Editorial Alba. 643 páginas. 1ª
edición de 1853; ésta de 2014.
Traducción de Marta Salís.
Soy un gran admirador de las hermanas Brontë. Hace unos diez años
leí, de forma bastante seguida, las novelas Cumbres borrascosas de Emily Brontë, Jane Eyre de Charlotte Brontë, Agnes Grey y La
inquilina de Wildfell Hall de Anne
Brontë. También leí más de un prólogo o página de internet donde se hablaba
de sus vidas cortas y un tanto extremas en los páramos de Yorkshire. Es más,
durante el verano que pasé en Londres en 2006 me apunté (y ninguno de mis
amigos quiso venirse conmigo) a un viaje organizado de un fin de semana en el
que se visitaba principalmente York, Bradford y Haworth. Haworth es el pueblo
donde vivían las hermanas Brontë en Yorkshire. Allí se podía visitar su casa familiar.
Paseé por esa casa, estuve a un metro del sofá en el que murió Emily y de la
mesa en la que escribía. Miré a través de las ventanas hacia la iglesia en la
que el padre de las Brontë trabajaba como párroco. En el espacio entre la casa y
la iglesia se encontraba el cementerio del pueblo, que sería el primer jardín
de las hermanas, el primer horizonte que veían al asonarse a las ventanas de
sus cuartos. Observé las primeras ediciones de los libros que he comentado más
arriba, expuestas en vitrinas. Me fotografié delante de la casa, fotografié la
iglesia a través de una de sus ventanas; tengo otra foto delante de una tienda
que en otro tiempo fue la oficina de correos donde las hermanas depositaban sus
novelas para hacérselas llegar a los editores de la capital, fingiendo ser
hombres. Otra delante del pub Black Bull, donde Branwell Brontë, el único
hermano varón de la familia, el que según los códigos de la época era el que
estaba destinado a ser el artista de la familia Brontë y sólo acabó siendo un
alcohólico, dio sus primeros tragos. Es una pena que en 2006 yo aún tuviera una
cámara de carrete y que no pueda subir aquí estas fotos.
Charlotte Brontë (1816-1855) fue
la más longeva de de los seis hermanos del matrimonio Brontë, y eso que sólo
vivió hasta los treinta y nueve años. Emily alcanzó los treinta y Anne
veintinueve. El malogrado Branwell –que de niño escribía, como sus hermanas, y
que quería ser pintor, pero que no fue dotado para la pintura con un talento
equivalente al que tuvieron sus hermanas para la escritura- vivió treinta años,
y las dos hermanas mayores, Maria y Elizabeth, murieron con once y diez años de
tuberculosis.
Anne sólo escribió las dos
novelas que he citado al principio (además de algunos poemas, publicados en un
libro junto a los de sus otras dos hermanas), Emily sólo (y ese “sólo” no deja
de ser irónico al hablar de un libro tan grande) pudo crear Cumbres borrascosas, y a Charlotte le
dio tiempo a escribir cuatro novelas, aunque fueron tres las que vio publicadas
en vida.
Villette, publicada en
1853 –dos años antes de su muerte- fue la última novela escrita por Charlotte
Brontë. La compré en La Casa del Libro
de Gran Vía, un día en la que se encontraba medio desierta porque casi todo
Madrid se estaba preparando para ver la final de la Champions y yo había
reservado (no sin cierta ironía) mesa en un restaurante sin televisor que
siempre suele estar lleno y que ese día, por supuesto, estaba vacío. Era el día
después de mi cumpleaños y Villette fue uno de los libros que compré gracias a
la devolución de otro, que fue un regalo desafortunado.
Para escribir Villette, Charlotte usó las experiencias
que vivió como estudiante en un internado de Bruselas. De hecho, la Villette
del título, como se aclara en una nota de la edición de Alba (pág. 73), es el
nombre que Charlotte dio a la ciudad de Bruselas, y el gran reino de
Labassecour, donde se ubica Villette, no es otro que el reino de Bélgica.
Quizás cambió los nombres por algunas opiniones controvertidas que da la
protagonista de esta novela sobre el carácter de los labassecourinos o sobre su
rey, que aparece en un capítulo.
La protagonista y narradora de Villette es Lucy Snowe; quien pronto se
quedará huérfana y al no disponer de herencias ni de protectores tendrá que
buscarse la vida. Toma una decisión arriesgada (“Era como si el destino
quisiera empujarme a la acción”, pág. 52): va a abandonar Inglaterra, camino
del continente, con la intención de trabajar como institutriz en un país que
valore el que parece ser su único activo: saber hablar un inglés correcto.
