domingo, 30 de noviembre de 2014

El club de la lucha, por Chuck Palahniuk

Editorial Debolsillo! 218 páginas. 1ª edición de 1996; ésta de 2013.
Traducción de Pedro González del Campo

Nunca, hasta ahora, había leído un libro de Chuck Palahniuk (Portland, EE.UU., 1964). Le conocía, por supuesto; había leído reseñas de sus libros en los suplementos culturales y en internet. Había ido al cine a ver El club de la lucha y, aunque recuerdo que acudí con reticencias, la película me sorprendió y me gustó mucho. Incluso hace unos años pasé por delante de una caseta de la Feria del Libro de Madrid en la que Palahniuk estaba firmando ejemplares de sus libros ante una considerable cola de lectores que me parecieron bastante jóvenes; y sentí tentaciones de hacer la cola y comprarle un libro. Quizás en esa apreciación que he hecho sobre la juventud de los lectores se encuentre la clave del por qué dejé siempre pasar los libros de Palahniuk; quizás sea un autor que ha tenido capacidad para conectar –al menos en España- con una generación de lectores más jóvenes que yo; que crecí leyendo a Raymond Carver, Tobias Wolff o Richard Ford. Otra hipótesis es que, a algún nivel inconsciente, siempre he asociado a Palahniuk con autor como Bret Easton Ellis, escritores de excesos que me parecen más enfocados a un público adolescente que adulto.

El caso es que al comenzar este nuevo curso 2014-15 en el colegio donde trabajo me he llevado una grata sorpresa: en una clase de economía de primero tengo al menos a dos alumnas muy interesadas por la literatura. Les gustan autores como Irvine Welsh y los beaknits (Jack KerouacAllen Ginsberg o William Burroughs); y tienen ya un gran bagaje de lecturas a los dieciséis años. Al final de una clase, una de ella me habló de Chuck Palahniuk, otro de sus favoritos y yo tuve que confesar que no le había leído. Al día siguiente, sin darme opción a replica (a hablarle de mi montaña de libros inleídos, de mi problema con los libros que entran en casa), me había traído a clase El club de la lucha.

Desde junio tengo bastante a raya mi adicción a comprar libros de segunda mano, y estoy bastante decidido a elegir y programar bien mis lecturas para sacar el máximo partido a mi tiempo libre. En todo este esquema, lo cierto es que encajaba la lectura de El club de la lucha, porque me apetece volver con fuerza a la literatura norteamericana.

No conoceremos el nombre del narrador de El club de la lucha, pero sabremos que tiene treinta años, que sufre de insomnio (“Llevaba tres semanas sin poder dormir. Cuando te pasas tres semanas sin dormir todo se convierte en una experiencia extracorporal”, pág. 26; “El insomnio te distancia de todo; no puedes tocar nada y nada puede tocarte”, pág. 29) y que está cansado de acumular bienes en su flamante piso de soltero (“No era yo el único esclavizado por el instinto de construirse un nido”, pág. 53). Trabaja para una compañía que tasa posibles fallos en vehículos, debe observar accidentes automovilísticos y decidir si el valor económico de retirar vehículos con defectos es inferior a pagar las indemnizaciones por accidentes mortales. Palahniuk no ha tomado al azar la profesión de su narrador: dentro de la crítica al consumismo y al capitalismo alienante, su narrador se deja vencer por los escrúpulos morales de una maquinaria que le parece perversa. Para sentirse reconfortado ante el dolor ajeno acude a grupos de apoyo de enfermos terminales, principalmente de cáncer. “Al volver a casa después de una reunión de un grupo de apoyo, me sentía más vivo que nunca. No padecía cáncer ni tenía la sangre infestada de parásitos. Era el centro diminuto y cálido alrededor del cual se congregaba la vida del mundo. Y dormía. Ni los bebés dormían como yo.” (pág. 31)

El equilibrio que el narrador parece sentir en estos grupos de apoyo se va a ver perturbado cuando se da cuenta de que una mujer –Marla Singer- está haciendo lo mismo que él; es decir aparecer por múltiples grupos de apoyo para enfermedades que no padece. Además el narrador, en uno de sus muchos viajes en avión por motivos laborales, conoce a Tyler Durden; un joven de su edad, pero mucho más enérgico y decidido; proyeccionista de cine o camarero, Tyler se decida a realizar pequeños sabotajes anticapitalistas en sus trabajos de baja cualificación: introducir fotogramas pornográficos en las películas que proyecta u orinarse en las sopas que como camarero ha de servir.

Cuando su piso vuela por los aires, el narrador no dudará en mudarse a vivir con el fascinante Tyler Durden. Además empezará a relacionarse con Marla, cuando esta comete una tentativa de suicidio. Creándose un triángulo con el que nuestro narrador no acaba de sentirse cómodo.
Aunque, de todos modos, la vida de nuestro personaje empezará a cambiar realmente cuando una noche Tyler le pida que le golpee lo más fuerte que pueda y esta pelea improvisada será el comienzo de la expansión de clubs de la lucha: reuniones clandestinas, normalmente en las trastiendas de bares, la noche del sábado al domingo, en la que hombres hastiados de sus vidas insatisfechas liberan sus frustraciones a puñetazo limpio. “El que soy en el club de la lucha no es alguien que mi jefe conozca.” (pág. 60). Me ha llamado la atención que mi alumna no haya subrayado esta frase, cuando me ha parecido una de las más significativas del libro y me ha demostrado durante la lectura que tiene un gran olfato para subrayar las frases más contundentes. Pero luego, ya me he sonreído y me he dado cuenta de lo joven que es, alguien con la suerte suficiente como para no haber tenido aún un jefe en su vida.
“Lo que ves en el club de la lucha es una generación de hombres criados por mujeres”, leemos en el página 61, como explicación freudiana del club de la lucha, de estos hombres que luchan por recuperar su masculinidad, su hombría en un mundo que se empeña en domesticarlos y frustrarlos. “Después de haber estado en el club de la lucha, ver partidos de fútbol americano por televisión es como ver películas porno cuando podrías estar follando a lo grande.” (pág. 61)

La energía generada en el primigenio club de la lucha se empezará a expandir por la ciudad, por el país…, y de la toma de conciencia de estos hombres que pelean a puñetazos podrá surgir la fuerza necesaria para sabotear el sistema, para tirar abajo una civilización corrupta con la esperanza de que surja una más pura de sus cenizas. “El objetivo era enseñar a todos y cada uno de los miembros del proyecto que tenían poder para controlar la historia. Cada uno de nosotros puede hacerse con el control del mundo.” (pág. 133) “Somos los hijos medianos de la historia, educados por la televisión para creer que un día seremos millonarios y estrellas de cine y estrellas de rock pero no es así. Y acabamos de darnos cuenta –dice Tyler-. Así que no intente jodernos.” (pág. 177).

