Ya he comentado aquí alguna vez
que después de leer varios libros de Elvio
E. Gandolfo (Mendoza, Argentina, 1947), comencé a cambiar con él algunos
correos por internet y esto ha hecho que unas cuantas veces al año surja alguna
conversación entre nosotros sobre libros. Además Elvio ha hecho que sus
editores en la Argentina me envíen sus últimos libros publicados. Hace unos
meses me llegó el poemario El año de Stevenson, publicado en
Rosario (la ciudad de la que es originario, aunque se diese la circunstancia de
que naciera en Mendoza), y que acabó en mi casa de Madrid tras pasar por París.
El año de Stevenson es un
poemario largo (alcanza las 185 páginas), al que imagino de lenta elaboración.
Es decir, Gandolfo es traductor, editor, crítico literario y cuando se acerca a
la escritura suele decantarse por el cuento; especulo que estos poemas están
elaborados de forma discontinua a lo largo de un número no despreciable de
años, entre la escritura de otros libros, antes de que tomaran el cuerpo
uniforme de un poemario.
Podemos encontrarnos aquí con
poemas bastante cortos, que en más de un caso se presentan como un chispazo de
ingenio. Dejo a continuación un ejemplo:
Proyecto y freno
La tarea es fácil:
sólo debés
enamorarla.
Pero a la vez
difícil:
no puede
ser posible.
Pero lo más frecuente es que los
poemas que escribe Gandolfo sean largos, de tres o incluso cuatro páginas. El
impulso poético suele ser narrativo, como si el autor usara la escritura de
estos poemas a modo de diario (encuentro con un amigo, con una sobrina, un
recuerdo que le asalta de repente…), y no pareciera dar demasiada importancia a
la métrica. En este sentido, tengo la impresión de que cuando el poema es más
corto estructura los versos dejando una o dos palabras en cada línea y cuando
es más largo decide extender cada verso, cortándolo más por capricho que por
cualquier tipo de regla métrica. Es decir, al leer los poemas acabé por no
hacer ningún alto al final de cada verso, estructura lingüística que en
Gandolfo no aspira a la significación aislada, sino que será el poema (y no el
verso), lo que se desprende de él, como reflexión, como interpretación del
mundo, lo que tendrá un significado, que tampoco suele incidir en la esencia
metafórica de buscar relaciones entre conceptos, sino que, como ya dije su
impulso es en gran parte narrativo. Pudiendo ser tan narrativo que nos resume
la biografía de un personaje real. Podemos ver un ejemplo en el siguiente
poema:
Festival II
Titular “¡Yo soy King Kong!”
es empequeñecer a Merian C. Cooper.
¡Lo daban vuelta los aviones!
¡Admiraba a los hermanos Wright!
¡Les avisó a los de la Academia militar
que los aviones iban a hacer
pedazos a los barcos en la guerra,
y le pegaron una patada en el culo
(la Armada no se banca esas
cosas)!
¡En la Primera Guerra
quiso
pilotar bombarderos y no cazas
(más elegantes y prestigiosos),
así le hacía más daño al enemigo!
¡Lo ametrallaron los alemanes
y su artillero de cola parecía
muerto!
¡Se le incendió el motor, y se
le empezaron a quemar la cara
y las manos! Pequeño detalle: ¡aun
no existían los paracaídas!
Pensó en tirarse igual,
¡pero descubrió que el artillero
todavía vivía! ¡Manejando el avión
con los codos (tenía las manos
quemadas) y las rodillas empezó
a hacerlo volar largo para que
se gastara el combustible!
¡Cayeron y se salvaron!
¡Por el resto de sus vidas
se mandaban una tarjeta cada año
recordando ese día!
¡Después ayudó a los polacos
a combatir el hambre! ¡Fue
prisionero de los chinos que,
contra su costumbre,
lo dejaron vivir, porque
las manos quemadas indicaban
indudablemente que era
un campesino, y no un oficial!
