jueves, 30 de julio de 2015

Mi novela El hombre ajeno en digital por 5,49 €

Me llega este mensaje desde mi editorial Baile del Sol:

«La editorial Baile del Sol, con la colaboración del Cabildo de Tenerife, está procediendo a la digitalización de una parte de sus publicaciones.
Se trata de algunas novedades editoriales y también de títulos ya pertenecientes al catálogo de la editorial. A partir de ahora, los libros se podrán descargar en versión digital a través de las diferentes plataformas, entre ellas, Amazon, Lektu, itunes, Barnes&Noble, books, waltzbooks, jpc, kobo, tagus, etc.
Se ha digitalizado dentro de este proyecto la novela de David Pérez Vega, El hombre ajeno. Se trata de una historia intensa y sorprendente en la que el protagonista, Juan Linares, dedica su vida a investigar la verdadera naturaleza del salvadoreño Héctor Meier Peláez, y determinar si fue uno de los grandes poetas ocultos centroamericanos o un guerrillero sanguinario, mientras compagina sus investigaciones literarias con un trabajo de carga y descarga de camiones en una nave industrial.»

Dejo aquí el enlace a la versión digital de El hombre ajeno (5,49 €), y el texto correspondiente a la primera página del libro:




CAPÍTULO 1
Se acercaba hacia él, compacto y rápido, como un meteorito a punto de estrellarse. Cuando le vio, Juan se detuvo. No terminó de levantar la caja que tenía entre las manos y, dispuesto a esperarle, se recostó contra el tobogán que contenía la cinta transportadora. De niño —era consciente— una sonrisa irónica y desafiante solía aparecer en sus labios cuando se enfrentaba a situaciones similares. Sin embargo, hacía tiempo que había decidido prescindir de ese gesto.
El otro aceleraba sus pasos —su nombre era Javi, recordó Juan— y, cuando aún faltaban unos metros para el choque, le gritó:
 —Y tú, gilipollas, ¿dónde coño te metes?
—Tenían aquí trabajo, ¿no lo ves? —contestó, con el mismo tono cortante aunque más sereno.
—¡Te vas y dejas el otro camión sin nadie, hostias, con las cajas petando el tobogán! —Javi ya se encontraba encima.
Le temblaban las mandíbulas, sus labios escupían palabras arrastradas y saliva. Con ambas manos empujó el pecho de Juan, que no retrocedió porque su cintura se apoyaba contra el tobogán. Con un movimiento brusco, inesperado, le devolvió el empellón y se desplazó hacia la izquierda.

Aunque Juan nunca había trabajado su cuerpo en un gimnasio para imponerse a los demás mediante la insinuación arrolladora de la fuerza bruta —como intuía que había hecho su compañero de trabajo—, sobrepasaba en altura a Javi, la amplitud de sus hombros era mayor y se encontraba en forma. Se había abierto un espacio entre los dos, y la nueva embestida de Javi se disolvió en el ramo de brazos que se apresuró a interponerse.

domingo, 26 de julio de 2015

En medio de ninguna parte, por J. M. Coetzee

Editorial Mondadori. 189 páginas. 1ª edición de 1977; ésta es de 2003.
Traducción de Miguel Martínez-Lage

Cuando en 2003 le concedieron el premio Nobel a J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo Sudáfrica, 1940) no estaba seguro de haber oído hablar de él. Tan vez había leído reseñas sobre alguno de sus libros en suplementos culturales; pero si lo había hecho lo había olvidado. Así que Coetzee era para mí en 2003 un perfecto escritor desconocido. Creo que lo mejor del premio Nobel es que puede descubrirte a algún escritor que no conocías que, de repente, por unos meses toma más relevancia social. Ya saben, en España el ciudadano medio piensa que el premio Planeta y el premio Nobel son importantes. No leo a todos los premio Nobel que desde hace veinte años han sido premiados y desconocía, pero con algunos si lo he hecho y me he llevado gratas sorpresas. Una de ellas podría ser la de Coetzee (la otra más notable sería el japonés Kenzaburo Oé). Pensé comprar algún libro de Coetzee, los artículos que estaba leyendo sobre él me interesan, pero ya lo había hecho (comprar alguno de sus libros) uno de mis amigos y para las navidades de 2003 a 2004 me dejó las novelas autobiográficas Infancia (1998) y Juventud (2002).
Me pareció un escritor bastante frío, pero me gustó el reflejo que hacía de la sociedad sudafricana. Recuerdo sobre todo una escena de Juventud: el joven Coetzee pasea por la calle en Londres, se cruza con un hombre, se miran, suben a una casa juntos. Se acuestan. Y acaba el párrafo diciendo (cito de memoria): “Así que esto era acostarse con un hombre.” Y luego, en ningún momento, vuelve a hablar del tema.

Más tarde leí Desgracia (1999) que me gustó más que las anteriores. Me pareció una historia muy tensa y muy bien llevada. Luego me acerqué a Foe (1986) que me pareció algo aburrido y ya no volví a leer nada de Coetzee hasta este abril de 2015.