Lo cierto es que según avanzaba por las páginas del libro me iba acordando bastante de las imágenes de la película, y conocía el truco narrativo que se esconde detrás de la atractiva personalidad de Tyler Durden. Esto ha hecho que no haya disfrutado –o no me haya sorprendido- como debería de averiguar quién es en realidad Tyler. Lo cierto es que a pesar de la artificiosidad narrativa que supone la creación de este personaje (no quiero explicitarlo más por si alguien no ha leído el libro o visto aún la película y quiere hacerlo), la explicación de su existencia no chirría demasiado, ya que Palahniuk se ha encargado de crear en todo momento una atmósfera alucinatoria para su novela, una realidad de bruma mental -explicada por el insomnio del narrador- que hace que sus páginas se puedan leer en clave expresionista, casi como ciencia ficción incluso, o como género preapocalíptico.

El ritmo narrativo que Palahniuk imprime a sus páginas es implacable; no hay descansos, todo es significativo aquí, todo hace avanzar la trama. A esto también contribuye una escritura de frases cortas y prolija en puntos y aparte. Unas frases en muchos casos muy sentenciosas, que buscan el eslogan contundente y la facilidad para el subrayado juvenil; eslóganes que se acaban repitiendo con fuerza de sentencia en la novela. Como si Palahniuk quisiera dejar muy claro su mensaje: “Nada es estático. Todo se destruye.” (pág. 119)


No había leído nada de Chuck Palahniuk y ahora, gracias a mi alumna de dieciséis años, lo he hecho. Creo que he confirmado lo que pensaba de este escritor, que igual que Easton Ellis es de pegada contundente y ritmo rápido, muy adecuado para jóvenes enfadados con el mundo; se pasan páginas con fluidez (los norteamericanos son unos escritores por lo general muy profesionales) y el interés por la historia contada no decae, pero, sin desmerecer sus virtudes (el mismo Palahniuk nos cuenta en un prólogo que muchas expresiones de su novela, sobre todo las que parafrasean su famoso “La primera regla del Club de la Lucha es no hablar del Club de la Lucha”, se han convertido ya en cultura popular, lo que me parece un logro notable; además de haber sabido hacer una lectura muy acertada de los miedos de una época de aparente bonanza) creo que ahora mismo prefiero un análisis más sosegado de la sociedad norteamericana. En breve me pondré con David Foster Wallace o con Richard Ford.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Lo que a nadie le importa, por Sergio del Molino

Editorial Radom House. 253 páginas. 1ª edición de 2014.

Lo que a nadie le importa es el tercer libro que leo de Sergio del Molino (Madrid, 1979), tras No habrá más enemigo (Tropo, 2012) y La hora violeta (Mondadori, 2013). Conocí en persona a Sergio en marzo de 2012, porque los dos fuimos invitados en Madrid a un encuentro de blogs literarios. Después le he vuelto a ver un par de veces más en las presentaciones de sus libros en Madrid (Sergio reside en Zaragoza).

No habrá más enemigo era una ficción imperfecta, un libro que tenía más que ver con el subconsciente que con el género fantástico. Y era imperfecta porque las piezas que se mostraban en ella no encajaban entre sí, pero no porque estuviese mal escrita. En realidad, estaba muy bien escrita. Una novela más experimental que imperfecta, podríamos apuntar, porque el término imperfecto no explica posiblemente las intenciones del autor cuando consigue escribir algo tan oscuro como ha pretendido.

Con La hora violeta, Sergio se adentró en los terrenos de la literatura testimonial. De forma lírica y emocionante (en la línea de Mortal y rosa de Francisco Umbral), nos hablaba de la enfermedad y muerte de su hijo de dos años. Un libro bello y desolador.

En Lo que a nadie le importa Sergio continúa por la senda de la literatura testimonial que empezó a recorrer en la novela anterior. En este nuevo libro el autor se ha propuesto indagar en la vida de José Molina, su abuelo materno, un hombre callado que, como tantos abuelos de este país, fue a la guerra civil y volvió para no contarlo. Pero ahora, liberada la prosa del testimonio terrible, del desquite con la vida que planteó en su anterior libro, el estilo se vuelve en esta novela más irónico, más juguetón e imaginativo.
Son muchos los puntos de unión entre este libro y el anterior: Sergio nos habla en esta nueva ficción, por ejemplo, de su pareja –Cris– como si fuese ya un personaje conocido por el lector.

En unas páginas que sirven de introducción, y que empiezan con la gran frase: “Éramos pobres pero teníamos Francia”, Sergio nos relata su relación adolescente con este país, como territorio para soñar. Yo llegué a pensar que lo que iba a leer era una historia de la Segunda Guerra Mundial, con resistencia francesa de fondo. Pero no, allí estaba Francia en mi adolescencia, como el país en el que podía imaginarse siendo Proust o Julio Cortázar, parece decirnos Sergio, pero yo de quien quiero hablar es de mi abuelo carnal, del que volvió de la guerra para no contarlo, del soldado nacional que fue mi abuelo; aquel que calló después de la guerra que perdió; porque cuando uno está en la primera línea de asalto de una guerra y su bando gana y vuelve a casa para no contarlo, en realidad se pierde la guerra, todas las guerras se pierden porque se gana el miedo y los recuerdos atroces del frío, el hambre y el mal olor, por supuesto.

José Molina, zaragozano, mozo en un tienda de telas, aficionado a remar por el Ebro, va a la guerra. Es herido, marcado con cicatrices, y vuelve a casa para no contarlo, en nuestro país de tiempo de silencios. Después de la guerra decidirá mudarse a Madrid, y dos serán los acontecimientos principales que allí le esperan: conocer a la Currita, Carmen de Lara, abuela materna de Sergio, y conseguir un puesto en la sección de telas de El Corte Inglés.

