Editorial Alba. 1.022 páginas. 1ª
edición de 1849-1850, ésta de 2012.
Entre los propósitos de Año Nuevo de 2012 estaba leer
más literatura clásica y libros largos. Así que cuando me percaté de que 2012
era el año en que se conmemoraba el 200 aniversario del nacimiento de Charles Dickens (1812-1870), pensé que
sería una buena idea acercarme a alguno de sus libros. La verdad es que nunca
había leído nada de este autor, lo que me resulta extraño, puesto que durante
un periodo bastante largo de mi vida prácticamente sólo leía clásicos. Al
interrogarme por esta ausencia fundamental en mi acervo de lector, creo
encontrar una explicación plausible: entre mis primeras aproximaciones al
universo de los libros se encuentran unos tomos de tapas duras llamados Grandes
novelas ilustradas, que contenían diez historias clásicas de la
literatura universal –normalmente del universo de la literatura juvenil–
adaptadas al formato cómic. Daba igual que la novela original tuviera 200 o
1.000 páginas, la adaptación al cómic siempre tenía 30. Me encantaba un volumen
que contenía muchos de los clásicos de Julio
Verne, y luego (ese fue el primero que me regalaron) tuve otros que mezclaban
autores; recuerdo que me gustaban mucho los cómics basados en las novelas del
citado Julio Verne, los de Emilio Salgari, Rider Haggard... Los que estaban basados en las novelas de Charles Dickens, al no contener historias
de aventura exótica y fantástica, me resultaban más aburridos.
Así que creo que de modo subconsciente el rechazo hacia
las novelas de Dickens se fraguó en mí hace ya unos treinta años. De
adolescente leí algunos libros de los escritores de aventuras que he citado (Verne,
Salgari, Haggard) pero nunca del pobre Dickens, al que volví a marginar en mi
periodo de acercamiento a los clásicos.
Se estaba acabando el año e iba a incumplir mi promesa
de leer algo de Dickens en 2012. Hacia finales de noviembre, pensando ya en las
vacaciones de Navidad, me pasé por la Fnac de Nuevos Ministerios con el
propósito de comprar un libro con el que estuviera al menos tres o cuatro
semanas. Fueron dos los que al final barajé: Submundo de Don Delillo y David Copperfield de Charles Dickens.
Estuve a punto de comprar Submundo (que espero leer, en todo caso, en 2013), pero al final me
sobrepuse a mi trauma infantil y compré David
Copperfield. (Comentario aparte merece la expresión del chico que estaba en
la caja cobrando al ver el volumen de más de 1.000 páginas de Alba; de forma
inconsciente, al sostener el libro, su cara dijo: ¡Dios mío, nosotros vendemos esto, y no sólo eso, es que hay gente que
lo compra!).
David
Copperfield
es la primera novela de Dickens que cuenta con un narrador en primera persona
y, como apunta él mismo en el prólogo del libro, también es la favorita del autor.
David Copperfield es un novelista de renombre, como
descubriremos al avanzar en la novela (en este personaje se ha querido ver un
trasunto del propio Dickens), que decide desde la madurez escribir sus
memorias, “Aunque este manuscrito sea sólo para mí”, nos dice en la página 709.
Unas memorias que comienzan el mismo día de su nacimiento.
En más de una ocasión el narrador nos recuerda que se
está enfrentando a los límites de su propia memoria y de su escritura; por
ejemplo: “Cuando hace unos instantes, dejé la pluma sobre la mesa para pensar
en ella, volví a sentir el soplo de la brisa marina entremezclada con el aroma
de las flores” (pág. 239).
Cuando nace David Copperfield su padre ya ha muerto y
su joven madre se casará con el rígido señor Murdstone; su presencia y la de su
repelente hermana, la señorita Murdstone, acabarán con la agradable vida que el
niño Copperfield compartía con su madre y su querida sirvienta Peggotty en su antigua
casa. Las cosas empeorarán para el niño Copperfield cuando le envíen a estudiar
a un internado –Salem House– donde va a conocer a algunos de los que luego
serán protagonistas del libro, como el presumido James Steerforth o el leal
Traddles. Pero todavía Copperfield debe pasar momentos más duros: cuando su
madre y su pequeña hermana mueren, los Murdstone despedirán a Peggotty y
sacarán a Copperfield del internado para que se ponga a trabajar, obligándolo a
instalarse por su cuenta a los diez años.
Copperfield abandonará el trabajo y, gracias a su tía
–personaje que hasta ahora sólo había aparecido en el primer capítulo–, podrá
cambiar el rumbo de su futuro.