El libro que tengo de En medio de ninguna parte lo vendían en la librería de segunda mano La tarde libros de Malasaña por 9 euros. No lo compré, realicé un intercambio. Yo fui allí con unos cuantos libros que no quería y me traje algún otro, entre ellos esto. Esto ocurrió (lo anoté en la primera página) en abril de 2011.

En medio de ninguna parte es la segunda novela de Coetzee. La narradora de la historia es Magda (aunque no sabremos su nombre hasta que no esté el libro bien avanzado). Magda vive en una granja sudafricana con su padre y los sirvientes y trabajadores negros; en plena época del apartheid. Magda nos presenta a su padre como un ser despótico con el que no tiene una buena relación. Con los trabajadores negros de la granja una buena relación parece difícil de establecer. Así que Magda mitiga la soledad que siente leyendo, escribiendo (en la página 52 afirma “Esto es lo que tenía que haber sido: una poetisa de la interioridad.” y en la página 110 reclama “una habitación propia”) y observando lo que le rodea: el vasto y salvaje paisaje de la sabana sudafricana, y las relaciones entre sus habitantes.

El texto se divide en fragmentos antecedidos por un número. En todas tenemos 266 fragmentos de información, que van desde una línea hasta unas tres páginas. En principio, y hay una insinuación en este sentido, podríamos pensar que se tratan de las entradas en un diario. Pero en otros momentos, según avanza la historia, esta hipótesis es menos sostenible: algunos de los acontecimientos están narrados en presente, de forma inmediata a que sucedan; no existe sobre esos hechos una reflexión posterior, cuando Magda ha podido sentarse a escribir.
Además el lector no debe fiarse de la narradora, pues algunas de sus anotaciones parecen actuar como proyecciones de sus fantasías y no estar ocurriendo en la realidad. En este sentido, por ejemplo, en la página 21 Magda mata a su padre y a su amante a hachazos. Y este pensaba que iba a ser el motivo del libro, el ocultamiento de los cadáveres, etc. Pero en las páginas siguientes, vuelve a aparecer el padre en la historia, y el lector descubre que lo leído era una fantasía.

Hay un detalle que no me dejaba disfrutar del todo de la novela según avanzaba en ella. La primera frase del libro es ésta: “Hoy mi padre trajo a casa a la mujer a la que acaba de desposar.” Dos páginas después leemos: “Cae la noche y mi padre y su nueva esposa retozan en el dormitorio.”
En la página 28 leemos: “A fin de cuentas, no son idos los días de antaño. No ha traído a casa a la mujer con la que acaba de casarse, soy todavía su hija.” Descubro ahora, al revisar el texto, que existía esta frase que parece negar la existencia de la nueva mujer. Pero seguía leyendo y tenía la impresión de que ese personaje simplemente se había volatilizado de la historia.
En la página siguiente, en la 29, se nos informa de esto: “Hace seis meses, Hendrik trajo a la casa a su mujer, recién desposados.” Hendrik es uno de los trabajadores negros de la granja. Su mujer es apenas una niña; una niña en la que empezará a fijarse el padre de Magda, el amo. “Mientras Hendrik ha salido a cumplir sabe Dios qué tarea en la hora en la que más aprieta el calor de la tarde, mi padre visita a su mujer.” (pág. 49)

Los personajes son pocos, el drama propuesto denso, asfixiante. Pero el lector prevenido ya sabe que no debe fiarse del todo de la narradora. Lo que nos cuenta puede estar sucediendo o no. Tal vez, esta sea una de las claves del libro ¿qué es real en una narración? ¿La narración puede deshacerse a sí misma y comenzar de nuevo desde otra perspectiva?

En algún momento, Magda desea acercarse a Hendrik y su mujer Anna, en contraposición a la figura del padre, al que considera el enemigo de todos. Pero Hendrik, hombre orgulloso y lleno de rencor frente a los opresores blancos, no puede considerar en ningún caso a Magda como su igual, aunque esta se empeñe en proponérselo. Hendrik no conseguirá ver en ella la individualidad propuesta. Y aquí se encuentra la clave política de la novela: un negro oprimido nunca podrá considerar a un blanco como su igual. Si el blanco se presenta ante él de este modo; una vez perdido el miedo de la servidumbre aprendida, al negro sólo le queda tomar en consideración hacia él la venganza, desatando su violencia, que el blanco asumirá con complejo de culpa.

Leí hace ya bastantes años Desgracia, que Coetzee escribió más de veinte años después que En medio de ninguna parte; y recuerdo que el planteamiento narrativo que he comentado en el párrafo anterior, sobre la violencia y la posible igual y desigualdad de los negros y los blancos en Sudáfrica, estaba también desarrollado en Desgracia en términos novelísticos parecidos. Pero tengo la impresión de que Desgracia pertenece a la etapa de plena madurez creativa de Coetzee y que En medio de ninguna parte pertenece todavía a una etapa de formación. No quiero decir con esto que En medio de ninguna parte sea una mala novela, pero no está a la altura de una obra maestra como Desgracia.