Sergio relata la historia de su abuelo de forma lineal, salvo en algunos momentos en los que elige el salto temporal para adelantar hechos que luego quedarán explicados. “No recreo una época, sino que la creo desde la nada. Estas supuestas memorias familiares son lo más fabuloso y ficticio que he escrito nunca”, nos dice el autor entre las páginas 119 y 120. Sergio reconstruye la vida de su abuelo silente en muchos casos desde la imaginación, desde las lecturas de los libros que hablan de la época, y sobre ellos sitúa a su abuelo. “No sé nada de los amores de José Molina antes de mi abuela” (pág. 44). “Él no me habló del doctor Vallejo-Nájera. Ni de los fosos de letrinas llenos de mierda enferma, ni de los pantalones sangrantes, ni de las latas de sardinas. Todo esto lo he leído en el libro de mi amigo Javier Rodrigo, y a través de sus palabras enfoco esas estampas que se formaron en el iris de mi abuelo cuando me dijo que le tocó vigilar un campo de prisioneros” (pág. 93).

Aunque al final la reconstrucción de la vida del abuelo mantiene una estructura bastante lineal, Sergio se distancia de ella en bastantes momentos. Es decir, ésta es la reconstrucción de la vida del abuelo igual que en gran parte es la reconstrucción de su propia vida. Lo que a nadie le importa es una novela digresiva: Sergio trata de conocer, por ejemplo, el campo de batalla en el que fue herido su abuelo y nos narra la visita que hace a él, páginas en las que se mezclan reflexiones sobre la Guerra Civil con sus discos de Metallica. Para narrar el Madrid del abuelo, el narrador primero ha de hacer suya la ciudad, y en más de una página nos relata las andanzas por ella, ciudad que también es la suya. O también se nos puede plantear más de una reflexión metaliteraria sobre la construcción de la propia novela, sobre las dificultades que se encuentra en su composición, sobre los métodos de investigación que ha seguido para acercarse a la época retratada, o más sencillamente sobre la elección del título.

Antes, al hablar de La hora violeta, citaba a Francisco Umbral y su Mortal y rosa. De Umbral he leído dos libros, Mortal y rosa y La noche que llegué al café Gijón, además de muchas de sus columnas de periódico (de hecho, durante una temporada larga sus columnas me parecieron lo mejor que se podía leer en un periódico en España). El tono de Lo que a nadie le importa me ha recordado al Umbral más juguetón e imaginativo con el lenguaje. Podría afirmar incluso que el lenguaje es el gran personaje de esta novela de Sergio del Molino, un lenguaje muy simpático, rítmico, plagado de ideas originales, comentarios que se olvidan del cuerpo principal de la novela y se expanden por la página como digresión columnística: “Cuando los guiris buscan en el Lonely Planet los mejores sitios para vivir la experiencia madrileña del churro y la porra, ridiculizan un ritual de pueblo resignado. No entienden que desayunar chocolate con porras es una forma de humillación. El pueblo que lo practica siente que sólo puede recuperar su grandeza degollando a soldados franceses en la Puerta del Sol y dejándose fusilar al día siguiente en un cuadro de Goya con marco de oro. El chocolate con porras es un registro fósil de la tragedia bárbara que es Madrid y no se puede tomar sin regresar al absolutismo” (pág. 113).

La vida retratada aquí, la de José Molina, pese a haber combatido en una guerra, es la de una persona sedentaria, callada, para nada estridente. Que nadie se acerque a este libro con el deseo de encontrar en sus páginas heroicidades, grandes secretos de familia o giros inesperados de la trama, porque se va a decepcionar. Este es un libro de ambición literaria, para lectores que sepan apreciar el misterio de la vida, no el de las grandes gestas, sino el que se encuentra en los intersticios de la vida cotidiana, en el deseo de reconstruir los silencios familiares que acaban siendo, por extensión, los silencios de una época.

Lo que a nadie le importa me ha gustado mucho. Es un libro escrito por un prosista magnífico. Me he sorprendido a mí mismo desconfiando de la solapa del libro, cuando afirma que Sergio del Molino ha nacido en 1979; porque esta novela me ha parecido la obra madura de un escritor con mucho talento.

Tengo curiosidad por saber cuál será el camino literario que va a seguir Sergio a partir de ahora: ¿seguirá por esta senda de la autoficción que tan buenos resultados le está dando? ¿Se acercará a algunos de los huecos narrativos que he intuido tras acabar su libro? ¿Escribirá la historia de su padre, del que, tal vez estratégicamente, no se habla en este libro? ¿La historia de su vida en los veranos de Francia? ¿O volverá a la ficción?

jueves, 20 de noviembre de 2014

Puertas de atrás, por Eugenio Navarro Torres

Editorial Sorel & Bascombe. 52 páginas. 1ª edición de 2014.

Eugenio Navarro Torres (Granada, 1978) me escribió un mensaje en facebook, proponiéndome el envío de su nuevo poemario. En ese momento yo aún no conocía su nombre, porque siempre había interactuado con Eugenio bajo su pseudónimo de “El Céfiro”. Somos amigos en facebook (de esa clase de “amigos” de red social que nunca se han visto en persona) y en alguna ocasión habíamos intercambiado algún pequeño comentario en facebook, donde me enteré de que Eugenio había leído mi poemario El bar de Lee.

Puertas de atrás me llegó al buzón de mi casa hace algunas semanas. Me gustó la edición, muy sobria y elegante, y ese nombre que no conocía: Sorel & Bascombe Ediciones, con el apellido de dos ilustres personajes literarios ya despertó mis simpatías.

Como el mismo Eugenio nos cuenta en una nota autobiográfica final, publicó su primer poemario Sombras y olvido en 2009; en 2010 publicó junto a Juan E. Martín un nuevo poemario titulado Azeótropo. Después se ha embargado en más proyectos relacionados con la poesía y otras disciplinas artísticas (cine, imagen…). Así que Puertas de atrás es su tercer poemario, o segundo en solitario.

Al abrir el libro nos encontramos con tres poemas de composición y contenidos clásicos. Destaco de ellos el segundo:


LA NOBLEZA DEL VENCIDO

Hay una exigua luz que va animosa
en la ajada nobleza del vencido
como crepúsculo que elude el sueño
empeñado en blanquear cada rincón

de noche negra y de memoria frágil
para que nunca sepas con certeza,
para que siempre albergues el recelo
y que su duelo te lleve por vida

a no saber jamás si fue tu gloria,
ganada en realidad por derecho
o tal vez solo me dejé perder.


