domingo, 30 de agosto de 2015

El año de Stevenson, por Elvio E. Gandolfo

Editorial Iván Rosado. 185 páginas. 1ª edición de 2014.

Ya he comentado aquí alguna vez que después de leer varios libros de Elvio E. Gandolfo (Mendoza, Argentina, 1947), comencé a cambiar con él algunos correos por internet y esto ha hecho que unas cuantas veces al año surja alguna conversación entre nosotros sobre libros. Además Elvio ha hecho que sus editores en la Argentina me envíen sus últimos libros publicados. Hace unos meses me llegó el poemario El año de Stevenson, publicado en Rosario (la ciudad de la que es originario, aunque se diese la circunstancia de que naciera en Mendoza), y que acabó en mi casa de Madrid tras pasar por París.

El año de Stevenson es un poemario largo (alcanza las 185 páginas), al que imagino de lenta elaboración. Es decir, Gandolfo es traductor, editor, crítico literario y cuando se acerca a la escritura suele decantarse por el cuento; especulo que estos poemas están elaborados de forma discontinua a lo largo de un número no despreciable de años, entre la escritura de otros libros, antes de que tomaran el cuerpo uniforme de un poemario.

Podemos encontrarnos aquí con poemas bastante cortos, que en más de un caso se presentan como un chispazo de ingenio. Dejo a continuación un ejemplo:

Proyecto y freno


La tarea es fácil:
sólo debés
enamorarla.

Pero a la vez
difícil:
no puede
ser posible.


Pero lo más frecuente es que los poemas que escribe Gandolfo sean largos, de tres o incluso cuatro páginas. El impulso poético suele ser narrativo, como si el autor usara la escritura de estos poemas a modo de diario (encuentro con un amigo, con una sobrina, un recuerdo que le asalta de repente…), y no pareciera dar demasiada importancia a la métrica. En este sentido, tengo la impresión de que cuando el poema es más corto estructura los versos dejando una o dos palabras en cada línea y cuando es más largo decide extender cada verso, cortándolo más por capricho que por cualquier tipo de regla métrica. Es decir, al leer los poemas acabé por no hacer ningún alto al final de cada verso, estructura lingüística que en Gandolfo no aspira a la significación aislada, sino que será el poema (y no el verso), lo que se desprende de él, como reflexión, como interpretación del mundo, lo que tendrá un significado, que tampoco suele incidir en la esencia metafórica de buscar relaciones entre conceptos, sino que, como ya dije su impulso es en gran parte narrativo. Pudiendo ser tan narrativo que nos resume la biografía de un personaje real. Podemos ver un ejemplo en el siguiente poema:


Festival II


Titular “¡Yo soy King Kong!”
es empequeñecer a Merian C. Cooper.
¡Lo daban vuelta los aviones!
¡Admiraba a los hermanos Wright!
¡Les avisó a los de la Academia militar
que los aviones iban a hacer
pedazos a los barcos en la guerra,
y le pegaron una patada en el culo
(la Armada no se banca esas cosas)!

¡En la Primera Guerra quiso
pilotar bombarderos y no cazas
(más elegantes y prestigiosos),
así le hacía más daño al enemigo!
¡Lo ametrallaron los alemanes
y su artillero de cola parecía muerto!
¡Se le incendió el motor, y se
le empezaron a quemar la cara
y las manos! Pequeño detalle: ¡aun
no existían los paracaídas!
Pensó en tirarse igual,
¡pero descubrió que el artillero
todavía vivía! ¡Manejando el avión
con los codos (tenía las manos
quemadas) y las rodillas empezó
a hacerlo volar largo para que
se gastara el combustible!
¡Cayeron y se salvaron!
¡Por el resto de sus vidas
se mandaban una tarjeta cada año
recordando ese día!
¡Después ayudó a los polacos
a combatir el hambre! ¡Fue
prisionero de los chinos que,
contra su costumbre,
lo dejaron vivir, porque
las manos quemadas indicaban
indudablemente que era
un campesino, y no un oficial!

Después el cine: ¡se fue a Siam
y filmó a los animales como nunca
más volvió a hacerlo nadie: tigres
y leopardos dando saltos frenéticos,
de cocainómanos, un mono blanco
de brazos larguísimos haciendo
de comediante, decenas de elefantes
cargando contra un poblado, y después
metiéndose en una trampa
gigante de madera!
¡Impuso el technicolor, que nadie
quería, porque era caro!
¡Inventó el cinerama, que sería después,
más modestamente, el Cinemascope!
¡Filmó un montón de películas
nada menos que con John Ford!

Y además, desde luego, hizo King Kong.
Todo porque quería destacarse,
porque era petiso, porque deseaba
que el padre y el hermano mayor
lo admirasen. ¡Cuando posan juntos,
Ernest Schoedsack le lleva medio
metro de altura! ¡Y Cooper sonríe!

De la muerte nunca te enterás:
ni cómo ni cuándo,
un mito así termina yéndose
en avión, a mostrar Estados Unidos
en Cinerama al resto del mundo:
¡mirá lo que es el Gran Cañón,
mirá lo que son los Grandes Lagos,
mirá lo que son los rascacielos,
mirá, mirá y mirá: todo con tres
cámaras, en una pantalla que
te envuelve como una frazada!

¡Mirá, mirá, mirá: esto es el cine,
te voy a mostrar algo que nunca viste,
y te vas a caer sentado, y nunca
vas a olvidarte de mí,
de Merian C. Cooper, que fumaba
en pipa, que cuando se ponía
el traje militar con condecoraciones
era un descuidado total y a veces
las águilas bélicas estaban
cabeza abajo!

Hice todo lo que pude,
y mucho más. Así que nunca
te olvides de mí. En todo caso
está bien: pensá que King Kong
soy yo.


En el poema anterior podemos observar una de las temáticas del libro: el cine. Así es frecuente que en los poemas se evoquen películas o directores de cine. Por ejemplo: “una película entre / comedia y drama / de Jarmunsch, / de algún independiente, / hasta del primer Win Wenders.” (pág. 33)

Me ha costado entrar en los primeros poemas. Tenía la impresión de que Gandolfo estaba evocando algún episodio personal, con nombres de personas que el lector desconocía y esto llevaba a que se quedase fuera del texto propuesto. Pero después de esa primera impresión, el contenido del libro se suele hacer bastante transparente. Gandolfo evoca encuentros con amigos en los que se habla de literatura o cine. En este sentido, me ha gustado uno de los poemas que habla de una conversación sobre David Lynch con su amigo el escritor Mario Levrero. Dejo aquí el poema:

Intercambio nocturno

Curiosamente rara vez llovía
en las veces numerosas que toqué
el timbre abajo, ante la puerta
de hierro forjado, esperando
su descenso lento, mirando
los boliches nuevos
de las dos veredas,
cada vez más abundantes, percibiendo
al fin el resplandor del ascensor
antiguo, el lento abrirse
de la puerta, los saludos.

Después la discusión alegremente
feroz, imposible de zanjar,
era por ejemplo sobre Lynch:
¿cómo había sido posible,
decía Jorge, o Mario,
hacer algo tan blando,
tan entregado, tan estúpido
como esa película?
Es obvio –se contestaba-
bastaba fijarse en que la distribuía
la Disney. Una cosa familiar,
descafeinada, lejos de la potencia
de creación auténtica de
sus otras películas.
Y se quedaba entonces
callado, triunfal.