Creo que lo más destacado de En medio de ninguna parte son algunas reflexiones líricas de Magda sobre ese lugar recóndito del mundo en el que le ha tocado vivir. Todo esto resulta en la novela evocador y perturbador. Pero no me ha gustado del todo no poder fiarme de la narradora, esa continúa suspicacia hacia lo leído, si estaría ante una nueva trampa narrativa o no.

Si alguien no ha leído ningún libro de J. M. Coetzee, le recomendaría que antes de acercarse a En medio de ninguna parte o Foe, lo hiciera a Desgracia, Infancia o Juventud.

domingo, 19 de julio de 2015

Todos los cuentos, por Gabriel García Márquez

Editorial Mondadori. 509 páginas. Cuentos escritos y publicados entre 1947 y 1982. Esta edición es de 2012.

Compré este volumen de Todos los cuentos de Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927-México DF, 2014), la misma semana en que murió su autor. En la Fnac de Callao habían puesto todas sus obras en una pared, tomé este volumen para hojearlo y acabé llevándomelo a casa. Compruebo en internet que el fallecimiento de García Márquez tuvo lugar el 17 de abril de 2014. La compra del volumen fue un homenaje a un escritor que tanto me hizo disfrutar en mi juventud, aunque, en realidad, el mayor homenaje hubiera sido leerlo de forma inmediata. Antes de acercarme a este libro, releí en el verano de 2014, como ya comenté en su día, las novelas El coronel no tiene quien le escriba y Cien años de soledad. En realidad creo que ha sido mejor así, volver primero a aquellas novelas que tanto me impactaron en su momento y después acercarme a sus narraciones breves.

Me llevé este libro a la sierra, a Collado Mediano, donde fui a pasar unos días por Semana Santa. De los cuatro libros que lo componen, Ojos de perro azul (1972), Los funerales de la Mamá Grande (1962), La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972), y Doce cuentos peregrinos (1992), había leído, hace años, el tercero, que compré en una edición de quiosco.

Aunque Ojos de perro azul apareció como conjunto de cuentos después que Los funerales de la Mamá Grande en este volumen están colocados de forma inicial porque están escritos antes, publicados en revistas y periódicos.

Los primeros cuentos de Ojos de perro azul están fechados en 1947; es decir, cuando García Márquez tenía veinte o tal vez diecinueve años. Los primeros textos de este libro no me han gustado mucho, están escritos por alguien que algún no es el escritor que yo conozco con el nombre de Gabriel García Márquez. El estilo es más espeso del que nos tiene acostumbrados; en la primera página del primer cuento –titulado La tercer resignación (1947)- nos encontramos con ternas de adjetivos como estos: “Aquel ruido frío, cortante, vertical” y un poco después “Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante”. Ya al leer estos primeros párrafos podemos encontrar una diferencia de ritmo frente a las páginas de sus grandes obras posteriores.
En estos cuentos primerizos, aún de los años cuarenta, nos enfrentamos a narraciones muy detenidas: un solo personaje, tumbado en la cama (por ejemplo) piensa de forma obsesiva en algo, que en estas páginas suele ser la muerte, como una idea reiterada, repetitiva. Pero la muerte no es el fin, sino el paso a otro estadio de la realidad, a una realidad contemplativa, fuera del mundo. La figura del doble también es importante aquí.
En este sentido al menos los cinco primeros cuentos de Ojos de perro azul son muy parecidos. Más que poder hablar en ellos de realismo mágico podemos hablar de pulsiones surrealistas.

En los cuentos fechados en 1950 encontramos ya un cambio de registro. De cómo Natanael hace una visita (1950) es un cuento de estirpe kafkiana. Aquí el personaje no está ya tumbado en una cama o en una tumba, ha salido al mundo e interacciona con los demás. Las relaciones que establece con los otros son las de un cuento de Kafka.
En La mujer que llegaba a las seis (1950) el estilo espeso de los comienzos ha adelgazado mucho. En un cuento como éste son muy importantes los diálogos, y diría que ahora es Hemingway el autor cuyo estilo se emula. García Márquez está tratando de hacer suya la teoría del iceberg del norteamericano: «En un relato más importante que lo que se cuenta es lo que no se cuenta.»
En Ojos de perro azul, García Márquez está aún buscando. Estos cuentos son un banco de pruebas para alcanzar la conquista de su estilo literario. En este sentido, los cuentos que más se asemejan a él, y que para mí son los mejores, son los dos últimos: Un hombre viene bajo la lluvia (1954) y Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo (1955). Han pasado ya siete u ocho años desde los primeros cuentos del libro y el estilo es ya más firme, más seguro y poético. En Un hombre viene bajo la lluvia aparece ya una referencia al coronel Aureliano Buendía (pág. 123), y en el último cuento, ya desde el título, asistimos al nacimiento del mítico Macondo en el imaginario del autor.

