfera opresiva (en esto me ha recordado a la novela Trasfondo de Patricia Ratto, que transcurre en un submarino) posiblemente estén por encima del misterio que platea la trama; aunque lo cierto es que el misterio de la historia no es desdeñable. He leído el libro con un deseo creciente por saber qué le exigían al doctor las cartas de órdenes y qué acontecimientos trágicos han tenido lugar en el barco para que los personajes, un tanto siniestros, de Vatne y Dodt tengan que estar interrogando al doctor. Pero además de la atmósfera opresiva me gustaría destacar de esta novela la gran capacidad (a lo Roberto Bolaño) de Clemot para fabular, insertando en la novela pequeñas narraciones (la historia de los esclavos negros abandonados en una pequeña isla, por ejemplo, es espeluznante) que funcionan casi como relatos independientes y que contribuyen a apuntalar esa atmósfera densa que emana de la brutalidad y del poder de lo desconocido. Las dos narraciones que he leído por ahora de Clemot me han parecido bastante sólidas, son relatos originales en cuanto a ambientación y contextos narrativos. Clemot empezó a publicar algo tarde (con treinta y nueve años), pero su irrupción en el mundo de las letras está siendo ciertamente destacable.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Presentación de mi nueva novela Los insignes



El próximo lunes 28 de septiembre, a las 20 h., presento mi nueva novela, titulada Los insignes y que publica la editorial mallorquina Sloper. La presentación tendrá lugar en la librería La Central de Callao (Calle del Postigo de San Martín, 8, Madrid). Para presentarla contaré con el editor, el también escritor Román Piña, y mi amigo el escritor Alberto Olmos.

Después de haber publicado dos novelas realistas de corte dramático, y dos libros de poemas básicamente lacrimógenos, he decidido pasarme con alegría a la sátira y el disparate. Este cambio tampoco fue fácil. Barajé la posibilidad de escribir también este nuevo libro como un drama, pero tras estudiar sus diferentes posibilidades me di cuenta de que tenía mucho más sentido como comedia bufa. Bajo esta premisa dibujé a Ernesto Sánchez, un inspector de Hacienda entregado a la noble causa de la poesía, que le cuenta sus penas (vía Skype) a otro poeta. Si los dos personajes fuesen dos pobres aspirantes a poetas, que no consiguen alcanzar mucho éxito, podría haber escrito (salvando las distancias) una versión moderna de Juegos de la edad tardía de Luis Landero. Pero al decidir que el otro poeta sea nada menos que Kim Jong-un, el Querido Líder, el presidente de Corea del Norte, la cosa ya puede cambiar y las posibilidades de la novela se multiplican.

Esta vez me he librado de escribir la contraportada. Sólo de esta forma se puede entender que el resumen del argumento empiece con el calificativo de “genial”. Ahí decidió colocarlo el editor y yo me reí y no me atreví a contradecirle.

El libro llegará a las librerías en el mes de octubre, pero en La Central de Callao estará (esperemos) ese 28 de septiembre.

Pues a ver si algún lector del blog se anima a pasarse por allí y podemos saludarnos en persona. A pesar de ser éste mi quinto libro publicado, la del lunes será mi primera presentación, entended los nervios.


Dejó aquí la portada -con un dibujo obra de mi amigo David Moreno- y la contra.





domingo, 20 de septiembre de 2015

La librería quemada, por Sergio Galarza

Editorial Candaya. 205 páginas. 1ª edición de 2014.

Además de Paseador de perros, el mismo día del verano saqué de la biblioteca de Móstoles La librería quemada de Sergio Galarza (Lima, 1976). Recuerdo que este último libro estaba allí porque yo lo solicité unos meses antes.
Sergio Galarza trabaja en La Casa del Libro de Gran Vía. Cuando mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán Rubio vivía en Madrid, solíamos quedar allí; veíamos las novedades y luego ya íbamos a tomar algo. En alguna de estas ocasiones, Federico saludaba a Sergio. Se conocían.
Sentí curiosidad por La librería quemada cuando apareció, puesto que leí en suplementos literarios o en internet que trataba sobre los trabajadores de una gran librería ubicada en la Gran Vía. Es decir, Sergio Galarza escribe sobre una librería llamada en su obra La Gran Librería de Gran Vía, que es un trasunto –apenas camuflado- de La Casa del Libro de Gran Vía en la que trabaja. Me interesa la relación de las personas con su trabajo, un tema que no se trata con demasiada frecuencia en las obras literarias, o si se trata suele ser desde un punto de vista idealizado (el escritor, el pintor…) o como un arquetipo (el bróker agresivo, el oficinista cansado…). También sé que narrar en una novela las miserias propias de una profesión puede acabar por no resultar interesante, todo el mundo soporta las suyas en sus trabajos y la experiencia de sus pequeñas miserias a veces no es del todo transmisible.
En cualquier caso, el tema narrativo de la vida laboral contada desde dentro –la vida laboral de un librero, aquí- será más interesante si se retrata con humor, como hace Sergio Galarza en su novela.

Una de las primeras curiosidades que tenía al leer La librería quemada era la de saber si el narrador sería el mismo que el de Paseador de perros, ya que Sergio Galarza comenzó con aquel libro una trilogía sobre Madrid que continuaba con la novela JKF y acababa con La librería quemada. No, no lo es. En Paseador de perros teníamos a un narrador limeño en Madrid que nunca nos da su nombre y en La librería quemada el protagonista sería Santos, que llegó a Madrid desde Lima con treinta años recién cumplidos, pero cuyo padre era un diplomático alemán y su madre es una norteamericana de Wisconsin. Santos, a diferencia del narrador de Paseador de perros, sí declara abiertamente que desea ser escritor. De hecho, lleva reescribiendo durante años una novela sobre la vida del poeta César Vallejo que ninguna editorial quiere publicarle. Este detalle sobre la novela de Vallejo y la frase “Todos los escritores hemos sido ladrones de libros alguna vez.” (pág. 40) me ha parecido un guiño irónico al escritor Roberto Bolaño, que pronunció alguna frase parecida y publicó el libro Monsieur Pain, sobre la muerte de Vallejo en París.

Aunque ambas novelas de Galarza tratan sobre el trabajo –cuidador de mascotas o librero- el tratamiento narrativo es diferente: mientras Paseador de perros estaba escrita en primera persona, La librería quemada alterna capítulos escritos en primera persona (en los que la voz narrativa es la de Santos) con otros en tercera, en los que una voz omnisciente puede hablar de la vida íntima de algunos de los libreros (y también de la de Santos, como si fuese un personaje más de la obra) y cuyo escenario serían las plantas de La Gran Librería de Gran Vía.

El peor día para los trabajadores de La Gran Librería es el viernes, porque este día puede aparecer por la tienda la encargada de recursos humanos Olga Labordeta para formalizar los despidos, que aquejan al negocio por la crisis financiera que atraviesa el país. Las primeras páginas del libro dibujan una panorámica general de la librería, a partir del miedo a los viernes. El lector aún no sabe si existe aquí un narrador en primera persona (que se resiste a hablar de sí mismo todavía) o en tercera. En el capítulo 3 el lector ya descubre que la propuesta narrativa de La librería quemada es diferente a Paseador de perros: el narrador nos acerca a la vida de Marcial, uno de los trabajadores de la librería entrando en su intimidad. Además de Santos, el aspirante a escritor y cazador de ladrones de libros, que no acepta una ofensa de un cliente sin vengarla, la novela nos narrará la vida de varios trabajadores que se van cruzando en el escenario de la librería: uno de los más importantes es Marcial, convencido de que las mujeres latinas han urdido un complot contra él para complicarle la vida; Lorena, que ya ha pasado los cuarenta años, está sola y como le ha ocurrido a muchos otros dependientes de la tienda no acaba de creerse que el trabajo de librera no haya sido un trabajo temporal mientras era joven; o Teodoro, el religioso al que no le importa quedarse a hacer horas extras sin cobrarlas.

