domingo, 29 de diciembre de 2013

El hijo del futbolista, por Coradino Vega

Editorial Caballo de Troya. 133 páginas. Primera edición de 2010.

El día que conocí en persona a Alberto Olmos, en septiembre u octubre de 2010, fue también el día que oí hablar por primera vez de Coradino Vega (Minas de Río Tinto, 1976). Alberto me preguntó si había leído El hijo del futbolista, y recuerdo que yo lo entendí casi literalmente; es decir, pensé que me estaba preguntando si había leído al hijo del futbolista. Y empecé a imaginar que el hijo de algún jugador de fútbol retirado, Andoni Zubizarreta o Miguel Pardeza, por ejemplo –que en alguna ocasión mostraron en público interés por la literatura– había publicado un libro, del que se había hablado en los círculos literarios y yo no me había enterado de nada. Lo único cierto es lo último: que yo no me entero de nada. Alberto me comentó entonces que del que se había hablado en los círculos literarios ese año había sido de Coradino Vega y de su ópera prima El hijo del futbolista, publicada en Caballo de Troya por Constantino Bértolo.
Anoté el nombre y el libro y, junto con Curso de librería y Mi gran novela sobre La Vaguada de Fernando San Basilio, pasó a ser uno de los libros de nueva narrativa española publicados por Caballo de Troya que más me apetecía leer.
Me gustan, asimismo, las reseñas literarias de Coradino en el blog Estado crítico; siempre me parecen muy meditadas y documentadas.

Encontré, por casualidad, El hijo del futbolista en la Cuesta de Moyano, nuevo y al precio de siete euros, y lo compré. Esto ocurrió en septiembre de 2012. Lo he leído este último noviembre en un solo día.

La historia narrada en El hijo del futbolista nos acerca al pueblo de Minas de Río Tinto (aunque esto no se dice en la novela hasta bien avanzada la trama) y al año 1992, lo que queda reflejado por la visita de la clase del protagonista a la Expo de Sevilla. Martín es una adolescente que vive su último año de instituto; al curso siguiente tendrá que abandonar el pueblo para ir a la universidad. “En el fondo no sabe qué estudiar porque no le gusta ninguna de las carreras de las que le han hablando en el instituto”, nos informa el narrador al hablar de Martín en la página 19.
El padre de Martín fue un futbolista de prestigio local que acabó dejando el fútbol en la posible cúspide de su carrera; durante el tiempo narrativo de la novela es el entrenador de un equipo de provincia. Martín juega al fútbol, más que nada por complacer al padre, aunque sabe que no tiene aptitudes para destacar en este deporte. “Él quiere ser intelectual”, se apunta en la página 41; lo que en el contexto de la novela sería una rebelión familiar, un matar al padre freudiano.
Para conseguir la aprobación de Fernando, el profesor de filosofía, Martín escribe un artículo para el periódico del instituto en el que investiga sobre la historia de Minas de Río Tinto. El artículo levantará ampollas porque sacará a la luz las ambiguas relaciones de los habitantes originarios del pueblo con la colonia inglesa que explota las minas.
Aunque en la visita a la Expo de Sevilla parece que España se adentra en un futuro altamente tecnológico, las lecturas que hace Martín en los archivos del pueblo le hablan de heridas no cerradas del pasado.

“No conoce el significado de la palabra ‘rebeldía’ porque no sabe la dirección de ningún camino alternativo a la obediencia” (pág. 64). Pero de esto precisamente nos habla la novela: de ese camino alternativo a la obediencia que va a tener que recorrer Martín en busca de su destino.
La novela describe los encuentros, o desencuentros, de Martín con sus amigos del instituto, su novia Elisa, sus abuelos, sus padres o algún profesor. La información está bien dosificada en la novela y esto libra al lector de los titubeos esperables de una primera obra. Coradino Vega conoce bien la historia que nos quiere contar antes de sentarse a escribirla y los secretos de la familia de Martín aflorarán en los momentos precisos, una vez que han sido sugeridos en capítulos previos.

La novela está organizada en capítulos cortos y el estilo es preciso, con tendencia a la prosa lírica; en este sentido me resulta destacable el capítulo que abarca las páginas 91-93, donde se describe un encuentro sexual entre Martín y Elisa de una forma muy sutil y poética, propia de los sentimientos de Martín, mucho más románticos que las bravatas de las que se habla sobre estos asuntos en su grupo de amigos.