Los funerales de la Mamá Grande es posiblemente el libro de los cuatros que componen este volumen que más gratamente me ha sorprendido. Son cuentos muy emparentados con la forma de narrar de la novela corta El coronel no tiene quien le escriba, publicado en 1961 (estos cuentos son de 1962). Estos realtos, como esa novela, no contienen la exuberancia estilística de obras posteriores como Cien años de soledad, y no hay en ellos elementos que puedan asociarse al realismo mágico. Son cuentos realistas, donde abundan los diálogos, el estilo seco pero bello, trabajado en definitiva, y la sensación de que el lector tiene que reconstruir parte de lo que está ocurriendo, porque García Márquez, siguiendo los presupuestos narrativos de Hemingway, no se lo acaba de contar del todo al lector. Nos encontramos en este libro con nuevas referencias a los Buendía o a Macondo, aunque no se nombre a este pueblo de forma explícita el lector ya siente que está pisando sus calles. De hecho, no se indica que el lugar en el que transcurren los cuentos sea el mismo, pero el lector los lee como así fuera. Por ejemplo, hay un bar al que se identifica como “el salón de billar” que parece el mismo de una composición a otra.
En Los funerales de la Mamá Grande nos encontramos ya con una intención política que no parecía existir en Ojos de perro azul. Y así se puede leer el cuento Un día de estos (1962) sobre el alcalde del pueblo que visita al dentista, con el que tiene más de una diferencia. De este libro destacaría el cuento largo En este pueblo no hay ladrones, un cuento muy al estilo norteamericano, en realidad, aunque esté ambientado en el Caribe reconocible de García Márquez. Al menos en dos cuentos están los personajes fuertemente relacionados: La prodigiosa tarde de Baltazar y La viuda de Montiel, dos relatos bastantes políticos.
El libro acaba con el cuento que le da título. Ya leí en los análisis de la edición de la rae de Cien años de soledad a algún crítico afirmar que García Márquez cometió una incoherencia en su obra porque en el cuento Los funerales de la Mamá Grande escribe frases como las siguientes: “Durante el presente siglo, la Mamá Grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos, sus padres y los padres de sus padres lo fueron en el pasado, en una hegemonía que dominaba dos siglos. La aldea se fundó alrededor de su apellido.” (pág. 223). En Cien años de soledad, en cambio, no hay ninguna referencia a la Mamá Grande. En cambio este último cuento sí que supone un cambio estilístico respecto a los anteriores, y se acerca más a la densidad de escritura rítmica y bella de su novela emblemática.

El tercer libro recogido aquí es La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, publicado en 1972 y por tanto una década después que el anterior. Muchas cosas le han ocurrido a García Márquez entre medias, entre ellas el enorme éxito de su novela Cien años de soledad, publicada en 1967. Si Los funerales de la Mamá Grande se parecía en el estilo y las intenciones a El coronel no tiene quien le escriba, este nuevo conjunto de relatos está más emparentado con Cien años de soledad. Si en Los funerales de la Mamá Grande, quitando el último cuento, en el que el autor jugaba un poco a la exageración, lo más fantástico que podía ocurrir era que en uno de sus cuentos caían pájaros muertes del cielo, en el primero cuento de este nuevo libro ya nos encontramos con un hombre con alas que cae en el patio de un humilde matrimonio. En este mismo cuento, dos hombres se adentran en el mar y ocurre lo siguiente: “Pasaron frente a un pueblo sumergido, con hombres y mujeres de a caballo, que giraban en torno al quiosco de música. Era un día espléndido y había flores de colores en las terrazas.” (pág. 264).
En los cuentos de este libro se despliegua con libertad la fantasía, los presupuestos del realismo mágico vuelan en ellos desatados; y además de la fantasía también se desarrolla aquí el mito y la fábula, presentes ya en el título de un cuento como El ahogado más hermoso del mundo.
El último cuento, y que da título al conjunto es, con sus casi cincuenta páginas, una novela corta. Curiosamente, si el último cuento de Los funerales de la Mamá Grande cambiaba un poco el estilo del conjunto, y además daba título al libro, lo mismo ocurre con La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Así se acabó la fantasía, para narrar una dura historia de explotación sexual. Una novela corta muy buena.

El cuarto y último libro del presente volumen es Doce cuentos peregrinos, publicado en 1992. Este libro cuanta con un prólogo del propio autor, en el que nos cuenta que es el único de sus libros de relatos que tiene un sentido unitario: retratar a diferentes tipos de hispanoamericanos en Europa. Me gusta mucho el primer cuento, el titulado Buen viaje, señor presidente (1979). De nuevo, hemos regresado al realismo, y asistimos aquí al encuentro en la fría Ginebra de un expresidente caribeño, depuesto por un golpe de estado, que ha de acudir a una clínica Suiza y una pareja de compatriotas que malviven allí. En La santa (1981) volvemos a encontrarnos con algún elemento fantástico. Otro buen cuento. Me han gustado mucho también otros como Sólo vine a hablar por teléfono (1978), El verano feliz de la señora Forbes (1976) o El rastro de tu sangre en la nieve (1976). Estos grandes cuentos conviven aquí con otros menores, que parecen un puro divertimento, como los titulados El avión de la bella durmiente (1982) o La luz es como el agua (1978), que, a pesar de su calidad inferior, no dejan de tener su encanto.
Quizás lo novedoso de Doce cuentos peregrinos es que en muchos de ellos parece existir un narrador o un personaje que se asemejaría en gran medida a un trasunto del propio Gabriel García Márquez.