La librería quemada es una novela sobre la crisis y el trabajo, sobre el miedo a perder el empleo, pero en ningún caso es una novela maniquea sobre torpes e inhumanos directivos y abnegados y sufridos trabajadores. Más bien se trata de una comedia bufa sobre la condición humana, y lo que a Sergio Galarza le gusta resaltar –usando un humor más relajado, más distante y menos visceral e hiriente que el de Paseador de perros- sobre el ser humano (da igual que sean directivos, empleados o clientes) es su incapacidad para entender al otro, sus aspiraciones desproporcionadas o su mala educación.

Los disparos de Sergio Galarza los puede recibir cualquiera que ose aparecer por el escenario de La Gran Librería. Hay balas para todos:

Para los directivos: “Errores. ¡Quién no los ha cometido en su trabajo! Pero no todos pueden cometerlos. Si eres solo un empleado te tratarán como a tal y acabarás en la calle. Equivocarse: privilegio de los jefes.” (pág. 63)
“Los amigos del Gran Jefe siempre tenían un puesto disponible esperándolos como asesores o, en el peor de los casos, una consultoría de algunos meses.” (pág. 61)

Para los empleados: “Cada uno colocaba los libros de su sección, sin importar que fueran tres y los de las otras llenaran los carros formando torres de Pisa. Faltando una hora para su salida la mayoría de sus compañeros se refugiaba en el mostrador de espaldas a los clientes y se dedicaban a echarse unas risas (…) Algunos compañeros no sabían para qué servían muchas de las teclas de la caja y tampoco cómo se manejaban funciones importantes de los ordenadores, pese a que llevaban la mitad de su vida laboral en la librería.” (pág. 156)

Para los clientes: “¿Era eso lo que quería la empresa, que los dependientes besaran los pies de sus clientes? No faltaban los que se tiraban pedos sin ningún recato y seguían hojeando libros como si no hubiera pasado nada, los que estornudaban sobre las mesas, los que se cortaban las uñas y las dejaban en las estanterías, los que se quitaban los zapatos y paseaban en calcetines por la planta, los que  pegaban su chicle masticado bajo las mesas o en los libros.” (pág. 98)
Sobre los clientes es divertida la descripción de los personajes que aparecen por allí de forma frecuente, así como la denuncia de los numerosos robos que sufre la librería. Me ha hecho gracia el comentario sobre que los libros para las oposiciones de policía suelen ser de los más robados.

La mirada de Sergio Galarza sobre la realidad parece haberse hecho más madura, más distante. Lo que La librería quemada ha perdido en desesperación vital y visceralidad desde Paseador de perros, lo ha ganado en sutileza irónica. Incluso la visión de Malasaña ha cambiado en cinco años: “Malasaña, ese barrio que Santos había idolatrado durante su juventud y que ahora desprecia por su nueva imagen de feria moderna, con un ejército de camareros peinados en la misma peluquería, bares que pretenden vender alcohol con poesía y una música inofensiva que acaricia los oídos como algodón.” (pág. 76).

Los que hemos pasado muchas horas de nuestra vida en La Casa del Libro de Gran Vía podemos reconocer algunos de los cambios que no nos han gustado nada. Una librera reflexiona al final: “Cree que pronto llegará un día en el que le pregunten dónde están los libros de cocina y ella responda: “A la derecha de los huevos”. (pág. 205)
Poco antes otro librero se pregunta: “¿Por qué los autores de renombre obvian a La Gran Librería de la Gran Vía para sus presentaciones? ¿Será solo porque no hay barra para beber o también influirá el aspecto de centro comercial venido a menos que presentan sus escaparates?” (pág. 203)
En la página 171 otro librero dice: “Yo pasé a propósito por delante de la librería la noche que destrozaron las estanterías y las mesas viejas para poner toda esa mierda nueva, y juro que sentí más pena que el día que murió mi abuelo.”
Yo también recuerdo con nostalgia aquellas estanterías antiguas de madera y el gran fondo de narrativa que tenía la librería, ahora muy disminuido.

Me ha gustado el detalle narrativo que une las páginas fínales de La librería quemada con las de Paseador de perros.

Sergio Galarza ha borrado en La librería quemada definitivamente cualquier modismo lingüístico peruano y decide escribir su novela usando un correcto español de España. Es una decisión respetable. La librería quemada, pese a no tener una trama demasiado unitaria, y organizarse en anécdotas (divertidas, la mayoría de las veces) sobre la propia organización de la librería y sus visitantes y expandirse narrativamente contando las vidas -en algunos casos estos desarrollos laterales podrían haber sido novelas cortas independientes- de unos pocos personajes (Marcial, Santos, Lorena, Teodoro…), se lee con simpatía y agrado, como si de un pequeño fresco sobre la condición humana se tratase.


domingo, 13 de septiembre de 2015

Paseador de perros, por Sergio Galarza

Editorial Candaya. 134 páginas. 1ª edición de 2009.

Tenía curiosidad por este libro desde hacía tiempo. En alguna ocasión lo he visto en la cuesta de Moyano por precios muy bajos, pero he resistido la tentación de comprarlo porque seguramente estaba –en ese momento- en alguna de mis fases de no comprar libros o de no leer novedades. Sin embargo, el libro estaba en la biblioteca de Móstoles, y decidí tomármelo como una lectura relajada de verano. Lo saqué junto al última libro publicado de Sergio Galarza (Lima, 1976), el titulado La librería quemada.

De entrada la propuesta de Paseador de perros me gustaba: un joven inmigrante de Lima llega a España lleno de sueños (sobre todo con el deseo de que Madrid sea su centro para viajar por el mundo) y tiene que enfrentarse a una ciudad que parece mostrársele, en más de una ocasión, hostil. Al principio, leía la novela como si fuese puramente autobiográfica, como si la voz narrativa fuera la del propio autor y su novela un documento sobre sus primeros pasos en Madrid. En este sentido, el libro podría leerse como el de un joven Arturo Bandini, el personaje de John Fante, un joven aprendiz de escritor que vuelca su rabia vital contra todas aquellas personas o situaciones a las que ha de enfrentarse en el día a día. Pero existe aquí un juego narrativo que separa a autor y personaje: el narrador de Paseador de perros nunca nos dice que escriba o que pretenda hacerlo. Hablará más de música que de libros, y dentro de su inconformismo juvenil juzgará a las personas por sus gustos musicales, aunque también por los literarios, a pesar de que él mismo se cuide de hablarnos de ellos. En algún momento el juego literario casi llega a romperse y las opiniones del narrador acaban siendo las de un joven Bandini que el lector siente que en realidad lo que desea es ser escritor y que ese motivo se queja, por ejemplo, de que los escritores jóvenes no sean paseadores de perros, como él, y conocer así de verdad la ciudad en la que viven (los escritores jóvenes sólo le importan a otros escritores jóvenes).

