La cabalgata, de Iván
Reguera.
Editorial Sloper. 221 páginas. 1ª edición de 2018.
A Iván Reguera (Bilbao, 1973) le conocí en persona en la presentación
del libro de relatos El mosquito de Nueva York de Daniel Díez Carpintero, que tuvo lugar
en Madrid a finales de 2016. Aquella noche, tras la presentación fue muy
interesante escuchar hablar de cine a Iván y a David Torres. Los cuatro hemos coincidido en la mallorquina editorial Sloper, dirigida por Román Piña. Desde entonces sigo a Iván
en Facebook, donde cuelga enlaces a sus potentes artículos sobre cine y
despotrica, de un modo muy libre, contra los gigantes que cada semana va
encontrando en su camino.
La
cabalgata es la segunda novela de Iván Reguera, la primera
–titulada Liquidación– también se
publicó en Sloper, tras ganar el Premio Cafè Món en 2013. Según he leído en una
entrevista, Reguera había pensado
antes en el proyecto de La cabalgata, sobre la
adolescencia, que en el de Liquidación, sobre el
mundo de los críticos de cine. Así que Reguera llegó a la escritura de La cabalgata tras pasar por un amplio
periodo de maduración.
El narrador de La Cabalgata es Juan Poza, un adolescente bilbaíno que en la
primera página del libro nos cuenta que el verano de 1989 fue el mejor de su
vida. Sus padres habían decidido que debía repetir curso y, en consecuencia, no
tuvo que estudiar en verano.
Al comenzar mi lectura, tras estar
tan acostumbrado últimamente a los libros de autoficción, estaba suponiendo que
el protagonista de esta historia había nacido en 1973 (como el autor) y que,
por tanto, en 1989 tenía quince años (o iba a cumplir quince años) y el curso
que tenía que repetir (en la novela no se dice) era primero de BUP. En el
último capítulo parece darse a entender que en realidad el curso repetido es
octavo de EGB. Este dato, unido al de que Juan ha sido siempre de los más
pequeños de la clase (lo que hace que su cumpleaños sea, posiblemente, en
diciembre) me han hecho acabar el libro pensando que al comienzo de la
narración el protagonista tenía trece años y la acabará con catorce. No sé si
esto es relevante, pero me he estado preguntando por la edad del protagonista
en toda mi lectura de La cabalgata.
Debido a diferentes cambios de
domicilio de sus padres, Juan no ha podido hacer amigos duraderos, algo que al
fin parece que va a poder lograr en el presente curso académico. La amistad es
uno de los grandes temas de La cabalgata.
Juan basculará entre la amistad de Gonzalo, un joven de clase social alta,
cultivado, cínico y abiertamente homosexual (en una sociedad que condena la
homosexualidad), y formar parte por primera vez de una cuadrilla de amigos, más
cercanos a su clase social humilde, pero menos estimulantes a nivel cultural.
Gonzalo representa lo refinado, la distinción y la separación de la realidad a
la que conduce la cultura, y la cuadrilla será ese mundo más sencillo, que
puede llegar a hartar, pero que a veces es más reconfortante. Por un lado, los
discos de jazz, las películas, los cuadros o los libros de culto, y por el otro
los bares, los recreativos, los porros, el alcohol, las motos, el parque, las
conversaciones sobre chicas, las peleas…
Si el libro empieza con la evocación
de unas vacaciones felices en un pueblo de la costa de Cantabria, donde el
adolescente disfruta de la libertad y de los entornos naturales, la vuelta al
colegio de los padres claretianos en Bilbao vuelve a traer a Juan a una realidad
plagada de conflictos: su padre es un bebedor sin trabajo, al que más de una
vez su madre le envía a buscar por los bares del puerto. Los estudios no
resultan estimulantes para Juan, quien cargará sus críticas principalmente sobre
el nacionalismo de su colegio y su entorno.
«España, Euskadi, las fronteras, las
banderas, las patrias, los idiomas, las tradiciones… todo eso me resbalaba,
aunque no perdonaba a mi padre haberme impuesto aquel colegio, aquella
educación, aquel lavado de cerebro que el abuelo tanto aborrecía. Y con razón.»
