Editorial Alfaguara. 322 páginas. 1ª edición de 2010, ésta de 2011.
Me ha ocurrido más de una vez: cuando hablo con alguien sobre Henry Roth (1906, Galitzia, Polonia, antes Imperio Austrohúngaro -1995, Albuquerque, EE.UU.), esta persona suele pensar primeramente en el escritor judío norteamericano Philip Roth, y, en el caso de que sepa más de literatura, mi interlocutor acaba imaginando que le hablo del escritor judío austriaco Joseph Roth.
Pero no, yo me estoy refiriendo, en realidad, al escritor judío norteamericano Henry Roth, y al hablar de él estoy hablando de uno de los escritores que más me han marcado y por los que siento más admiración, aunque nunca he conocido a nadie que lo haya leído.
La primera novela de Henry Roth, Llámalo sueño, la leí exactamente en febrero de 1998, un libro de Alfaguara, que encontré de saldo en una mercadillo de libros itinerante; un mercadillo que montaba sus casetas en Móstoles, durante unas dos semanas, enfrente de la casa de mis padres, con motivo del Día del Libro (ya no estoy seguro de que lo hagan). No recuerdo de dónde tenía la referencia de ese libro, quizás de algún suplemento cultural o revista literaria; es posible que conservara el recorte de la nota necrológica de algún periódico donde se hablara de la muerte de Henry Roth en 1995. Pero sí sé que compré Llámalo sueño sabiendo lo que compraba: una de las novelas más importantes de la narrativa norteamericana del siglo XX y una de las obras literarias que mejor han sabido reflejar la infancia. Recuerdo la referencia: “Llámalo sueño de Henry Roth y Huracán en Jamaica de Richard Hughes son las dos novelas que mejor han reflejado el mundo de la infancia”.
Yo he leído los dos, Llámalo sueño (1934) y Huracán en Jamaica (1929) y, aunque ambos son grandes libros, mi favorito es el primero.
Llámalo sueño narra la vida de David, hijo de unos inmigrantes judíos de Galitzia (antiguamente imperio Austrohúngaro, actualmente Polonia), desde su llevada a Nueva York, a la isla de Ellis, posiblemente en 1909, hasta que David tiene unos 8 años (si no recuerdo mal). Una novela de 544 páginas que, después de contarnos la llegada a la supuesta “tierra dorada” de América, en el capítulo 2, en el primer párrafo, ya se nos dice: “David se dio cuenta una vez más de que este mundo había sido creado sin pensar en él” (pág. 23).
David y su familia viven en el Lower East Side de Manhattan, en el barrio judío de Nueva York a principios del siglo XX. Pocas veces las calles de una ciudad han brillado en mi experiencia de lector de la forma en que los hacen las calles del Lower East Side en Llámalo Sueño.
Llámalo sueño se publicó en 1934, cuando su autor tenía 28 años (había comenzado el libro a los 24) y en aquel momento su acogida fue más bien tenue. A veces me sobrecoge en mi imaginario de lector, o de aprendiz de escritor, el logro que supuso para Henry Roth escribir ese libro: el hijo de unos inmigrantes pobres que hablan entre sí en yídish, con un padre violento que es camarero y una madre, ama de casa, que se moriría sin hablar correctamente inglés. Y Henry Roth, el chico del gueto judío, escribe una de las más deslumbrantes novelas de la literatura norteamericana del siglo XX, en una lengua que tiene que conquistar como propia, usando como guía la prosa desacompasada y llena de rabia de su maestro
James Joyce.
Me fascina, pienso en Henry Roth como paradigma, esta capacidad del arte para surgir en cualquier lugar, para elegir a sus víctimas; comprobar una vez más que el gran narrador de su tiempo es un chico cuyos padres no saben casi hablar el idioma en el que va escribir sus obras y vende perritos calientes en el estadio de béisbol; o es un inmigrante hispanoamericano que vigila un camping, vende bisutería, trabaja en el campo (Roberto Bolaño)… ese alejamiento del arte de los círculos académicos y su posibilidad de zarandearlos.