Después el cine: ¡se fue a Siam
y filmó a los animales como nunca
más volvió a hacerlo nadie: tigres
y leopardos dando saltos
frenéticos,
de cocainómanos, un mono blanco
de brazos larguísimos haciendo
de comediante, decenas de elefantes
cargando contra un poblado, y
después
metiéndose en una trampa
gigante de madera!
¡Impuso el technicolor, que nadie
quería, porque era caro!
¡Inventó el cinerama, que sería
después,
más modestamente, el Cinemascope!
¡Filmó un montón de películas
nada menos que con John Ford!
Y además, desde luego, hizo King
Kong.
Todo porque quería destacarse,
porque era petiso, porque deseaba
que el padre y el hermano mayor
lo admirasen. ¡Cuando posan juntos,
Ernest Schoedsack le lleva medio
metro de altura! ¡Y Cooper sonríe!
De la muerte nunca te enterás:
ni cómo ni cuándo,
un mito así termina yéndose
en avión, a mostrar Estados Unidos
en Cinerama al resto del mundo:
¡mirá lo que es el Gran Cañón,
mirá lo que son los Grandes Lagos,
mirá lo que son los rascacielos,
mirá, mirá y mirá: todo con tres
cámaras, en una pantalla que
te envuelve como una frazada!
¡Mirá, mirá, mirá: esto es el cine,
te voy a mostrar algo que nunca
viste,
y te vas a caer sentado, y nunca
vas a olvidarte de mí,
de Merian C. Cooper, que fumaba
en pipa, que cuando se ponía
el traje militar con condecoraciones
era un descuidado total y a veces
las águilas bélicas estaban
cabeza abajo!
Hice todo lo que pude,
y mucho más. Así que nunca
te olvides de mí. En todo caso
está bien: pensá que King Kong
soy yo.
En el poema anterior podemos
observar una de las temáticas del libro: el cine. Así es frecuente que en los
poemas se evoquen películas o directores de cine. Por ejemplo: “una película
entre / comedia y drama / de Jarmunsch, / de algún independiente, / hasta del
primer Win Wenders.” (pág. 33)
Me ha costado entrar en los
primeros poemas. Tenía la impresión de que Gandolfo estaba evocando algún
episodio personal, con nombres de personas que el lector desconocía y esto llevaba
a que se quedase fuera del texto propuesto. Pero después de esa primera
impresión, el contenido del libro se suele hacer bastante transparente.
Gandolfo evoca encuentros con amigos en los que se habla de literatura o cine.
En este sentido, me ha gustado uno de los poemas que habla de una conversación
sobre David Lynch con su amigo el escritor Mario
Levrero. Dejo aquí el poema:
Intercambio nocturno
Curiosamente rara vez llovía
en las veces numerosas que toqué
el timbre abajo, ante la puerta
de hierro forjado, esperando
su descenso lento, mirando
los boliches nuevos
de las dos veredas,
cada vez más abundantes,
percibiendo
al fin el resplandor del ascensor
antiguo, el lento abrirse
de la puerta, los saludos.
Después la discusión alegremente
feroz, imposible de zanjar,
era por ejemplo sobre Lynch:
¿cómo había sido posible,
decía Jorge, o Mario,
hacer algo tan blando,
tan entregado, tan estúpido
como esa película?
Es obvio –se contestaba-
bastaba fijarse en que la
distribuía
descafeinada, lejos de la potencia
de creación auténtica de
sus otras películas.
Y se quedaba entonces
callado, triunfal.
Recordando tramos enteros
de la película con el viejo
cruzando América en una
cortadora de césped,
recordando a su hija
retrasada mental,
recordando a la adolescente
embarazada
que se le cruzaba en medio de la
noche
y sobre todo recordando
aquella charla tranquila
con otro viejo de su edad en un
bar,
hablando de las atrocidades
y renuncios de la guerra
(tirar sin darte cuenta
sobre tus propios compañeros)
yo sonreía. Creo en realidad,
decía, que aquí es más que nunca
él, Lynch, en serio.