El hijo del futbolista es una novela que habla de muchos temas: el fin de la adolescencia, que se describe como una época extraña en la que uno duda entre seguir su camino o defraudar a sus padres; esa época en la que uno desea desprenderse del poder del grupo de amigos y a la vez no quiere perder a esos mismos amigos, y en la que uno sueña con huir aunque sabe que acabará añorando aquello de lo que huye. Además, la novela aborda algunos temas sociales, como la situación del colectivo minero en un pueblo en decadencia, explotado por una potencia extranjera que aunque se declaraba neutral a los conflictos bélicos del país acabará siendo connivente con la fuerza vencedora. El posible camino a la modernización del país y la mirada sobre todas las heridas abiertas estarán presentes en este libro, resaltando las paradojas nacionales.

Coradino Vega sabe ser sutil porque no remarca los mensajes que sustentan su narración y casi siempre los deja sólo entrever. Pero ya dije al principio que leí la novela en un solo día y las 133 páginas (que en un texto más comprimido serían bastantes menos) acaban sabiendo a poco. Normalmente las mejores novelas cortas que he leído plantean una historia sencilla pero esencial y simbólica, un camino que el protagonista (estoy pensando en El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, por ejemplo) camina con una sensación de inmediatez e inevitabilidad hacia su final epifánico; en cambio El hijo del futbolista abre muchos caminos, que acaban quedando mostrados en sutiles pinceladas narrativas a las que quizás les falta intensidad (es decir, un querer saber por parte del lector hacia dónde va exactamente la historia).


En todo caso, no quiero con este último comentario desmerecer la buena impresión que me ha causado esta primera novela de Coradino Vega, sino simplemente apuntar que me habría encantado que desarrollase más los temas de los que habla y haber podido leer una novela de 300 páginas, por ejemplo, con una ambición narrativa mayor. En todo caso, el talento demostrado en este primer libro es más que suficiente para poder confiar en las obras que este autor, espero, tiene aún que escribir y mostrarnos en el futuro. El hijo del futbolista se publicó en enero de 2010, hace ya cuatro años, y parece extraño que este autor no haya vuelto a publicar nada. Desde aquí le deseo toda la suerte en su carrera de escritor.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Las 10 mejores lecturas de 2013

Como cada año, desde diciembre de 2009, dedico aquí una entrada a mis mejores lecturas de los últimos doce meses. Sin más dilación dejo a continuación la lista (el orden es de lectura):

Jack London: ¡qué pena no haber leído Martin Eden a los 20 años!


- MARTIN EDEN, JACK LONDON
- EL AÑO DEL DESIERTO, PEDRO MAIRAL
- LOS DETECTIVES SALVAJES, ROBERTO BOLAÑO
- CHRONIC CITY, JONATHAN LETHEM
- FABULOSAS NARRACIONES POR HISTORIAS, ANTONIO OREJUDO
- DOS CRÍMENES, JORGE IBARGÜENGOITIA
- EL LUGAR SIN LÍMITES, JOSÉ DONOSO
- EL LEGADO DE HUMBOLDT, SAUL BELLOW
- EL TRADUCTOR, SALVADOR BENESDRA
- EL DESIERTO Y SU SEMILLA, JORGE BARON BIZA

José Donoso: ¡gran compañía en Dinamarca!


Como me viene ocurriendo durante los últimos años, casi todos los escritores mencionados pertenecen al continente americano. En realidad, todos menos Antonio Orejudo. Pensé en meter en la lista dos novelas de José Donoso: las otras dos de él que he leído este año –El jardín de al lado y Casa de campo- podrían estar en esta lista de las diez mejores lecturas del año perfectamente (y la mención de El lugar sin límites puede extenderse a las tres novelas); pero he decidido dejar sólo un título suyo para poder permitir que entraran otros nombres aquí, como el de Antonio Orejudo, cuya lectura ha sido una grata sorpresa.

Otros libros que he considerado incluir en la lista: Así es como la pierdes de Junot Díaz, o El camino de Ida de Ricardo Piglia.

Salvador Benesdra: ¡toda una leyenda en este blog!