Lo resumido ocupa unas 300 de las 1.000 páginas del
libro y seguramente esta primera parte sea la más perfecta y emocionante del
conjunto. Pasados estos capítulos de más tensión, uno llega a tener la
impresión de que la novela avanza por su propia inercia de obra magna: Dickens
ha desplegado ante nosotros a un elenco de personajes tan grande y tan
entrañable, que parece que no lo puede dejar irse sin más.
Y llega un momento que empieza a ocurrir algo que resta
verosimilitud al libro: los personajes que descubrimos en las 300 primeras
páginas empiezan a aparecer de nuevo en momentos de exagerada casualidad. Y me
hizo gracia estar pensando esto, y abrir el ABC Cultural del sábado 15 de diciembre de 2012, donde se hacía un
repaso al año literario que acababa, y encontrarme con un artículo de Rodrigo Fresán, donde éste escribe
sobre Dickens: “Después, claro, su inmortalidad altamente radiactiva y las
habituales regañinas a ‘Mr. Popular Sentiment’, casi siempre condenando las
imposibilidades y casualidades de sus argumentos y el desatado sentimentalismo
de sus héroes y heroínas”.
También es cierto que había pensado en lo del desatado sentimentalismo, pero como defecto
esto me molestaba bastante menos que las casualidades inverosímiles de la trama
(y hay más de una). En la contraportada del libro se recoge una cita de mi
admirado escritor italiano Cesare Pavese:
“En estas ‘páginas inolvidables cada uno de nosotros (no se me ocurre elogio
mayor) vuelve a encontrar su propia experiencia secreta’”. Y posiblemente en
estas palabras de Pavese se encuentre el mayor logro del libro: sobre todo en
las páginas correspondientes a la infancia, uno siente que puede revivir
sensaciones vividas, y ya olvidadas, de su propia infancia, lo que convierte David Copperfield en una lectura muy
íntima y subyugadora.
Había un hecho literario que me hacía sentir curiosidad
hacia esta novela: se supone, y así nos lo recuerda la contraportada (“Kafka la
imitó en Amerika”) que Franz
Kafka era un gran admirador de esta obra, y una de mis lecturas de David Copperfield la he realizado
buscando alguna similitud. Amerika (o
El desaparecido) lo releí hace cuatro
años y me gustó mucho más de lo que recordaba de una primera lectura hace unos
quince años. Es cierto que algunas de las interpretaciones que tiene el
Copperfield niño del comportamiento de los adultos se asemejan a las que tiene
el protagonista de Amerika respecto
al mundo de los norteamericanos; y además Copperfield entra a trabajar, ya de
adulto, en una especie de bufete de abogados eclesiásticos, y en la novela hay
más de una ironía sobre el absurdo de la burocracia y las leyes.
Otra de las posibles lecturas de esta novela es la
social: también había leído que Dickens no se cuestiona el orden social, sus
personajes pueden haber descendido peldaños por algunas circunstancias pero
siempre tienen claro cuál es su verdadera, y justa, clase social: ellos son caballeros. “Era consciente de haber
vivido escenas de las que ellos no podían tener conocimiento, y de haber
adquirido una experiencia que no correspondía a mi edad, a mi aspecto o a mi
posición”, nos dice el narrador en la página 278. Y aunque el narrador nos
habla de su posición, también es
verdad que es sensible a los problemas y miserias del pueblo; así, escribe al
ir a visitar una prisión: “No pude evitar pensar, mientras nos acercábamos a la
verja de entrada, en el alboroto que se habría armado en el país si algún iluso
hubiera propuesto que se gastara la mitad de ese dinero en edificar una escuela
industrial para jóvenes o un asilo para ancianos, que tanto lo necesitaban”
(pág. 989).
Tampoco debemos olvidar que las construcciones de
Charles Dickens parten del folletín: huérfanos, padrastros malvados, guapos
amantes que engañan a chicas pobres..., pero superan con creces las
limitaciones de ese género, por sus habilidades narrativas para pintar escenas
vividas y por su capacidad para emocionar.
Quizás una novela verdaderamente extensa como ésta, que
supera las 1.000 páginas, es grande precisamente porque se sobrepone a todos
sus posibles baches y fallos, porque consigue que uno quiera dejar la realidad
de su día a día para sumergirse en sus páginas y encontrarse con David
Copperfield (que ante la tiranía de su padrastro, quien le obliga a estudiar
sin poder juntarse nunca con los demás niños, encontrará refugio en la lectura,
en los libros que “mantuvieron despierta mi imaginación y mi esperanza de una
vida mejor”, pág. 79), y consigue que, al cerrar el libro, casi un mes después
de haberlo empezado, se sienta una honda pena por tener que abandonar a sus
entrañables personajes.