En estos poemas –sirva de ejemplo el que reproduzco- ya se marcan algunas de las obsesiones del poeta: el paso del tiempo, la derrota, la reflexión desde la inmovilidad…
Lo cierto es que me gustan más los poemas que completan la primera parte (titulada La luz que pretendemos), porque se encuentran más cercanos a mi propia poética: el autor sale de sí mismo y observa la realidad que le rodea; siendo aquí destacable la pincelada certera y urbana, muy del gusto de un poeta como Karmelo Irribarren, del que Eugenio se declara admirador en la nota final. De este grupo de poemas, destaco el siguiente:

SEPTIEMBRE

El aire de la tarde
huele a tierra mojada.
Las hojas se arremolinan,
juegan a estar vivas de nuevo
aunque en su baile se adivine
la tristeza hueca de los días.
Un viejo recorre con su mirada
las piernas de las jóvenes madres
tras los carritos que encaran
el camino de vuelta a casa;
y hay un pato impermeable
y solitario
que emite sonidos guturales
desde el lago.

Septiembre, el tiempo, la vida,
como si nada.


En la segunda sección del libro, titulada Esopo contra Descartes, nos encontramos con nueve poemas en prosa. En uno de estos poemas podemos leer: “un verso de Brines mariposeando en la cabeza y mucho frío” (pág. 31). Hace años leí algunos poemas de Francisco Brines; ahora gracias a la pista que me deja este verso he leído alguno más. Me percato de que mi intuición era correcta: la poesía sosegada y reflexiva de Brines se puede considerar una referencia clara de esta sección del libro, o de todo él. Destaco este poema, en el que podemos apreciar otro de los temas tratados, el del amor ido:


VENTA DE LA CEBADA

Los inútiles ventanales anunciaban un miedo antiguo por entre sus huecos. Todo el vidrio roto en pedacitos desparramado por el suelo soñaba en componerse para nuestros ojos. Y mientras la luz y el silencio. Aquel desvencijado butacón de sky vuelto contra la ventana. Huérfano rojo tapizado de polvo y perplejo. Como si alguien hubiese estado contemplando la fiesta desde su asiento y hasta la noche más larga. Se veía la playa. La sierra. Una torre. Casi pisamos aquel gato raquítico y huidizo que movió los cartones antes de salir disparado. Después nosotros.


En la tercera sección, titulada Contra el sexto mandamiento, nos volvemos a encontrar con una voz más coloquial, más directa, que rememora recuerdos sexuales de carácter más celebrativo que en composiciones anteriores; y que pueden hacernos pensar de nuevo en los versos de Irribarren. De ellos reproduzco aquí el primero:


ANA

Lo típico, nos presentó una amiga en común
una anodina mañana cualquiera de Otoño.
Luego nos vimos en la cabalgata de reyes,
en la facultad y en bares repletos de gente.

Los acontecimientos que te cambian la vida
a menudo pasan por cosas intrascendentes.


La quinta sección se titula La muerte era algo distinto, y el tono es similar al de la sección anterior, con poemas más coloquiales, que reflejan observaciones y reflexiones sobre el día a día, pero a diferencia de la sección anterior, sobre recuerdos sexuales celebrativos, aquí la visión del mundo del poeta es más sombría, entrando en juego los pensamientos sobre la muerte. Destaco el último de la sección, y por tanto del libro:


LA MUERTE ERA ALGO DISTINTO

Ella hacía correr la arena
entre sus dedos
una y otra vez
y mi mente se estremecía
con las bandadas de caballos
y pájaros salvajes.

Supe entonces que la muerte
era algo distinto, que la arena
y los animales seguirían deslizándose
en el tiempo invariablemente.

Entonces me zambullí
una última vez en el agua
antes de volver a tierra
y a lo que allí me estuviera esperando.


Como el lector habrá podido observar en este breve recorrido por Puertas de atrás -del que he tomado como muestra un poema de cada sección-, Eugenio Navarro Torres ha jugado en su libro a ser más de un autor y a dejarse llevar por más de una influencia y una corriente estética. Lo cierto es que a mí me gustan más los poemas del libro que son más cercanos, urbanos y narrativos (descripciones de encuentros amorosos, reflexiones sobre recuerdos, constatación de instantes observados…) frente a los más contemplativos y abstractos (texturas de la luz, del aire de la derrota…); pero, por supuesto, este comentario es puramente personal: a mí me gusta más la primera poesía descrita y con ella me siento más cómodo. Tal vez en el futuro, Navarro Torres se incline más por una corriente estética y sus próximos libros sean más compactos; éste, como muestra de inquietudes y búsquedas, resulta atractivo.


domingo, 16 de noviembre de 2014

Los últimos, por Juan Carlos Márquez

Editorial Salto de Página. 179 páginas. 1ª edición de 2014.

Hasta ahora había leído dos libros de relatos de Juan Carlos Márquez (Bilbao, 1967), Llenad la Tierra y Norteamérica profunda, y sentía curiosidad por esta novela, Los últimos. Su editor, Pablo Mazo, tuvo la amabilidad de enviármela a casa.
Salto de Página es una editorial que apuesta fuertemente por la narrativa de género (fantástico, ciencia ficción, terror, novela negra…); y en los últimos años parece haberse especializado además en la variante apocalíptica de la ciencia ficción. Dentro de este subgénero ha publicado libros como Plop de Rafael Pinedo, El año del desierto de Pedro Mairal, Últimos días en el Puesto del Este de Cristina Fallarás o Cenital de Emilio Bueso. Y ahora aparece Los Últimos, un libro que encaja a la perfección con el catálogo de Salto de Página, pues Juan Carlos Márquez se acerca en él a la ciencia ficción apocalíptica, pero también al género fantástico y al terror.

En las dos páginas que constituyen el Preámbulo del libro descubrimos que la destrucción del mundo duró exactamente siete días (existe un pequeño juego bíblico en Los últimos, con el génesis de un mundo nuevo). Algo indeterminado (un desastre nuclear, tal vez) y a lo que se llama el “fogonazo” o el “resplandor amarillo” mata a todas las personas que no se encuentran bajo techo, y casi toda la vida irá muriendo en los seis días siguientes; hasta que la oscuridad cae sobre la Tierra.