Tendencias lectoras que estoy considerando para 2014:
1) Me está gustando la idea de leer varios libros seguidos de un autor. Las tres novelas seguidas de José Donoso han constituido uno de los grandes momentos lectores de este año. Para 2014 quiero repetir con Donoso. Tal vez haga algo similar con Guillermo Cabrera Infanta o con Manuel Puig.
2) No leer tantas novedades.
3) Leer más clásicos modernos: novelas que me faltan de escritores del boom, por ejemplo.
4) Realizar más relecturas: volver tras catorce años a leer Los detectives salvajes de Roberto Bolaño ha sido otro de los mejores momentos lectores del año.
5) Leer más ensayos. Por ahora quiero leer más libros de economía, acercarme durante diciembre a La riqueza de las naciones de Adam Smith ha sido una experiencia muy reveladora (ya hablaré en el blog de este libro).
6) Lanzarme, por fin, con la obra de David Foster Wallace, del que aún no he leído nada.

David Foster Wallace: ¡en 2014 te toca!




domingo, 22 de diciembre de 2013

El rayo que nos parta, por Jesús Artacho

Autoedición. 133 páginas. Primera edición de 2013.

Jesús Artacho (Málaga, 1986) mantiene un blog, principalmente de reseñas literarias, llamado El cuaderno rojo (ver AQUÍ). Gracias a la interconexión de nuestros blogs nos conocemos en la distancia. Hace algo menos de un año me envió uno de sus últimos relatos, titulado Bolaño estuvo aquí. Un relato con varias voces narrativas, un homenaje al autor chileno al que los dos admiramos, que me gustó leer; y que me pareció trabajado y maduro, como le hice saber. Después me mandó el Word de un libro de relatos que estaba dando por finalizado por esas fechas y le hice algunos comentarios sobre sus cuentos, lo que ha motivado que mi nombre aparezca –entre los de otras personas- en los agradecimientos finales que hace el autor al terminar El rayo que nos parta.
Cuando empezaba este nuevo curso 2013-14 (como buen profesor mido la vida por cursos académicos y no por años), Jesús y yo nos cruzamos emails e intercambiamos libros: yo le envié mi novela Acantilados de Howth, de la que él hizo una reseña en su blog (ver AQUÍ) y el me hizo llegar su libro de relatos.

El rayo que nos parta está formado por veinte composiciones, de muy diversa extensión, estilo e intencionalidad. Al final del libro Artacho -como un personaje de Bolaño, un cazarrecompensas del cuento Sensini- hace recuento de los premios que estos relatos han ganado. Gracias a esta enumeración de galardones, podemos percatarnos de que este volumen contiene relatos compuestos entre 2006 (o antes; en 2006 fue cuando ganó un premio) y 2013. Es decir, si tenemos en cuenta que Artacho ha nacido en 1986, hay aquí relatos escritos desde que tenía 20 años (o menos) hasta los 27 (o menos). Con el dinero ganado en estos premios, Artacho decidió autoeditarse este libro; que cuenta con una portada y una calidad de papel superior a lo que uno se espera de una autoedición.

Como es lógico, los cuentos que un aprendiz de escritor de 20 años escribe suelen ser homenajes a los autores que admira. Así el primer cuento, titulado Phillies, el que está fechado más tempranamente (2006), parece un claro homenaje a Raymond Carver. En él, un adolescente nos habla de su padre a través del cuadro de Edward Hooper que tiene colgado en su papelería. Este cuento se lee con agrado, aunque quizás la distancia entre la historia contada y la sugerida sea tan amplia que el lector se quede con demasiados interrogantes.

Si el primer cuento era un homenaje al llamado “realismo sucio” norteamericano, el segundo, Todo en la mente, abre un nuevo camino compositivo: el relato fantástico, bastante presente en este volumen, y que presumiblemente parece de estirpe cortazariana.

El cuento que da título al libro, El rayo que nos parta, una historia de amor que transcurre en una decadente gasolinera al borde de una carretera poco transitada, también de estilo norteamericano clásico, quizás adolece del problema contrario al comentado en Phillies: aquí casi no hay distancia entre la historia contada y la historia oculta, y el relato, pese a su acertado estilo lírico, es demasiado estático y Artacho nos explica casi todo lo que pasa por la mente de la protagonista sin dejar que sea el lector quien lo adivine.

