domingo, 27 de marzo de 2011

Glosa, por Juan José Saer

Editorial Destino. 259 páginas. 1ª edición de 1985, ésta de 1988.
(La foto la he tenido que hacer yo, porque no encuentro en internet la imagen de Glosa en la edición de Destino, sólo aparece en la edición Argentina de Seix Barral)

Ya comenté, hace unos meses, al hacer balance de las lecturas de 2010, que uno de los descubrimientos de ese año había sido la literatura de Juan José Saer (Santa Fe, Argentina, 1937; París, 2005), y que me había propuesto seguir con él en 2011. A pesar de que sus libros (salvo La grande) son prácticamente inencontrables en librerías, se pueden conseguir de tres modos: librerías de segunda mano, bibliotecas y librerías especializadas en literatura hispanoamericana, donde sus obras, en las nuevas ediciones de Seix Barral, son importadas desde Argentina.

La Wikipedia, con su difusa acumulación de datos nebulosos, afirma que Glosa es la mejor novela de Saer según “algunos críticos”. La he encontrado en la biblioteca de Retiro, en Madrid (entre noviembre de 1992 y abril de marzo de 2011 ha sido requerida 13 veces, incluyéndome a mí).
Según la Wikipedia, de nuevo, y un interesante artículo que encontré en Internet, publicado por Milly Epstein Jannai (ver aquí), Glosa toma como modelo El banquete de Platón.

La novela nos lleva a la mañana del 23 de octubre de 1961, y discurre en un tiempo real que apenas alcanza los 60 minutos. Ángel Leto, de 21 años, siguiendo un impulso, se baja del autobús que lo lleva al trabajo y empieza a caminar por “la ciudad” (Santa Fe). En su caminata se encuentra con el Matemático, de 27 años, que acaba de regresar a la ciudad tras un viaje por Europa de 3 meses. Ambos son conocidos, de un amplio círculo de amigos. El Matemático le comenta a Leto que la semana anterior se encontró con Botón (a quien Leto no conoce en persona), y éste le estuvo contando, en un trayecto por el río, cómo fue la fiesta celebrada por el 65 cumpleaños de Washington Noriega en una finca de Colastiné. En la escasa hora que ocupa el tiempo de la novela, y en un paseo de 21 cuadras, el Matemático narrará a Leto lo acontecido en la fiesta de cumpleaños a la que no ha asistido ninguno de los dos.

El tema principal de Glosa –y de gran parte del universo saeriano- es la percepción de la realidad; la imposibilidad de captar todos los hilos que mueven nuestro acercamiento a lo real, lo que sólo podemos alcanzar mediante nuestros sentidos, y cómo, a la vez, ellos mismo nos limitan. “(…) el sentimiento, decía, de no pertenecer del todo a este mundo, ni desde luego, a ningún otro, de no poder reducir nunca enteramente  lo externo a lo interno o viceversa, de que por más esfuerzos que se hagan siempre habrá entre el propio ser y las cosas un divorcio sutil del que, por razones oscuras, el propio ser se cree culpable, el sentimiento confuso y tan inconscientemente aceptado que ya se confunde con el pensamiento y con los huesos, de que el propio ser es la mancha, el error, la asimetría que con su sola presencia irrisoria enturbia la exterioridad radiante del universo” (página 91).

El Matemático reconstruye para Leto lo que Botón reconstruyó para él una semana antes. El Matemático conoce a casi todas las personas de las que habla, y el lugar donde tuvo lugar el cumpleaños, no así Leto, nuevo en la ciudad, y para quien la fiesta en la finca de Colastiné, su imagen de ella, será formada por la idea previa de otras fincas y otras personas.
En más de un momento las palabras de ambos evocarán en el otro asociaciones diferentes a las que cada interlocutor podría presuponer. Así, en más de una ocasión, los pensamientos de Leto irán a recaer sobre las circunstancias que rodearon al suicidio de su padre, acaecido un año antes. Y los pensamientos del Matemáticos le llevaran a rechazar a la burguesía, clase social a la que pertenece.

Pasadas las 100 páginas aparece Carlos Tomatis, uno de los personajes emblemáticos del universo saeriano, uno de los protagonistas de la fiesta de Washington, abrumado por un agudo sentimiento depresivo. Tomatis acompaña a Leto y al Matemático durante algunas cuadras más del paseo y dará su propia versión de lo acontecido, una versión que puede contradecir a la de Botón, y, de la que, una vez que Tomatis deja a los andantes, éstos desconfiarán.