En la narración en primera persona que constituye el cuerpo de la novela, tras el breve Preámbulo, nos adentramos en el diario de Adam Crowley, superviviente de treinta y ocho años (aunque el nombre y la edad no la conocemos hasta que no esté bien avanzada la historia), quien ha decidido levantar testimonio de la vida (o lo que queda de ella) después del fogonazo.
Como ya hizo en los cuentos de Norteamérica profunda, Márquez decide situar su narración en Norteamérica, y construye su novela con unos personajes norteamericanos con los que un lector español se encuentra de sobra familiarizado gracias a la literatura, el cine o las series de televisión. Personajes que viven en casas con jardín, sueñan con llevar a sus hijos a Disney Word, y de forma nostálgica recuerdan sus vacaciones en Nueva York. Una nostalgia de Manhattan que casi cualquier ciudadano del mundo occidental podría reconocer.
Esto hace que un lector español se adentre en las páginas de Los Últimos como si estuviera leyendo la traducción de una novela norteamericana. Una decisión coherente con el homenaje (o parodia) de géneros literarios que, en gran medida, realiza Márquez en este libro y que su lector –al igual que él- casi siempre ha conocido gracias a la cultura anglosajona.

Adam ha sobrevivido al fogonazo junto a su mujer Eve y su hijo Benjamin. Pronto adoptarán al hijo de una vecina, Balthasar; y según la situación empiece a descontrolarse cada vez más, se unirán a algunos de sus vecinos: Anaïs y Buttercap. Los acontecimientos no tardarán en precipitarse.

Lo cierto es que me acerqué a Los últimos esperando leer una novela de supervivencia en un mundo apocalíptico; una versión española de La carretera de Cormac McCarthy, tal vez. Pero, gratamente, Márquez, conocedor de los recientes referentes literarios que el lector que tome su novela podría tener en mente, comenzando con un planteamiento que podría ser similar al de La carretera ha decidido hacer transitar su novela por nuevos territorios, que en gran medida son un pastiche posmoderno de la narrativa de ciencia ficción, fantástica y de terror del mundo norteamericano de los años 50-70 del siglo XX, y que además (aunque pueda resultar paradójico) también se acerca a los planteamientos de algunas de las últimas series televisivas de moda; Los últimos podría funcionar -sobre todo y sólo en parte- como parodia de The Walking Dead, con sus humanos mutados en bestias peludas dedicadas a devorar humanos u otros mutantes (resultando así estos monstruos más democráticos en sus apetitos que los zombis de The Walking Dead).

Escenas de ciencia ficción, terroríficas, fantásticas… que en casi todo momento uno lee con una sonrisa, ya que es ésta una novela escrita con orgullo de serie B, donde, como en el cine o la literatura de serie B, las explicaciones científicas huelen a parodia: la explicación científica no tiene más validez aquí que una explicación fantástica de los sucesos propuestos, como podrían hacer los escritores de la ciencia ficción soft en los años 60 del siglo XX; por ejemplo, como podría hacer Samuel R. Delany (y me anoto aquí el punto exquisito de sacar una referencia que no creo que Márquez o Mazo se encuentren en otras reseñas de este libro). Pero en Márquez la explicación científica de por qué una parte de la humanidad sobreviviente al fogonazo se ha transformado en mutantes resulta más divertida (al leerse como parodia de género) que al leer las explicaciones científicas soft de, por ejemplo, La balada de Beta-2 de Delany, que no son irónicas.

Pero Los últimos no se queda en una novela posapocalíptica, como la que esperaba leer al acercarme al libro, ya que se acaba convirtiendo, en su segunda parte, en una novela de ciencia ficción más clásica al trasladar sus escenarios a Marte.

Además de las explicaciones científico-paródicas de la realidad acontecida, Márquez también juega a un fantástico más puro, con sucesos que dejará sin explicación.

La novela se organiza en capítulo normalmente muy cortos, que muestran escenas claves de la forma en que evoluciona la relación entre los personajes, y elude en más de un momento las escenas que podríamos denominar “de acción” o “de enfrentamiento”. El lenguaje de la novela es austero, directo; pero sobre esta sobriedad, Márquez dibuja imágenes realmente poderosas (montañas de huesos, ríos de gusanos blancos…); y es esta poética del horror lo que acaba convirtiéndose en uno de los mayores logros de Los últimos.

En definitiva, Los últimos es una novela que va más allá del genero apocalíptico, ya que su aparente planteamiento de ciencia ficción realista pronto se deshace a favor de una narración más libre e imaginativa, que homenajea y parodia a la literatura y el cine de serie B, con profusión de escenas fantásticas y terroríficas (que no dejan de tener un cierto aire cómico, un aire de aventura descontrolada y gamberra), con más de un personaje paródico por su explotación del cliclé (el científico enclenque y ensimismado, el militar decidido y sentimental); pero con multitud de giros inesperados, que llevan al lector a desear pasar de forma rápida sus páginas. Un libro muy divertido, lo peor de él (al igual que me ocurrió con América profunda) es que se me ha hecho corto; y esto siempre lo considero una buena señal.

Nota: el viernes 17 de octubre, después de haber leído el libro y escrito su reseña, acudí a la presentación que tuvo lugar en Tipos Infames, y que fue llevada a cabo por el autor, acompañado por Antonio Romar –presentador- y Pablo Mazo –editor-.
Fue una presentación divertida y dinámica. Coincidí con Romar en más de una apreciación, y él me hizo ver algún elemento nuevo, como la tendencia artística de los mutantes. Después fue muy grato conversar sobre ciencia ficción –Stanilaw Lem, Philip K. Dick o Ray Bradbury- con Antonio Romar, Juan Gracia Armendáriz, Juan Gómez Bárcena, Pablo Mazo, Julia Martínez, Juan Carlos Márquez y otras personas de las que no recuerdo el nombre. Tengo que volver más a la ciencia ficción, me dije, al género de mi adolescencia.


domingo, 9 de noviembre de 2014

Maicillo/Sauló, por Leandro Hernández Gómez

Editorial Das Kapital. 81 páginas. 1ª edición de 2014.

Ya comenté la semana pasada que en el mismo sobre que me llegó desde Chile la novela Tsunami de Juan Ignacio Colil me llegó el nuevo poemario titulado Maicillo/Sauló de Leandro Hernández Gómez (Osorno, Chile, 1970). Conozco a Leandro desde hace unos ocho años, cuando los dos comentábamos libros de Roberto Bolaño y escritores similares en un foro cibernético de la Fnac. Luego, después de que se cerrara aquel espacio, hemos seguido hablando de libros a través de facebook, mi blog o el correo personal. Cuando los dos hemos conseguido publicar algún libro, los hemos intercambiado a través del correo transoceánico. Espero que en algún momento nos podamos saludar en persona.

Hace tres años comenté el primer poemario de Leandro, cuyo título era Umo (ver AQUÍ la reseña), y que fue publicado también por la pequeña y pujante editorial de Santiago de Chile Das Kapital.