Recordando tramos enteros
de la película con el viejo
cruzando América en una
cortadora de césped,
recordando a su hija
retrasada mental,
recordando a la adolescente embarazada
que se le cruzaba en medio de la noche
y sobre todo recordando
aquella charla tranquila
con otro viejo de su edad en un bar,
hablando de las atrocidades
y renuncios de la guerra
(tirar sin darte cuenta
sobre tus propios compañeros)
yo sonreía. Creo en realidad,
decía, que aquí es más que nunca
él, Lynch, en serio.

A Jorge se le cuadraba la mandíbula
de tensión: no, no, decía,
prácticamente herido por mi estulticia,
es una cagada, una mierda
(ese lenguaje circulaba entre nosotros).
Meneaba la cabeza, sin poder creerlo.
Yo ya exhibía apenas la sombra lejana
de una sonrisa. No fuera que en aquellos
ataques de explosiva reacción
creyera que había un toque, un dejo remoto
de burla, de conmiseración incluso.

Él iba hasta el baño y demoraba un rato.
Afuera la plaza se extendía enorme,
una manzana entera despejada
en la oscuridad quieta
de la noche de la ciudad.
Regresaba. Hablábamos de otras cosas.
Yo volvía a mirar de tanto en tanto
con el calibre de un relojero experto
los pechos increíbles de aquella
foto de una mujer desnuda
pegada sobre la pared,
con un erotismo franco,
nada refinado, que invitaba
a un salto a la metafísica,
a la mística, pero quedaba ahí:
en la pared, en la franqueza.

Se acomodaba en el sillón
amplio que había comprado
con la beca, revolvía el café,
nos quedábamos quietamente callados
en la noche casi del todo deshabitada.

Alguno de los dos hacía girar
otra vez la rueda:
Ellroy era un tipo interesante,
decía yo. No lo puedo leer,
me enferma, literalmente, decía él.
Faltaba un largo rato para irme.

De Levrero parece tomar Gandolfo uno de los temas literarios secundarios que recorre los versos de El año de Stevenson: su relación con las palomas, que en Gandolfo puede tornarse conflictiva: “Pienso / en la guerra, en mi guerra / contra las palomas.” (pág. 168)

La mirada de Gandolfo sobre lo retratado suele ser amable, simpática, no exenta de sentido de la camaradería y de humor. Sirva el siguiente poema de ejemplo:


Morires temidos o envidiados I

Me acuerdo de la noche
en que el Chueco asustó
a aquel atildado locutor
en aquella mesa de la calle Ejido,
frente a la intendencia.

Hablábamos de literatura
y cada vez gritábamos más
para imponer el autor que
preferíamos, o más bien lo que
ese autor escribía, comunicaba,
pasaba con toda la potencia.

De golpe el Chueco dijo transido,
conmovido, intenso, como motorizado
por una mujer inalcanzable:
“¡Ah, poder morir leyendo
una página de Bernhard,
sobre el libro abierto!”, y
gráfica, melodramáticamente,
clavó la frente en la madera
de la mesa, con un ruido
a hacha, como si la mesa
fueran páginas, letras del alemán
demente. Y el locutor huyó:
éramos demasiado en esa hora
de la noche estival montevideana,
agradable, inenarrable, pero
que albergaba para él
locos progresivamente
peligrosos.

Son numerosas las páginas de este libro que hablan de las tres ciudades en las que Gandolfo ha pasado más tiempo: Rosario, Buenos Aires y Montevideo. En muchos casos estas evocaciones suelen ser melancólicas, ya que reflejan cambios acontecidos en la ciudad. Me ha gustado este poema que habla de un barrio de Buenos Aires:


Palermo cambia


Un brillo raro en la ventana:
en la noche, tras la cortina
que deja entrever formas y luces,
un cuadrado blanco, frío, publicitario,
donde antes estaba la oscuridad
retinta de la pizzería cálida,
pequeña, cerrada fuera del horario
de trabajo. Adiós al tano veterano
(o con pinta de tal, da lo mismo),
a las motos ruidosas y pequeñas
que salían tirando pedos a entregar
empanadas, calzones, pizzas y pizzetas:
hoy más luz y más frialdad: más y menos
barrio, según sea antiguo o nuevo,
la luz y la electricidad no como civilización,
como barbarie nueva, fascinante.

Groppa hablaba de dos interiores:
el cercano y el lejano de Buenos Aires.
Él se metió y se encontró, perdiéndose,
en un exterior lejano. Pero acá,
en la ciudad misma, están los interiores
más lejanos, los interiores asediados
de la ciudad. La pizzería Kentucky,
las mesas de billar en penumbra iluminada
de la Academia, aquel otro bar, el de
los cien billares de la Avenida, con su
provisión abundante de aquel único gato
recostado a la vidriera, esperándote.

Interiores que resisten y al fin se van,
no mueren. Porque casas, atmósferas y climas
nunca mueren, se traslapan, se reemplazan.
Ojalá la ciudad, digamos, pasara de cálida
y amable a inhóspita y fría en esta noche
de casi invierno fría e iluminada de blanco
por el cartel publicitario y liso que ocupa,
silencioso, el sitio otro de la pizzería
nada antigua, nada Soho, nada Palermo sensible,
simplemente un buen curro (en el sentido español)
para ir tirando, ofreciendo una botella de yapa,
o una porción de fainá (gruesa y mal hecha)
de yapa, o hasta una “pizza de cancha”, con
porción casi para caballos casi de pasto
cubriendo la masa fina y bien cocida.
Nada de pizzería inolvidable y nostalgiosa:
una esquina para ir tirando, casi sin mesas,
hasta que le llegó el casi éxito, y empezaron
a poner dos, tres, cuatro en la vereda.
Algo contranatura para aquella pizzería
solo de delivery, solo de circulación y
entrega. Ahí fue que se distrajo, que quedó
desprotegida y el comercio frío, fácilmente
reemplazable una y otra y otra vez,
de imitación diseño, o imitación arte
la vació sin matarla, la aplastó con
el cartel blanco, vacío en la noche
tras el tejido como de red entreabierta
de la cortina en la noche fría y húmeda
que deja pasar su luz en el aire quieto,
provocando apenas el fastidio de no tener
comida caliente y sabrosa en la vereda
de enfrente, incluso traída (¿dieciocho,
veinte pasos?) con práctica llamada por teléfono.

Si bien he apuntado antes que la mirada de Gandolfo hacia los demás suele ser amable y humorística, se torna más melancólica cuando evoca a sus padres. En este sentido hay una serie de poemas que hablan de la muerte del padre, Francisco Gandolfo (1921-2008), impresor, editor y poeta, creador junto a Elvio de la mítica revista argentina El lagrimal trifulca. Estos poemas hablan de los días anteriores y posteriores a la muerte, y Elvio decide hablar de sí mismo aquí en segunda persona. Aunque creo que el que más me gusta es el que vuelve a la primera persona. Éste:


El día después VII


Tendría que ser en realidad
el día después VIII
pero a veces pasa, ahora:
archivaste un poema arriba del otro
y el de abajo se borró.

Borrado, desaparecido, tragado por el sistema
de la máquina, ese poema. Sin ganas de volver
a escribirlo: apenas contar lo que decía.
Tampoco enojarte, deprimirte, mufarte
sino aceptando, poniendo en segunda instancia
lo que expresaba, perdiendo un poco,
pero ganando otro poco en algún plano.
Recordando aquella frase de la sabiduría paterna
aplicada en el negocio, ya retirado sin embargo,
cuando uno de tus hermanos se quejaba
de que otro espantaba clientes de la imprenta:
“Pero hijo”, dijo tu padre, queriendo decir
simplemente que las cosas vienen y se van,
tal vez sin darse cuenta: “Los clientes
vienen y se van, desde siempre,
no hay que preocuparse.” Frase que me quedó
grabada, siempre, como la otra ley tácita,
recordada por todos: no atarse nunca
a un solo proveedor. No atarse nunca,
en todo caso, en este caso,
a un solo poema, al poema original
al culto de lo único que sólo puede
llevarte a la desesperación y el fracaso.