En la página 135 tiene lugar uno de los momentos más interesantes de la novela, cuando el narrador nos desvela qué va a ser del Matemático y Leto en 1979, un tiempo que también es ya pasado en la novela. Lo narrado durante la caminata de 1961 se ha incorporado ya a su bagaje de recuerdos, aunque sea recuerdos falsos creados a partir de una evocación personal. El Matemático paseará por París con Pichón Garay en 1979, y evocarán de nuevo la fiesta de cumpleaños. En los recuerdos de Garay, que sí estuvo allí, se ha incorporado la presencia del Matemático, que habrá de desmentir ese recuerdo falso.
En este salto al futuro, Glosa adquiere su dimensión política. A los tres personajes principales del libro, Leto, el Matemático, Tomatis le aguarda, tras su juventud en la ciudad, la muerte violenta a manos de los militares, el exilio, la clandestinidad..., todo un conjunto de despropósitos vitales que hacen trascender el aparentemente banal momento de una mañana de octubre de 1961 y la descripción inocente de una fiesta, en la que el auténtico nexo de unión entre los personajes serían las simpatías políticas.

 
El estilo que Saer despliega en esta novela está muy trabajado, con continuas repeticiones que crean tonalidades poéticas en el texto. El narrador nos acerca a la historia desde la oralidad; formulas como “decía”, “¿no?”, aparecen continuamente. Pero la oralidad es sólo un primer acercamiento al material narrado, los puntos de vista de los personajes se irán matizando por las continuas reflexiones del narrador sobre la capacidad de los sentidos y la memoria para retener lo real. En la página 218 se lee, casi a modo de resumen de lo expuesto: “como se supone que estamos de acuerdo en que todo esto –lo venimos diciendo desde el principio- es más o menos, que lo que parece claro y preciso pertenece al orden de la conjetura, casi de la invención, que la mayor parte del tiempo la evidencia se enciende y se apaga rápido más allá, o más acá, si se prefiere, de lo que llaman palabras, como se supone que desde el principio estamos de acuerdo en todo, digámoslo por última vez, aunque siga siendo la misma, para que quede claro: todo esto es más o menos y si se quiere –y después de todo, ¡qué más da!

He encontrado algunos paralelismo entre esta novela y la obra póstuma de Saer, La grande. En ambos libros hay una caminada y se narra la conversación que tiene lugar en ella, y los narradores evocan imágenes diferentes; en ambas novelas hay una fiesta, en Glosa ya ha acontecido, y en La grande acontecerá en las últimas páginas; y en ambas, una imagen final nos dará una idea del absurdo del mundo, una pelota de goma en Glosa y una bolsa de plástico en La grande.

Me ha gustado reencontrarme con algunos de los personajes de Saer que ya conocía, Carlos Tomatis, Washington Noriega, Pichón Garay, los Rosenberg… y ese mundo de derivaciones filosóficas, políticas, humanas…

He vuelto a sacar de la biblioteca de Móstoles La grande con la intención de hojearla y comparar el listado de personajes que acuden a la fiesta de Glosa con los que acuden a la fiesta en La grande y he encontrado con más de una coincidencia. Además, casi abriendo La grande al azar, ha aparecido un personaje segundario, un tal César Rey, que intentó conseguir que Gutiérrez perdiera la virginidad en aquella novela y que es el mismo que se emborracha con Leto en Glosa cuando éste se encuentra hundido por el suicidio del padre.

Como comentario final apuntaría que Glosa es una novela plagada de aciertos narrativos, que contiene ideas -innovadoras, profundas- sobre el arte de narrar que aprecio, en buena medida, como escritor. Quizás, como lector, el ritmo me ha parecido un poco lento en algún momento, y la combinación entre lo mundano y lo profundo me interesó más en La grande.
En todo caso, sigo con ganas de profundizar en el rico universo saeriano.

domingo, 20 de marzo de 2011

Limpieza y absorción, por Javier Cánaves

Editorial Delirio. 99 páginas. 1ª edición: febrero de 2011.

Hace un año y medio comenté la aparición de la primera novela de Javier Cánaves (Palma de Mallorca, 1973) en la editorial Baile del Sol, pero lo que no dije en aquel momento era que a Cánaves le conocía principalmente por su poesía. En 2003 ganó el XVIII premio de poesía Hiperión, con su libro Al fin has conseguido que odie el blues, uno de los mejores premios Hiperión que recuerdo. También he leído de él su poemario posterior, El peso de los puentes, Premio Ciudad de Palma Rubén Darío en 2005 y editado por DVD.
Ahora Javier Cánaves publica un nuevo poemario en la editorial Delirio, de curioso formato: caja de impresión cuadrada, de más o menos la mitad de altura de un libro tradicional, con papel satinado y letra pequeña y apretada.