Y después el bloqueo creativo para Henry Roth: a Llámalo sueño, escrito entre 1930 y 1934, le seguirán 30 años de trabajos variopintos: leñador, profesor de un colegio, ayudante de psiquiatría en una institución mental, criador de patos, profesor particular de matemáticas o latín…, y unas mínimas publicaciones en revistas.
Llámalo sueño vuelve a editarse en 1964, 30 años después, en bolsillo, y se convierte en un acontecimiento literario, que sitúa a Henry Roth en el canon literario del siglo XX, una novela que en cierto modo acaba siendo la obra inaugural de la gran literatura judía norteamericana: Saul Bellow, Isaac Bashevis Singer, Bernald Malamud, Philip Roth…
Con el dinero conseguido en 1964, tras la reedición de Llámalo sueño, Henry se traslada con su mujer Muriel a Albuquerque, y allí vivirá en una caravana hasta su muerte en 1995, intentado recomponer su carrera de escritor.
El bloqueo creativo de Henry Roth parece remitir sobre 1979, y durante los años 80, comienza a dar forma a una monumental continuación de Llámalo sueño, que se acabará llamando A merced de una corriente salvaje (aunque él lo llamaba Batch 1), y que consta de cuatro volúmenes: Una estrella brilla sobre Mount Morris Park (1994), Un trampolín de piedra sobre el Hudson (1995); estos dos primeros Henry Roth los pudo ver publicados. Murió en 1995, mientras hacía las últimas revisiones a los otros volúmenes: Redención (1996) y Réquiem por Harlem (1998). Libros a los que ha acabado de dar forma, a partir de sus notas, pasados ya sus 80 años de edad.
A merced de una corriente salvaje comienza en 1914 (la acción de Llámalo sueño comienza sobre 1910) , cuando la familia de David, que ahora, en esta nueva ficción se llama Ira, se ha trasladado desde el Lower East Side hasta Harlem, primero a la parte judía de la calle 114, y después a la 119, a la zona irlandesa. Lo que supuso todo un problema para el joven Henry (también llamado David o Ira): sometido a las presiones ancestrales de su gran familia judía, de la que siguen llegando miembros desde el Viejo Mundo, se verá en más de una ocasión acosado por un entorno hostil, el de los pícaros chicos irlandeses de su calle. Lo que en cierto modo llevó a que Henry (o David o Ira) se convirtiera en una persona insegura y dependiente de su madre; lo que hizo que prolongara, o añorara, la infancia, que luego nos narrará en Llámalo sueño.
En A merced de una corriente salvaje existen diferencias estilísticas respecto a Llámalo sueño: la prosa ya no es tan dependiente del discurso quebrado y evasivo de la primera novela, donde el patrón era Joyce, y Roth nos narra ahora sus recuerdos, como en aquel libro también en tercera persona, pero de vez en cuando la narración de la década de 1910 ó 1920 es interrumpida por digresiones en las que un Ira (o Henry) adulto, en la década de 1980, dialoga consigo mismo o su computadora, a la que llama Ecclesias, sobre su vida actual o los problemas de la condición judía.
A merced de una corriente salvaje puede leerse como la epopeya de un joven de familia emigrante por convertirse en un ciudadano americano y en un artista, y hay un rasgo que comparte con la narrativa de Philip Roth: la visión del judío que percibe a
la Norteamérica anglosajona como una comunidad más sana y feliz que la suya.
En su prosa, Henry Roth no es casi nunca complaciente consigo mismo: su narrativa parece un intento del Roth adulto por expiar los errores del Roth joven (Ira), quien parece avergonzarse de su familia judía, cuyas costumbres hunden sus raíces en ritos heredados del Viejo Mundo, y de cuyo lastre le gustaría desprenderse para ser un verdadero americano. Y la narrativa de Henry Roth será la de una comunidad inserta en una comunidad más grande; cómo los hijos de ésta intentan escapar de ella, pero, aunque se declaren comunistas o ateos o artistas, están ligados a la misma por constitución psicológica.