En un poema Elvio reflexiona sobre una locutora que le preguntó en una entrevista por qué escribió un cuento sobre su padre, pero no uno sobre su madre. Algo que hace que el autor se bloquee para hablar de su madre. Al tratarse, como ya he dicho, de un poemario muy narrativo no es raro que unos poemas nos lleven a otros, y así me ha gustado un poema que nos recuerda el comentado anteriormente y en el que por fin se decide a hablar de su madre, consiguiendo uno de los momentos más bellos del libro:



Las manos bajo el agua


Nunca sabrás por qué
si algún día lograras
ser como Almodóvar
y escribir todo sobre tu madre,
superando la castración
del reto de aquella locutora,
comenzarías con la escena
que insiste en aparecer
una y otra vez.

Fue un día de semana en el viejo
departamento de Oroño
y Seguí. Tu madre
salía, como la heroína
de una película rusa
de los mejores tiempos,
a comprar la leche,
dejando la puerta
cerrada con llave
conmigo y mis hermanos
adentro.

No sé bien como fue:
si lo contó ella
o lo contó a alguien
que después te lo contó
(esas cosas pasan
en las mejores familias
de los barrios retirados).
Pero la imagen quedó:
tu madre, bajo la lluvia,
en un momento extravió algo.
Por lo que después te pasó
tendés a pensar en el dinero,
pero no, era más bien la llave.
Se le cayó la llave de metal,
más bien pequeña,
en medio de la lluvia,
en un barrio con calles de tierra.
Pero no en el barrio mismo
sino un par de cuadras más allá,
sobre el pavimento.
Pero un pavimento sucio,
enkilombado, lleno de basuras
y de barro. La imagen
es la de tu madre
tanteando con las manos
bajo el agua, tratando
de tocar aquella llave
infinitesimal que le devolviera
en aquel día infernal
de lluvia cerrada
el acceso a sus hijos.
Si esto es real, si no
lo inventó el cerebro
después de tantos años,
es un buen principio
para decir todo
sobre tu madre.
Porque el recuerdo
(falso o verdadero)
es puramente cinemático,
desprovisto de todo dramatismo:
la lluvia, una mujer joven agachada
(que es a la vez tu madre)
que palpa con las manos
bajo el agua. Algo
que de una u otra manera
terminó siendo tu concepto
de la realidad personal,
biológica, social, general.
Algo que terminó desarrollando
tu gusto por las tormentas
cuando empiezan y son bravas.
Algo que hizo que no te quebraras
tantos años después
(esto pasó realmente:
podés decirlo hoy)
cuando perdiste la plata
de una cobranza
de la imprenta
en una zona imposible
del Parque Independencia,
todo por subir aquel cordón
con la bicicleta
y cortar camino a través
de ese casi bosque.
Te pasaste horas
tanteando entre hojas
de otoño y pedazos
de hojas de otoño
sumergidas, como si fueran
otros tantos billetes
subacuáticos, sin encontrar nada,
con las manos bajo el agua.
Rastro genético de la imagen:
el mito y la leyenda
de tu madre buscando
su propia pérdida,
la llave, bajo la lluvia.
Un buen modo de empezar
a contar alguna vez
todo sobre tu madre.



Así que en resumen El año de Stevenson de Gandolfo puede leerse como un diario sentimental de Elvio E. Gandolfo, libro de evocaciones o reflexiones. Arranques poéticos que hunden su esencia en el deseo de narrar o transmitir. Poemas melancólicos, entrañables, humanos, celebrativos, llenos de ironía y humor.

Me he enterado, gracias a las redes sociales (y el propio autor me lo confirma), que dentro de no mucho se va a publicar un libro con los Cuentos reunidos de Elvio E. Gandolfo, una noticia que me parece todo un acontecimiento literario.

domingo, 23 de agosto de 2015

Felices pesadillas. Los mejores relatos de terror aparecidos en Valdemar, por VV. AA.

Editorial Valdemar. 982 páginas. 1ª edición de los cuentos: siglo XIX y principios del XX; este volumen es de 2014.
Traducción VV. AA.

Ya he comentado que en la pasada Feria del Libro de Madrid, el último domingo, compré en la caseta de la editorial Valdemar dos libros, Noctuario de Thomas Ligotti (comentado la semana pasada) y éste de Felices pesadillas. Los mejores relatos de terror aparecidos en Valdemar. Se trata de una antología de relatos seleccionados por los propios editores de Valdemar entre todos los libros que habían publicado entre 1987 (año en que Valdemar empezó a funcionar, supongo) y el 2003 (año en que tuvieron esta idea, que ahora mismo ya va por su tercer volumen). En el corto prólogo del libro, los editores Rafael Díaz Santander y Juan Luis González Caballero, nos cuentan que han realizado esta selección de 40 cuentos con la premisa de que no se repitieran autores, y se han centrado en gran medida en el siglo XIX porque es la gran época del relato de terror clásico.

En 2011, para acompañar a mis alumnos en su viaje de fin de curso a Mallorca, me llevé a la isla el libro de Valdemar Una antología de cuentos de terror en el mar. Recuerdo que me lo pasé muy bien con estos cuentos, y para este 2015 en el que iba a pasar quince días en el norte de la isla me pareció una buena idea llevarme esta otra antología de cuentos de terror. Si la de cuentos de terror en el mar tenía 624 páginas y 19 cuentos, esta tiene 982 páginas y 40 cuentos. Desde ahora mismo que estoy tecleando en mi ordenador, refugiado del calor de julio en la biblioteca Eugenio Trias del Retiro, me doy cuenta de que no voy a poder comentar todos los cuentos, que esa labor sería ardua y desproporcionada, pese a que de cada uno tengo algunas pequeñas anotaciones (hechas en la playa, más de una). Así que voy a comentar algunos, intentando encontrar criterios para agruparlos o por el contrario tratando de mostrar su singularidad.

De entrada he echado de menos algo que sí que tenía Una antología de cuentos de terror en el mar: una ficha introductoria a cada cuento que hablara del autor, sus principales obras y en qué año fue publicado por primera vez el relato. Algunos escritores son de sobra conocidos, y de otros se puede deducir su nacionalidad por el nombre, pero entre los menos conocidos y pertenecientes al mundo anglosajón he dudado más de una vez si serían norteamericanos , británicos o de tal vez (que no creo) australianos, etc.
Los cuentos están ordenados por la fecha de nacimiento de los autores, y esto hace –supongo- que en algún momento relatos escritos años después que otros aparezcan antes en la antología.