Ya comenté que en Umo el poeta jugaba a confundir el acto de fumar con el de escribir: actos de placer individual, de escasa relevancia social uno y perseguido el otro. Leandro escribía igual que fumaba: con morosidad, con detenimiento, en soledad, para sí mismo, mientras el tiempo pasaba sobre su vida y los objetos cotidianos.

Maicillo/Sauló guarda muchos puntos en común con Umo. En su más reciente obra nos encontramos de nuevo con un poemario metaficcional, ya que Leandro vuelve a reflexionar en ella sobre el propio acto de crear. Pero ahora la identificación que vertebraba Umo al confundir los verbos  “escribir” y “fumar”, se ha transmutado en la relación existente entre los sustantivos “tiuque” y “poeta”.
Realicemos una aclaración para los lectores que no sean de Sudamérica: el tiuque es un ave rapaz relativamente pequeña (de unos 40 cm.) que se alimenta de insectos, gusanos, crías de otras aves y que es eminentemente carroñera. Sería el equivalente a un cuervo del hemisferio norte. De hecho con esta última referencia –que yo he tomado de la wikipedia- Leandro compone el último poema del libro:

baltimore

el tiuque es al hemisferio sur
lo que el cuervo es al hemisferio norte

así tanto en el sur como en el norte
cuando preguntas por el jardín de Epicuro
los poetas sólo obtienen como respuesta
un never more, never more.


El paralelismo con el que se va a jugar en el libro entre esta pequeña ave carroñera, frecuente en los parques de Santiago de Chile, y el poeta, habitante de los mismos parques, queda fijada en el primer poema del libro:

la reflexión es infinita

relegado a parques y plazas
el poeta es un tiuque sobre un eucaliptus

grazna al tope de una copa vacía

la sombra de un tiuque
es una reflexión que se alarga sobre el maicillo.


Nueva aclaración para lectores de fuera de Chile: Maicillo es la arena gruesa y amarillenta con que se cubre el pavimento de jardines y patios (rae).

Maicillo/Sauló conversa con Umo, en más de una de sus páginas podemos encontrar guiños al anterior poemario: “todo tiuque/ todo poeta/ todo hablante/ aspira –como se aspira el umo-/ a que sus huesos o sus textos/ sus voces sus graznidos/ tengan manchas rojas.” (pág. 37-38), o: “tal vez pronto se promulgue una ley/ que prohibirá fumar en lugares con juegos infantiles/ no podría ir con mi hijo y mis cigarrillos/ a pelotear un rato sobre un césped semiseco”. (pág. 77-78)

Aunque los temas se repiten de un poemario a otro, he tenido la impresión de leer en Maicillo/Sauló un poemario más maduro y hondo que Umo. En Umo el individualismo del acto de escribir, enmarcado en un contexto de cotidianidad (paso del tiempo, contemplación de los objetos caseros…), distancia al poeta de los otros. En Maicillo/Sauló al centrar su reflexión más que sobre el acto de escribir sobre la figura del poeta, la presencia de éste en sociedad, de este yo que interactúa con los otros, se hace más presente.
Igual que el acto de escribir en Umo parecía algo tan abocado al fracaso, al goce individual, como el acto de fumar, en Maicillo/Sauló el poeta con su libreta en el parque se convierte en una figura obsoleta, porque: “los lectores de poesía ya no nacen más/ se extinguieron” (pág. 76)

El poeta, como el tiuque parece rebuscar en la carroña del basural cotidiano para encontrar alimento, que convertido al lenguaje del poeta equivaldría a la idea de encontrar belleza.
El poeta ya no se fija en los ruidos de la cafetera, como hacía en Umo, sino que ahora son los gritos que proceden de la multipista del parque los que parecen sacarle de su mundo.

Tiuques y poetas se encuentran en el parque: el ave rapaz carroñera y el poeta, antiguos habitantes de los grandes espacios naturales (a los que pudo cantar una poesía épica como la de Walt Whitman) confluyen ahora en el espacio natural domesticado y falto de grandeza del parque. Será obligación del tiuque (si quiere alimentarse) y del poeta (si quiero hallar alguna belleza) no dejar de observar lo que ocurre en su hábitat. Reproduzco aquí el poema de la página 63 donde se aúnan los temas anteriores:

tarde en el parque

una camanchada ácida
nos envuelve incluso
en parques y jardines

debiera llover ahora mismo
no tener que esperar
que se cumpliera el pronóstico:

“posibles chubascos al atardecer”

desde la copa de los eucaliptus
que envejecen el maicillo
los tiuques tosen.


En unos cuantos poemas, Leandro juega al posmodernismo y posa su mirada y su reflexión sobre las series de televisión norteamericanas (a las que debemos estar enganchados medio mundo), así se homenajea en este libro a Breaking bad o a Criminal minds.

En lo cotidiano también se encuentra lo terrible, y la muerte se filtra en los días que se describen en estos poemas: “Sara, la Cuta, la Cutita/ la hermana de Pancho/ ha muerto en un accidente carretero” (pág. 70); o bien: “en correo matutino/ Martín dice en el asunto: “malas noticias”/ lo abro y leo/ que se nos fue Parrita” (pág. 72).
Sin embargo, el poemario se vuelve más cercano y cálido al hablarnos de los días que pasa el poeta con su hijo en el parque, tema que se vuelve recurrente en el último tramo del libro.

Maicillo/Sauló me ha parecido un poemario de versos sencillos y a la vez hondos, que reflexiona sobre el propio acto de escribir, pero sin perder el poeta la capacidad de fijar su mirada sobre el mundo de los otros, sobre la cotidianidad que va desde la realidad ficcional de las series de televisión a lo que ocurre en el parque cercano a su casa, volviéndose sus versos más esenciales y cálidos cuando nos habla de la relación con su hijo. Unos poemas que me han recordado a esa sencillez narrativa que tenía Raymond Carver en sus poemas para encontrar momentos epifánicos en la cotidianidad.
Voy a continuación a reproducir aquí dos poemas más del libro, dos poemas que son de los que más me han gustado del conjunto y que me parecen representativos. El primero, titulado la poiesis de los tiuques, dividido en tres partes que aúnan casi todos los temas que se desarrollan en el libro; y el segundo, titulado carpintero, situado al final del poemario, me parece que abre un nuevo camino, hacia la sencillez honda de los momentos epifánicos de la cotidianidad y que, como he apuntado antes, me recordaban a la poesía de Raymond Carver.