A Jorge se le cuadraba la mandíbula
de tensión: no, no, decía,
prácticamente herido por mi
estulticia,
es una cagada, una mierda
(ese lenguaje circulaba entre
nosotros).
Meneaba la cabeza, sin poder creerlo.
Yo ya exhibía apenas la sombra
lejana
de una sonrisa. No fuera que en
aquellos
ataques de explosiva reacción
creyera que había un toque, un dejo
remoto
de burla, de conmiseración incluso.
Él iba hasta el baño y demoraba un
rato.
Afuera la plaza se extendía enorme,
una manzana entera despejada
en la oscuridad quieta
de la noche de la ciudad.
Regresaba. Hablábamos de otras
cosas.
Yo volvía a mirar de tanto en tanto
con el calibre de un relojero
experto
los pechos increíbles de aquella
foto de una mujer desnuda
pegada sobre la pared,
con un erotismo franco,
nada refinado, que invitaba
a un salto a la metafísica,
a la mística, pero quedaba ahí:
en la pared, en la franqueza.
Se acomodaba en el sillón
amplio que había comprado
con la beca, revolvía el café,
nos quedábamos quietamente callados
en la noche casi del todo
deshabitada.
Alguno de los dos hacía girar
otra vez la rueda:
Ellroy era un tipo interesante,
decía yo. No lo puedo leer,
me enferma, literalmente, decía él.
Faltaba un largo rato para irme.
De Levrero parece tomar Gandolfo
uno de los temas literarios secundarios que recorre los versos de El año de Stevenson: su relación con las
palomas, que en Gandolfo puede tornarse conflictiva: “Pienso / en la guerra, en
mi guerra / contra las palomas.” (pág. 168)
La mirada de Gandolfo sobre lo
retratado suele ser amable, simpática, no exenta de sentido de la camaradería y
de humor. Sirva el siguiente poema de ejemplo:
Morires temidos o envidiados I
Me acuerdo
de la noche
en que el
Chueco asustó
a aquel
atildado locutor
en aquella
mesa de la calle Ejido,
frente a
la intendencia.
Hablábamos
de literatura
y cada vez
gritábamos más
para
imponer el autor que
preferíamos,
o más bien lo que
ese autor
escribía, comunicaba,
pasaba con
toda la potencia.
De golpe
el Chueco dijo transido,
conmovido,
intenso, como motorizado
por una
mujer inalcanzable:
“¡Ah,
poder morir leyendo
una página
de Bernhard,
sobre el
libro abierto!”, y
gráfica,
melodramáticamente,
clavó la
frente en la madera
de la
mesa, con un ruido
a hacha,
como si la mesa
fueran
páginas, letras del alemán
demente. Y
el locutor huyó:
éramos
demasiado en esa hora
de la
noche estival montevideana,
agradable,
inenarrable, pero
que
albergaba para él
locos
progresivamente
peligrosos.
Son numerosas las páginas de este
libro que hablan de las tres ciudades en las que Gandolfo ha pasado más tiempo:
Rosario, Buenos Aires y Montevideo. En muchos casos estas evocaciones suelen
ser melancólicas, ya que reflejan cambios acontecidos en la ciudad. Me ha
gustado este poema que habla de un barrio de Buenos Aires:
Palermo cambia
Un brillo raro en la ventana:
en la noche, tras la cortina
que deja entrever formas y luces,
un cuadrado blanco, frío,
publicitario,
donde antes estaba la oscuridad
retinta de la pizzería cálida,
pequeña, cerrada fuera del horario
de trabajo. Adiós al tano veterano
(o con pinta de tal, da lo mismo),
a las motos ruidosas y pequeñas
que salían tirando pedos a entregar
empanadas, calzones, pizzas y
pizzetas:
hoy más luz y más frialdad: más y
menos
barrio, según sea antiguo o nuevo,
la luz y la electricidad no como
civilización,
como barbarie nueva, fascinante.