(pág. 88)
«Me obligaban a leer libros
infumables de tipos que se apellidaban Aguirre, Altuna, Aresti, Dechepare,
Lizardi, Lete, Lauaxeta, Saizarbitoria, Sarrionandia o Txillardegi; literatura
vasca que me resbalaba, libros que no era capaz de acabar porque sus historias,
personajes y estilos me importaban un pimiento.» (pág. 25)
Juan dibuja –es lo que mejor sabe
hacer–, y esta habilidad se convertirá en su aliada para conocer a nuevos
amigos, pero también va a hacer que Zabala, el director del colegio, le
«utilice» (según el vocabulario de Juan) para diseñar las carrozas de una
cabalgata que está organizando y así celebrar el cuarenta aniversario de la
canonización del fundador de su orden. La temática de estas carrazas será la de
la exaltación de los mitos vascos precristianos. Esto le sirve a Reguera para
hablarle al lector de esta parte de la cultura vasca. Quizás me ha parecido que
la crítica al nacionalismo se ha saltado, en cierto modo, las reglas de la
narración, cuando Juan describe la visita que hace con su amigo Gonzalo al
museo de arte de Bilbao, unas páginas que acaban siendo excesivamente
explícitas, excesivamente «de tesis». «Me repugnaba este tipo de pintura, me
recordaba a la cartelería totalitaria, ya fuese nazi o comunista.» (pág. 145)
Esta crítica al nacionalismo, sin
embargo, se vuelve más natural cuando se habla de los atentados de ETA que dan
las noticias, o del asalto de unos borrokas al autobús en el que viajan Juan y
Gonzalo.
Otras realidades de la época, como
la proliferación de drogadictos y el SIDA, son tratados con gran naturalidad en
la novela; sin ir más lejos, el tío de Juan, que a sus treinta y ocho años vive
con sus abuelos, sufre estos dos problemas
El director Zabala usa a Juan para
sus fines de propaganda nacionalista, pero también le está dando la oportunidad
de descubrir una vocación.
Las críticas al sistema educativo
(cuando no son sólo al nacionalismo) me han recordado a las volcadas por Charles Bukowski en su novela de
iniciación La senda del perdedor. «Siempre me había sido más sencillo
entablar amistad con los degradados, los feos o los defectuosos, que enseguida
admiraban mi talento con los dibujos y aceptaban cierto liderazgo intelectual
de mi parte. (…) Nunca soporté a los empollones y su competición absurda; todos
esos estudiosos que no aprendían, sino que engullían como animales el pienso
del saber obligatorio, el reglamentario.» (pág. 27). En La senda del perdedor leí, hace más de veinte años, algunos
comentario parecidos.
Como puntos flojos del libro, además
de esa crítica demasiado explícita y enumerativa del nacionalismo, podría
hablar de un lenguaje, en ocasiones, excesivamente coloquial, que no desprecia
el uso de la frase hecha (“tenía todas las papeletas”, por ejemplo). Sin
embargo, también he de apuntar que este mismo lenguaje coloquial consigue ser
plástico y expresivo en muchas otras ocasiones, creando una sentida sensación
de complicidad con el lector. El protagonista cuenta desde un punto indefinido
del futuro narrativo, algo que se insinúa en contadas ocasiones. Aunque también
reproduce cartas, que se envía con su amigo Gonzalo y que ha conservado desde
entonces.
La novela es rica en diálogos muy
realistas. En este sentido, La cabalgata me ha hecho pensar en la reproducción
del lenguaje juvenil de Historias del Kronen de José Ángel Mañas.
Como puntos fuertes destaco lo bien
que está engarzada la trama dentro de una historia en apariencia sencilla; cómo
La cabalgata consigue resultar
evocadora de las sensaciones explosivas de la primera adolescencia (algunas con
total falta de impudicia, algo que también ha de sumarse en el haber del libro)
y cómo ha conseguido ser para mí una novela generacional. Reguera ha nacido en
1973 y yo en 1974, sus años 1989 y 1990 son totalmente reconocibles para mí, y
a pesar de esto también me muestra una realidad distinta: la de una Euskadi de
finales de los ochenta y principios de los noventa, con sus partidos políticos,
sus borrokas, su folkore, su música alternativa, sus problemas de terrorismo y
otros más cotidianos… Una realidad que me ha resultado estimulante.