Me ha gustado mucho este volumen de Todos los cuentos de Gabriel García Márquez. Los dos libros más redondos son los centrales: Los funerales de la Mamá Grande y La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, pero los otros dos, pese a ser algo más irregulares, por encontrarse tal vez en los extremos de la obra del autor –los comienzos y el declive- también contienen cuentos muy valiosos.

Compruebo que de sus novelas sólo me queda por leer La mala hora. Me acercaré a ella pronto.

domingo, 12 de julio de 2015

Ariel, por Sylvia Plath

Editorial Hiperión. 197 páginas. 1ª edición de 1965, ésta es de 1995.
Traducción y notas de Ramón Buenaventura.

Ya comenté la semana pasada que tras leer sobre la obra y la vida de Sylvia Plath (Boston, 1932 – Londres, 1963) en algún suplemento cultural de los años 90, compré su libro de poemas más famoso, Ariel. Lo hice en la Fanc de Callao, en las Navidades de 1998; justo después de haber ganado en Móstoles, mi ciudad, un segundo premio de poesía, que –aunque no se llegó a publicar en su momento- sí que me reportó un no desdeñable aporte económico. Así que con el dinero fresco del premio compré entre otros libros este de Ariel, con una edición bilingüe, traducida por Ramón Buenaventura. Hasta este marzo de 2015 ha sido uno de los volúmenes más antiguos de mi montón de libros inleídos. Un post-in marcaba que llegué hasta la página 57 y lo devolví a la estantería para mejor ocasión. Sin embargo, ha sido un libro del que nunca me he querido desprender, ha permanecido en mi montón de inleídos casi dos décadas pero me ha acompañado en todas mis mudanzas. Creo que por fin mi concienciación sobre el número de libros que compraba y la necesidad de acercarme a los que tengo en casa sin leer está dando sus frutos.

Si no recuerdo más, dejé en 1999 este libro sin terminar porque no acababa de conectar con la propuesta surrealista de Sylvia Plath, además de que trataba de leer los poemas en inglés y esto contribuía a que no disfrutara de ellos.
Creo que es una buena idea acercarse a la poesía de esta autora cuando se conocen los principales hechos de su vida, o se ha leído su novela La campana de cristal. La edición de Hiperión, a cargo de Ramón Buenaventura, me ha parecido más que correcta, comenzando con sus explicaciones sobre las modificaciones que el marido de Sylvia Plath, el poeta Ted Hughes, realizó sobre su obra tras la muerte de Sylvia, a la edad de treinta años, cuando se suicidó introduciendo la cabeza en el horno de su casa de Londres. A continuación tenemos un cuadro cronológico con los principales sucesos en la vida de Sylvia Plath, que me ha servido para comprobar que muchos de los hechos narrados en La campana de cristal y atribuidos a su personaje –Esther Greenwood- son en realidad autobiográficos (como la muerte del padre cuando Sylvia tenía ocho años). Los poemas se presentan el inglés en la página de la izquierda y en español en la de la derecha, algo que beneficiará a los grandes conocedores del idioma inglés, que podrán disfrutar de los poemas en su idioma original.

En las páginas finales existe un apartado de “Notas a los poemas”, que ayudan a entender algunas de sus claves, y que me ha resultado bastante útil consultar (creo que en mi primera aproximación a este libro, hace ya más de quince años, se me pasó la existencia de estas notas); y el libro finaliza con la bibliografía de la autora.

Existe una relación bastante estrecha entre los poemas de Ariel y la propuesta narrativa de La campana de cristal, lo que ha hecho que sea una buena idea para mí acercarme a las dos obras de forma consecutiva. Sylvia Plath es poseedora de un asfixiante mundo propio; y tanto en sus poemas como en su novela las referencias a la muerte o los hospitales son bastante frecuentes. De hecho en Ariel existe más de una referencia a “la campana”, en el mismo sentido que se daba en la novela, como metáfora del aislamiento.
En Ariel nos podemos encontrar versos como los siguientes:

En mí vive un grito.
Por la noche aletea,
buscando, con sus garras, un objeto de amor.

Me aterroriza el algo oscuro
que duerme en mi interior. (pág. 51)


En la página 110 podemos encontrar una referencia directa al intento de suicidio (fuente narrativa de La campana de cristal): “A los veinte traté de morir.”

Además de las metáforas hospitalarias, se juega aquí, metafóricamente, con la simbología religiosa: “cordero dominical”, “oro sagrado”, “herejes de sebo” (pág. 105)

En algunos de estos poemas se puede rastrear el poso autobiográfico que los impulsa, pero muchos de ellos parecen proceder de lugares poco iluminados de la psiqué de Sylvia Plath, y a mí, que la poesía que me gusta suele ser narrativa (a lo Jaime Gil de Biedma) o reflexiva (a lo Wisława Szymborska), me deja más de una vez indiferente. Por ejemplo, no consigo conectar con poemas como el siguiente:

OVEJAS EN LA NIEBLA

Las colinas ponen pie en la blancura.
Alguien, o estrellas
me mira con tristeza: los estoy defraudando.