El narrador llegó a Madrid lleno de sueños (“Yo tenía ganas de borrar el Lado A de un disco sin éxitos. El Lado B es éste que empieza, como todo aquí, en Madrid”, pág. 8), acompañado de su novia limeña, Laura Song. Tras vivir en La Latina, se mudará (cuando Laura Song haya decidido dejarle) a Malasaña, el barrio que el narrador entiende como el centro musical y juvenil de Madrid. De forma significativa, el personaje está a punto de cumplir treinta años y siente que está dejando ya muchas cosas atrás, sobre todo después de la ruptura con su novia y la llegada de los días de quedarse en casa viendo televisión él solo, porque sus amigos tienen novia o cosas que hacer.

El narrador sin nombre, sin papeles legales de trabajo, pasa a trabajar para Jota, un español que ha decidido ser su propio jefe y montar una empresa para cuidar y pasear mascotas. El narrador tendrá que recorrer gran parte de la Comunidad de Madrid (desde Alcorcón, pasando por Parla o Pozuelo, hasta La Moraleja) para pasear principalmente perros, pero también, por ejemplo, para limpiar la jaula de un mapache en Pozuelo. El mapache Odo se acaba convirtiendo en un animal connotado de significación en la novela: una representación de los miedos del narrador, focalizado en su temor a las posibles agresiones de Odo.

Las frustraciones del narrador (que en algún momento se plantea si hizo bien al irse de Lima) se transforman en el texto en deseos de explosiones violentas. He anotado algunas: “Deseé que una tuneladora apareciera bajo la furgoneta para que Jota se callara, pero él no paraba de darle vueltas al asunto.” (pág. 31), “En anciano me empujó a un lado y miró por la única reja durante unos minutos al mapache. Me habría gustado meter su cabeza en la jaula.” (pág. 53), “Deseé que la perra se transformara en un mapache gigante y los aplastara a todos con la cola.” (pág. 55)

El trabajo de paseador de perros, pese a tener algunas ventajas (poder husmear en las casas de los clientes, pasear por el parque del Retiro, leer un libro junto a un perro exhausto, hacerse pasar por el dueño cuando alguna chica se acerca para acariciar al perro…) es vivido como una condena, una humillación: “¿Y qué saben ellos de mi trabajo? ¿Saben las veces que me he ensuciado las manos con mierda de perro porque las putas bolsas se rompen? ¿Saben las veces que la gente me ordena recoger la mierda del perro antes que el animal termine de cagar y se quedan a mi lado como un notario que da fe de mi humillación?” (pág. 56-57)

La visión del narrador sobre Madrid no es complaciente. Su descripción de Alcorcón: “Ir hasta allí, sumergido una hora en el metro, me deprimía. Sus calles con basura desparramada al lado de los contenedores, los parques con más latas y botellas rotas que flores, la gente vestida con ropa que parece donada por la Cruz Roja de Europa del Este, los jóvenes y sus coches explotando música sin cuerdas, viejos vegetando en las bancas y esquinas como espantapájaros, los rumanos y sus zapatos de escamas, las rumanas y sus joyas de fantasía, los españoles que uno confunde con los rumanos, los latinos peleando por dinero desde los locutorios con alguien al otro lado del Atlántico, los bloques de edificios con balcones blancos de barandillas de metal, esas prisiones del extrarradio que me recordaban el Cono Norte de Lima y a su imperio pacharaco. Cada vez que visitaba Alcorcón me sentía deportado del paraíso del Centro y me preguntaba de qué se reía esa gente viviendo en un lugar así.” (pág. 18-19). Tenemos aquí a un inmigrante sin papeles, que recoge mierda de perro, con el gusto muy fino. En páginas como esta se aprecia un deseo del autor por focalizar su mirada sobre lo   que le resulta feo. Así los espacios de Pozuelo y La Moraleja no están descritos.

La mirada del narrador no es complaciente tampoco con los otros inmigrantes: “Se ofreció a presentarme a mi compatriota y la corté diciéndole que ya conocía a varios. Lo más acertado hubiera sido decirle que no soportaba a los inmigrantes, esa categoría donde la imagen predomina sobre los pasaportes.” (pág. 85). Nuestro limeño tampoco tiene reparos en tirar de tópicos para describir a colectivos de inmigrantes: “Coslada alberga la mayor colonia rumana de Madrid y quizás de toda España. Rumanos: si no trabajan en la construcción, forman bandas que roban casas. Rumanas: si no son asistentas, se prostituyen en calles y puticlubs. Con esos rostros de duendes malignos parece como si no sirvieran para hacer otra cosa. Pareciera como si yo sólo supiera pasear perros.” (pág. 66).
El párrafo anterior me parece significativo: el narrador está enfadado, por estar solo, por tener un mal trabajo, porque sus sueños no se estén cumpliendo y dispara su rabia contra diversos colectivos. Sus opiniones, en muchos casos, como vemos, políticamente incorrectas, quedan suavizadas cuando su visión negativa del mundo se vuelve al final contra sí mismo, resuelta en un: «y ¿quién soy yo para opinar, alguien que se conforma con pasear perros y que no busca otro trabajo?» En la página 121 dispara sus dardos contra los falsos hippies que hacen malabares en el Retiro: “Horda de vagos, eso es lo que son, adoptan la pose de incomprendidos por un mundo del que reclaman el ocio más que la libertad. ¡Póngase a trabajar! ¡A pasear perros!, les habría gritado.” Y un poco más abajo repite el esquema comentado, al decir: “¿Por qué me considero superior a cualquier espectador?”

Esta mirada del narrador, irritante y políticamente incorrecta en más de una ocasión, quizás haga que el texto se vuelva más literario, que trascienda a la visión edulcora de una realidad complaciente que se mira desde afuera. El narrador está enfadado y toma partido cuando opina.

Son interesantes las historias que se nos narran de los personajes secundarios: la de Jota, su jefe, o las de sus clientes. Estas páginas, así como las evocaciones de Lima, actúan como escapes a la tensión narrativa.

En cierto modo, Paseador de perros me ha recordado a una novela italiana de los noventa, Todos al suelo del joven, por entonces, Giuseppe Gulicchia. En los dos libros se connota de significa a una mascota (un mapache en una y un hurón en la otra); quizás la mirada de Gulicchia era más tierna y más humorística, aunque la desesperación del narrador de Paseador de perros no deja de estar exenta de humor.

La nota final contiene un agradecimiento a Irene Cuerda Barcaiztegui que tradujo la novela al “español de España”. Este es un detalle que me estaba llamando la atención al leer el libro, salvo en  muy contadas ocasiones (como, por ejemplo, el “pacharaco” que aparece en una de las citas de arriba) no se usan aquí términos propios del español de Perú como era de esperar, una variante del español que siempre  me pareció muy rica (y algo que, por ejemplo, hace a los libros de Jaime Bayly o Alfredo Bryce Echequique tan divertidos). Aunque esto más que nada es una curiosidad.