El cuento más largo del libro (40 páginas) es un homenaje a Paul Auster, ya que se trata de un cuento policial metafísico. Se titula Laberintos y en él se cruzan detectives y escritores que van cambiando de identidad. Este cuento hace pensar que en el futuro Artacho tomará la decisión de embarcarse en la escritura de una novela, porque aquí el desarrollo de tramas y personajes estaba más desarrollado que en las otras composiciones.

Y si acabo de hablar del cuento más extenso del conjunto, el que hace pensar en las dotes de Artacho como futuro escritor de novelas, voy a hablar ahora del gusto de este autor por el microrrelato. En este libro hay incluso un microrrelato de una línea que  en realidad es una greguería ramoniana; se titula precisamente Greguería y dice así: “La j es una i recibiendo un soborno.”
Me gusta más un microrrelato algo más largo. Lo trascribo aquí:

Morir es cosa seria
Tan pronto como el suicida se subió al árbol, los doce compañeros de clase decidieron que era el momento de salir del escondite para contemplar de cerca la escena. Él fingió no verlos, sacó del bolsillo una soga resistente y lo preparó todo para evitar fallos de última hora.
Pero no sabía muy bien cómo ni dónde hacer los nudos. Era un suicida sin experiencia como todos pero bastante torpe, hasta el punto de provocar la risa. Además le fastidió sobremanera que entre sus compañeros no cundiese el pánico, que llegasen al extremo de troncharse de risa cuando era obvio que él estaba a punto de hacer algo muy serio.
Al comprobar que el drama que tenía preparado había degenerado en simple comedia, el suicida saltó del árbol, tiró con rabia la soga y se alejó corriendo de allí.

Creo que el cuento que más me ha gustado del conjunto es el titulado Huete, un relato surrealista, que parece reflejar el estado de ánimo de un depresivo y donde se deja sentir la influencia de Franz Kafka, al igual que en otras composiciones, y yo diría que también la del escritor uruguayo al que los dos tanto admiramos: Mario Levrero.


Como ya le comenté en su momento a Jesús Artacho, el cuento Bolaño estuvo aquí, que está escrito con posterioridad a los cuentos recogidos en El rayo que nos parta, me parece un relato de una madurez compositiva superior a los relatos de este volumen. Y es lógico y positivo que sea así. Un escritor de poco más veinte años, con una acertada seguridad de estilo (las frases nunca están sobrecargadas de adjetivos o no hay que leerlas sufriendo retorcimientos mentales, dos de los errores más comunes en los que caen los escritores primerizos y que Jesús Artacho tiene totalmente superados) aún tiene mucho camino por delante para encontrar una voz narrativa propia.

jueves, 19 de diciembre de 2013

David González, unos poemas

Recuerdo que la primera vez que leí un poema de David González (San Andrés de los Tacones, Gijón, 1964) fue en la Casa del Libro de Gran Vía en Madrid; en las postrimerías de los años 90. Tomé de la sección de poesía Ley de Vida, libro publicado por la ya extinta editorial DVD, y pasé un rato leyendo sus poemas (y algún relato, ya que ese libro los mezclaba). Desde el principio me llamaron la atención los versos humildes y poderosos de David González, versos escritos desde la intemperie y que actúan, con rabia y ternura, removiendo la conciencia social del lector.
De este poeta he leído los poemarios Anda, hombre, levántate de ti, Sembrado hogueras, Algo que declarar y el citado Ley de vida. Dos de estos libros los tengo dedicados porque una vez fui a un bar a escuchar a David González recitar sus poemas.





Dejo aquí algunos de los poemas de David González:

PARED
de la casa de san andrés de los tacones 
solo sigue en pie una pared de piedra. 
detrás de esa pared nació mi madre, 
y la madre de mi madre, 
y la madre de la madre de mi madre.
y yo.
y mi abuelo, luis, 
murió detrás de esa pared.
en los alrededores de la casa 
había una pomarada, un hórreo y un río 
al que iban mi madre y sus hermanas 
a lavar la ropa y a lavarse ellas.
luego, construyeron el embalse, 
y las aguas 
anegaron el río, 
derribaron el hórreo 
y empodrecieron las manzanas.
y ayer 
fui a renovar el carnet de identidad.
¿lugar de nacimiento?, me preguntaron.
san andrés de los tacones, respondí.
pero no pudieron encontrar 
mi aldea en su ordenador.
busca san andrés, dijo un policía.
tampoco.
mira a ver por andrés.
no. 

