De la poeta Eva Vaz (Huelva, 1972) leí la antología Frágil, publicada por Baile del Sol. La reseñé en el blog
(ver reseña AQUÍ). Gracias a aquella lectura, intercambiamos algunos correos y
hace unos meses le envié a Eva mi poemario doble El bar de Lee, que ella
leyó y me comentó amablemente. Le hice a Eva una pregunta que siempre le hago a
aquellas personas que leen mis libros de poesía: ¿qué poemas le habían gustado
más del libro? Me llama la atención ver cómo el título de algunos poemas se
repiten, y a veces coinciden con mis favoritos y a veces no.
La elección de Eva fue original:
me nombró un poema del primer libro -Móstoles era una fiesta-, titulado, Poda,
y uno del segundo –El calvo del Sonora-, titulado Mecánica y Ondas. Creo
que ella ha sido la primera persona que ha destacado estos poemas. El primero a
mí también me gusta mucho, aunque para su perfecta compresión haría falta leer
algunos otros poemas de ese libro, con los que están relacionados, y el segundo
me gusta como quedó, pero no es de mis favoritos.
Los voy a dejar aquí, queriendo
dar en público las gracias a Eva Vaz por sus amables palabras sobre mi libro:
PODA
Reducido
a lentos muñones, el olmo encuadrado
en
la ventana no alberga ya la visita del mirlo
a
las 7 de la tarde. Mi paisaje de estudio ha sido
devastado.
Las ramas borboteantes de viento y la humedad
de
la lluvia excluidas, como los manotazos de niño
con
que juega la muerte.
Son
las 10 de la noche y tengo alergia al polen.
Una
alergia en las venas manchadas de café,
una
furiosa urticaria en la esencia podrida
del
mundo. Hoy estoy sentado, derrotado, y no sueño contigo.
Me
veo de nuevo buscándote camino de la biblioteca,
comprendiendo
lo ridículo de mis quimeras de polen,
la
intangible ausencia de mis palabras
no
pronunciadas.
Oyendo
afuera el escurrir de la lluvia
me
imagino su ajeno resbalar en los muñones
grises
del olmo, y bajo la lluvia oigo resbalar
todas
mis palabras no pronunciadas, ausentes como
el
mirlo negro que ya no puede posarse en
el
desgarrado paisaje
de
mi ventana.
MECÁNICA
Y ONDAS
Mesas arañadas y
resbaladizos peldaños,
me desprendí del examen
antes de tiempo,
la mente embotada y el
martillero punzante
de una canción de
Nirvana en la cabeza,
sin tregua sobre los
folios en blanco
(porque el tiempo de
Einstein también
fue para mí el tiempo de
Nirvana)
…come as you are, come as you
are…
Angustiado,
vertiginoso, con esquinas
de filos muy agudos al
girar la vista,
salí al remanso del
pequeño parque
entre las facultades de
ciencias.
No tomé el metro a casa,
fui hasta
Recoletos, quería ver la
exposición
al aire libre con las
estatuas de Botero.
Adentrándome en el
césped, me moví
alrededor de las
rechonchas figuras, toqué
curvas de alegres
gigantas, despreocupadas
y tónicas.
En la mañana de febrero
calentaba el sol y la
gente y los coches
pasaban ajenos a los
hamiltonianos,
a mi juventud ridícula y
a los equilibrios
estables e inestables,
más allá de las integrales
de delirantes cambios de
ánimo y variable.
Había
estado días (meses) inmóvil en la silla
de mi cuarto, sabiendo
que no podía aprobar,
pero consciente también
de la imposibilidad
de eludir el parvo rito
de las horas de estudio.
Me asfixiaba al correr y
mis perseguidores
iban a darme alcance:
tras el extravío
de las sábanas, por las
noches se repetía.
Sobre la silla de mi
cuarto chapoteaba
en la seca inutilidad de
mis esfuerzos,
peor aún: de mi fingir y
mi yo fraudulento.
Pero
allí, en aquellos minutos -que retengo
sobre este nuevo folio
en blanco
donde pretendo ser yo
ahora
el que examine a la
vida, a la que tuve—
con los pies en el
césped y el calorcillo
de la mañana invernal,
palpando
las voluptuosas curvas
de las relajadas
mujeres de Botero, el
sol derramado
sobre el rostro, sé que
conseguí imaginar
que más allá de la
pronta vuelta
a casa, el ¿qué tal? de mis padres
y de nuevo la silla de
estudio
y el esfuerzo inútil del
impostor,
podía existir para mí,
todavía,
alguna clase de
equilibrio –aunque
fuese inestable—en algún
lugar
de las malditas coordenadas del
espacio.