Ya he comentado en el blog que,
entre 1992 y 1995, yo desgasté tres años de mi juventud en la facultad de CC.
Físicas de la Complutense. Fue un tiempo extraño. Cuando miro hacia atrás casi
siempre lo considero un periodo clave de mi vida, aunque no precisamente por lo
que aprendí de la noble ciencia de Newton. Estudiaba mucho para encontrarme
casi siempre en los exámenes con la exigencia de unas destrezas que muy poco
tenían que ver con lo que los profesores explicaban en clase. De hecho, acabé
pensando que los profesores explicaban en clase contra los alumnos. Habían decidido mejorar la calidad de la
enseñanza y de estudiantes de mi promoción y la anterior sobraban al menos la
mitad. Quizás en algún momento debería escribir una novela autobiográfica sobre
todo aquello. De todos modos, sobre estas experiencias ya he reflexionado en un
bloque de poemas de mi libro El bar de
Lee. Si a alguien le interesa, puede pinchar en el siguiente enlace
(pinchar AQUÍ) y aparecerá un poema que habla de esta etapa de mi vida,
titulado Mecánica y ondas.
Es posible que mi primera lectura
de El
coronel no tiene quien le escriba, en febrero de 1995, la realizase al
llegar a mi casa, después del momento que reflejo en el poema Mecánica y Ondas. Y es posible también
que este personaje de ficción, el coronel innominado de esta novela,
contribuyera de forma clara a que tomase la decisión definitiva de cambiar de
carrera, de pensar que me merecía una nueva oportunidad de comenzar en alguna
otra parte.
Así que volvía a casa, en febrero
de 1995, con mis veinte años de derrota sobre las espaldas (que nadie me diga
que veinte años es la edad más feliz de la vida, que diría el francés, al que
también habría de descubrir por entonces), desde la facultad de CC. Físicas. Volvía
de haber hecho un examen que daba por suspenso, y tener que ponerme después de
comer a estudiar otro que seguramente también iba a suspender unos días más
tarde. Me senté a la mesa de estudio, ante unos apuntes que intuía inútiles,
pero sobre los que iba a pasar de nuevo horas y horas de estupor y temblores. Antes
de empezar saqué de un estante un librito que había comprado unas semanas
antes. Una de esas ediciones diminutas de Alianza
100 de los años 90. Llevaba sólo un año leyendo literatura “seria”, porque
hasta febrero del año anterior yo prácticamente sólo leía libros de ciencia
ficción o de terror. Nunca había leído a Gabriel
García Márquez (Aracatana, Colombia, 1927 – México DF, 2014), pero tenía en
casa comprados éste del coronel y Cien años de soledad.
Sobre los apuntes y libros de
Métodos matemáticos de la física o tal vez de Termodinámica, empecé a leer las
primeras páginas de El coronel no tiene
quien le escriba, con la intención de permanecer un ratito en mi mundo
antes de comenzar a estudiar. No pude parar, lo leí de un tirón; emocionado por
la belleza del texto, explotando en mi mente su sentido, la lucha minúscula y
gigantesca de aquel hombre de setenta y cinco años que acabará prefiriendo
comer mierda antes de que lo humillasen. Me he acercado este verano de 2014 de
nuevo a aquel texto que fue tan fundamental para mí, para el que habría de ser
yo. Sabía que la relectura debía ser de nuevo de una sentada. No tenía mi
librito original de Alianza 100 porque ese ejemplar se lo dejé a alguien y
nunca más lo recuperé. Pero bastantes años después (frente al pelotón de
fusilamiento… no, es broma) había comprado una edición de quiosco y tapa dura
que Random House Mondadori sacó, en colaboración con RBA, a un precio muy
asequible.
Después de casi veinte años no me
acuerdo, por supuesto, de qué asignatura iba a estudiar ese día del 95 para un
examen abocado al suspenso, no me acuerdo de ninguna de las nobles y
demoledoras ecuaciones de la física, de ningún problema sobre el cálculo de
concentraciones molares, ni de cómo se halla el núcleo infinito de un espacio
de Hilbert; pero, sin embargo, me acordaba bastante bien de la trama de El coronel no tiene quien le escriba, de
algunas de sus imágines y frases, y de ese crecimiento de la tensión hasta la
magnífica escena vital en que un hombre abandonado, junto a su mujer, en un
pueblo de la selva, un hombre de setenta y cinco años (“el coronel necesitó
setenta y cinco años –los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto-
para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el
momento de responder”) adquiere el convencimiento pleno de que va a preferir
comer mierda a consentir una nueva derrota.