El libro empieza con Vampirismo de E.T.A Hoffmann. Después de acabar con el libro de cuentos de Thomas Ligotti, y sobre todo con su tercera parte que, como ya conté, me cansó un poco, me gustó leer este relato, en el que la fuerza de lo narrado no estaba en la atmósfera creada sino en el mero avance de la trama. Vampirismo contiene alguna escena espeluznante y cumple perfectamente con las expectativas.
El segundo cuento, Las aventuras de Thibaud de la Jacquière del escritor Charles Nodier, me ha parecido peor, pero quiero hablar de él porque ya detecto una de las fuentes de las que emana el terror en el siglo XIX. Cuando comenté Una antología de cuentos de terror en el mar me percaté de que los miedos del hombre cambian con el tiempo: en el siglo XIX los viajes largos se hacían en barco y estaba muy presente para el hombre de la época la posibilidad de que se dieran naufragios y que se muriera en el mar. De ahí toda esa literatura sobre la posibilidad de la muerte en el mar. En los primeros relatos de esta otra antología, observo que uno de los miedos más claros para las personas del siglo XIX era no ya el miedo a la muerte (que también) sino el miedo a la condenación por morir en pecado. Una persona del siglo XIX normalmente tenía conciencia religiosa, lo que implicaba (en la época) que además de la existencia del cielo como premio estaba la del infierno como castigo. Así en Las aventuras de Thibaud de la Jacquière un joven disoluto invoca tanto al demonio que éste se le acabará apareciendo para hacerle pagar por sus pecados. Otro hecho llama mi interés: estos cuentos de terror platean situaciones bastante atrevidas para la época, que en muchos casos tienen que ver con pulsiones sexuales sublimadas. Así en estos ambientes de pecadores (con alto riesgo de que se les aparezcan los demonios y de caer en la condenación eterna) nos encontramos con orgías (Las aventuras de Thibaud de la Jacquière, El elixir de larga vida de Honoré de Balzac o La muerta enamorada de Théophile Gautier), deseos sexuales fuera del matrimonio o simplemente inconvenientes, entre los que destacaría la necrofilia (La muerta enamorada de Théophile Gautier), y subversión de las normas sociales establecidas (El joven Goodman Brown de Nathaniel Hawthorne). Así que los cuentos fantásticos y de terror del siglo XIX en gran medida son, a pesar de ese trasfondo del binomio pecado-condenación (del que se sirven como de un juego) una literatura subversiva y por tanto con mucha capacidad para adelantarse a su tiempo.

Se incluye aquí Rip van Winkle de Washington Irving, que he leído en otras dos antologías en los últimos años. Es un buen cuento, pero deberíamos puntualizar que es más un cuento fantástico que de terror.
No me ha gustado mucho La bofetada de Carlota Corday de Alexandre Dumas, porque este relato se basa en una pequeña anécdota y no existe en él una verdadera trama de personajes.

Una de mis grandes lagunas como lector es la de no haber leído nunca los cuentos completos de Edgar Allan Poe, aunque sí que he leído La narración de Arthur Gordon Pym y algunos de sus cuentos más significativos. No había leído antes el que se incluye aquí: Los hechos en el caso del señor Valdemar. Me ha parecido original, con el deseo de dar una visión científica del experimento de hipnotizar a una persona a punto de morir. El cuento acaba con el siguiente párrafo: “Mientras ejecutaba rápidos pases hipnóticos entre exclamaciones de «¡muerto!», que literalmente explotaban en la lengua y no en los labios del paciente, su cuerpo entero, de pronto, en un solo minuto o incluso en menos tiempo, se contrajo, se deshizo, se pudrió entre mis manos. En el lecho, a la vista de todos los presentes, sólo quedaba una masa casi líquida de repugnante, de execrable putrefacción.” (pág. 154) Imagino que a esto es a la que se refiere Jorge Luis Borges cuando afirma que Lovecraft copia lo peor de Poe.

La muerta enamorada de Théophile Gautier me ha parecido uno de los mejores cuentos del libro, todo un relato clásico sobre el vampirismo y el mundo de los sueños.
El guardavías de Charles Dickens es otro texto clásico, destacable. Quizás junto a relatos tan bien escritos como estos, otros, como Schalken el pintor de Joseph Sheridan Le Fanú, siendo correctos resulten de calidad inferior.

La araña cangrejo de Erckmann y Chatrian abandona el tema religioso (o tal vez no, porque en esta narración puede estar implicado el vudú caribeño) y se centra en el desarrollo anormal de la naturaliza, hablándonos de otro horror, el que podríamos llamar “horror biológico”. Lo cierto es que el cuento no acaba de estar bien cerrado y más de una explicación queda en el aire.

Una cama terriblemente extraña de Wilkie Collins deja el terror sobrenatural y nos acerca a miedos mucho más mundanos y realistas: el de los asesinos. Collins no defrauda creando un texto de intriga. No es el único en esta línea: Los dualistas de Bram Stoker, un relato sobre la crueldad de los adolescentes resulta estremecedor. Y tal vez podríamos incluir aquí El clan de los parricidas de Ambrose Bierce. Aunque, como he leído en más de una ocasión, Bierce es un género literario en sí mismo y su relato de asesinos no acaba de ser del todo realista, porque tiene toques expresionistas, y lo que se dedica principalmente es a romper las normas sociales de la decencia de la época. En el terror realista también podemos incluir el intersante La máscara de plata de Hugh Walpone.
Como cuento de terror realista destaca La extraña cabalgada de Morowbie Jukes de Rudyard Kipling, ambientado en la India, sobre un poblado de personas abandonadas por haber estado próximas a la muerte. Un cuento muy bien escrito.

Junto a un muerto de Guy de Maupassant resulta extraño encontrarlo en esta antología porque no me ha parecido un relato de terror, sino un relato melancólico sobre la muerte de Schopenhauer. Esta idea metaliteraria ha hecho que me pareciese estar leyendo un cuento de Roberto Bolaño.

Nos encontramos aquí con  muestras claras de lo que se suele llamar la “historia de fantasmas”, un género literario muy británico. Podemos destacar en este subgrupo una composición como La habitación de la torre de Edward Frederic Benson y por supuesto El grabado de M. R. James, que yo, que he leído todos los cuentos de James (un volumen muy recomendable de Valdemar), no estoy seguro de que sea su mejor cuento, pero en cualquier caso es muy original, y contiene algo que el cuento de Benson no tiene: humor, con una ironía perfectamente inglesa.
Me ha gustado el cuento de fantasmas ¿Qué es eso? De Fitz-James O´Brien, donde el lector acaba sintiendo compasión por el fantasma atrapado.

Dentro de los cuentos de fantasmas podemos encontrar una subdivisión muy curiosa: la formada por aquellas narraciones escritas de una forma tan ambigua que admiten una explicación fantástica o bien una explicación realista. En este sentido destacaría La pata de mono de William Wymark Jacobs (que empieza de una forma un tanto artificiosa y termina con una tensión muy bien llevada), El fantasma inexperto de H. G. Wells (que como el cuento de James también tiene humor) y Sredni Vashtar de Saki.

Sé que Valdemar ha sacado otra antología (que acabé leyendo) sobre la gran época del relato pulp. Pero en este libro ya nos encontramos con más de un detalle pulp; en este sentido me ha parecido bastante horripilante y gracioso el final de La novela del polvo blanco de Arthur Machen, y puro pulp es Grillos de Richard Matheson.

No me ha gustado mucho el cuento Intercambio mutuo, sociedad limitada cuyo artificioso planteamiento sobre personalidades que cambian de cuerpo ha hecho que no entrara en él. Tampoco me ha gustado La maldición de los fuegos y las sombras de William Butler Yeats, un cuento con un trasfondo de leyenda patriótica, que lo cierto es que no casaba bien con esta antología.

