Editorial Alfaguara. 603 páginas.
1ª edición de los libros de relatos: 1956, 1970 y 1987. Este volumen está
editado en 1999.
Prólogo de Antón Arrufat.
La primera vez que oí hablar de los cuentos de Virgilio Piñera (Cárdenas, Matanzas
1912-La Habana, 1979) fue en una clase de la facultad de Administración y
Dirección de Empresas. Explico la incongruencia: para licenciarme en la
universidad Carlos III de Getafe necesitaba tener cursados unos créditos de libre configuración (no
recuerdo el número exacto). Así que los alumnos de Derecho, Económicas o
Empresariales elegíamos entre diversos cursos de una lista, que solían dar 1 o
2 créditos (10 o 20 horas de clase) hasta completar... ¿ocho, tal vez? Cursos
que normalmente tenían poco que ver con los estudios en los que uno estaba
matriculado, y que incidían en la formación multidisciplinar del alumno.
Recuerdo haber asistido a clases sobre el
Manifiesto comunista, y sobre todo me recuerdo asistiendo a un aula en la
facultad de Derecho donde se hablaba de Teoría
del relato. Según empezó el curso, el profesor nos leyó el primero de los Cuentos
completos de Piñera: La caída (1944); en él, dos
escaladores se despeñan desde lo alto de una montaña y, según se van despedazando,
lo único que les importa salvar es a uno sus ojos y al otro su barba. Recuerdo
que aquel cuento, el primero de los Cuentos fríos (1956) me dejó
precisamente así, frío. Y levanté la mano y me puse a discutir con el profesor,
a insinuar con vehemencia que aquel cuento era muy malo, entre los bufidos de
algunos de mis compañeros de Empresariales que se habían matriculado en
aquellas clases de relato suponiendo que conseguirían los dos créditos más
fácilmente que en otros cursos, y a quienes los contenidos no les importaban
nada en realidad. Pero el caso era que a mí sí que me importaban, el caso era
que aquellos dos créditos del curso de relato fueron de las horas que más me
importaron de mi paso por la facultad de Administración y Dirección de Empresas
de la Carlos III; y hasta tal punto discutía sobre los cuentos que elegía el
profesor para sus clases que, hacia la mitad del curso, me acabó insinuando que
quizás debería plantearme si de verdad pensaba que yo podía aprender algo allí
y que quizás no importaba que no lo hiciera, porque ya le había demostrado que
sabía lo bastante como para ponerme un sobresaliente sin acabar el curso. Así
me di cuenta de que mi interés por el relato y mi insistencia en citar a
autores que él desconocía le podían nervioso, y empecé a contenerme y a ser más
considerado (ahora que soy profesor, sé que mucho peor que un alumno con
desidia es un alumno excesivamente motivado y prepotente).
Y años después me encontré en otras dos ocasiones con
la extraña y flaca figura de Virgilio Piñera, convertido más en personaje
literario que en escritor:
Él –o un trasunto suyo– es uno de los personajes de Respiración
artificial de Ricardo Piglia;
Piñera, emigrado a Buenos Aires, entabla amistad en la sala de ajedrez del café
Rex con nada menos que con Witold
Gombrowicz, otro de los grandes escritores raros del siglo XX. Piñera está
entre el grupo de amigos de café que consiguen traducir la obra magna de
Gombrowicz, el Ferdidurke, del polaco al español (sin saber polaco, por
supuesto: Gombrowicz traducía oralmente en su mal español, y los amigos
escritores hispanoamericanos transformaban aquello en lenguaje literario).
Piñera es uno de los personajes de Antes que anochezca, la
novela testimonial de Reinaldo Arenas.
Recuerdo sobre todo una escena del libro, en la que el gobierno cubano ha convocado
a los escritores de la isla para escuchar las palabras de Heberto Padilla, escritor que se atrevió en una de sus obras a ser
crítico con el nuevo régimen. Padilla fue encarcelado y, después de un periodo
de reeducación, se le obligó a realizar una comparecencia pública ante sus
compañeros escritores (lo que luego se llamaría el caso Padilla) para confesarles lo equivocado que estaba; y
Arenas describe cómo Piñera se iba escurriendo en su asiento hasta casi
desaparecer debajo de una mesa.
Mi ejemplar de los Cuentos
completos de Piñera lo compré por un euro hace unos ocho años en el
rastrillo navideño del colegio donde trabajo. Creo que al hojearlo me intimidaba
un poco pensar que iba a encontrarme con demasiadas páginas surrealistas o
incomprensibles, o quizás aún tenía presente aquella primera clase de Teoría del relato, que me dejó tan frío.
