Traducción de Pedro González del
Campo
Nunca, hasta ahora, había leído
un libro de Chuck Palahniuk
(Portland, EE.UU., 1964). Le conocía, por supuesto; había leído reseñas de sus
libros en los suplementos culturales y en internet. Había ido al cine a ver El
club de la lucha y, aunque recuerdo que acudí con reticencias, la
película me sorprendió y me gustó mucho. Incluso hace unos años pasé por
delante de una caseta de la Feria del Libro de Madrid en la que Palahniuk
estaba firmando ejemplares de sus libros ante una considerable cola de lectores
que me parecieron bastante jóvenes; y sentí tentaciones de hacer la cola y
comprarle un libro. Quizás en esa apreciación que he hecho sobre la juventud de
los lectores se encuentre la clave del por qué dejé siempre pasar los libros de
Palahniuk; quizás sea un autor que ha tenido capacidad para conectar –al menos
en España- con una generación de lectores más jóvenes que yo; que crecí leyendo
a Raymond Carver, Tobias Wolff o Richard Ford. Otra hipótesis es que, a algún nivel inconsciente,
siempre he asociado a Palahniuk con autor como Bret Easton Ellis, escritores de excesos que me parecen más
enfocados a un público adolescente que adulto.
El caso es que al comenzar este
nuevo curso 2014-15 en el colegio donde trabajo me he llevado una grata
sorpresa: en una clase de economía de primero tengo al menos a dos alumnas muy
interesadas por la literatura. Les gustan autores como Irvine Welsh y los beaknits
(Jack Kerouac, Allen
Ginsberg o William Burroughs);
y tienen ya un gran bagaje de lecturas a los dieciséis años. Al final de una
clase, una de ella me habló de Chuck
Palahniuk, otro de sus favoritos y yo tuve que confesar que no le había
leído. Al día siguiente, sin darme opción a replica (a hablarle de mi montaña de
libros inleídos, de mi problema con los libros que entran en casa), me había
traído a clase El club de la lucha.
Desde junio tengo bastante a raya
mi adicción a comprar libros de segunda mano, y estoy bastante decidido a
elegir y programar bien mis lecturas para sacar el máximo partido a mi tiempo
libre. En todo este esquema, lo cierto es que encajaba la lectura de El club de la lucha, porque me apetece
volver con fuerza a la literatura norteamericana.
No conoceremos el nombre del
narrador de El club de la lucha, pero
sabremos que tiene treinta años, que sufre de insomnio (“Llevaba tres semanas
sin poder dormir. Cuando te pasas tres semanas sin dormir todo se convierte en
una experiencia extracorporal”, pág. 26; “El insomnio te distancia de todo; no
puedes tocar nada y nada puede tocarte”, pág. 29) y que está cansado de
acumular bienes en su flamante piso de soltero (“No era yo el único esclavizado
por el instinto de construirse un nido”, pág. 53). Trabaja para una compañía
que tasa posibles fallos en vehículos, debe observar accidentes
automovilísticos y decidir si el valor económico de retirar vehículos con
defectos es inferior a pagar las indemnizaciones por accidentes mortales.
Palahniuk no ha tomado al azar la profesión de su narrador: dentro de la
crítica al consumismo y al capitalismo alienante, su narrador se deja vencer
por los escrúpulos morales de una maquinaria que le parece perversa. Para
sentirse reconfortado ante el dolor ajeno acude a grupos de apoyo de enfermos
terminales, principalmente de cáncer. “Al volver a casa después de una reunión
de un grupo de apoyo, me sentía más vivo que nunca. No padecía cáncer ni tenía
la sangre infestada de parásitos. Era el centro diminuto y cálido alrededor del
cual se congregaba la vida del mundo. Y dormía. Ni los bebés dormían como yo.”
(pág. 31)
El equilibrio que el narrador
parece sentir en estos grupos de apoyo se va a ver perturbado cuando se da
cuenta de que una mujer –Marla Singer- está haciendo lo mismo que él; es decir
aparecer por múltiples grupos de apoyo para enfermedades que no padece. Además
el narrador, en uno de sus muchos viajes en avión por motivos laborales, conoce
a Tyler Durden; un joven de su edad, pero mucho más enérgico y decidido;
proyeccionista de cine o camarero, Tyler se decida a realizar pequeños
sabotajes anticapitalistas en sus trabajos de baja cualificación: introducir
fotogramas pornográficos en las películas que proyecta u orinarse en las sopas
que como camarero ha de servir.
Cuando su piso vuela por los
aires, el narrador no dudará en mudarse a vivir con el fascinante Tyler Durden.
Además empezará a relacionarse con Marla, cuando esta comete una tentativa de
suicidio. Creándose un triángulo con el que nuestro narrador no acaba de
sentirse cómodo.