prueba con tacones, dijo otro policía.
ni rastro.
así que cuando salí de la comisaría 
había vuelto a nacer, 
solo que esta vez en la ciudad de gijón.
con todo, la pared de piedra 
de la casa de san andrés de los tacones 
aún sigue en pie.
como un poema.
                          o mejor:
como una semilla.


el rey de las lágrimas
en la cama, 
con las manos cruzadas por detrás de la cabeza, 
con la ventana abierta,
que mis amigos me vendieron 
como carne en la carnicería,
que mis amigas tenían muy buena cara 
pero muchas puñaladas;
y sé
que ese coche 
que está aparcando 
no lo conduzco yo,
que ese perro 
que ladra 
no es mi perro,
que ese niño 
que grita 
no es mi hijo,
que esa mujer 
que se ríe 
no es la mía,
que esa puerta 
que se abre 
no es la de mi portal,
que esa persiana 
que se baja 
no es la de mi habitación;
y sé también
que pronto oscurecerá 
y que yo, una vez más, un día más, no tendré 
ni fuerzas 
ni ánimos
para levantarme 
            y encender
la luz.


lágrimas
mi mujer no me pone las maletas en la puerta, 
me ayuda a meterlas en el maletero del coche. 
a los 8 años de habernos casado, 
mi mujer y yo decidimos separarnos legal 
mente. 
 yo me voy 
a vivir 
a la aldea, 
a una panera del siglo XVII.
los primeros días, por las noches sobre todo, 
la soledad descuelga el teléfono 
y marca el número de mi ex. 
al oír su voz no puedo contener las lágrimas. 
al oír mis lágrimas tampoco ella puede contener las suyas. 
así que nos pasamos la mayor parte del tiempo 
llorando.
luego, poco a poco, muy lentamente, voy acostumbrándome 
a convivir 
conmigo mismo.
mi ex y yo seguimos hablando por teléfono regular 
mente.
nos hacemos amigos.
ninguno de los dos 
vuelve 
a llorar.


pájaros
      los mirlos silban sobre las tiernas hojas.
         KENNETH REXROTH

en la acera 
de enfrente:
un árbol 
y 
una farola 
del alumbrado,
abrazados,
como 
una pareja 
de novios.
pero 
solo 
el 
árbol 
tiene 
pájaros.


sin objetivo
una fotografía 
en blanco y negro.
una mujer 
de principios 
de siglo 
desnuda 
en un estudio 
de parís.
no debo olvidarla nunca.
con el tiempo, 
yo también puedo 
llegar a ser eso:
una fotografía 
en blanco y negro.
y tendré suerte, 
muchísima suerte,
si alguien,
algún día,
en alguna parte,

me 
mira.

domingo, 15 de diciembre de 2013

El desierto y su semilla, por Jorge Baron Biza

Editorial 451. 289 páginas. Primera edición de 1998, ésta de 2007.

En el prólogo de la novela El traductor de Salvador Benesdra, que comenté hace dos semanas, Elvio E. Gandolfo escribía: “Algo parecido me había pasado con la otra gran novela argentina post años cincuenta: El desierto y su semilla, de Jorge Baron Biza, otro suicida”. Ésta era la primera noticia que tenía de este autor y de esta novela. Se lo comenté a mi amigo Federico Guzmán, y me dijo que él la tenía en su casa y que me la podía dejar. Me pareció interesante leer seguidas estas dos novelas argentinas de los 90 que al final se encuentran en una extraña tierra de nadie: son libros estupendos, profundamente literarios, que no acaban de alcanzar la condición de clásicos modernos porque existen pocos lectores y referentes de ellos. Como ya comenté la semana pasada, al final no leí las dos novelas seguidas: me permití el intermedio de los poemas de Miguel d’Ors.

Es curioso que las que parecen ser las dos novelas más importantes de la Argentina de los años 90 (con el permiso de Juan José Saer, añadiría yo) estén escritas por dos personas con tantos aspectos en común: Salvador Benesdra y Jorge Baron Biza (Buenos Aires, 1942 - Córdoba, 2001). El traductor y El desierto y su semilla son las únicas novelas que escribieron y ambos las presentaron al premio Planeta (ese pésimo descubridor de talentos literarios); no ganaron y ellos o sus familias tuvieron que pagar la edición (o al menos una parte). Además, el contenido de ambos libros es fuertemente autobiográfico y los dos autores murieron suicidándose de la misma forma, tirándose desde la terraza de un edificio: Benesdra de un décimo en 1996 y Baron Biza de un duodécimo en 2001.