La poesía de Cánaves se caracteriza por su línea narrativa y clara, de carácter normalmente elegiaco por el amor o el tiempo que se fue. Y en este sentido Limpieza y absorción constituye un paso adelante más de su proyecto poético.

Limpieza y absorción se divide en siete secciones, y los poemas que se encuentran en cada una de ellas están significados por alguna característica común: poemas genéricos con personajes urbanos, poemas sobre el yo, poemas sobre la propia literatura…

Si comparamos Limpieza y absorción con el libro emblemático de Javier Cánaves, Al fin has conseguido que odie el blues, podemos señalar dos características diferenciadoras: aquí nos encontramos con algunos poemas más cortos que los poemas narrativos del libro anterior, y también, por el contrario, con extensos poemas en prosa.

Con los años el tono de los poemas de Cánaves se está haciendo más irónico, más sarcástico en su constatación del absurdo que constituye el mundo. Así llegará a afirmar en la página 55: “Sé demasiadas cosas, unas / del todo inútiles, y otras / inútiles también”.
La ciudad aparece en Limpieza y absorción como un escenario anodino, ajeno, que nos puede recordar a los poemas cortos de Karmelo Iribarren; un lugar donde del caminar del ciudadano  “no quedará ni rastro / de su epopeya, nada / que acredite su paso” (página 32).

En el juego con el lenguaje, Cánaves se vuelve a veces más seco, más cortante al usar de forma efectista e irónica expresiones coloquiales: “Quién coño quiere realidad” (página 21) o escribiendo un poema entero sólo con frases hechas que se suelen usar en las relaciones de pareja, en la página 70-71, el poema titulado L´educacion sentimentale, dejando una sensación de tristeza ante la vida cotidiana, repetitiva, cansina.

Al leer Limpieza y absorción me ha parecido encontrarme con la influencia benefactora de varios poetas que admiro, principalmente de la generación de los 70; con los juegos irónicos y lúcidos sobre el paso del tiempo de Miguel D´ors; o la distancia sobre el absurdo de todo de Juan Luis Panero, como en el poema que da título al poemario. También he sentido la presencia de Roberto Bolaño en el poema más extenso del libro, separadasydivorciadas.org, donde Cánaves se dedica a narrar como fueron asesinadas las 77 mujeres muertas en España por violencia de género en 2008, una cruel enumeración que me ha recordado a La parte de los Crímenes de 2666.

Quizás los poemas que más destacaría han sido los últimos, cuando el tono irónico o de juego inicial da paso a unos versos elegiacos más sentidos, en los que se muestra la pérdida y el miedo a la decadencia sin las capas del distanciamiento irónico. En este sentido resaltaría poemas como Estación de servicio (pág. 72) o Camino del infierno (pág. 75), donde -en este último- el poeta dialoga en el futuro con su hija Floriane.

En las páginas finales el poeta llega a afirmar: “me vendo humo sin escrúpulos” (pág. 87) para dejarnos, conmovidos, en la página 99, sin heroísmos en una tarde de mayo, lejos de cualquier mal de amor o revolución adolescente.
Un logrado libro de poemas.

domingo, 13 de marzo de 2011

Picnic en Hanging Rock, por Joan Lindsay

Editorial Impedimenta. 307 páginas. 1ª edición de 1967, ésta de 2010.

Paseando por las mesas expositorias del Fnac de Callao me encontré con esta novedad de las cuidadas ediciones de Impedimenta, Picnic en Hanging Rock. El título y las frases de la contraportada me hicieron viajar en el tiempo más de 20 años. Yo había visto, recordé entonces, una película basada en este libro cuando tenía entre 10 y 12 años. Y algunas de sus escenas, un recuerdo perdido y entonces recuperado, volvieron a mí en la última planta del Fnac de Callao. La película, cuando la vi, entre los 10 ó 12 años -si no recuerdo mal un viernes por la noche, en un programa que luego tenía un debate-, me generó bastante inquietud. Allí, en Picnic en Hanging Rock (1975, director: Peter Weir), se planteaba un misterio sin resolución final; algo que a mí, a aquella edad remota, me resultó extraño, como si el director me hubiese escamoteado el significado de su película, o esta se hubiese quedado a medias.