Cuentos completos está formado por cuatro libros: Cuentos fríos (1956), El
que vino a salvarme (1970), El fogonazo (1987) y Muecas
para escribientes (1987), además de otros cincos cuentos inéditos.
La mitad de los Cuentos
fríos están escritos en 1944, y la otra mitad en 1956. Los primeros relatos
son asfixiantes: estampas oníricas que inciden en una idea torturada del
cuerpo; por ejemplo, en El caso Acteón, dos hombres empiezan
a despedazarse al escarbar en sus cuerpos; el segundo cuento, La
carne, en el que para paliar el hambre de un pueblo los habitantes
deciden cortarse en filetes y comerse a sí mismos, casi no pude acabar de
leerlo, y tenía tres páginas; me causaba demasiada repugnancia.
Desde luego si algo puede caracterizar a esta narrativa
breve de Piñera es la absoluta libertad creativa: cuentos surrealistas,
oníricos, kafkianos, fantásticos, de ciencia ficción, absurdos, de terror, de género
negro, e incluso cuentos realistas que aparentemente retratan costumbres.
El estilo es escueto en adjetivos y antibarroco; pero
no podría hablarse de un estilo sencillo: las frases son enrevesadas,
inteligentes, contradictorias, kafkianas en su esencia de pensamiento doliente
y desnudo.
Muchos de los primeros cuentos inciden en la pobreza,
en los cuartos míseros, que como dice Antón Arrufat en su interesante prólogo,
fueron cuartos en los que tuvo que vivir Piñera, empeñado en ser escritor
profesional en un país y una época en la que nadie lo era, en la que
simplemente no existía mercado editorial en Cuba.
La deslocalización es profunda: la acción puede situarse
tanto en La Habana como en la Praga de Kafka; de hecho, a mí, que nunca estuve
en Cuba, que conozco la isla por sus escritores (Reinaldo Arenas, Pedro Juan
Gutiérrez, Alejo Carpentier, Karla Suárez, Guillermo Cabrera Infante...), me resultaba extraño pensar que
Piñera me hablaba de Cuba, o al menos que me hablaba desde Cuba; y esto a pesar
de que existen algunas contadas referencias con las que uno se topa en los
primeros relatos; como, por ejemplo, un comentario sobre “la época colonial” en
la página 67.
El sexo –tan caribeño, tan tropical– está prácticamente
ausente de estas más de 600 páginas; y, si aparece, es un sexo torturado; así,
por ejemplo, el cuento El cambio (1944) plantea un
intercambio de parejas, y después de una noche de sexo el narrador anuncia:
“Les hizo saber que, deseando prolongar para ellos aquella memorable noche
carnal, había ordenado que dos de sus criados, armados de punzones y tijeras,
les vaciaran los ojos y les cercenaran la lengua” (pág. 47).
Virgilio Piñera era homosexual, y tras regresar a Cuba
de su estancia de diez años en Buenos Aires, consigue vivir algún año bueno trabajando
de gestor cultural en La Habana, pero, como cuenta Arrufat en su prólogo, desde
que se llevaron a cabo las políticas homófobas castristas de 1971 Piñera es
apartado de la vida oficial. Es demasiado famoso para encarcelarlo, pero se le
va relegando de todo cargo: sus libros publicados no se reeditarán, y los
nuevos no serán publicados. Piñera murió en 1979 en la más absoluta
marginalidad.
Antón Arrufat cree ver en uno de los cuentos inéditos
finales, La rebelión de los enfermos, en el que un numeroso grupo de
personas sanas es convocado para ingresar en el hospital, una metáfora de la
homofobia reinante en el país; y estoy de acuerdo con su interpretación, pero a
mí me parece que el cuento La risa (1947) contiene una
referencia más clara a este tema: en él, un hombre aquejado de un exceso de
cultura sale a la calle y conoce a un marinero al que se llevará a su casa:
“Tomo impulso, y recto me lanzo, con mi boca, a su boca. Se la muerdo. Y luego,
más animoso, le muerdo un brazo; después, el muslo. Es toda una orgía de mordiscos.
El marinero ríe sin cesar. Multiplico los mordiscos” (pág. 429).
Debo decir desde ya que estos Cuentos completos contienen narraciones que me han parecido
geniales, y otras que me han resultado insufribles y que he terminado de leer
por una especie de compromiso kafkiano conmigo mismo (o no sé con quién en
realidad), que consiste en acabar siempre un libro o un relato una vez que lo
he empezado. Lo más lógico habría sido finalizar un cuento si me gustaba y, si
no, pasar al siguiente; pero no lo he hecho así, los he leído todos, y algunos hasta
dos veces para ver si me había perdido algo; pero no, tras una segunda lectura
me he reafirmado en lo que ya sabía: ese cuento era así de incomprensible.