Creo que esta es la tercera vez que leo La llamada de Cthulhu de Lovecraft y vuelvo a ella, a los cuarenta y un años, y creo que me acaba pareciendo el mejor cuento de todo este libro. Los primeros amores son así, para toda la vida. Lo único es que en las antiguas traducciones de Alianza a los largos periodos de tiempo los llamaban “eones” y aquí Francisco Torres Oliver, el traductor, se empeña en llamar a mis queridos “eones” “evos”, palabra que me gusta menos.

El hombre árbol de Henry S. Whitehead me gusta por su ubicación exótica (este podría haber sido otro criterio para unificar los cuentos), ya que transcurre en la isla de Santa Cruz, en las Pequeñas Antillas Danesas, un cuento que tiene que ver con los ritos africanos en América.

He vuelto a leer Una voz en la noche de William Hope Hodgson, cuento que también estaba en Una antología de relatos de terror en el mar, y me ha vuelto a gustar, claro. Aún tengo pendiente de leer el libro de cuentos de Hodgson que publicó Valdemar.

Me parece bastante destacable El valle de lo perdido de Robert E. Howard (el creador de Conan, el Bárbaro), un cuento que empieza como un western, planteando un enfrentamiento entre dos familias de vaqueros en Texas, que se adentra en el territorio de las leyendas indias, para acabar siendo una historia de extraterrestres y civilizaciones perdidas, sin dejar de pasar por el género de zombis. Un cuento (o novela corta, algunos de estos cuentos están entre las 30-50 páginas) que parece una broma posmoderna escrita por César Aira o Elvio E. Gandolfo, pero que Howard posiblemente escribió sin ninguna ironía, y ser así de moderno, y encima haciéndolo en serio, le convierte en un autor encantador.

Se incluyen aquí dos cuentos escritor originalmente en español: El síncope blanco de argentino Horacio Quiroga y Mater Tenebraum de Pilar Pedraza. El de Quiroga es original, pero yo he leído su Cuentos de amor, de locura y de muerte y aquí había cuentos más terroríficos y mejor escritos. El de Pedraza, que cierra el volumen, es un cuento original, porque mientras que en los otros (principalmente pertenecientes al mundo anglosajón) el fantástico se muestra más puro: en la realidad narrada ocurre algo anómalo que los personajes entienden como anómalo (por ejemplo, alguien ve un fantasma y reacciona con miedo e incredulidad), en el cuento de Pedraza lo maravilloso (encontrarse, por ejemplo, con una mujer vampiro) es asumido como real por los personajes. Mater Tenebraum es un cuento oscuro, a veces incluso sórdido frente a la elegancia anglosajona de, por ejemplo, M. R. James o Benson.

Creo que me han faltado por citar muy pocos cuentos. Algunos como Los muertos se vengan de Claude Vignon, El comerciante de ataúdes de Richard Middeleton o Calor de agosto de William Harvey no es que sean malos cuentos, pero palidecen ante otros de mayor calidad. Se me queda colgado también Pues la sangre es vida de Francis Marion Crawford, que no está nada mal, aunque quizás el tema vampírico resulta ya al leerlo un poco repetitivo, y antes ya se ha leído La muerta enamorada de Gautier, que es mejor. A pesar de todo, me gusta su ubicación italiana.
No he dicho nada de Ante la ley de Franz Kafka, que no estoy seguro de si este texto expresionista encajaba muy bien en esta antología. En el prólogo, los editores nos cuentas que estuvieron pensando incluir aquí La metamorfosis, pero lo descartaron porque era demasiado largo.

Y me estaba dejando atrás también –me percato al revisar el índice- dos de los mejores cuentos del libro: El ladrón de cadáveres de Robert Louis Stevenson, un cuento realista que se convierte, por sorpresa, en fantástico en el último párrafo. Y John Barrington Cowles de Arthur Conan Doyle, un cuento sobre extraños poderes mentales que proceden de la India. El nivel de escritura de estos cuentos destaca.

Y creo que al final, pese a mi comentario inicial, sí que he conseguido hablar de todos los cuentos.


En resumen: Felices pesadillas es una estupenda antología de cuentos fantásticos y de terror, que me hace preguntarme por qué a los diecinueve años yo, que había crecido casi exclusivamente con la literatura de género (ciencia ficción, terror y fantasía épica) dejé de golpe todo esto por el realismo tras leer La senda del perdedor de Charles Bukowski. Estos libros de género me apetece leerlos, me doy cuenta, sobre todo en verano, cuando es más fácil rescatar de nuestro interior al adolescente que fuimos. He estado viendo las novedades de Valdemar (antología de relatos pulp, antología de relatos de momias, el nuevo libro de Ligotti, el tercer volumen de cuentos antologados por la editorial…) y no sé si voy a resistirme hasta el próximo verano. Estos libros son muy divertidos.

domingo, 16 de agosto de 2015

Noctuario, por Thomas Ligotti

Editorial Valdemar. 232 páginas. 1ª edición de 1994, ésta es de 2012.
Traducción de Marta Lila Murillo.
Prólogo de Jesús Palacios.

En la pasada Feria del Libro de Madrid me pasé más de una vez por la caseta de Valdemar. Siguiendo mis propias tradiciones, quería comprar alguno de sus libros para el verano, esa época en la que me apetece volver a leer literatura de género (terror o ciencia ficción) para sentirme de nuevo adolescente. Hojeé más de una vez Grimscribe, que es el segundo conjunto de relatos que ha sacado la editorial Valdemar de Thomas Ligotti (Detroit, EE.UU., 1953). No sabía quién era y Alfredo, el librero de Valdemar, me explicó que se le considera el gran referente actual en el relato de terror, el continuador de Poe y Lovecraft. “Lo mejor que he ha pasado al terror moderno”, según la opinión de más de uno. Después, cuando hablé con Pablo Mazo, el editor de Salto de Página, o con el escritor Alejandro Morellón, me di cuenta de que los dos sabían quién era y hablaban de él con naturalidad. Todo esto hizo que quisiera leer a este autor, y cuando él último domingo de feria volví a la caseta de Valdemar, acabé comprando dos libros: Felices pesadillas, una antología de cuarenta cuentos de terror, y Noctuario de Ligotti. El libro que estaba de cara al público de él era, como ya he comentado, el de Grimscribe, el que pensaba comprar, pero Alfredo me sacó de repente el de Noctuario, que Valdemar publicó en 2012 y me dijo que tal me interesase más ese, que era el primero que habían publicado de él y del que quedaban pocos ejemplares. Si me gustaba Grimscribe y luego quería comprar el otro tal vez lo tuviera complicado por un tiempo, pero no tanto al revés. Me pareció una buena idea y compré el de Noctuario.

El libro se inicia con un prólogo de Jesús Palacios, editor de Valdemar, quien presenta ante el público español a Thomas Ligotti: “Sin duda alguna el maestro absoluto de lo extraño y lo fantástico en la literatura actual”, nos dice Palacios en la página 10. Se nota que hay aquí un orgullo de editor, porque una cosa es publicar las obras completas de H. P. Lovecraft, autor que ya había sido publicado previamente por otras editoriales españolas, y otra cosa distinta es ser tú quien presenta al público español un nuevo autor de culto, que lleva camino de convertirse en un clásico del género de terror.
Palacios nos informa de que Ligotti, editor de profesión, ha sido durante muchos años un autor casi ocultó. Sufrió una depresión que le mantuvo alejado de los demás durante mucho tiempo. Con este tipo de datos el lector aficionado al género de terror ya va uniendo la figura de Ligotti a la de otros maestros del género aquejados por extrañas enfermedades (físicas o mentales), y sobre todo va creando un paralelismo entre Ligotti y Lovecraft, otro escritor oculto durante mucho tiempo y en cierto modo bastante aislado de la vida de sus semejantes.