La autora de la novela en que se basaba aquella película, Joan Lindsay (1896-1984) pertenecía a una famosa familia de artistas australianos, y Picnic en Hanging Rock es su obra más famosa; “una de las más míticas novelas de culto de la literatura anglosajona”, según apunta la faja de Impedimenta.

La trama se inicia el 14 de febrero de 1900. En este día de San Valentín, las 20 chicas del colegio Appleyard están nerviosas porque pronto saldrán del edificio en que viven confinadas para pasar el día en un lugar de formación volcánica, llamado Hanging Rock, una elevación natural de la planicie australiana de unos 150 metros casi verticales (el lugar existe realmente, se puede buscar en Internet). Y esto ocurrirá después de haberse entregado, entre ellas, tarjetas de San Valentín, como si cada una de ellas tuviese un amante fantasmal esperándolas.

Picnic en Hanging Rock se podría clasificar como una novela gótica, ya que su primer capítulo me ha hecho pensar inmediatamente en el colegio Lowood, donde pasa su infancia Jane Eyre en la novela homónima de Charlotte Brontë; aunque es cierto que el colegio Appleyard no parece tan siniestro, un halo amenazante no deja de cernirse sobre él.

Durante  el Picnic 4 chicas deciden explorar Hanging Rock, y una fuerza poderosa e irracional parece empujarlas hacia su cumbre. En ella se internarán las 3 más mayores, y la cuarta regresará a la zona de picnic presa de un ataque de histeria. También, la profesora de matemáticas, una estricta mujer de 45 años, parece recibir la llamada de la Roca  y se pierde en sus elevaciones.
Nada sobrenatural está ocurriendo aparentemente. Recordaba de la película una carga erótica, unida a la del misterio, en estas escenas del ascenso de las chicas por las rocas, despojadas de calzado y de parte de sus aparatosos vestidos. Este componente erótico se encuentra en la novela; velado, subterráneo, pero está ahí. Además, los relojes de los participantes en el picnic se han parado a las 12 del mediodía, lo que añade una carga más de misterio, puede que sobrenatural, a la escena.

“Se recordó a sí mismo que ahora estaba en Australia: Australia, donde cualquier cosa podía ocurrir”, reflexiona en la página 53 Mike Fitzhubert, llegado al continente-isla, desde Inglaterra, hace apenas unas semanas.

El misterio de la desaparición en Hanging Rock se extiende por la comarca, y Joan Lindsay nos narra, bajo el aparente enfoque de la reconstrucción de unos hechos reales en forma de crónica, como la desaparición de esas 4 personas, sin dejar rastro, afectan a los protagonistas de la novela.

8 días después de los extraños sucesos, Mike, que estaba también de picnic en Hanging Rock en el momento de la desaparición, siente la necesitad de hacer algo (parece que se enamoró a primera vista de una de las chicas, Miranda) y junto a su amigo Albert, el cochero de la familia, decide regresar a la Roca y pasar una noche él solo allí. También, estas páginas me pareció que tenían un gran componente gótico, ya que me ha recordado a las escenas en que Heathcliff llamaba a la desaparecida Catherine en los paramos de Yorkshire en la novela de Emily Brontë Cumbres borrascosas. Una de las chicas aparece, gracias al empeño de Mike, como si éste hubiese podido invocarla, en la Roca tras estos 8 días, viva, con los pies ilesos, sin recordar nada de lo sucedido.

“El miasma de los miedos ocultos se iba haciendo cada vez más grande y más oscuro”, escribe Joan Lindsay en la página 170, cuando el misterio que emana de Hanging Rock va expandiendo sus círculos concéntricos.

Joan Lindsay parece basarse en el modelo de la novela gótica inglesa para escribir su novela, sobre todo en los libros de las hermanas Brontë. Y, aunque su escritura tiene un cierto aire decimonónico, con un voz narrativa omnisciente, que a veces nos hace reflexionar sobre su propia narración (con expresiones del estilo de “En el capítulo anterior hemos contemplado” página 251), la novela se adentra en el siglo XX al usar sus recursos decimonónicos con una carga irónica, que puede llegar a ser sarcástica, principalmente cuando nos habla de la dueña del colegio, la señora Appleyard, el principal personaje negativo del libro.

El misterio planteado en este libro es interesante y el juego entre ficción / realidad, o relato realista / relato fantástico está bien llevado y uno avanza por sus páginas con una importante dosis de intriga (a pesar de que los recuerdos difusos de la película, vista un viernes de hace más de 20 años, hacían que ya supiera en esencia lo que iba, o mejor dicho no iba, a pasar).
 Sólo había leído antes un libro de un autor/a autraliano/a, Un libro para niños basado en un crimen real, de Chloe Hooper, y ha sido curioso regresar y leer una historia ambientada en este país. Quiero ahora volver a ver la película.