Groppa hablaba de dos interiores:
el cercano y el lejano de Buenos
Aires.
Él se metió y se encontró, perdiéndose,
en un exterior lejano. Pero acá,
en la ciudad misma, están los
interiores
más lejanos, los interiores
asediados
de la ciudad. La pizzería Kentucky,
las mesas de billar en penumbra
iluminada
de la Academia , aquel otro bar,
el de
los cien billares de la Avenida , con su
provisión abundante de aquel único
gato
recostado a la vidriera,
esperándote.
Interiores que resisten y al fin se
van,
no mueren. Porque casas, atmósferas
y climas
nunca mueren, se traslapan, se
reemplazan.
Ojalá la ciudad, digamos, pasara de
cálida
y amable a inhóspita y fría en esta
noche
de casi invierno fría e iluminada
de blanco
por el cartel publicitario y liso
que ocupa,
silencioso, el sitio otro de la
pizzería
nada antigua, nada Soho, nada
Palermo sensible,
simplemente un buen curro (en el
sentido español)
para ir tirando, ofreciendo una
botella de yapa,
o una porción de fainá (gruesa y
mal hecha)
de yapa, o hasta una “pizza de
cancha”, con
porción casi para caballos casi de
pasto
cubriendo la masa fina y bien
cocida.
Nada de pizzería inolvidable y
nostalgiosa:
una esquina para ir tirando, casi
sin mesas,
hasta que le llegó el casi éxito, y
empezaron
a poner dos, tres, cuatro en la
vereda.
Algo contranatura para aquella
pizzería
solo de delivery, solo de circulación y
entrega. Ahí fue que se distrajo,
que quedó
desprotegida y el comercio frío,
fácilmente
reemplazable una y otra y otra vez,
de imitación diseño, o imitación
arte
la vació sin matarla, la aplastó
con
el cartel blanco, vacío en la noche
tras el tejido como de red
entreabierta
de la cortina en la noche fría y
húmeda
que deja pasar su luz en el aire
quieto,
provocando apenas el fastidio de no
tener
comida caliente y sabrosa en la
vereda
de enfrente, incluso traída
(¿dieciocho,
veinte pasos?) con práctica llamada
por teléfono.
Si bien he apuntado antes que la
mirada de Gandolfo hacia los demás suele ser amable y humorística, se torna más
melancólica cuando evoca a sus padres. En este sentido hay una serie de poemas
que hablan de la muerte del padre, Francisco Gandolfo (1921-2008), impresor,
editor y poeta, creador junto a Elvio de la mítica revista argentina El lagrimal trifulca. Estos poemas
hablan de los días anteriores y posteriores a la muerte, y Elvio decide hablar
de sí mismo aquí en segunda persona. Aunque creo que el que más me gusta es el que
vuelve a la primera persona. Éste:
El día después VII
Tendría que ser en realidad
el día después VIII
pero a veces pasa, ahora:
archivaste un poema arriba del otro
y el de abajo se borró.
Borrado, desaparecido, tragado por
el sistema
de la máquina, ese poema. Sin ganas
de volver
a escribirlo: apenas contar lo que
decía.
Tampoco enojarte, deprimirte,
mufarte
sino aceptando, poniendo en segunda
instancia
lo que expresaba, perdiendo un
poco,
pero ganando otro poco en algún
plano.
Recordando aquella frase de la
sabiduría paterna
aplicada en el negocio, ya retirado
sin embargo,
cuando uno de tus hermanos se
quejaba
de que otro espantaba clientes de
la imprenta:
“Pero hijo”, dijo tu padre,
queriendo decir
simplemente que las cosas vienen y
se van,
tal vez sin darse cuenta: “Los
clientes
vienen y se van, desde siempre,
no hay que preocuparse.” Frase que
me quedó
grabada, siempre, como la otra ley
tácita,
recordada por todos: no atarse
nunca
a un solo proveedor. No atarse
nunca,
en todo caso, en este caso,
a un solo poema, al poema original
al culto de lo único que sólo puede
llevarte a la desesperación y el
fracaso.