Aunque, de todos modos, la vida
de nuestro personaje empezará a cambiar realmente cuando una noche Tyler le
pida que le golpee lo más fuerte que pueda y esta pelea improvisada será el
comienzo de la expansión de clubs de la lucha: reuniones clandestinas,
normalmente en las trastiendas de bares, la noche del sábado al domingo, en la
que hombres hastiados de sus vidas insatisfechas liberan sus frustraciones a
puñetazo limpio. “El que soy en el club de la lucha no es alguien que mi jefe
conozca.” (pág. 60). Me ha llamado la atención que mi alumna no haya subrayado
esta frase, cuando me ha parecido una de las más significativas del libro y me
ha demostrado durante la lectura que tiene un gran olfato para subrayar las
frases más contundentes. Pero luego, ya me he sonreído y me he dado cuenta de
lo joven que es, alguien con la suerte suficiente como para no haber tenido aún
un jefe en su vida.
“Lo que ves en el club de la
lucha es una generación de hombres criados por mujeres”, leemos en el página
61, como explicación freudiana del club de la lucha, de estos hombres que
luchan por recuperar su masculinidad, su hombría en un mundo que se empeña en
domesticarlos y frustrarlos. “Después de haber estado en el club de la lucha,
ver partidos de fútbol americano por televisión es como ver películas porno
cuando podrías estar follando a lo grande.” (pág. 61)
La energía generada en el
primigenio club de la lucha se empezará a expandir por la ciudad, por el país…,
y de la toma de conciencia de estos hombres que pelean a puñetazos podrá surgir
la fuerza necesaria para sabotear el sistema, para tirar abajo una civilización
corrupta con la esperanza de que surja una más pura de sus cenizas. “El
objetivo era enseñar a todos y cada uno de los miembros del proyecto que tenían
poder para controlar la historia. Cada uno de nosotros puede hacerse con el
control del mundo.” (pág. 133) “Somos los hijos medianos de la historia,
educados por la televisión para creer que un día seremos millonarios y
estrellas de cine y estrellas de rock pero no es así. Y acabamos de darnos
cuenta –dice Tyler-. Así que no intente jodernos.” (pág. 177).
Lo cierto es que según avanzaba
por las páginas del libro me iba acordando bastante de las imágenes de la
película, y conocía el truco narrativo que se esconde detrás de la atractiva
personalidad de Tyler Durden. Esto ha hecho que no haya disfrutado –o no me
haya sorprendido- como debería de averiguar quién es en realidad Tyler. Lo
cierto es que a pesar de la artificiosidad narrativa que supone la creación de
este personaje (no quiero explicitarlo más por si alguien no ha leído el libro
o visto aún la película y quiere hacerlo), la explicación de su existencia no
chirría demasiado, ya que Palahniuk se ha encargado de crear en todo momento
una atmósfera alucinatoria para su novela, una realidad de bruma mental
-explicada por el insomnio del narrador- que hace que sus páginas se puedan
leer en clave expresionista, casi como ciencia ficción incluso, o como género
preapocalíptico.
El ritmo narrativo que Palahniuk
imprime a sus páginas es implacable; no hay descansos, todo es significativo
aquí, todo hace avanzar la trama. A esto también contribuye una escritura de
frases cortas y prolija en puntos y aparte. Unas frases en muchos casos muy
sentenciosas, que buscan el eslogan contundente y la facilidad para el
subrayado juvenil; eslóganes que se acaban repitiendo con fuerza de sentencia
en la novela. Como si Palahniuk quisiera dejar muy claro su mensaje: “Nada es
estático. Todo se destruye.” (pág. 119)
No había leído nada de Chuck
Palahniuk y ahora, gracias a mi alumna de dieciséis años, lo he hecho. Creo que
he confirmado lo que pensaba de este escritor, que igual que Easton Ellis es de
pegada contundente y ritmo rápido, muy adecuado para jóvenes enfadados con el
mundo; se pasan páginas con fluidez (los norteamericanos son unos escritores
por lo general muy profesionales) y el interés por la historia contada no
decae, pero, sin desmerecer sus virtudes (el mismo Palahniuk nos cuenta en un
prólogo que muchas expresiones de su novela, sobre todo las que parafrasean su
famoso “La primera regla del Club de la Lucha es no hablar del Club de la
Lucha”, se han convertido ya en cultura popular, lo que me parece un logro
notable; además de haber sabido hacer una lectura muy acertada de los miedos de
una época de aparente bonanza) creo que ahora mismo prefiero un análisis más
sosegado de la sociedad norteamericana. En breve me pondré con David Foster Wallace o con Richard Ford.