Al llegar a Villette va a
encontrar trabajo y alojamiento en el internado para señoritas de Madame Beck.
La lucha de Lucy por encontrar su lugar en el mundo no parece acabarse aquí.
Madame Beck la somete a una estrecha vigilancia; y las relaciones de amistad
que establece con las personas que conoce en su nueva ciudad no consiguen
satisfacerla. Su crisis existencial estallará un verano en el que las internas
toman vacaciones y ella se queda más sola que nunca.
A sus veintitrés años, Lucy Snowe
es una mujer no ya tan joven para la época, carente de atractivos físicos y de
posición, y que tiene que trabajar para ganarse el sustento. Lucy Snowe es la
heroína clásica de una novela de las hermanas Brontë (sobre todo de las de Anne
y de las de Charlotte, porque las de Emily son más extremas), donde abundan las
profesoras o institutrices; mujeres sensatas, recatadas, carentes de atractivos
físicos, que van a denunciar la frivolidad y las injusticias que les tocarán
vivir en las casas de los poderosos.
Lucy Snowe narra su historia
desde un punto que parece bastante lejano en el tiempo a los hechos
acontecidos; así que, si la novela se publicó en 1853, debe estar ambientada al
menos unas décadas antes. De forma continua, la narración -como es propio del
siglo XIX- interpela al lector con expresiones como éstas: “Los lectores pueden
suponer”, “El lector se preguntará”.
Aunque las novelas de las Brontë
se apartan del ideal de la heroína romántica del siglo XIX, al presentar a
mujeres que buscan su independencia y que son, por tanto, protagonistas
femeninas que se adelantaron a su época (mujeres fuertes que han de
desenvolverse en un mundo de hombres), tampoco renuncian a la búsqueda del amor
romántico.
Villette, dentro de su afán realista, presenta algunos rasgos
propios de la novela gótica: muchas escenas amenazantes están unidas a
elementos meteorológicos adversos, frío, lluvia, profunda oscuridad…; además
del hecho de que el internado de Villette cuenta con la simpática leyenda de un
fantasma en forma de monja, que se empeña en aparecerse ante Lucy.
Lo que menos me ha gustado de Villette ha sido algún truco narrativo
que no dejaba de ser descortés con el lector: en Villette Lucy va a coincidir
con una mujer y su hijo, con lo que se relacionó diez años antes, en los dos
primeros capítulos de la novela. El lector sabe (por lógica constructiva) que
esas personas de los dos primeros capítulos van a aparecer después en la trama
de la novela, pero en realidad ya han aparecido mucho antes de que el lector
sea informado. Lucy ha reconocido al apuesto joven que conoció en Inglaterra
cuando ella tenía unos trece años y él dieciséis, y en cuya casa estuvo
viviendo. Pero el joven no la ha reconocido a ella hasta muchas páginas después
de que se haya producido el reencuentro. Me resultó poco creíble esta evolución
de la trama que incide en unas casualidades poco verosímiles, propias de otro
de los grandes del siglo XIX, Charles
Dickens. Pero menos creíble es que ese chico de veintiséis años se
relacione con alguien que vivió largas temporadas en su casa, diez años antes,
y no sea capaz de reconocerla. Y otro truco narrativo es que Lucy sí que le
haya reconocido pero mantenga el secreto ante el lector al menos cien páginas.
Salvado este pequeño problema, lo
cierto es que la novela posee un notable ritmo narrativo, está muy bien escrita
(aunque resultan un poco cansadas tantas citas de la Biblia, bien documentadas
siempre por la traductora a pie de página); y presenta escenas muy bien
dibujadas; y uno acaba cogiendo cariño a Lucy Snowe, esta heroína sensata, poco
agraciada, y que, sin posición social, ha de buscarse la vida y encontrar la
felicidad en un mundo profundamente machista.
Villette, por supuesto, merece la pena, como novela documental del
siglo XIX, pero si alguien no conoce la obra de las hermanas Brontë le
recomendaría empezar por Cumbres
Borrascosas de Emily o Jane Eyre
de Charlotte; ambas en la gran traducción de Carmen Martín Gaite. Después podría seguir con La inquilina de Wildfell Hall de
Anne.
Y vuelvo a reiterar mi gran
admiración por las hermanas Brontë; periféricas, trágicas y mujeres en un mundo
de hombres, que se empeñaron en romper los moldes de la época teniendo todas
las de perder; y ganaron.
Por cierto, la traducción y la
edición de Marta Salís para Alba son impecables.