Paseador de perros es una novela corta, escrita con gran sentido del ritmo, que describe la ciudad en la que vivo vista por un extranjero, que se convierte en una narración muy cercana a la realidad, con toques de humor (aunque sea negro y desesperado) y que a pesar de la mirada huraña del narrador el lector acaba sintiendo simpatía por él.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

El capital, por Karl Marx

Editorial Alianza. 521 páginas. 1ª edición de 1867, ésta es de 2014.
Traducción de Manuel Sacristán
Selección, introducción y notas de César Rendueles

Ya me he acercado a la obra de Adam Smith, Thomas Malthus, David Ricardo y John Stuart Mill, así que si quería seguir ahondando en mi conocimiento de la historia de las ideas económicas debía leer ahora a Karl Marx (Tréveris, Prusia, 1818 – Londres, 1883), el último de los representantes de la escuela clásica del pensamiento económico y su mayor crítico. Es cierto que en algún momento debería leer los Principios de economía política (1848) de John Stuart Mill, texto fundamental para entender los comienzos de la socialdemocracia europea.

Cuando fui, hace ya más de un año, a Ecobook, la librería del Economista de Conde Duque, tuve en mis manos una nueva edición de El capital que ha publicado la editorial Akal, hace no demasiado tiempo. Una edición con una cajita para guardar los nueve volúmenes de la obra. Estuve hojeando alguno de ellos y me pareció que estaba muy bien editado, con una letra de un tamaño bastante atractivo.
En la Feria del Libro de Madrid de 2015 también visité la caseta de Ecobook y otra vez tuve en mis manos la edición de El capital de Akal, pero ya me había fijado en la reedición que había hecho Alianza de una antología de este libro formada por unas 500 páginas. Quería leer El capital, pero me abrumaba su excesivo número de páginas y acabé pensando que sería mejor comprar la versión extractada de Alianza y tal vez, si me volvía a apetecer, enfrentarme en algún momento futuro a la versión completa.

Introducción:
César Rendueles (Gerona, 1975) -sociólogo, ensayista y profesor universitario- ha sido el encargado de seleccionar las páginas más representativas de El capital para esta edición de Alianza. Su prólogo abarca unas 50 páginas, y comienza con la siguiente frase: “Ningún autor en la historia de las ideas ha tenido una influencia política tan explosiva e inmediata como Karl Marx (1818 – 1883)”. En la página dos de su comentario hace una reflexión que me parece interesante destacar: “”Resulta absurda la idea de que Marx –un pensador riguroso y jaranero, comprometido y bohemio, de erudición enciclopédica y pronunciada sensibilidad artística- guarde la más remota relación con el medio ambiente intelectual oficial de lo que se dio en llamar «socialismo real», una excrecencia cultural freudianamente siniestra desde su nacimiento.” (pág. 14).
“Karl Marx es uno de los fundadores de las ciencias sociales pero, además, es un autor crucial para entender la modernidad.” (pág. 14)
Rendueles comenta que El capital es la obra de toda una vida y que ni siquiera está claro qué escritos lo componen. “Desde muy joven (Marx) adoleció de una incapacidad manifiesta para evaluar el tiempo y la dedicación que merecían ciertos temas.” (pág. 23).
“Marx proyectó El capital en cuatro libros, de los cuales sólo editó y revisó exhaustivamente el primero. Es más que discutible si hubiera aceptado las versiones de los Libros II y III en el estado en que Engels decidió que vieran la luz. Las Teorías de la plusvalía, que Kautsky publicó como Libro IV, nunca se incluyeron en las ediciones de El capital y sólo sirven para dar una idea de los materiales de trabajo de Marx. Todo ello hace altamente recomendable focalizar la atención en el Libro I de El capital como la exposición más depurada de la teoría marxista.” (pág. 24)

Libro I.
El proceso de producción del capital
Más de una vez he escuchado que El capital era una obra de difícil comprensión. Normalmente este tipo de comentarios provenían de personas interesadas en la política y la historia que trataban de leer la obra sin entender desde el principio de dónde partían las palabras de Marx. Como economista de la escuela clásica, Marx conversa con Adam Smith y principalmente con David Ricardo. El capital, en esencia, es una crítica a la obra Principios de economía política y tributación de Ricardo (pinchar AQUÍ para leer el comentario que hice de este libro). En el epílogo a la segunda edición –que abre aquí el Libro I- Marx escribe: “Tomemos Inglaterra. Su economía política clásica cae en el período de lucha de clases no desarrollada. Su última gran representante, Ricardo, hace final y conscientemente de la contraposición de los intereses de clase, del salario del trabajo y el beneficio, del beneficio y la renta de la tierra, el centro vivo de sus investigaciones, concibiendo ingenuamente esa contraposición como ley natural social. Pero con eso la ciencia burguesa de la economía llegaba a su límite insuperable.” (pág. 62-63).

El capital comienza entrando de lleno en una discusión clásica de la historia economía: la teoría del valor, ya enunciada por Adam Smith y corregida después por David Ricardo. Marx se muestra más de acuerdo (en principio) con Ricardo.
Escribe Marx: “La utilidad de una cosa la convierte en valor de uso.” (pág. 72)
“El valor de cambio aparece por de pronto como la razón cuantitativa, la proporción en la cual se cambian valores de uso de una clase por valores de uso de otra clase, relación que cambia constantemente con el tiempo y el lugar.” (pág. 72-73).
La clave está aquí: “El valor de uso, un bien, no tiene valor sino porque en él se objetiva o materializa trabajo humano abstracto. ¿Cómo medir la magnitud de su valor? Mediante el quantum de «sustancia formadora de valor», el quantum de trabajo contenido en él. Por su parte, la cantidad de trabajo se mide por su duración temporal, y el tiempo de trabajo tiene  a su vez su criterio de medida en determinadas partes del tiempo, como la hora, el día, etc.” (pág. 76). En el párrafo anterior Marx y Ricardo coinciden, pero mientras que para el segundo la prosperidad social se basaba en que los obreros tenían que cobrar siempre salarios al nivel de subsistencia (“Ley de Hierro de los salarios”), y no se hacía ningún planteamiento moral sobre la justicia o injustica de esta situación -sino que se tomaba por una ley natural de la estructura económica de un país dividido entre capitalistas y obreros-, Marx junta el análisis económico de la teoría del valor al análisis histórico y social, dado lugar a su teoría de la plusvalía, centro gravitatorio de la teoría marxista.

La sociedad capitalista produce mercancías a través de la división social de trabajo: “La forma mercancía y la relación de valor de los productos del trabajo en que aquélla se expresa no tienen absolutamente nada que ver con su naturaleza física ni con las relaciones materiales que brotan de ella. Lo que para los hombres asume aquí la forma fantasmagórica de una relación entre cosas es estrictamente la relación social determinada entre los hombres mismos.” (pág. 89)
“La determinación de la magnitud de valor por el tiempo de trabajo es un secreto oculto bajo los movimientos perceptibles de los valores relativos de las mercancías.” (pág. 93)

Marx distingue entre una sociedad clásica (precapitalista) en la que se intercambian unas mercancías por otras mediante el dinero (circuito M – D – M) de las relaciones que se establecen en una sociedad capitalista, en las que el productor capitalista establece un circuito D – M – D (es decir, se invierte Dinero para producir Mercancía, y con ella conseguir más Dinero). El capitalista no produce interesado en el valor de uso de la mercancía que crea sino para conseguir más dinero, y con éste volver a invertir en la empresa para producir bienes que le conduzcan a conseguir más dinero.