Puedo destacar por ejemplo el cuento La
cara (1956), que en su extrañeza hacia lo real entroncaría con el
universo de Felisberto Hernández.
Me ha gustado el surrealismo divertido de El
álbum (1944): en un edificio habanero los vecinos están durante meses
(sin moverse del sitio) contemplando el álbum de fotos de una señora.
He disfrutado el sarcasmo de El gran Baro (1956),
sobre el poder y los payasos.
Hay un cuento de terror –que en realidad tiene un fondo
realista– estupendo: Un fantasma a posteriori (1962).
El caso Baldomero (1965) es una novela corta (tiene casi 50 páginas) del
género negro, de un corte realista –pero de un realismo matemático y borgiano–
muy interesante.
Destaco El caramelo (1962), que comienza de
un modo realista, describiendo a un grupo de viajeros de autobús, y termina de
forma fantástica.
Me gusta el cuento metaliterario Un jesuita de la literatura
(1964), donde Piñera, o un narrador parecido a Piñera, reflexiona sobre la
propia naturaleza del cuento que está escribiendo y sobre las interrupciones
que sufre para poder escribir.
Me llama la atención Frío en caliente (1959),
porque es un cuento puramente realista, sobre la picaresca de los políticos,
con auténtico sabor cubano; en él Piñera abandona su lenguaje frío y algo
metafísico para dar voz a un narrador cubano que usa términos como compay.
Me gusta El filántropo (1957), un cuento
donde no ocurre nada fantástico, salvo la relación entre los personajes, de
puro absurdo kafkiano.
Me gustó mucho Unos cuantos niños (1957), un cuento
muy inquietante sobre un tipo que roba bebés para comérselos, que nos hablará
del momento en el que casi le atrapan, y cuya trama oscura se resolverá de un
modo fantástico. Un cuento escrito hace más de 50 años y que podría estar en la
colección de relatos de un cuentista mucho más moderno, como el Juan Carlos Márquez de Llenad
la Tierra. Y además -no sobra decirlo- Piñera me parece una de las más claras influencias en la obra de César Aira.
Me agradó la paradoja borgiana del cuento El
que vino a salvarme (1967).
Y entre los cuentos insufribles, que he leído por leer,
habiendo perdido el interés muchas páginas antes de acabarlos, podría citar
narraciones como El conflicto (1956), El
Impromptu en Fa de Federico Chopin,
Hay
muertos que no hacen ruido, o Hay ranas que no crían pelos.
Me interesa hacer una reflexión sobre estos últimos
cuentos, sobre la razón por la que perdía el interés al leerlos y no me han
gustado: eran demasiado surrealistas; en ellos cualquier cosa podía pasar.
En estos Cuentos
completos hay cuentos de corte fantástico, como el citado El caramelo, pero en este cuento uno
puede identificarse con el narrador, una persona corriente que toma un autobús,
y la escena extraña que vive (un niño, a instancias de su abuela, ofrece a su
acompañante de asiento un caramelo, y ésta muere fulminada), es también extraña
para el lector; la solución fantástica es extraña para el lector y para el
narrador.
En los cuentos que no me han gustado los narradores no
tenía trasfondo humano; eran composiciones de este estilo: y ahora vuelo, y muero y exploto y soy verde, y veo un muro con ranas,
y la rana habla, y caigo por un pozo, y me atraviese el pecho un ladrillo que habla,
etc.
En los textos kafkianos el lector sufre y se angustia
con el sufrimiento y la angustia del personaje (como sucede en el cuento El filántropo); en algunos cuentos
surrealistas no había ningún hilo lógico al que aferrarse; y la ausencia de
este hilo escora –al menos para mí– el cuento hacia el fracaso, al hacerse
incomprensible su contenido.
En todo caso, aunque empezar un cuento de estos Cuentos completos era como jugar a la
ruleta rusa –nunca sabía si iba a disfrutar con el cuento o sólo iba a leerlo
por el compromiso absurdo de leerlo–, me alegro de haberme acercado a este
volumen después de que éste descansara durante ocho años en mi estantería de
libros inleídos. Piñera es sin duda un escritor original y valioso, con algunas
páginas geniales. Y quizás recomendaría leer este volumen en pequeñas dosis y
no todo seguido como he hecho yo.
La verdad es que me han entrado ganas de releer Antes que anochezca de Reinaldo Arenas y
acercarme al retrato entrañable que éste hace de Piñera.