Antes de empezar a leer los cuentos, nos encontramos con un segundo prólogo a cargo del propio Ligotti en el que nos habla de la experiencia de lo extraño; nuestro enfrentamiento cotidiano a la oscuridad o los sueños… “La experiencia de lo extraño es un hecho fundamental e inexorable en nuestra vida” (pág. 22).

Los cuentos de Noctuario se dividen en tres bloques. El primero se titula Estudios de sombra y está formado por cuatro cuentos. Empecé a leer este libro después de haber acabado las quinientas páginas de la versión extractada de El capital de Karl Marx. Después de esta sesuda lectura (sobre todo en su tramo final) me apetecía algo más relajado, algo que me acercara al adolescente que llevo dentro y que se manifiesta de forma más intensa a finales de junio, cuando estoy a punto de comenzar con mis vacaciones de profesor. Así que me encontraba en un bar de mi barrio, disfrutando del aire acondicionado y una cerveza, dispuesto por fin (después de los dos prometedores prólogos) a entrar en el mundo de Ligotti a través del primero relato del libro, el titulado La Medusa. Lo leí de un tirón. En esta narración me encuentro ya con las que van a ser muchas de las claves compositivas del libro: Ligotti es claramente un seguidor de la obra de H. P. Lovecraft. Como él, Ligotti toma a un personaje masculino, bastante solitario, poseído por una obsesión erudita hacia mundos extraños, un investigador de lo oculto (mientras escribo estas palabras sobre La Medusa, que leí hace ya tres semanas, tengo muy presente en la cabeza en cuento La llamada de Cthulhu de Lovecraft, que releí ayer); en el caso de Ligotti caso nuestro erudito busca representaciones humanas de la Medusa, como en La llamada de Cthulhu se buscaba información sobre los adoradores de Cthulhu. La investigación se llevará a cabo en antiguas librerías o bibliotecas. Una de las cosas que más llama la atención de este primer cuento, y luego del resto, es que en La Medusa no hay casi referentes al mundo moderno: algún coche y calles iluminadas por farolas, parecen casi las únicas concesiones de Ligotti a su contemporaneidad. En el cuento El Tsalal se nombra, de forma aislada, la existencia de un ordenador, algo que no tiene ninguna importancia en la trama (mientras que sí que la tendrá la iluminación con velas, por ejemplo), pero, sin ir más lejos, no recuerdo a ningún personaje de estos cuentos –publicados en 1994- que vea la televisión. Parece existir en Ligotti una voluntad forzada de ser un continuador de Lovecraft, incluso en detalles tan nimios como estos.
En cuanto al estilo literario, Ligotti no cae en los excesos de Lovecraft, evita esos detalles por lo oscuro y malsano, que Borges llamaba “el mal gusto de Lovecraft”. Ligotti tampoco cae en la adjetivación excesiva. Ligotti es un gran creador de atmósferas igual que Lovecraft, pero su estilo literario es un poco más sutil (aunque a mí nunca me disgustó el estilo literario de Lovecraft, sus excesos siempre me parecieron una marca propia y me han hecho gracia).
Existen más diferencias entre Lovecraft y Ligotti: él segundo maneja mejor las elipsis narrativas, y sus cuentos hacen uso de cuidados saltos temporales. Además Ligotti, a la hora de enseñar a su monstruo, se muestra de nuevo más sutil. Uno acaba de leer La Medusa y puede tener la sensación a lo Henry James de que se halla ante un cuento de seres sobrenaturales o ante un cuento de locura. Cuando uno lee un cuento de Lovecraft el ser en el umbral es precisamente eso: un ser que aparece en el umbral. El protagonista de La Medusa acaba enfrentándose al ser que le lleva obsesionando desde hace tanto tiempo, pero el lector tendrá que decidir en qué plano de la realidad transcurre este encuentro.
Quizás, al empezar a leer este relato, me estaba pareciendo un poco cómica la utilización del personaje mitológico de la medusa como obsesión recurrente, pero al final acabé por entrar en el cuento y lo mismo hubiera dado que se tratase de otro ser ya perteneciente al imaginario popular o inventado.

Otra de las características de las narraciones de Ligotti es que no hay ninguna ironía en sus palabras. En otros escritores de terror (estoy pensando en M. R. James, por ejemplo), se introduce ya esa ironía (que resulta tan inglesa) buscando la complicidad del lector, pero en Ligotti los ambientes son realmente oscuros, sórdidos y opresivos: “Dentro de las nubes había una gran negrura purulenta, la inundación de la noche por venir junto a una negrura nunca antes vista.” (pág. 103)

En el segundo cuento, titulado Conversaciones en una lengua muerta, Ligotti acaba por conquistarme. En este cuento no se percibe ya la gran influencia de Lovecraft, y sí tal vez la de Robert Bloch (como apunta Palacios en su prólogo), presentado a un cartero solitario y su experiencia en sucesivas noches de Halloween. Lo que en principio parecía un cuento de psicologías enfermas, se acaba convirtiendo en un cuento de fantasmas. Me ha gustado que las escenas que podrían haber sido las más macabras del relato se eluden mediante elipsis, haciendo del cuento una historia de asesinos y fantasmas muy aguda.

El prodigio de los sueños también nos presenta a un narrador masculino (como le ocurría a Lovecraft, Ligotti no parece ser un creador de personajes femeninos), con dos planos de la realidad: lo que está empezando a ocurrir en su mansión y lo que le ocurrió en uno de sus exóticos viajes (mostrado al lector mediante el recurso del diario personal). Es un cuento correcto, pero quizás un poco inferior a los otros tres de este bloque (me ha resultado un poco forzada la confluencia de los dos momentos narrativos).

El ángel de la señora Rinaldi, una narración en primera persona, en la que el protagonista evoca un episodio de su infancia, que tiene que ver con el terrible poder de los sueños y sus invocaciones, es una narración que funciona a la perfección.

La segunda parte está formada también por cuatro narraciones y se llama Discurso con la negrura. La primera de ellas se titula El Tsalal y con sus 35 páginas es el cuento más largo del libro, también me ha parecido el mejor. Una narración impecable sobre brujería y magia negra, sobre la irrupción en nuestra realidad de otra alterada, con un cuidado juego de elipsis narrativas. El Tsalal debería ser incluido en cualquier antología sobre el cuento de terror que se haya recopilado a partir de su publicación, todo un clásico.

El siguiente cuento se titula Demente velada de expiación, y trata sobre un científico loco. Aquí aparece claramente definida otra de las obsesiones de Ligotti: el terror que emana de los muñecos, de los maniquís, de la apariencia humana pero que no es humana… el relato del Creador extraviado en la locura.

A partir de aquí (de la página 157 de un total de 232) para mí el libro empieza a decaer. El siguiente relato se titula El extraño diseño del mago Rignolo. Es un cuento excesivo, con varias subtramas terroríficas que resulta difícil compatibilizar y hacer creíbles.

El último cuento de esta sección es La voz en los huesos, que parece la trascripción de una pesadilla obsesiva.

La tercera parte, la titulada Cuaderno de la noche, me ha costado un poco terminarla. Está formada por 19 narraciones bastante breves, de unas dos caras de media. En muchos casos parecen esbozos de cuentos, ideas e imágenes obsesivas, que dejan en el lector, tras leer unos seguidos, una sensación desagradable de mundo amenazante y perturbado, pero que no tienen el poder de seducción de los cuentos ya leídos, en los que el autor ha trabajado de una forma más constructiva con sus obsesiones.