Cuando el intercambio es entre mercancías, para aprovechar de ellas su valor de uso, Marx apunta “que los dos sujetos del cambio pueden salir ganando. Ambos enajenan mercancías que les son útiles como valores de uso y reciben mercancías que les son útiles para el uso.” (pág. 110) “La situación no se altera por el hecho de que el dinero aparezca como medio de circulación entre las mercancías y los actos de la compra y de la venta se separen materialmente.” (pág. 111)
En el intercambio de una mercancía por otra no se crea plusvalía: aunque un vendedor engañe al otro y le intercambie su mercancía (con un número de horas contenido en su producción) por un valor mayor del que debería ser, el valor global en el mercado de esas mercancías no ha cambiado (aunque una de las partes se apropie de una proporción del total mayor que la otra).

La plusvalía surge en el circuito D – M – D, bajo las premisas de la sociedad capitalista dividida entre poseedores de los bienes de producción y trabajadores. La alteración no proviene del valor de uso de los bienes: “La alteración, pues, no puede proceder más que de su valor de uso como tal, o sea, de su uso. Para extraer valor del uso de una mercancía, nuestro poseedor de dinero habría de tener la suerte de encontrar dentro de la esfera de la circulación, en el mercado, una mercancía cuyo mismo valor de uso poseyera la peculiar naturaleza de ser fuente de valor, una mercancía cuyo uso real, pues, fuera él mismo objetivación de trabajo y, por lo tanto, creación de valor. Y el poseedor de dinero encuentra en el mercado una tal mercancía específica: la capacidad de trabajo, o fuerza de trabajo.” (pág. 119)
El poseedor de la fuerza de trabajo (el obrero) y el capitalista se encuentran en un mercado de compra y venta, y jurídicamente son, por tanto, personas iguales. Si el obrero vendiese toda su fuerza de trabajo de golpe se transformaría en un esclavo. Como persona, el trabajador debe comportarse respecto a su fuerza de trabajo como respecto a una mercancía propia.
El poseedor de dinero encuentra en el mercado de trabajo una sección especial del mercado de mercancías.
El valor de la fuerza de trabajo se determina por el tiempo de trabajo necesario para la producción.
Marx realiza una estimación de cuántas horas de trabajo necesita un obrero que vende su fuerza laboral en una fábrica para cubrir “sus costes” (es decir, para poder alimentarse, vivir en una casa y poder tener hijos: tiempo de trabajo necesario para cubrir su nivel de subsistencia), al resto lo llama la plusvalía: el plusvalor del trabajador del que se apropia el capitalista, que surge del plustrabajo del obrero por encima de las horas necesarias para cubrir el mantenimiento de su fuerza laboral. En sus ejemplos, Marx estima que este tiempo necesario para cubrir costes es de 6 horas, el resto de la jornada laboral será plusvalía de la que se apropia el capitalista.
“La tasa de plusvalía es, por tanto, la expresión exacta del grado de explotación de la fuerza de trabajo por el capital, del trabajador por el capitalista.” (pág. 157)

Una vez definida la idea de plusvalía, uno de los temas más importantes desarrollados en el Libro I es el de los límites de la jornada de trabajo. El mínimo de la jornada de trabajo es indeterminado, “pero sobre la base del modo de producción capitalista, el trabajo necesario no puede constituir nunca más que una parte de la jornada de trabajo, y la jornada de trabajo no puede, por lo tanto, reducirse jamás a ese mínimo.” (pág. 159)
Marx apunta que los límites de la jornada de trabajo tropiezan con límites morales, algo que en ningún momento llegó a insinuar David Ricardo, al que Marx dedica más de un calificativo poco amable en este libro. Aunque no lo cite explícitamente, en más de un momento Marx llama a los economistas políticos como Ricardo “olifantes” (me encantó leer esta palabra), “teóricos burgueses” o “ideólogos del capitalista”.
El capitalista intentará alargar la jornada laboral del trabajador para valorizar su capital, pero el trabajador tendrá que velar para que no se dé un uso excesivo de su fuerza de trabajo. Al capitalista le interesa alargar las jornadas de trabajo diario para valorizar a corto plazo su capital, pero esto puede suponer un desgaste excesivo sobre el cuerpo del trabajador. Se dan al respecto algunos datos sobre la esperanza de vida de herreros en zonas industriales de Inglaterra en los que Marx muestra como estas cifras han empeorado en las últimas décadas. Un herrero que podría vender su fuerza de trabajo durante treinta años, se encuentra con ella agotada por sobreexplotación a los diez. El trabajador debe administrar su única riqueza, la fuerza de trabajo. Marx hace homenaje en el prólogo y en la parte central del Libro I a los inspectores fabriles que velan porque se cumplan las jornadas de trabajo inglesas ante “el ansia que tiene el capital de chupar desmedidamente la fuerza de trabajo hasta agotarla.” (pág. 165)
Los ejemplos que se dan en las páginas 168-169 sobre explotación infantil son escalofriantes. Hablemos, por ejemplo, de Guillermo Wood, que tenía 7 años y 10 meses cuando empezó a trabajar, que llegaba cada día de la semana a la fábrica a las 6 de la mañana y se iba a las 9 de la noche. Estamos hablando de jornadas de 15 horas diarias (7 días a la semana) para un niño de 7 años. De forma implícita, porque de forma explícita nunca parece haber personas reales en los análisis de David Ricardo, éste parece considerar que el trabajo de Guillermo Wood en una fábrica es algo inherente al capitalismo (e inevitable) y que su aceptación conducirá al “progreso” de la sociedad.
Los datos sobre las expectativas de vida en los distritos ceramistas de Stoke-upon-Trent y Wolstanton parecen también extraídos de un cuento de terror: «Cada generación de trabajadores de la cerámica es más enana y más débil que la anterior», cita Marx en la página 170 al Dr. Boothroyd.
“El capital no pregunta por la duración de la vida de la fuerza de trabajo. Lo único que le interesa es exclusivamente el máximo de fuerza de trabajo que se puede hacer fluir en una jornada de trabajo.” (pág. 175)
“El capital no tiene en cuenta la salud y la duración de la vida del obrero si la sociedad no le obliga a tenerla en cuenta. (…) En líneas generales eso no depende tampoco de la buena o mala voluntad del capitalista individual. La libre competencia impone como ley coercitiva externa, frente al capitalista individual, las leyes inmanentes a la producción capitalista.” (pág. 179-180). En este párrafo podemos ver una crítica directa a esa idea positivista que sobre la competencia tenía Adam Smith; aunque Smith –como ya comenté en su momento- cuando hablaba de los incentivos individuales y definía sus ideas de libre competencia estaba hablando de un mundo ideal de empresas pequeñas donde se respetaban los límites morales del intercambio justo.