El tren deja un trazo de aliento.
Oh, demorado
caballo del color de la herrumbre, 

cascos, campanas dolorosas...
La mañana
se pasó la mañana oscureciéndose,

flor suprimida.

Los huesos se me apropian de una quietud; lejanos
campos me funden el corazón.

Amenazan
con llevarme hasta un cielo,
sin estrellas, ni padre: agua lóbrega. 


Como bien apunta Ramón Buenaventura, el penúltimo poema del libro debería ser realmente el último. Un poema escrito el 5 de febrero de 1963, el último poema que escribe alguien que se va a suicidar el 11 de febrero. Unos versos en los que la poeta se está despidiendo del mundo y que resultan estremecedores:

FILO

La mujer alcanzó la perfección.
Su cuerpo

muerto muestra la sonrisa de realización;
la apariencia de una necesidad griega

fluye por los pergaminos de su toga;
sus pies

desnudos parecen decir:
hasta aquí hemos llegado, se acabó.

Los niños muertos, ovillados, blancas serpientes,
uno a cada pequeña

jarra de leche, ahora vacía.
Ella los ha plegado

de nuevo hacia su cuerpo; así los pétalos
de una rosa cerrada, cuando el jardín

se envara y los olores sangran
de las dulces gargantas profundas de la flor de la noche.

La luna no tiene por qué entristecerse,
mirando con fijeza desde su capucha de hueso.

Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crepitan y se arrastran.


Voy a dejar a continuación el poema que más me ha gustado del conjunto, se titula Tulipanes. Según las notas de Ramón Buenaventura, está escrito tras sufrir una operación de apendicitis, pero dado el historial de hospitales de Sylvia Plath me parece bastante simbólico. Como suele ocurrir, el poema que más me gusta es largo, narrativo y de versos más claros que en otras composiciones:


TULIPANES


Los tulipanes son demasiado emotivos; aquí es invierno.
Mira qué blanco está todo, qué tranquilo, qué nevado.
Estoy aprendiendo paz, yaciendo sola, tranquilamente,
como yace la luz en estas paredes blancas, esta cama, estas manos.
No soy nadie: nada tengo que ver con estallidos.
He entregado mi nombre y mi ropa de diario a las enfermeras
y mi historial al anestesista, y mi cuerpo a los cirujanos.

Me han apuntalado la cabeza entre la almohada y el embozo,
como un ojo entre dos párpados blancos que se niegan a cerrarse.
Estúpida pupila: tiene que dar entrada a todo.
Las enfermeras van y vienen, no suponen ninguna molestia,
van como van las gaviotas hacia la tierra, con sus cofias blancas,
haciendo algo con las manos, todas lo mismo,
de modo que resulta imposible averiguar cuántas son.

Mi cuerpo es un guijarro para ellas: lo cuidan como el agua
cuida a los guijarros por encima de los cuales tiene que fluir, puliéndolos suavemente.
Me traen el sopor con sus agujas relucientes; me traen el sueño.
Ahora que me he perdido a mí misma, estoy harta de equipajes…
Mi maletín de charol, como un pastillero negro;
mi marido y mi hija, que me sonríen desde la foto familiar;
sus sonrisas se me enganchan a la piel, sonrientes anzuelitos.

He dejado las cosas correr; carguero con treinta años a cuestas,
que testarudamente se aferra a mi nombre y dirección.
Me han hecho un lavado de asociaciones afectivas.
Despavorida y desnuda en la camilla verde con almohada de plástico,
veía mi juego de té, mis aparadores de ropa blanca, mis libros,
que se hundían hasta perderse de vista;, y el agua me cubrió la cabeza.
Ahora soy monja; nunca fui tan pura.

No quería flores, sólo quería
yacer con las palmas vueltas hacia arriba y hallarme totalmente vacía.
¡Qué libre se siente una! No tienes idea de lo libre…
La paz es tan grande, que te deja aturdida,
sin pedir nada a cambio: la tarjeta de identificación, bagatelas.
A ella se agarran los muertos, al final; los imagino
metiéndosela en la boca, como una hostia.

Los tulipanes son, ante todo, demasiado rojos: me hieren.
Ya a través del papel de regalo los oía respirar
ligeramente, a través de sus blancos pañales, como a un bebé malísimo.
Su rojo le habla a mi herida, que corresponde.
Son sutiles: se diría que flotan, pero en realidad me hunden,
contrariándome con sus súbitas lenguas y su color:
una docena de rojos lastres de plomo a mi cuello.

Nadie me observaba antes, ahora estoy en observación.
Se vuelven hacia mí los tulipanes, y también la ventana
donde una vez al día la luz, poco a poco, se va ensanchando y adelgazando,
y me veo, tendida, ridícula; sombra de recortable
entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes;
y carezco de rostro: he querido borrarme.
Los vívidos tulipanes se me comen el oxígeno.