En resumen, pese a haberme sobrado en gran medida la tercera parte del libro (unas 50 páginas), ha sido toda una alegría poder acercarme al que se considera el gran renovador actual del género clásico de terror. Ligotti es un escritor obsesivo, de sutil y cuidado estilo literario, que domina con maestría la técnica de la elipsis narrativa y la de la sugerencia, capaz de crear atmósferas terroríficas profundamente embaucadoras, pero también capaz de crear un cuento clásico de fantasmas, donde la violencia sólo está sugerida. Hay cuentos en Noctuario que son clásicos instantáneos del género de terror. Acabaré comprando el segundo libro de Ligotti que ha publicado este año Valdemar.

domingo, 9 de agosto de 2015

La mujer desnuda, por Armonía Somers

Editorial El cuenco de plata. 123 páginas. 1ª edición de 1950, ésta es de 2009.
Prólogo de Elvio E. Gandolfo

Este libro de Armonía Somers (Pando, Uruguay, 1914 – Montevideo, 1994) me lo dejó el escrito Alejandro Morellón junto con el de Pájaros en la boca de Samanta Schweblin, que ya comenté en el blog hace unas semanas. Alejandro que decía que La mujer desnuda era uno de los libros que más le había gustado de los que había leído durante 2014, y tras estas palabras yo tenía bastante interés en leerlo. Además, esta novela cuenta con un prólogo de mi amigo cibernético Elvio E. Gandolfo y el nombre de Armonía Somers suele aparecer en las listas de escritores destacados uruguayos (los llamados “los raros”) junto con autores a los que admiro mucho como Mario Levrero o Felisberto Hernández.

Empecé a leer el prólogo de Gandolfo y a las pocas líneas me di cuenta de que contaba detalles del argumento, así que me lo dejé para el final.

La novela comienza el día en el que Rebeca Linke cumple treinta años. Simbólicamente se nos informa de que el día para ella ha comenzado con “la nada”, que es lo que había imaginado siempre. Rebeca llega en tren a una casa que ha comprado en el campo. La narradora nos informa de que durante ese trayecto ha ido desnuda debajo de un abrigo: “Rebeca Linke dejó deslizar al suelo el abrigo con que cubriera la desnudez en que había salido.” (pág. 17).
La narración durante estas primeras páginas es un tanto distante, pese a la extrañeza creada se mantiene dentro de los parámetros del realismo. Sin embargo, en la página 18 Rebeca Linke se corta la cabeza a sí misma: “La cabeza rodó pesadamente como un fruto. Rebeca Linke vio caer aquello sin alegría ni pena.” (pág. 18). Unas pocas páginas después, Rebeca toma su cabeza del suelo y vuelve a colocársela sobre los hombros. En este proceso ha pasado de ser Rebeca Linke para la narradora a ser “la mujer desnuda”. Se entiende que estamos aquí ante una narración simbólica: Rebeca se transforma en otra y, dando rienda suelta a sus pulsiones irracionales, decide salir a pasear desnuda por el bosque adyacente a su casa de campo.

La visión de la mujer desnuda resulta perturbadora primero para un leñador y su esposa, que viven en una casa apartada del pueblo. El leñador y su esposa sienten aumentar en ellos las pulsiones sexuales por la presencia (intuida, soñada, presagiada… no queda claro en el libro) de la mujer desnuda. Ésta parece empezar a sentirse vulnerable cuando comienza a amanecer, momento en el que su desnudez será contemplada por dos mellizos que huyen espantados hacia el pueblo cercano. Allí dan la voz de alarma y la paz de pueblo se perturba. Una pulsión sexual irrefrenable parece invadir cada casa del pueblo:
“Pero a poco que se vino la noche distinta tras las puertas entornadas, comenzaría también a suceder algo que los hombres no alcanzar a explicarse. Piden y exigen cosas, cosas tremendas según el canon y no se excusan. Prueban dormirse para ver si al despertar lograrán retomar sus pudores. Pero abren de nuevo los ojos, sacuden a las mujeres, y siguen exigiendo aún. Finalmente, en una nueva etapa, comienzan los fenómenos singulares. Sentirse hombres distintos, como si por haber emigrado de su piel estuviesen poblando otro ser más recio, menos comprometido. Es de ahí donde arranca el verdadero desasosiego, haber perdido el miedo codificado. El hombre que cada uno alumbra de su propio vientre no acusa más terrores.” Creo que en este párrafo, tomado de la página 52, reside gran parte del sentido narrativo de esta novela.
Armonía Somers publicó La mujer desnuda en 1950, su primera novela bajo seudónimo, y averiguar quién estaba detrás del nombre falso (en la mayoría de los casos se pensó que era un hombre) fue parte de la recepción crítica de la novela, que supuso un escándalo burgués en su pequeño círculo de lectores de la sociedad montevideana.

Parte del pensamiento simbólico de la novela se traslada al cura del pueblo, que también se ha visto tentado en sueños por la promesa impúdica de la mujer desnuda, que más que como una amenaza se está paseando por los bosques del pueblo como una expresión de los deseos incontrolables de los hombres, como una manifestación de la ruptura de la paz social.

Como apuntaría el ensayista francés  René Girard, a través de la articulación de la sociedad sobre su teoría de la violencia y el sacrificio: la sociedad del pueblo se ha visto violentada (cada persona en lo privada, pero también como colectivo) y sólo se podrá restaurar el orden perdido mediante el sacrificio de la mujer desnuda y quizás del hombre que pueda encontrarse con ella.

Si más de una teoría de la novela apunta que ésta debe basarse en la precisión, ya he comentado al principio que Armonía Somers juega más bien a la ambigüedad en su narración, a la imprecisión nebulosa. Más de una vez durante la lectura de esta novela que apenas sobrepasa las cien páginas me he encontrado retrocediendo en el texto para averiguar dónde y por qué me había perdido. La narración de Somers se mueve en la nebulosa de lo sugerido, de lo que está pasando pero a la vez no está pasando, porque se trata de un sueño o de una ensoñación o de la representación simbólica de pensamientos irracionales. Su escritura no deja de ser bella, con una potente carga metafórica muy personal. Me gusta en este sentido, por ejemplo, este párrafo: “Hacia delante, un campo extenso. De pronto éste se interrumpía por una oscura mole transversal que iba terminando en forma de animal marino. Sí, realmente, el bosque le parecía desde el principio un cetáceo varado.”

Lo cierto, es que a pesar del escaso número de páginas, y apreciando el nivel lingüístico de la novela, he de decir que me ha costado terminarla. No he entrado en su propuesta narrativa. Imagino que a mí me gusta más la precisión que la ambigüedad y entiendo también que esta historia pudo ser rompedora en 1950, pero yo no he conseguido sentir apego por sus personajes desdibujados y difusos, ni por su anécdota rompedora de costumbres. Una pena, porque me hubiera encantado compartir el entusiasmo con el que Alejandro Morellón me habló de este libro. Una vez más queda confirmado para mí que cada lector es un itinerario personal de lecturas y la confluencia en determinados nombres comunes no asegura el encuentro perpetuo. Con Samanta Schweblin estuvimos más de acuerdo.


domingo, 2 de agosto de 2015

Una juventud, por Patrick Modiano

Editorial Anagrama. 183 páginas. 1ª edición de 1981, ésta es de 2015.
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia

Fue más o menos sobre el año 2000 cuando compré en unas casetas que, por motivo del día del Libro, se instalaban durante unas semanas en la avenida de Portugal de Móstoles la novela La roda de la noche de Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, Francia, 1945). Un saldo de la editorial Alfaguara, editado en España en 1979, que me costó 100 pesetas. Lo leí en 2005 y a estas alturas he olvidado casi todo sobre ella. Sé que trataba del París de la ocupación nazi, y que en este escenario se movían un gran número de personajes que se dedicaban principalmente al estraperlo. Recuerdo que no había una trama demasiado definida y que la novela me pareció distante y dispersa. Pensé entonces que Modiano debía ser un escritor menor francés, de esos que tienen cierto éxito en un momento y se traducen a otros idiomas para caer unos años después en el olvido.
Por este motivo me extraño que unos años después empezara Anagrama a publicar toda su obra y que ésta recibiera críticas muy positivas. Los libros que ha editado Anagrama de Patrick Modiano son además muy bonitos, con esas fotografías antiguas y en blanco y negro de París. Me dieron ganas de volver con él y darle una nueva oportunidad. Este deseo se reavivó cuando en 2014 le concedieron el premio Nobel.