El desierto y su semilla recrea un hecho traumático de la vida de un joven Mario Gageac, alter ego de Baron Biza. El padre de Mario (Arón en la ficción) arrojó un vaso de ácido a la cara de su madre (Eligia en la ficción) cuando estaban reunidos con los abogados de la familia, a requerimiento de la madre, para después de años de intentarlo poder consumar el divorcio que la madre deseaba del padre. El padre arroja el ácido a la cara de la madre delante del joven Mario. Después el padre se encierra en su cuarto y se pega un tiro en la sien, mientras Mario toma un coche para conducir a su madre al hospital. Así empieza la novela: “En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz”.

Mario, desde algún momento de los años 80, recrea este hecho que tuvo lugar en 1964, cuando él contaba con veintidós años; es decir, la misma edad que tenía Baron Biza cuando ocurrió lo narrado.
La familia Baron Biza pertenece a la clase alta argentina, igual que la de Mario Gageac. Arón, el padre, ha sido político y ha estado en la cárcel por sostener sus convicciones. Eligia, la madre, ha sido una alta funcionaria del ministerio de educación, bajo el mando de Eva Perón, a quien admira (y a quien no se menciona nunca con su nombre, igual que al resto de políticos y dictadores de los que se habla en la novela).

Lo más recomendable para poder reconstruir el rostro de Eligia es su viaje a Italia, a la ciudad de Milán, para ser tratada por un experto cirujano, el profesor Calcaterra. En la clínica de Milán permanecerán Eligia y Mario (el menor de los hermanos, que será el encargado de cuidar a la madre) cerca de dos años. Gran parte de la novela transcurre en Milán, en dos escenarios principales: la clínica, donde Mario atiende a su madre y trata con doctores y enfermeras; y los bares de la ciudad (principalmente un pequeño bar cercano a la clínica), donde Mario se abandona a su autodestructiva afición por el alcohol y se relaciona principalmente con la joven prostituta Dina. “Vivía en dos esferas –la que giraba en torno de Eligia y la que giraba en torno de Dina–, muy próximas en el espacio y el tiempo, pero aisladas entre sí. La de la noche estaba –según creía entonces– separada de todo proyecto que se vinculase con mi vida. Sabía que la esfera de las heridas de Eligia me ataba para siempre. Lo de Dina, en cambio, yo lo constituía de manera que a ella y lo que la rodeaba pudiera hacerlo desaparecer en cualquier momento”, afirma el narrador en la página 173.

Si el estilo de Salvador Benesdra en El traductor era torrencial y discursivo, el propio de un lector de filosofía, como ya apunté, el estilo de El desierto y su semilla es más lírico, más sutil que vehemente y se recrea más en la descripción física de los objetos (o personas o partes de personas) observados. Quizás en algún momento puede llegar a resultar un tanto morboso al percatarnos de la fascinación que Mario siente por la reconstrucción de la cara de su madre, de los cambios de tonalidades de la carne y los injertos. Una poética de la enfermedad que me ha llevado a pensar en más de una ocasión en el estilo barroco y celebrativo de la proximidad de la muerte que exhibe el gran escritor siciliano Gesualdo Bufalino en su novela La perorata del apestado, potente obra de los años 80, con la que siento emparentada El desierto y su semilla.
Esta relación entre Baron Biza y Bufalino tiene que ver con un claro elemento, además del estilo barroco y bello: el deseo de desacralizar la enfermedad y la muerte, la idea de convertir en comedia bufa un sanatorio. Baron Biza usa al menos un recurso burlesco en su narración: los discursos de los italianos, o los textos escritos en otros idiomas, están reflejados en el libro con una traducción literal al español; lo que convierte, por ejemplo, al profesor Calcaterra en un personaje de opereta.

En más de una ocasión el lector querría agitar a Mario por los hombros y hacerle reflexionar sobre su pulsión autodestructiva, hacerle alejarse de la idea de que él es la semilla del desierto que siente que ha sido su padre: “La idea de que lo caótico es más tolerable que lo desértico, que yo había referido tanto al Arón espiritual como a la Eligia física, quedó sembrada en mi conciencia de aquellos años: la idea de que el mal no era un tema al alcance de la voluntad, que si alguna vez afectaba al hombre (con menos frecuencia de lo que su orgullo lo suponía) era bajo la misma condición que tiene en la naturaleza: involuntario, total y ausente, como en los desiertos de rocas” (pág. 35).