Antes de que ellos llegaran el aire permanecía tranquilo,
yendo y viniendo, respiración por respiración, sin alboroto.
Los tulipanes lo llenaron enseguida, como un grito agudo.
Ahora el aire se enreda y se arremolina en ellos, del modo en que un río
se enreda y se arremolina en una máquina sumergida, roja de herrumbre.
Me acaparan la atención, que estaba tan feliz
jugando y descansando, sin comprometerse.

También las paredes parecen estar calentándose.
Los tulipanes tendrían que estar entre rejas, como animales peligrosos;
están abriéndose, como la boca de un gran felino africano,
y yo pendiente de mi corazón, que abre y que cierra
su escudilla de rojas florescencias –porque me quiere mucho.
El agua que pruebo, igual que el mar, es de calor y de sal,
y llega de un país tan lejano como la salud.



Sylvia Plath no llegó a ver los poemas de Ariel publicados en vida. Ariel es uno de los libros mejor vendidos de la poesía anglosajona y no es, desde luego, un poemario de fácil lectura. La imagen de mujer joven y bella, de vida atormentada y suicidio romántico, han contribuido, sin duda, a la difusión de esta poesía. Una poesía a veces bastante hermética, siempre visceral y oscura. Con más de uno de sus poemas me ha costado conectar, y con otros sí que he disfrutado; un poemario que ha ampliado mi lectura de La campana de cristal y que, en cualquier caso, recomendaría leer con calma.

domingo, 5 de julio de 2015

La campana de cristal, por Sylvia Plath

Editorial Pocket Edhasa. 383 páginas. 1ª edición de 1963, ésta es de 2013.
Traducción de Elena Rius.

Recuerdo haber leído sobre la obra y la vida de Sylvia Plath (Boston, 1932 – Londres, 1963) en algún suplemento cultural de los años 90, y recuerdo haber sentido fascinación hacia su imagen joven, atractiva y trágica. Fue en 1998 cuando compré su libro de poemas más famoso, el titulado Ariel. Un libro de poemas que no acabé de leer en su momento, no llegué a conectar con su poesía, en muchos casos surrealista (no quiero hablar más sobre Ariel, porque habrá una reseña sobre este libro el próximo domingo). Sin embargo, desde hace mucho tenía pendiente leer la única novela de esta poeta, La campana de cristal. Es uno de los relatos que escribí hace tiempo uno de los protagonistas leía este libro, lo que tenía una simbología en el cuento (yo sabía de qué iba la novela aunque no la hubiese leído), y aunque sólo fuese por esto me parecía que le debía una lectura. Hace unas semanas (creo que ya meses) se la vi en clase a una de mis alumnas de segundo de bachillerato, una alumna aficionada a la literatura de autores como Irvine Welsh, Ernest Hemingway o George Orwell (éste último autor lo conoció gracias a que yo mando en primero de bachillerato para mi clase de economía la lectura de Rebelión en la granja, de lo que siento muy contento). Comenté el libro con mi alumna y le pedí que me lo dejara una vez que lo hubiera acabado. A veces siento envidia de ese pequeño grupo de alumnos del colegio donde trabajo que se han aficionado a la literatura y están ahora leyendo a Jack Kerouac, por ejemplo. Me da un poco de rabia cuando les veo acercarse a libros fundamentales, que en muchos casos yo ya he leído y que ya no podré leer por primera vez, pero en otros casos esos libros no los he leído –como ocurría con La campana de cristal-, mientras me pierdo en un mar de novedades literarias.

Así que después de tantos años de rondar la lectura de La campana de cristal, por fin me he acercado a ella.
Este libro está escrito en 1961y en él Sylvia se acerca – a través del alterego que supone su protagonista, Esther Greenwood- a acontecimientos de su vida que tuvieron lugar en 1953. En junio de este año Sylvia se trasladó de Boston a Nueva York para trabajar como becaria en la revista Mademoiselle. En agosto, de vuelta a la casa materna, se intenta suicidar ingiriendo pastillas. Se había escondido en el sótano de la casa y fue encontrada al tercer día. Se salvó porque el exceso de pastillas tomadas la obligó a devolver. Tras este episodio fue ingresada en un centro psiquiátrico. En 1954 pudo, sin embargo, regresar a la universidad.