“La historia de la regulación de la jornada de trabajo, en algunos modos de producción, y, en otros, la lucha, que aún continúa, por esa regulación prueban tangiblemente que en determinados estadios de madurez de la producción capitalista el trabajador aislado, el trabajador en cuanto vendedor «libre» de su fuerza de trabajo, sucumbe sin resistencia. Por eso la creación de una jornada de trabajo normal es producto de una larga guerra civil, más o menos disimulada, entre la clase de los capitalistas y la clase de los trabajadores.” (pág. 182)

Marx define también el concepto de plusvalía relativa. El tiempo de la jornada de trabajo que ha cubierto el coste de producción para el obrero y del que se adueña el capitalista sería la plusvalía absoluta. Como en casi todos los países europeos la sociedad ha decidido poner límites a la jornada de trabajo, al capitalista no le queda más remedio que invertir en innovaciones técnicas que contribuyan a que el trabajador en la fábrica pueda cubrir antes sus costes de producción y que el resto se convierta, por tanto, en plusvalía para el capitalista. Es decir, que si el Estado impone el límite de la formada laboral en 12 horas, y el trabajador tardaba 6 en cubrir su coste, el cambio tecnológico va a permitir que ahora se cubra ese coste en 4 horas, y que se incremente así la plusvalía (relativa, en este caso), ya que el capitalista no puede legalmente aumentar la jornada por encima de las 12 horas.
Así se define en la página 190: “Llamo plusvalía absoluta a las plusvalía producida mediante la prolongación de la jornada de trabajo; por el contrario, llamo plusvalía relativa a la plusvalía que brota de la abreviación del tiempo de trabajo necesario y la alteración correspondiente de la razón cuantitativa entre los dos elementos de la jornada de trabajo.”
“Cuando un capitalista individual abarata, por ejemplo, camisas mediante el aumento de la fuerza productiva del trabajo, no hay necesitad alguna de que tenga en cuenta la finalidad de rebajar el valor de la fuerza de trabajo y así, por tanto, el tiempo de trabajo necesario.” (pág. 191).
Recuerdo que el economista Carlos Rodríguez Braun comentaba en el prólogo del libro Ensayos sobre algunas cuestiones disputadas en economía política de John Stuart Mill, que la explicación que da éste de la diferencia entre plusvalor absoluto y relativo parece que inspiró a Marx unas décadas después. (Ver AQUÍ mi comentario sobre este libro). Leyendo un párrafo como el último que he trascrito y recordando las palabras que leí de Mill hace unos meses este comentario de Rodríguez Braun parece bastante cierto.

La cooperación ha sido muy importante, apunta Marx, en los comienzos culturales de la humanidad, entre los pueblos cazadores o agricultores. En la Edad Media y en las colonias modernas la cooperación se ha producido en relaciones de dominio y servidumbre, generalmente mediante la esclavitud. “En cambio, la forma capitalista presupone desde el primer momento la existencia del trabajador asalariado libre que vende al capital su fuerza de trabajo. Pero históricamente esta forma capitalista de la cooperación se desarrolla en contraposición con la economía campesina y con el taller artesanal independiente.” (pág. 205). Para Marx las relaciones cooperativas que se establecen en la fábrica capitalista tienen más que ver con el vasallaje de la Edad Media que con el intercambio entre supuestos hombres libres: “La manufactura propiamente dicha no sólo somete al antiguo trabajador independiente a las ordenes y la disciplina del capital, sino que, además, crea una articulación jerárquica de los mismos trabajadores.” (pág. 222)

Los avances tecnológicos pueden tener algunas consecuencias negativas: La máquina permite prescindir de fuerza muscular y así pueden entrar en la fábrica los niños y las mujeres, es decir, todos los miembros de la familia obrera. Este incremento de las personas trabajadoras hace que el trabajo individual pierda valor. Hasta ahora estábamos suponiendo que el trabajador y el capitalista se enfrentaban en el mercado como personas libres; pero al comprar el capitalista la fuerza de trabajo de niños y mujeres ya no está tratando con personas con plena capacidad de derechos, puesto que en la época de la que habla Marx las mujeres (y por supuesto los niños) no pueden votar.

“El código fabril en el que el capital formula de un modo absolutista y jurídico-privado su autocracia sobre sus trabajadores, sin la división de poderes a la que la burguesía es tan aficionada en otros casos y sin el sistema representativo aún más querido por ella, no es más que la caricatura capitalista de la regulación social del proceso de trabajo, regulación que se hace necesaria con la cooperación en gran escala y la aplicación de un medio de trabajo común, y señaladamente de la maquinaria. En el lugar del látigo del esclavista aparece el libro de sanciones del vigilante.” (pág. 240)

“La contradicción entre la división manufacturera del trabajo y la esencia de la gran industria se impone violentamente. Aparece, entre otros lugares, en el hecho terrible de que una gran parte de los niños empleados en las modernas fábrica y manufacturas quedan desde la más tierna edad encadenados a las manipulaciones más simples y son explotados durante años sin aprender ningún trabajo que más tarde los hiciera utilizables aunque sólo fuera en la misma manufactura o fábrica.” (pág. 245-246)

En la página 249 Marx hace una insinuación de que en el futuro podría darse un mundo mejor: “La inevitable conquista del poder político por la clase trabajadora, conquistará también para la instrucción tecnológica, teórica y prácticamente, el lugar que le corresponde en las escuelas obreras.”

Me interesa una idea que aparece en la página 252: “En la esfera de la agricultura es donde la gran industria actúa del modo más revolucionario, en la medida en que aniquila el baluarte de la vieja sociedad, el «campesino», y desliza bajo él el trabajador asalariado. Sobre esto en la página 254 aparece una idea ecológica, algo que leo por primera vez en mi acercamiento a los economistas clásicos y que creo que debe ser destacado: “Todo progreso de la agricultura capitalista es progreso no sólo del arte de depredar al trabajador, sino también y al mismo tiempo del arte de depredar el suelo.”

Llegamos a la sección séptima del Libro I: El proceso de acumulación del capital
“La primera condición de la acumulación es que el capitalista haya conseguido vender sus mercancías y retransformar en capital la mayor parte del dinero así conseguido.” (pág. 264)
“Ninguna sociedad puede producir –o sea, reproducir-constantemente sin retransformar constantemente una parte de su producto en medios de producción o elementos de la nueva producción.” (pág. 266)
“Una parte del plustrabajo anual se tiene que utilizar para producir más medios de producción y de vida, en exceso respecto de la cantidad que se requería para reponer el capital adelantado. Dicho con otras palabras: la plusvalía es convertible en capital exclusivamente porque el plusproducto cuyo valor es ella contiene ya los elementos materiales de un nuevo capital.” (pág. 279)
“Cada año se emplea a más trabajadores que el año anterior, antes o después tiene que llegar el momento en que las necesidades de la acumulación empiecen a crecer por encima de la oferta corriente de trabajo, o sea, en que se produzca aumento de salarios.” (pág. 290). “La elevación del salario no significa, en el mejor de los casos, más que una disminución cuantitativa del trabajo no pagado que ha de prestar el trabajador. Esa disminución no puede proceder hasta el punto en el cual amenazaría al sistema mismo. (pág. 292)
“Al aumentar la masa de riqueza que funciona como capital, amplía la concentración de ese capital en manos de capitalistas individuales. (…) La creciente concentración de los medios de producción sociales en las manos de capitalistas individuales está limitada, si las demás circunstancias no varían, por el grado de crecimiento de la riqueza social.” (pág. 297). Debido a la competencia, los capitalistas pequeños se lanzan a esferas de la producción de las que la gran industria no se ha apoderado todavía, necesitan usar el sistema de crédito, y esto y la competencia acaba con muchos pequeños capitalistas, lo que hace que aumente la centralización del capital, lo que podría conducir al monopolio en algunas industrias.