la poiesis de los tiuques

i
desde Atacama a Chiloé
el poeta es un milano chimango

chimango como los chimangos
de los cuentos argentinos

tiuque como aquellos
que aún rayan el cielo
nublado de Ovejería
                                   Alto

el poeta es un tiuque

un ave rapaz que se adapta
y raya los cielos

de norte a sur


ii
se le tilda de acróbata
(ahí el altazor
devenido en tiuque)
en busca de mejores oportunidades
del campo a la ciudad
se refugia en parques y azoteas

todo poeta
de importancia es un tiuque

el tiuque en la ciudad abandona la acrobacia
asume el oficio de los malabares

sus textos son como las pelotas
teñidas por las luces
rojas de los semáforos
que malabaristas punkies lanzan
por los aires a la espera
de alguna moneda huacha
de los choferes de ocasión

la adaptación obliga y el tiuque
es un sobreviviente que raya
los cielos y los suelos

los conductores cierran
las ventanillas de los autos

temerosos de que un texto
se les cuele en la cabina.

iii
el poeta es un rapaz:

en casos de urgencia
se alimenta de carroña

el tiuque no le teme al ser humano

el poeta observa y tose
en la copa de un eucaliptus

la especie descrita por un francés en 1816
es la más abundante en Chile

en este país se levanta una piedra
y un tiuque abandona la casa de sus padres.



carpintero

la ciudad del poeta
el sol desaparece por tres días

el cuarto continúa el frío
pero el cielo amanece despejado

a eso de las cinco de la tarde
el poeta sale con su hijo al parque

primero van a inflar las llantas
de la bicicleta a una bomba bencinera

el poeta camina por uno de los senderos del parque
su hijo pedalea más adelante por el mismo sendero

como una aparición extremadamente buena
un pájaro carpintero hace lo suyo sobre un arbusto

ver un pájaro carpintero en un parque
                                          (de Santiago de Chile
no es algo común

el poeta siente esto como un privilegio
su hijo pedalea más adelante

lo llama: hijo, Emilio, mira
el niño vuelve y el poeta le indica hacia un árbol
mira, un pájaro carpintero

¿lo ves?

Emilio logra verlo y oírlo golpear la corteza
de una alcaparra en busca de larvas

¡oh, qué bacán!

lo observan un rato
pueden apreciar su plumaje
su penacho rojo

el poeta latea a su hijo
sobre lo extraordinario de este encuentro

el hijo lo mira y le dice que sí que lo entiende


luego da la vuelta y continúa con su paseo.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Un poema de Siempre nos quedará Casablanca

Hace tiempo que no expongo aquí alguno de mis poemas. Hoy, siguiendo con la tendencia de las últimas semanas, tocaría colgar alguno de Antonio Machado (por continuar con la antología de Gerardo Diego), pero mi amigo el poeta mallorquín Juan Payeras fotografió un poema de mi libro Siempre nos quedará Casablanca y colgó la página en su muro de facebook. Este poema nunca lo había mostrado en el blog, lo hago ahora. Se corresponde a la época en la que era auditor de cuentas, entre el año 2000 y el 2002:


Gracias, Juan.

El texto en word quedó así:



PIETER BRUEGHEL EL VIEJO

Me basta abrir el libro por la reproducción
del cuadro El triunfo de la muerte
de Pieter Brueghel El Viejo para conseguir
la calma. Me fascina
penetrar en sus detalles. ¿Os habéis fijado
en las elegantes trompetas que sostienen
los esqueletos sobre el río o el que tras la mesa
intenta violar a una doncella? ¿En la brillante
pala encima del carro de las calaveras?
Entonces qué importan el estrés, los plazos
y los horarios de esclavo de las pirámides
de Egipto, las tristes ambiciones de los triunfadores
tristes. Con terapia de guadaña a lomos de un caballo
rojo, tu jefe sólo es otro cráneo, de los que se caen
del carro de tan lleno. Ojalá hubiera conocido
la calma del cuadro de Brueghel
en la adolescencia, en el desdén presuntuoso
de las muchachas, en la pantomima de los que se esconden
debajo de la mesa. ¿Y en el ángulo inferior
derecho el joven del laúd cantando, y la Muerte
que toca el violín? Y un 1012.



domingo, 2 de noviembre de 2014

Tsunami, por Juan Ignacio Colil

Editorial Das Kapital. 243 páginas. 1ª edición de 2014.

Ya comenté en el verano de 2010 el libro de cuentos de Juan Ignacio Colil (Santiago de Chile, 1966) titulado Al compás de la rueda. El libro me llegó gracias al poeta Leandro Hernández, a quien conocía gracias a un foro literario. Juan Ignacio es profesor de Historia en el mismo colegio de Santiago de Chile en el que Leandro da clases de Lengua, y ambos publican en la pujante editorial chilena Das Kapital. Este año ha aparecido un nuevo libro de cada uno de ellos casi por las mismas fechas en que se publicó mi novela El hombre ajeno. Así que en verano intercambiamos libros.

Hace tres años Al compás de la rueda me causó una grata impresión, eran cuentos escritos por un autor maduro, con oficio, y tenía ganas de acercarme a la nueva novela de Colil. Al repasar ahora lo que escribí sobre ese conjunto de relatos, me percato de la fuerte relación que existe entre ese libro y esta novela titulada Tsunami. “El tono de amenaza es constante en este relato, como en casi todas las páginas de Al compás de la rueda.” “Como Bolaño, Colil también usa a la figura del escritor o el poeta como protagonista de sus historias”, estas dos frases que escribí sobre Al compás de la rueda las rescato ahora para hablar de Tsunami.

Tsunami comienza con un escritor de cuarenta años -que en la página 115 sabremos que se llama Juan Colil- recibiendo una llamada telefónica. La municipalidad de un pueblo de la costa de Chile le invitar como ponente para celebrar un homenaje al escritor Emilio Fontana, muerto en la localidad diez años antes. El escritor acepta porque no está en condiciones para rechazar un trabajo, aunque no siente mucho entusiasmo por las novelas brevísimas y los poemas crípticos de Fontana.

Un jueves por la tarde llega al pueblo con la idea de irse el domingo. Se aloja en el hotel, conoce a los demás invitados, a los representantes del municipio… y su visión de lo que ve será siempre crítica, inmerso en el sarcasmo propio del desencanto y el fracaso. “No sabía que mi libro se pirateara. De hecho ni siquiera sabía que se vendía; los únicos ejemplares vendidos eran los que yo había comprado para revenderle a amigos”, nos dice el narrador sobre su obra en la página 34, cuando está a punto de firmar a una admiradora uno de esos ejemplares pirateados de su libro; pero ahí está de nuevo el fracaso para caer sobre él: la supuesta admiradora le ha confundido con otro escritor.