Cuando escribía al principio de
esta entrada –que, por supuesto, no es ni va a ser la reseña de un libro- que
los tres años que pasé en la facultad de CC. Físicas los considero claves para
mí, estaba hablando de momentos como éste: del día en que leí de una sentada, por encima del Latín imposible y de los
misteriosos números de la Química (estoy ahora parafraseando el primer
poema de Juan Luis Panero), un libro
como El coronel no tiene quien le escriba,
un libro que le hablaba directamente al joven que era yo, sediento de vida, de
referentes, de asideros y recursos con los que enfrentarse a una realidad que
parecía empeñarse en serle hostil de un modo crudo, burlesco.
El coronel no tiene quien le escriba es (parafraseo ahora a Roberto Bolaño) una de las tres o
cuatro novelas cortas perfectas de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
La acción se desarrolla en Macondo, el territorio mítico creado por Gabriel
García Márquez, y de hecho ya aparecen aquí conexiones entre esta novela corta
y Cien
años de soledad, a la que le faltaban aún seis años para ser publicada.
La acción de El coronel no tiene quien
le escriba se sitúa en 1956 y pese a pertenecer al mismo territorio creativo
que Cien años de soledad, todo en
ella se mueve dentro de los parámetros del puro realismo. Un hombre de setenta
y cinco años espera cada viernes que llegue al río la barca con el correo de la
capital (una escena que recuerda a la primera de Zama, la novela de Antonio Di Benedetto, publicada el
mismo año que la comentada hoy); quizás este viernes puede que aparezca en el
pueblo la carta que confirme que le ha sido concedida la pensión que espera
desde hace bastantes años.
Hace nueve meses asesinaron a su
hijo en la gallera, el asesinato parece político. Ha llegado octubre, el frío,
una mala época para el coronel, que parece desconfiar del número de inviernos
que aún podrá aguantar. Hasta enero no podrá luchar en la gallera el gallo que
entrenaba su hijo, y parece ser el único bien que conservan de él. El coronel
alimenta al gallo quitándose casi la comida que tiene para él y su mujer.
Existe la posibilidad de vender el gallo, el gallo de su hijo, pero si aguanta
hasta enero podrá hacerlo luchar en la gallera y los que apuesten por él
ganarán dinero si triunfa en la pelea (este es un gallo que no puede perder, se
dice en algún momento del libro). Pero hay que llegar a enero, mientras el
gallo se va connotando de significados.
De nuevo, por supuesto, casi
veinte años después, me he quedado con las ganas terribles de saber si el gallo
del coronel pudo luchar en la gallera y ganar, por el pueblo, por su hijo, por
la dignidad.
Poco después de aquella primera
lectura de El coronel no tiene quien le
escriba leí Cien años de soledad.
Ahora estoy repitiendo aquella secuencia y ya hablaré la semana que viene de
esta novela. De hecho no he enumerado como hago otras veces las obras que he
leído de un autor cuando lo comento en el blog por primera vez. En realidad, en
esta ocasión han sido prácticamente todas.
No sé si añadir algo más a lo
dicho sobre la lectura de El coronel no
tiene quien lo escriba, quizás podría hablar de su filiación estilística
con la literatura escueta y potente de Ernest
Hemingway, por ejemplo. Pero esta entrada se está haciendo ya muy larga, e
imagino que los lectores habituales del blog habrán leído ya este libro, uno de
los fundamentales de mi educación sentimental.
Lo que me gustaría de verdad que
ocurriera es que cayera en esta entrada una persona joven, alguien con toda la
ficción por delante (las películas, las series, la literatura…) y que entre
toda la gran oferta a su disposición decidiera dedica una hora y media a leer
este libro de una sentada. Y que además esa persona joven pudiera sentirse
tocada, durante un momento, por la magia de la palabra escrita, que pudiera
comprender, por primera vez y para siempre, por qué en la vida puede ser preferible
tener que comer mierda a permitir que te humillen.