La centralización y los avances tecnológicos producen siempre una población trabajadora excedente y superflua. A esta población Marx la denomina “ejército industrial de reserva.” “El ejército industria de reserva presiona durante los periodos de estancamiento y de prosperidad media al ejército activo de trabajadores y frena sus reivindicaciones durante el período de sobreproducción y paroxismo. La sobrepoblación relativa es, pues, el fondo sobre el cual se mueve la ley de la demanda y la oferta del trabajo.”

Es interesante el comentario sobre la producción capitalista agraria: en el campo los avances técnicos hacen que sobre más población, que acabará como proletariado urbano. Este nuevo proletariado hace que crezca el generado por la ciudad y así se dé una renovada presión de los salarios a la baja. Cuando más crece el ejército de reserva más se explota a los trabajadores activos y menos salarios se les pagan. “Esta es la ley general, absoluta, de la acumulación capitalista.” (pág. 313) “Todos los métodos de producción de plusvalía son al mismo tiempo métodos de acumulación y, recíprocamente, toda expansión de la acumulación se convierte en medio de desarrollo de aquellos métodos. Se sigue de ella que, en la medida en que se acumula capital, la situación del trabajador tiene que empeorar.” (pág. 314)

En la página 315 nos encontramos con el capítulo vigésimo cuarto, el titulado El secreto de la acumulación originaria, que me ha parecido uno de los más interesantes del libro, ya que une el estudio económico con el histórico, y gracias a páginas como está queda claro porque Marx es uno de los padres de las ciencias sociales. Dice Marx: “Esta acumulación originaria tiene en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. (…) Se explica el origen del pecado narrándolo como anécdota del pasado. En tiempos remotos hubo, por un lado, una élite aplicada, inteligente y, ante todo, ahorradora, y, por otro, unos golfos haraganes que dilapidaban en juergas todo lo que tenían y más.” (pág. 315)
Hasta ahora, nos dice Marx, los economistas políticos nos han hablando de una sociedad dividida en trabajadores y poseedores de los medios de producción, y nunca se ha explicado cómo se ha llegado a esta situación en la que la mayoría de las personas de una sociedad sólo puede vender su trabajo y sigue siendo siempre igual de pobre y luego existen unos pocos, que poseen los medios de producción, que son cada vez más ricos.
“En la historia real tienen, como es sabido, papel de protagonistas la conquista, el sometimiento, el asesinato, la violencia, dicho brevemente. En la suave economía política dominó desde siempre el idilio. Derecho y «trabajo» fueron desde siempre los únicos medios de enriquecerse.” (pág. 316)
“La estructura económica de la sociedad capitalista ha nacido de la estructura económica de la sociedad feudal.” (pág. 317)
“Los capitalistas industriales, esos nuevos potentados, tuvieron, por su parte, que desplazar no sólo a los maestros artesanos gremiales, sino también a los señores feudales, que se encontraban en posesión de las fuentes de la riqueza. Desde este punto de vista su ascensión se presenta como fruto de una lucha victoriosa contra el poder feudal y sus irritantes privilegios, así como contra los gremios y las trabas que éstos habían puesto al libre desarrollo de la producción y a la libre explotación del ser humano por el ser humano.” (pág. 318)
“El punto de partida del proceso que engendra tanto al trabajador asalariado como al capitalista fue el sometimiento servil del trabajador. El decurso ulterior consistió en un cambio de forma de ese sometimiento, en la conversión de la explotación feudal en explotación capitalista. (…) La expropiación del productor rural, el campesino, de su tierra constituye el fundamento del entero proceso.” (pág. 319)
En el siglo XIV la gran mayoría de la población estaba formada por campesinos libres, que gozaban del aprovechamiento de la tierra comunal. En la Europa feudal la tierra estaba dividida entre el mayor número posible de campesinos vinculados. El poder del señor feudal se basaba en el número de sus súbditos, y esto dependía del número de campesinos económicamente autónomos.
“El prólogo de la transformación que creó el fundamento del modo de producción capitalista ocurre en la última tercera parte del siglo XV y en los primeros decenios del siglo XVI. Una masa de proletarios se ve proscrita y lanzada al mercado de trabajo por obra de la disolución de los séquitos feudales.” (pág. 321). En Inglaterra se usurpó a los campesinos el uso de las tierras comunales. Se dieron dos corrientes que llevaron a esto: el aumento del valor de la lana, que hizo que el suelo agrícola se transformara en zona de pastos; y la Reforma, donde se expropian los bienes de la Iglesia. En los dos casos la tierra se concentra en cada vez menos manos; esto expulsa de sus tierras a los antiguos campesinos vinculados a ellas por sucesión, y sus pequeñas explotaciones se van fundiendo.
Bajo la restauración de los Estuardo los terratenientes impusieron legislativamente una usurpación de la tierra al abolir la constitución feudal. La Revolución Gloriosa llevó al poder a los terratenientes y capitalistas: “Estos inauguraron la nueva era ejerciendo a escala colosal el robo de los dominios estatales, practicado hasta entonces sólo modestamente. Estas tierras se regalaron, se vendieron a precios irrisorios, o incluso fueron anexionadas por propiedades privadas mediante usurpación directa. (…) La propiedad estatal así fraudulentamente apropiada, junto con la arrebatada a la Iglesia (…) constituye el fundamento de los actuales dominios principescos de la oligarquía inglesa. Los capitalistas burgueses favorecieron la operación, entre otras cosas para convertir la tierra en puro artículo mercantil, ampliar la zona de la gran empresa agrícola, aumentar su aprovisionamiento de proletarios proscritos del campo, etc. Además, la nueva aristocracia terrateniente era la aliada natural de la nueva bancocracia.” (pág. 324)
“El progreso del siglo XVIII se revela en el hecho de que ahora la ley misma se convierte en vehículo del robo de la tierra del pueblo.” (pág. 325)
“¿Qué farthing de indemnización recibió jamás el pueblo rural por los 3.511.770 acres de tierra comunal que se le robaron entre 1810 y 1831 y fueron regalados parlamentariamente por los terratenientes a los terratenientes?
El último gran proceso de expropiación de la tierra de los campesinos, por último, es el llamado clearing of estates.” (pág. 330)
“En el siglo XVIII se prohibió al mismo tiempo a los gaélicos, expulsados de la tierra, la emigración, con objeto de meterlos por la fuerza en Glasgow y otras ciudades fabriles.” (pág. 331)
Estos campesinos de repente sin tierras son expulsados del campo y se convertirán en mano de obra barata para la naciente industria manufacturera de las ciudades, pero esta industria no podía absorber a todos los expulsados del campo. Por eso, a partir del siglo XV empieza a haber más vagabundos en Europa. La legislación los trató como criminales “voluntarios” (Esto me recuerda a la idea neoliberal del “paro voluntario”). Resulta ahora interesante volver a releer las ideas sobre las “leyes de pobres” de Adam Smith y David Ricardo, después de acercarse al análisis marxista.
“El «gran partido liberal» permitió a los jueces ingleses –siempre moviendo el rabo al servicio de las clases dominantes- desenterrar las añosas leyes sobre «conspiraciones» y aplicarlas contra las coaliciones obreras.” (pág. 340) “Los trabajadores no tienen derecho a ponerse de acuerdo acerca de sus intereses, a actuar unidos y moderar así su «dependencia absoluta, que es casi esclavitud»; y ello simplemente porque así lesionarían «la libertad de sus ci-devant maîtres (hasta ahora amos) de los actuales empresarios» (¡la libertad de mantener a los obreros en la esclavitud!).” (pág. 341)

El capitalismo industrial también tiene su origen en el colonialismo en América o en África: “Mientras implantaba en Inglaterra la esclavitud de los niños, la industria algodonera provocaba al mismo tiempo la conversión de la economía esclavista de los Estados Unidos, hasta entonces más o menos patriarcal, en un sistema de explotación comercial.” (pág. 345)
En la página 347 aparece una crítica directa a economistas políticos como Ricardo que creo que merece la pena destacar: “En interés de la llamada riqueza nacional busca medios para producir la pobreza popular.” Esto mismo pensé cuando hace unos meses leí Principios de economía política y tributación de Ricardo.