La novela comienza con Esther Greenwood, una joven de diecinueve años, en Nueva York. Ella procede de un pueblo a las afueras de Boston y ésta es la primera vez que sale del estado de  Massachusetts. Ha ganado un premio de redacción convocado por una revista de moda, y junto con otras chicas de cualquier rincón de Estados Unidos comparte estancia en el hotel Amazon. El premio les permite conocer a personas famosas en el campo en el que han ganado su premio y trabajar como becarias para la revista.
La narración de las semanas que Esther pasa en Nueva York está contada con gracia y sentido del ritmo. Diría que estas páginas están influenciadas por El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, publicado en 1951. Esta primera mitad del libro (las semanas en Nueva York) funcionan como una novela de iniciación, muy en la tradición narrativa americana: los acontecimientos se suceden de forma rápida y el lector se hará una composición de la personalidad de los personajes según reaccionan a los sucesos más que por sus reflexiones. Pero existen ciertos elementos aquí que nos hacen pensar que lo leído supera en cierta forma a la clásica novela de iniciación: un aire sombrío se cierne de forma constante sobre las aventuras de Esther en Nueva York. Ésta es la primera frase de la novela: “Era un verano extraño, sofocante, el verano en el que electrocutaron a los Rosenberg y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York.” El enunciado “yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York” entronca con la poética de El guardián entre el centeno, con el nihilismo aventuro beatnik, pero la forma de señalar el tiempo -“el verano que electrocutaron a los Roseberg”- nos da ya el tono del estado de ánimo de Esther. En la segunda página Esther nos pone al corriente que no puede apartar de sus pensamientos la cabeza del cadáver que le había mostrado Buddy Willard, un joven estudiante de medicina de su mismo pueblo natal y que parece destinado, según la visión tradición del mundo de la década de 1950 en Estados Unidos, a ser su marido. Esther se relaciona con las otras chicas que han ganado el premio de escritura, conoce a gente en un Nueva York sofocante, pero muchas de las metáforas con las que explica la realidad tienen que ver con la muerte y la oscuridad.
El fin de la estancia en Nueva York de Esther se acerca y desde la revista que le concedió el premio le piden la realización de una foto. “No quería que hicieran la foto porque iba a llorar. No sabía por qué iba a llorar, pero sabía que si alguien me hablaba o me miraba con demasiada atención, las lágrimas brotarían de mis ojos y los sollozos brotarían de mi garganta y lloraría durante una semana.”, leemos en la página 162 y a partir de aquí vamos a comprender que el verano se ha torcido definitivamente para Esther.
Vuelve a su casa materna en el pueblo de Boston. Y aquí parece empezar, aunque no esté marcado en el texto, una segunda parte de la novela. Se baja del tren y va al encuentro de su madre. Así queda descrito el momento: “Una calma veraniega extendía su reconfortante mano sobre todas las cosas, como la muerte” (pág. 181).

Los planes de Esther no funcionan: no ha recibido la beca de creación que estaba esperando, tal vez intente escribir una novela de trasfondo autobiográfico…, pero los pensamientos negativos irán apoderándose de ella y la idea del suicidio cobra cada vez más fuerza. Hasta que lo acabará llevando a cabo la Esther de la novela de una forma similar que lo llevó la Sylvia de la realidad. Entonces empezará para Esther un peregrinar por diferentes instituciones psiquiátricas. Atrás quedan para ella y el lector los días de Nueva York, que, a pesar de la losa amenazante con que estaban narrados, constituirán el pasado agradable de la novela.
Lo curioso es que se percibe entre una parte y otra de la novela un cambio de tono: el estilo rítmico, con metáforas negativas, de la primera parte, da pie ahora a un estilo más seco, más cerebral. Sylvia Plath elige un estilo más aséptico, más plano, para describir las etapas de desequilibrios psíquicos más fuertes de Esther; y esto hace que se dé la paradoja de que las semanas aventureras de Esther en Nueva York parezcan estar narradas por una persona desequilibrada y las de su estancia en psiquiátricos estén narradas por alguien perfectamente cuerdo.

La campana de cristal se convirtió en un mito del movimiento feminista estadounidense cuando fue publicada la novela en este país en 1971 (primeramente se hizo en Gran Bretaña en 1963, con el seudónimo de Victoria Lucas, semanas antes del suicidio de la autora). Parece ser que el problema psiquiátrico de Sylvia Plath sería un trastorno bipolar que en la época no fue tratado de la forma más adecuada. Llegó a recibir (igual que la Esther Greenwood de su novela) electroshocks.
La campana de cristal está escrita en 1961 y narra acontecimientos de una década antes, el tema de la libertad femenina está muy presente en este libro:
“El problema era que yo detestaba la idea de trabajar para los hombres de cualquier forma que fuera.”  (pág. 124)
“Yo no podía soportar la idea de que una mujer tuviera que tener una vida pura de soltera y de que un hombre pudiera tener una doble vida, una pura y otra no.” (pág. 133)
“Lo que odio es la idea de estar a merced de un hombre –le había yo dicho a la doctora Nolan.” (pág 347)
En la página 349 aprovecha un permiso del hospital psiquiátrico para acudir al médico y comprar un diafragma: “Estoy trepando hacia la libertad, libertad del temor, libertad de no casarme con la persona inadecuada.”


Quizás en la segunda parte Sylvia Plath aceleró el proceso de escritura (he leído en internet que el libro fue escrito en un periodo breve de tiempo), y esto hace que en algunas de sus escenas se abuse de las elipsis y que no quede del todo clara la relación entre los personajes; pero sin duda, La campana de cristal es una lectura intensa, de gran potencia, escrita con las entrañas, que tras finalizarla, cuando Esther puede retomar su vida, nos deja el poso de una inquietante pregunta que en realidad nos apela a todos nosotros: “¿Cómo podría yo saber si algún día en la universidad, en Europa, en algún lugar, en cualquier lugar, la campana de cristal con sus asfixiantes distorsiones, no volvería a descender?” (pág. 378)