Además, la novela reproduce algunos de los textos que Mario le lee a Eligia: textos políticos, en muchos casos (escritos por Arón, incluso) que nos acercan a la historia convulsa de Argentina. En la página 105 se reproduce la crónica de una batalla que nos remite a los relatos de Jorge Luis Borges; y aquí Baron Biza parece realizar un homenaje paródico al padre literario después de haberlo hecho con el padre real.

Entre las dos novelas comentadas del 90 argentino, yo prefiero El traductor de Salvador Benesdra; pero siempre considerando que hablamos de dos libros de un nivel muy alto y que El desierto y su semilla es una novela lírica muy bellamente escrita, que no puede dejar indiferente a ningún lector; por el contrario, lo narrado revuelve y golpea con intensidad al lector y éste tendrá que ser el que decida si le interesa acercarse a esta enfermiza y poderosa novela.

La editorial 451 cerró. Si usted es un lector español del blog y le interesa esta novela está de enhorabuena: la editorial argentina Eterna Cadencia la acaba de reeditar y espero que, como está ocurriendo con El traductor, se vean sus ejemplares por nuestras librerías.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Roger Wolfe, unos poemas

Creo que descubrí a Roger Wolfe (Westerham, Kent, 1962) en la biblioteca pública del pueblo de Collado Mediano, donde he veraneado tantos veranos de la infancia y la juventud, cuando tenía unos veintiún años. Allí tenían uno de sus primeros libros: Tiempo perdido en los transportes públicos. Su poesía directa, ácida y socarrona, aparentemente prosaica y sencilla, me sedujo desde el comienzo. Que nadie se deje engañar por su nombre y su lugar de nacimiento: Wolfe es un escritor que se ha criado y vivido en España y que escribe con un español muy de la calle.

Después he leído su libro de poemas Arde Babilonia y la antología El invento. Además del diario ¡Qué te follen, Nostradamus!, y el libro de relatos Quién no necesita algo en que apoyarse.
De su obra me sigo quedando con esa poesía descarnada que posiblemente fue una de las primeras en introducir la estética –tan imitada después- de Charles Bukowski en nuestra poesía. El otro día, en la Fnac vi que Wolfe acaba de publicar un primer tomo de una serie de novelas autobiográficas. Tenía buena pinta el tomo. También sé que la editorial Huacamano ha publicado un volumen con su poesía completa que imagino que acabaré leyendo.



Dejo aquí unos poemas de Roger Wolfe:


Te levantas de la cama y es la guerra
 Suena el teléfono. Manolo. Me comunica
que le han dejado un ojo como un plato.
En una fiesta —cosas que ocurren, me dice,
cuando uno se divierte. Algo
que, como ya se sabe, no gusta demasiado
a la mayoría de la gente.
Que si salgo, me pregunta.
Estoy trabajando. Escribo este poema,
fumo, escucho a la vecina, que otra vez
se ha puesto en pie de guerra con el crío,
la merienda, los tebeos, la leche. Pienso
que no me importaría nada ser el personaje
de ese libro que hay sobre la mesa.
Podría al menos
conocer New York, coger el metro, disparar
la Browning, romper todos los dedos de las manos
a aquellos que más odio.
Le digo que no puedo. Me atenazan
el alquiler, las moscas, el verano,
la ciudad, la gente, los semáforos.
Pero que si quiere puede pasarse por mi casa.
Bajaré a por unas latas, hay tabaco.
Charlaremos.

La verdad, por fin
Todo el día
queriendo redactar este poema
y ahora no recuerdo
qué se supone
que tenía que decir.
Los buenos escritores —no hace falta
repetirlo— son aquellos
que saben siempre, exactamente,
cuándo no deben escribir.
Pero ése
evidentemente
no es mi caso.

Nada de particular
Hundo la cuchara
en la blanda firmeza del yogur
y me lo como, lentamente, de pie, a la luz
de la nevera abierta. Paladeo
su frescor gratificante,
su suave y precisa consistencia.
Era el último.
Quizá por eso me recuerda ese poema
de Carlos Williams, el poema
en el que habla de las fresas. O tal vez
fueran ciruelas, no lo sé. Y constatar así
que, en efecto, no hay ideas
sino en las cosas. Es verdad:
en las ciruelas, las fresas, el yogur
que termino y desecho en la basura
antes de encaminarme hacia la cama
sin nada de particular en la cabeza.