Es interesante también el capítulo 25 en el que se analiza el sistema de las colonias, y principalmente se habla de Estados Unidos: allí al existir tierras que pueden ser tomadas y explotadas es mucho más difícil establecer un sistema fabril capitalista. Se intentó, pero los trabajadores llevados de Europa a Estados Unidos para trabajar en fábricas, las dejan y se van hacia el Oeste pata establecerse como hombres libres. Así que para que en las colonias funcione el sistema capitalista parece que una condición previa ha de ser la de la posesión de la tierra por el poder capitalista.
“La guerra civil norteamericana ha tenido, entre sus consecuencias, una deuda nacional colosal y, con ella, presión fiscal, génesis de la más canallesca aristocracia financiera, regalo de una parte gigantesca de las tierras públicas a sociedades de especuladores para la explotación de ferrocarriles, minas, etc., en resolución, la más rápida centralización del capital.” (pág. 359)

En las conclusiones del Libro I Marx afirma: Lo que ahora hay que expropiar no es ya el trabajador económicamente autónomo, sino el capitalista que explota a muchos trabajadores.” (pág. 362)
“El modo de apropiación capitalista (…) es la primera negación de la propiedad privada individual, basada en el trabajo propio. Esta negación de la negación no restaura la propiedad privada, pero sí la propiedad individual sobre la base de la conquista de la era capitalista: la cooperación y la posesión común de la tierra y de los medios de producción producidos por el trabajo mismo.” (pág. 363)


Libro II
El proceso de circulación del capital
César Rendueles ha seleccionado unas 350 páginas del Libro I de El Capital y unas 60 páginas del Libro II y otras 60 del III.
Lo cierto es que después de acabar con las páginas del Libro I, las del II se me hicieron arduas. En estas 60 páginas, Marx profundiza en una idea expresada con anterioridad, la del ciclo económico D – M – D (Dinero – Mercancía –Dinero). Creo que con la explicación del Libro I tuve suficiente, y lo cierto es que acabé perdiendo el interés en la pedregosa abstracción de estas páginas.


Libro III
El proceso global de la producción capitalista
Por fortuna, mi interés lector tuvo una remontada al empezar las páginas seleccionadas del Libro III.
Retomamos aquí el concepto de plusvalía, analizado ahora junto a la idea de beneficio: “El beneficio del capitalista nace del hecho de que tiene para vender algo que no ha pagado. La plusvalía, o el beneficio, consiste precisamente en el exceso del valor de la mercancía respecto de su precio de coste.” (pág. 437)
La idea importante aquí es que el capitalismo tiende a la acumulación en cada vez menos manos y al crecimiento: cada vez menos personas poseen fábricas más grandes, con una inversión en capital mayor. Si el beneficio para el capitalista proviene de la plusvalía que toma de los trabajadores y éste capital variable es cada vez menor en proporción al crecimiento del capital fijo, lo que ocurrirá es “el paulatino aumento del capital constante respecto del variable tiene que tener necesariamente como resultado una caída gradual de la tasa general de beneficio si se mantiene igual la tasa de plusvalía, el grado de explotación del trabajo por el capital.” (pág. 458)
“La ley de la progresiva caída de la tasa de beneficio o de la disminución relativa del plustrabajo apropiado en comparación con la masa de trabajo objetivado puesta en movimiento por el trabajo vivo no excluye en modo alguno que aumente la masa absoluta del trabajo puesta en movimiento y explotado por el capital social.” (pág. 461)
Cuando más desarrollado está un país en su modo de producción capitalista más se manifiesta en él la existencia de sobrepoblación.
“Caída de la tasa de beneficio y aceleración de la acumulación son sólo dos expresiones diferentes de un mismo proceso en la medida en que ambas expresan el desarrollo de la fuerza productiva. La acumulación, por su parte, acelera la caída de la tasa de beneficio, en la medida en que con ella se da la concentración de los trabajos en gran escala y, consiguientemente, una composición más alta del capital. Por otra parte, la caída de la tasa de beneficio acelera a su vez la concentración del capital y su centralización mediante la expropiación de los capitalistas menores, mediante la expropiación de los capitalistas menores, mediante la expropiación del último resto de productores directos a los cuales quede algo por expropiar. (…) Los economistas que, como Ricardo, consideran que el modo de producción capitalista es el modo de producción absoluto notan en este punto que ese modo de producción se pone a sí mismo una barrera, y atribuyen consiguientemente esa barrera no a la producción, sino a la naturaleza (en la doctrina de la renta de la tierra).” (pág. 470-471)
Aunque lo que normalmente lo que se reprocha a Ricardo es que no se preocupa por los seres humanos, lo que acaba de inquietarle –y no se señala- es que la tasa de beneficios se vea amenazada por el desarrollo de la producción misma.


Conclusión personal
Ahora, tras leer esta antología de El capital de Alianza me doy cuenta de que la mayor fuerza de las ideas de esta obra recaen en el Libro I (plusvalía, jornada laboral, proceso histórico de acumulación del capital…), aunque también sobre el Libro III (reducción de la tasa de beneficios debida a la acumulación de capital).
Karl Marx me ha parecido un economista mucho más moderno que David Ricardo. Como ya comenté en la obra de Ricardo no había ningún comentario sobre las condiciones laborales de las personas; sólo se hablaba de la necesidad de que los salarios de los trabajadores se mantuvieran siempre al nivel de subsistencia. No había ninguna palabra sobre las jornadas de trabajo, la mano de obra infantil o la explotación laboral, tal sólo parecían preocuparle las leyes que trataban de ayudar a los pobres que, según él, deberían ser abolidas porque fomentaban la vagancia. Las ideas de Marx unen a la economía el debate moral, algo que me parece siempre necesario, y hace que sea cuestionable la idea de eficiencia económica promovida por economistas como Ricardo, cuando esta supuesta eficiencia pasa por incrementar la pobreza de una parte cada vez mayor de la población.
En El capital se critican los abusos del sistema fabril de la Europa del siglo XIX y las propias limitaciones del modelo de producción capitalista. No se plantea (al menos en la parte que yo he leído) una sociedad alternativa, salvo esa idea general de expropiar los medios de producción a los capitalista, cuya acumulación de capital original se ha conseguido por medios violentos e injustos.

Frente a la economía aséptica, desangelada e inhumana de Ricardo, los planteamientos éticos de Marx, y su estilo irónico son, sin duda, un soplo de aire fresco en la escuela clásica de pensamiento económico.