En un poema Elvio reflexiona
sobre una locutora que le preguntó en una entrevista por qué escribió un cuento
sobre su padre, pero no uno sobre su madre. Algo que hace que el autor se
bloquee para hablar de su madre. Al tratarse, como ya he dicho, de un poemario
muy narrativo no es raro que unos poemas nos lleven a otros, y así me ha
gustado un poema que nos recuerda el comentado anteriormente y en el que por
fin se decide a hablar de su madre, consiguiendo uno de los momentos más bellos
del libro:
Las manos bajo el agua
Nunca sabrás por qué
si algún día lograras
ser como Almodóvar
y escribir todo sobre tu madre,
superando la castración
del reto de aquella locutora,
comenzarías con la escena
que insiste en aparecer
una y otra vez.
Fue un día de semana en el viejo
departamento de Oroño
y Seguí. Tu madre
salía, como la heroína
de una película rusa
de los mejores tiempos,
a comprar la leche,
dejando la puerta
cerrada con llave
conmigo y mis hermanos
adentro.
No sé bien como fue:
si lo contó ella
o lo contó a alguien
que después te lo contó
(esas cosas pasan
en las mejores familias
de los barrios retirados).
Pero la imagen quedó:
tu madre, bajo la lluvia,
en un momento extravió algo.
Por lo que después te pasó
tendés a pensar en el dinero,
pero no, era más bien la llave.
Se le cayó la llave de metal,
más bien pequeña,
en medio de la lluvia,
en un barrio con calles de tierra.
Pero no en el barrio mismo
sino un par de cuadras más allá,
sobre el pavimento.
Pero un pavimento sucio,
enkilombado, lleno de basuras
y de barro. La imagen
es la de tu madre
tanteando con las manos
bajo el agua, tratando
de tocar aquella llave
infinitesimal que le devolviera
en aquel día infernal
de lluvia cerrada
el acceso a sus hijos.
Si esto es real, si no
lo inventó el cerebro
después de tantos años,
es un buen principio
para decir todo
sobre tu madre.
Porque el recuerdo
(falso o verdadero)
es puramente cinemático,
desprovisto de todo dramatismo:
la lluvia, una mujer joven agachada
(que es a la vez tu madre)
que palpa con las manos
bajo el agua. Algo
que de una u otra manera
terminó siendo tu concepto
de la realidad personal,
biológica, social, general.
Algo que terminó desarrollando
tu gusto por las tormentas
cuando empiezan y son bravas.
Algo que hizo que no te quebraras
tantos años después
(esto pasó realmente:
podés decirlo hoy)
cuando perdiste la plata
de una cobranza
de la imprenta
en una zona imposible
del Parque Independencia,
todo por subir aquel cordón
con la bicicleta
y cortar camino a través
de ese casi bosque.
Te pasaste horas
tanteando entre hojas
de otoño y pedazos
de hojas de otoño
sumergidas, como si fueran
otros tantos billetes
subacuáticos, sin encontrar nada,
con las manos bajo el agua.
Rastro genético de la imagen:
el mito y la leyenda
de tu madre buscando
su propia pérdida,
la llave, bajo la lluvia.
Un buen modo de empezar
a contar alguna vez
todo sobre tu madre.
Así que en resumen El año de Stevenson de Gandolfo puede
leerse como un diario sentimental de Elvio E. Gandolfo, libro de evocaciones o
reflexiones. Arranques poéticos que hunden su esencia en el deseo de narrar o
transmitir. Poemas melancólicos, entrañables, humanos, celebrativos, llenos de
ironía y humor.
Me he enterado, gracias a las
redes sociales (y el propio autor me lo confirma), que dentro de no mucho se va
a publicar un libro con los Cuentos reunidos de Elvio E.
Gandolfo, una noticia que me parece todo un acontecimiento literario.