Por el día del Libro, en el colegio donde trabajo, existe una tradición que me gusta mucho: en la tutoría de cada profesor se hace un amigo invisible para regalar un libro. Yo suelo dirigir bastante a mi amigo invisible, sobre lo que deseo como regalo, para no verme unas semanas más tarde con un libro que sé que no voy a leer. Me pareció que los libros de Modiano eran fáciles de encontrar y no demasiado caros. Así que eso fue lo que pedí -un libro de Patrick Modiano editado por Anagrama- y el alumno que fue mi amigo invisible me regaló éste de Una juventud (ya hubiera sido casualidad que me comprara el de La ronda de la noche).

Una juventud nos acerca a la pareja formada por Louis y Odile el día antes de que sea el treinta y cinco cumpleaños de Odile. Louis cumplirá la misma edad un mes más tarde. Después de doce años manteniendo en el campo un chalet que funciona como residencia infantil, la pareja ha decidido cambiar de negocio: van a abrir en el mismo lugar una casa de comidas. Louis y Odile tienen dos niños, y el día antes de su cumpleaños Odile se pregunta: “¿Le puede a uno pasar algo nuevo a los treinta y cinco años?” (pág. 12)

En las primeras páginas de la narración se describe una visita al médico y algunos momentos de la fiesta de cumpleaños de Odile. Tras unas doce páginas la narración (comprenderemos un poco más tarde de empezar a leerlo) retrocede en el tiempo: nos encontraremos con Louis justo cuando éste, a sus diecinueve años, está finalizando su servicio militar en una ciudad de provincias. Aquí conoce al simpático Brossier, de unos cuarenta años, que le ayudará a instalarse en París y a encontrar un trabajo.

Un poco más tarde se nos hablará de Georges Bellune, un cazatalentos musical que recorre los cafés de París con música en directo para tratar de encontrar a nuevos cantantes. De esta forma, a través de la mirada de este personaje secundario, nos acercaremos a la Odile de diecinueve años.

Modiano, a través del uso de la tercera persona, describe breves escena: después de las iniciales, con los protagonistas de la novela a los treinta y cinco años, nos acerca a Odile y a Louis a los diecinueve hasta que se conocen en un café de París. Aquí la novela empieza a coger más ritmo, porque hasta ahora, con las escenas sobre Odile y Louis, viviendo cada uno por separado en París no tenía muy claro hacia dónde se dirigía Modiano; y ya, habiendo superado la página 70, empezaba a pensar que la sensación que recordaba tras haber leído La ronda de noche se mantenía: las escenas están bien descritas, son evocadoras, pero la narración me estaba pareciendo muy fría y distante, sin tener nada claro cuál iba a ser el núcleo de la narración. Además los cortes narrativos están muy marcados en el texto, con profundas elipsis que crean más distanciamiento entre la narración y el lector, quien se siente durante unas frases desconcertado al acercarse a un nuevo fragmento de la novela, hasta que consigue situarse.

Cuando Louis y Odile se conocen y Brossier pone en contacto a Louis con el enigmático Roland de Bejardy para que éste le dé un trabajo, la novela empieza a cobrar una forma más definida. Odile trata de hacerse un hueco en el difícil mundo de la canción (donde tendrá que lidiar con managers no siempre bien intencionados) y Louis trabaja para Bejardy, intentado averiguar quién es este hombre y con qué clase de negocios se gana la vida.
Resolver el enigma que gira en torno a Bejardy y su relación con Brossier se va a convertir en el eje sobre el que acaba articulándose la trama de esta novela.

La acción del libro (la juventud de Louis y Odile) se sitúa en la década de 1960, y las alusiones a la Segunda Guerra Mundial y a la posguerra son constantes en la narración. Nuestros dos protagonistas son huérfanos, no han tenido posibilidades de estudiar una carrera universitaria, y tienen que ganarse la vida desde muy jóvenes en un mundo de dudosos referentes. En este sentido podemos leer en la página 119: “Estaban viviendo uno de esos momentos en que siente uno la necesidad de aferrarse a algo sólido y pedirle consejo a alguien. Pero no hay nadie.” Esta idea vuelve a repetirse en la página 145: “Nadie les había dado nunca consejos a Odile y a él. Estaban solos en el mundo.”

Creo que es a partir de la página 80 cuando el libro se lee con más interés, cuando el misterio creado en torno a los empleadores de Louis hace que el libro cobre fluidez y a partir de aquí el escenario creado para la novela -un escenario de cafés, estaciones de tren, apartamentos sobre el Sena, ciudad universitaria, un escenario puramente parisino- consigue lucir con más brillo.

Ya he apuntado que la prosa de Modiano es en gran medida distante, con algunas elipsis narrativas demasiado bruscas que hacen que al lector le cueste entrar en la historia y querer saber más de los personajes. El estilo narrativo es muy objetivo, con muy escasos énfasis, con frases en gran medida cortas y enunciativas (son contados los juegos metafóricos). Lo que sí está conseguido es la presencia vaporosa de los personajes secundarios (o “de reparto”, si esto fuese una película), que a veces entran y salen de la historia sin más.
No acaba de convencerme el hecho de que he tardado unas 80 páginas en entrar en una novela de 184. A partir de aquí, puedo apuntar que me ha gustado más la segunda mitad del libro que la primera. Desde luego mis impresiones han mejorado bastante desde la sensación tibia que me dejó hace ya una década la lectura de La ronda de noche; sin embargo, no acabo de estar seguro de que conecte demasiado con las propuestas narrativas de este autor, elegante y un tanto vacuo, quizás demasiado frío y distante para mí. Puede que lo vuelva a intentar más adelante. Lo reitero: me encantan las ediciones que hace Anagrama de sus libros, incluso su nombre es atractivo, Patrick Modiano. Y esto me hace pensar en Paul Auster: lo que he leído de él no me convence, pero más de una vez he tenido el deseo de seguir con él. Quizás compartan algo Patrick Modiano y Paul Auster: escriben libros cortos, que se editan elegantemente, y que vienen acompañados de un aura de sofisticación intelectual (a la crítica y al público les suelen gustar), una sofisticación que repite fórmulas y no se mancha mucho las manos narrativamente, que plantea juegos de cajas (en el caso de Paul Auster) o te muestra bonitas postales de París (en el caso de Patrick Modiano) a la que es fácil sucumbir. Productos diseñados para satisfacer a una intelectualidad media y biempensante.

 Ya veremos qué me deparará el futuro con Patrick Modiano.