En pocos libros he leído de una forma tan intensa sobre el peso del sentimiento de culpa como en A merced de una corriente salvaje; una culpa paralizante, opresora y en ocasiones buscada, como si Ira, deseoso de ser un americano anglosajón, no pudiera considerarse a sí mismo fuera de ella: el pecado y la culpa regirán siempre su relación con los demás, parece decirnos.
En Un trampolín de piedra sobre el Hudson Ira, recién llegado al instituto, comienza a robar las plumas de sus compañeros: sin ánimo de lucro, sin deseo de venderlas, ni siquiera de usarlas, simplemente porque son objetos bellos que él no puede poseer, porque robarlas le hace ser culpable. Es descubierto y expulsado del instituto. Ira no puede contarles a sus padres lo que ha ocurrido, y ese trampolín de piedra sobre el Hudson será el lugar desde el que planifica arrojarse para morir y así pagar sus culpas de ladrón.
Y en este segundo volumen de
A merced de una corriente salvaje, en
Un trampolín de piedra sobre el Hudson, también descubrimos algunas de las claves que han llevado a Henry Roth hasta su bloqueo como escritor: Roth no puede desprenderse del “yo” como creador, Roth no inventa, toda su literatura es una glosa de su propia experiencia americana, y para continuar narrando a partir de
Llámalo sueño necesitaba ocultar ciertos hechos a los que no sabe cómo enfrentarse. Y se pondrá con ellos sólo cuando sus familiares implicados hayan ya muerto, en un momento en el que el propio escritor, que empezó su carrera a los veintipocos años tiene ya 80: Henry Roth no sabe cómo contar las relaciones incestuosas que mantuvo con una hermana y una prima. Una hermana cuya existencia ha sido borrada en
Llámalo sueño y en
Una estrella brilla sobre Mount Morris Park, y que aparece sorpresivamente a mitad de
Un trampolín de piedra sobre el Hudson.
Los cuatro volúmenes de A merced de una corriente salvaje aparecieron en España publicados por Alfaguara en los siguientes años: 1999, 2000, 2002 y 2002, respectivamente (El primero traducido por uno de los más grandes de la traducción en España, Miguel Sáenz). Yo no pude leer esta novela de seguido, compraba los libros según Alfaguara los iba sacando, pero sí que recuerdo la emoción con la que espera las entregas.
Me recuerdo perfectamente en diciembre de 2000, exactamente el 28, viernes: debería estar de vacaciones pero la auditora donde trabajaba me mandó ese día a Santander para hacer un inventario en una empresa de caucho. Me recuerdo a las 6 de la mañana en una aeropuerto casi vacío, con la tensión de tener que hacer mi primer inventario en una empresa enorme y fuera de Madrid, y mientras esperaba el embarque leía Un trampolín de piedra sobre el Hudson, sobrecogido pero también reconfortado. Parafraseando a Raymond Carver, hablando de Machado: podía estar tranquilo, Henry Roth estaba conmigo.
Réquiem por Harlem, el último volumen de A merced de una corriente salvaje, acaba cuando Ira deja a su familia de Harlem, en 1927, a los 21 años, y se va a vivir con una profesora de la universidad en la que está estudiado (Edith en la ficción), una mujer 10 años más mayor que él, fuerte y decidida, que cree en el talento de Ira como escritor.
En el epílogo de este volumen, Robert Weil, editor de Roth, apunta que A merced de una corriente salvaje tenía en principio 6 partes, de las que han publicado 4, por su unidad estilística y cronológica: empieza con el traslado de la familia a Harlem en 1914 y acaba con la emancipación del hogar por parte de Ira en 1927.
En las otras dos partes (llamadas por Roth Batch 2), desaparece la voz en la que Roth conversa con su ordenador, y se produce un salto de una década. “Aún no se ha tomado una decisión sobre si se publicarán como uno o dos volúmenes”, esto está firmado por Weil en septiembre de 1997.