Nuestro escritor acabará la noche del jueves huyendo de los escritores veteranos que admiran a Fontana y bebiendo en el último bar con Fernando Montenegro, un no ya tan joven escritor que es descrito así por Colil, inmisericorde con sus compañeros literarios: “Un pedante que escribía cuentitos en los que narraba sus supuestas aventuras sexuales y su vida callejera colmada de excesos. Había leído uno de sus libros. Sus narraciones parecían traducciones españolas de algún gringo. Los tipos eran tíos que jodían y todo era pollas, coños, gilipollas, ostias y así interminablemente” (pág. 14).
Además de despotricar contra el mundillo literario, Colil intentará ligar con Julieta, una poeta de su edad y mirada triste.

La novela pasará de ser metaliteraria a negra cuando Fernando desaparece dejando tras de sí un abrigo ensangrentado. ¿Se ha suicidado imitando a Fontana, quien según la versión oficial se adentró románticamente en el mar para poner fin a su vida? ¿Se ha ido del pueblo sin despedirse? ¿Ha sido asesinado?
A partir de aquí un aire de amenaza se cierne sobre el pueblo costero, ya que además de la desaparición de Fernando, puede que en breve se produzca un tsunami. Además, se empieza a preguntar Colil, ¿quién era en realidad Emilio Fontana? Fernando la noche de la borrachera le había dicho que no era quien todo el mundo pensaba, que había recabado información sobre él que lo alejaba de la inmaculada imagen de prócer de las letras. ¿Por qué Recaredo, vecino del municipio y trabajador del ayuntamiento, había afirmado ante Colil que “Fontana era una mierda”?

Sobre la figura de Emilio Fontona empiezan a cernirse sombras, ¿quién es en realidad Fontana?, se pregunta Colil, quien no duda de servirse de una estratagema para entrar en la habitación de Fernando (antes de que se haya anunciado su desaparición) para hacerse con un cuaderno en el que éste ha recabado información sobre el escritor.

La influencia de Roberto Bolaño me parece relevante en la composición de Tsunami: en una novela metaliteraria se crea un misterio policiaco sobre desapariciones y muertes, además de iniciarse una búsqueda sobre un escritor –Emilio Fontana- cada vez más inquietante.

La primera parte de la novela acaba en la página 175. Al principio pensé que realmente Tsunami acababa ahí, porque existe un cierre que bien podría haber funcionado como final de la novela; y que después Colil y sus editores habían decidido añadir al volumen algunos relatos más. Pronto me di cuenta de mi error: tras la sección del libro titulada Apariciones encontramos unos relatos que podrían funcionar como composiciones independientes, pero que están narrador por personas que de una forma u otra tienen relación con lo leído en la primera parte, como alguno de los personajes que conocemos, ahora en la edad infantil, en el pueblo donde fue a morir Fontana. La figura de Fontana aparecerá en estas composiciones siempre como una figura lejana, ominosa, aunque gracias a la información velada que va recibiendo el lector ya conoce en gran parte la esencia de sus secretos. Esta presentación elusiva del escritor buscado me ha vuelto a recordar a Roberto Bolaño, a la escritura de una novela como Los detectives salvajes. Los narradores de la segunda parte de esta novela hablan de su relación con Belano o Lima pero siempre desde la bruma; de esta forma aparece Fontana en estas narraciones que componen la segunda parte.
Lo cierto es que en esta segunda parte cambia el tono narrativo del libro; de cínico y rítmico pasa ahora a intimista y lírico.

Además de un relato final, titulado Mirando desde la vereda, también podemos acercarnos en este tramo final del libro declaraciones en los juzgados, que nos ayudan a comprender cómo acabó la historia del homenaje a Fontana en el pueblo de la costa, con sus desapariciones y muertos; además de noticias de distintas época que, de forma elusiva de nuevo, nos aportan nuevos datos para comprender la posición de Fontana en el canon literario de su país.

La primera parte de Tsunami se hace muy entretenida; me interesa ese narrador que el autor hace coincidir con su nombre, y su visión desencantada del mundo literario. El misterio que se va creando sobre la figura de Emilio Fontana incita a seguir leyendo. Quizás el punto negativo de esta primera parte sería que en algún momento se pone en juego la verosimilitud narrativa, con Colil metido a detective aficionado, pero en cierto modo este escollo se salva porque al finalizar la primera parte y reflexionar sobre lo leído todo adquiere un aire de sueño, de novela casi expresionista, sobre los silencios de una comunidad y su violencia contenida.
Quizás también la longitud de la primera parte queda descompensada respecto a las otras y resulta raro acercarse a más capítulos de una historia cuando uno ya ha tenido la sensación de haber leído un final adecuado para la misma. Creo que Tsunami hubiera ganado en hondura con un simple juego de montaje narrativo: colocando los relatos finales, las declaraciones ante el juez, las noticias relativas a Fontana… entre los capítulos de la primera parte. De este modo el misterio hubiera ido creciendo y aunque en cierto modo se hubiera adelantado el final, la novela hubiera quedado más compensada. O bien, haber extendido la parte final hasta que alcanzara una longitud similar a la primera. Y esto muestra que me quedé con ganas de más, quería leer más sobre la juventud de Fontana, sobre su vida durante la dictadura de Pinochet, quería que se alumbrasen para mí más zonas oscuras del personaje.
Quedarme con ganas de más nunca lo considero un demérito de un libro, si no que me sirve de indicador para saber que he disfrutado de la lectura, de que el autor ha conseguido interesarme en los temas y en los personajes. Y lo único que le puedo reprochar a mi amigo cibernético Juan Ignacio Colil y a su Tsunami es una mayor ambición compositiva, haber pasado de escribir una notable novela como es ésta, una novela que se lee sin perder nunca el interés, a haber podido escribir una grandísima novela sobre los silencios y las zonas oscuras de una sociedad, la chilena, que ha tenido que convivir con una dictadura (como la española) sobre la que no se aplicó la justicia debida.

Desde aquí, porque sé que tiene el talento suficiente, animo a Juan Ignacio Colil a escribir esa gran novela sobre la sociedad chilena que sé que puede darnos.