(Son de agradecer las notas que la traductora, y también escritora, Pilar Adón, ha añadido al texto; así como el prólogo, a cargo de Miguel Cane)

domingo, 6 de marzo de 2011

Los suicidas, por Antonio Di Benedetto

Editorial Adriana Hidalgo. 196 páginas. 1ª edición de 1969, ésta de 1999.

Si en El silenciero nos encontrábamos con un narrador obsesionado por el ruido, en esta novela de Di Benedetto, Los suicidas -que según Juan José Saer cerraría una especie de trilogía, comenzada con Zama y seguida por El silenciero, en función de su unidad estilística y temática-, nos hallamos ante un narrador obsesionado con la muerte, en su variante del suicidio.

“Mi padre se quitó la vida un viernes por la tarde.
Tenía 33 años.
El cuarto viernes del mes próximo yo tendré la misma edad”.
Con estas tres frases breves y contundentes arranca la novela. Palabras a las que llegamos tras pasar la página en la que está situada una cita de Albert Camus: “Todos los hombres sanos han pensado en su suicidio alguna vez”.

El narrador trabaja como reportero en una agencia de noticias y recibe de su jefe el encargo de investigar las causas que han llevado a dos suicidas a tomar esta decisión.
Los suicidas está compuesta, hasta cierto punto, como una novela policiaca. Existe la investigación de unas muertes, aunque los asesinos son claros, desconocemos los motivos; el personaje se muestra esquivo, solitario, apartado de los otros; y además se va relacionando con varias mujeres, siempre desde un punto de vista cínico y desapegado. Y, siguiendo las pautas de la novela negra, los misterios, lejos de desentrañarse, nos conducirán a otros mayores, hablándonos por el camino de las contradicciones o zonas oscuras de una sociedad (posiblemente la bonaerense de la década del 60 del siglo XX) y de los rincones turbias del propio personaje, obsesionado con el suicidio del padre y la posibilidad de que esta “enfermedad” sea hereditaria. El abuelo del narrador, como se nos cuenta en la página 45, llevó a decirle en el pasado, cuando era un niño: “Doce, doce suicidas hubo ya entre los nuestros”, “con mi padre, que todavía no entraba en la cuenta de mi abuelo, los suicidas suman 13”.

Si Di Benedetto nos hablaba en Zama de “El horror. El horror del absurdo que nos atrapa”, en El silenciero apuntaba: “¿cómo pueden ignorar lo esencial, que el error se halla incorporado a la raíz del hombre?”, en Los suicidas nos dice: “la cuestión no es por qué me mataré, sino por qué no matarme” (página 52), completando una visión negativa, o existencialista -muy al gusto de la época en que fueron escritas-, del hombre.

En El silenciero el protagonista deseaba aislarse del exterior mediante la escritura de una novela, tarea siempre imposible, y, paralelamente, en Los suicidas el narrador se refugia de la realidad en el cine, “Me voy al mundo sobrenatural del cine” (pág. 99), como si los personajes de Di Benedetto siempre tuvieran que encontrar cobijo frente a las amenazas externas.

La novela avanza, claustrofóbica, en medio de llamadas para investigar nuevos casos de suicidio; entre notas sobre el distinto punto de vista de las religiones, palabras de filósofos sobre el tema; mientras la idea del suicidio va haciendo mella en el protagonista según se acerca a la fecha en la que su edad igualará a la del día de la muerte de su padre, el suicida.

“Yo opino que el tema de la muerte es un tema prohibido”, le dice el narrador a su jefe en la página 131 cuando éste le avisa de que seguramente no encuentren compradores para el reportaje que están llevando a cabo.

Me ha parecido valiente esta narración de Di Benedetto en torno a un tema tabú, con un trasfondo muy existencialista.

Una vez terminada la trilogía formada por Zama, El silenciero, y Los suicidas, opino que Zama es la mejor novela de las tres, pero que, como dice Juan José Saer, el conjunto es realmente notable y el rescate llevado a cabo en Argentina por Adriana Hidalgo editora muy pertinente.
Estos libros pueden encontrarse en España, ya que Adriana Hidalgo tiene distribución aquí. La pena es que no llegan a ser reseñados en los suplementos culturales y puede pasar desapercibido el rescate de una obra de gran calidad, que ya fue lanzada en los 70 en España por Alfaguara.