 Nada de esto te viene en el manual
 La ducha no funciona.
La sartén convierte en picadillo
lo que se supone que tenía que ser
nuestra comida. Abro el grifo
del fregadero
y me quedo con él en la mano.
El perro está cojo. La mujer
con la que vivo ha terminado
de ponerse mala de los nervios.
El teléfono no deja de sonar.
(He puesto un contestador
y no he conseguido remediar la situación.
Al revés. El que no sigue llamando
se me presenta directamente en casa
sin previo aviso.)
Hace ocho meses que envié
un manuscrito de hace dos años
a un editor. Me dijo
que me enviaría el contrato
y un anticipo. Y todavía
estoy esperando. Tengo
trescientos folios encima de la mesa
que tendría que haber tenido listos
para hace dos meses por lo menos.
Lo que queda
de la cuenta bancaria
está en rojo.
Duermo cuatro horas, si las duermo,
y aún así no parece haber manera
de ponerse al día.
(Y acordarme de Balzac
no me sirve de gran cosa.)
Me duelen los riñones,
la espalda, los ojos, y me duele
hasta la polla, y eso
que tengo suerte últimamente
si la consigo usar para mear.
(Fui al médico y me preguntó
que cómo me ganaba la vida.
Garabateando, le dije.
Quince horas de promedio
delante del ordenador.
Se encogió de hombros y me dijo
que lo más probable
era que acabara ciego
poco antes de llegar
a los cuarenta.
Luego añadió
que en cuanto a lo otro
no le extrañaría nada
que lo del análisis se tratara
de un quiste hidatídico.
Pero que podría
ser peor.)
Y finalmente llego a casa
y el portero
me comunica
que los del ayuntamiento están a punto
de declarar en ruina el edificio.
Y luego suena el teléfono
una vez más
y un bromista me pregunta
que si estoy escribiendo algo últimamente.
Por supuesto, le digo.
Incluso estoy probando una nueva técnica.
¿Una nueva técnica?
Sí, ¿no la conoces?
Se trata de meterte
un bolígrafo en el culo
y luego hacerte una paja
sentado encima de un papel.
No es realmente
nada nuevo.
Pero optimiza el tiempo que da gusto,
y es catártico, además.
Y aunque no parece demasiado
convencido
hay una cosa
que sí puedo garantizar:
con esa clase de respuestas
te los acabas de quitar de encima
de una vez por todas.
Juro que no vuelven a llamar.
En cuanto a las promesas de inmortalidad
garantizada
que te ofrecen sacándote en sus papeles,
hace tiempo que dejé de preocuparme.
A juzgar por las magnas biografías
de los grandes personajes de la historia
es más que evidente
que con mis ridículos avatares cotidianos
no doy la talla ni de coña.

  
La última noche de la Tierra
 El mirlo de todos los años ha vuelto a visitar mi casa
y todavía sigo aquí.
Su música no cambia y eso ya lo he escrito.
Pero mi trabajo es constatar lo obvio
y eso es lo que el mirlo me viene a recordar.
El tiempo pasa, la gente se hace vieja, se muere,
por su propia mano o con ayuda.
Las palabras van bajando por el desagüe
de lo que alguien ha llamado la intrahistoria.
Todo fluye y se pierde, los ríos en el mar,
el mar en la inmensidad inabarcable del cosmos,
el cosmos en la nada de la que no debió salir.
Mientras tanto tecleamos.
Un sordo tamborileo contra siglos de muerte programada
y un futuro de certera incertidumbre.
Un batallón de patéticos amanuenses del olvido
exigiendo dos camisas para el camino hacia el patíbulo.
Pero no es el frío el problema, sino el miedo.
Y es el mirlo, en su ignorancia, el que sabe la verdad.
Cumple sin la más mínima estridencia
el ritual que le ha impuesto la biología.
Luego morirá. Sin epitafios, como éste,
que se deshagan con una mueca indiferente
entre las llamas de la última noche de la Tierra,
cuando nadie entienda ya ningún significado,
si es que algo tuvo sentido alguna vez.