Un americano, publicado en Estados Unidos en 2010, y en España, de nuevo por Alfaguara hace apenas dos meses, resuelve la incógnita anterior. El material que quedaba sin publicar de Henry Roth se ha publicado en un volumen de unas 300 páginas (si descontamos epílogos). Y los editores han expurgado en el Batch 2 de Roth para armar la novela, seleccionado 300 páginas de un total de 1.900. Esto lo cuenta Willing Davinson, el editor, en un epílogo firmado en septiembre de 2009. Davinson tuvo que eliminar digresiones y repeticiones de Roth hasta conseguir ajustar el material a los parámetros de una novela.
A mí, devoto de Roth, que había desistido ya de esperar más página de él, el trabajo de Davinson me ha agradado.
En Un americano nos volvemos a encontrar con Ira, diez años después de que nos despidiéramos en Réquiem por Harlem. Ira tiene ahora 32 años y estamos en 1938. Ira ha escrito ya y publicado un libro (que un lector atento debería saber que es Llámalo sueño) y ahora se encuentra bloqueado, viviendo sin trabajar en nada, al amparo económico de Edith, la profesora universitaria con la que vive.
Ira es invitado a una colonia de artistas y allí conoce a M. en el libro (Muriel Parker en la realidad). Se enamoran y decide que tiene que dejar a Edith, y conquistar su independencia económica. Se le ocurre la siguiente idea: dejar Nueva York, para evitar caer de nuevo bajo la influencia de Edith y viajar a Los Ángeles para, con el aval de su novela publicada, intentar ser guionista de cine. Emprende el viaje, junto a Bill, belicoso obrero comunista, y pasan antes por Cincinnati, ciudad descrita de forma muy viva. Ira fracasa en Los Ángeles y ha de regresar a Nueva York sin dinero. Su viaje, haciendo autostop o abordando trenes de carga, se vive como una auténtica experiencia beatnik, como una auténtica experiencia norteamericana. Y al final del viaje le espera M., mujer sensible, profundamente anglosajona, cuya compañía puede convertir a Ira en el americano que él anhela.
En la solapa del libro, un tal
James McCaffrey dice: “
Un americano hace justicia al legado de Roth, y debería ser considerada una lectura esencial para los completistas.”. Estoy de acuerdo, en cuanto completista, con esta sentencia. Aunque también creo que
Un americano puede funcionar como novela para alguien que no haya leído nada de Henry Roth, ya que
Un americano es una novela de amor, una novela de carretera, con el trasfondo de los años 30 y la depresión en Estados Unidos y
la Guerra Civil en España, con unas descripciones de Cincinnati, Nueva York o Los Ángeles muy logradas. Además podemos leer
Un americano cómo un documento sobre las claves narrativas y artísticas de un escritor en crisis que busca recuperar su talento.
En la página 107, cuando Ira se acerca a unos estudios de cine de Los Ángeles en los que ha dejado su libro, al volver para hablar con los dueños judíos de la empresa, escribe: “El día previsto, Ira volvió a aparecer por el despacho. Y entonces su recibimiento estuvo totalmente desprovisto de miramientos; fue algo judío, o sin escrúpulos, o las dos cosas. No querían tener nada que ver con el libro y apenas conseguían disimular su repugnancia”. En estas palabras he sentido condensada la mitad de la obra de otro de los Roth, el discípulo: Philip Roth.
Pero sí he de recomendar algo sería que, en vez de abordar la lectura de Un americano sin haber leído nada de Henry Roth, el posible lector se acercara a Llámalo sueño, un libro esencial para el siglo XX, y después seguir con los 4 volúmenes de A merced de una corriente salvaje, y ya como epílogo de esta aventura literaria leer Un americano.
Y estoy hablando de una aventura literaria de 2.833 páginas (las acabo de sumar) o de 6 libros que apilados llegan a los 18 cm. de altura (lo acabo de medir), una de las aventuras literarias fundamentales en mi historia personal de lector.
Y por favor, recuerda, amigo lector, que no estoy hablando hoy ni de Philip Roth, ni de Joseph Roth, sino del otro Roth, del gran Henry Roth.