domingo, 28 de septiembre de 2014

El coronel no tiene quien le escriba, por Gabriel García Márquez

Editorial RBA. 92 páginas. 1ª edición de 1961, ésta de 2004.

Ya he comentado en el blog que, entre 1992 y 1995, yo desgasté tres años de mi juventud en la facultad de CC. Físicas de la Complutense. Fue un tiempo extraño. Cuando miro hacia atrás casi siempre lo considero un periodo clave de mi vida, aunque no precisamente por lo que aprendí de la noble ciencia de Newton. Estudiaba mucho para encontrarme casi siempre en los exámenes con la exigencia de unas destrezas que muy poco tenían que ver con lo que los profesores explicaban en clase. De hecho, acabé pensando que los profesores explicaban en clase contra los alumnos. Habían decidido mejorar la calidad de la enseñanza y de estudiantes de mi promoción y la anterior sobraban al menos la mitad. Quizás en algún momento debería escribir una novela autobiográfica sobre todo aquello. De todos modos, sobre estas experiencias ya he reflexionado en un bloque de poemas de mi libro El bar de Lee. Si a alguien le interesa, puede pinchar en el siguiente enlace (pinchar AQUÍ) y aparecerá un poema que habla de esta etapa de mi vida, titulado Mecánica y ondas.

Es posible que mi primera lectura de El coronel no tiene quien le escriba, en febrero de 1995, la realizase al llegar a mi casa, después del momento que reflejo en el poema Mecánica y Ondas. Y es posible también que este personaje de ficción, el coronel innominado de esta novela, contribuyera de forma clara a que tomase la decisión definitiva de cambiar de carrera, de pensar que me merecía una nueva oportunidad de comenzar en alguna otra parte.

Así que volvía a casa, en febrero de 1995, con mis veinte años de derrota sobre las espaldas (que nadie me diga que veinte años es la edad más feliz de la vida, que diría el francés, al que también habría de descubrir por entonces), desde la facultad de CC. Físicas. Volvía de haber hecho un examen que daba por suspenso, y tener que ponerme después de comer a estudiar otro que seguramente también iba a suspender unos días más tarde. Me senté a la mesa de estudio, ante unos apuntes que intuía inútiles, pero sobre los que iba a pasar de nuevo horas y horas de estupor y temblores. Antes de empezar saqué de un estante un librito que había comprado unas semanas antes. Una de esas ediciones diminutas de Alianza 100 de los años 90. Llevaba sólo un año leyendo literatura “seria”, porque hasta febrero del año anterior yo prácticamente sólo leía libros de ciencia ficción o de terror. Nunca había leído a Gabriel García Márquez (Aracatana, Colombia, 1927 – México DF, 2014), pero tenía en casa comprados éste del coronel y Cien años de soledad.

Sobre los apuntes y libros de Métodos matemáticos de la física o tal vez de Termodinámica, empecé a leer las primeras páginas de El coronel no tiene quien le escriba, con la intención de permanecer un ratito en mi mundo antes de comenzar a estudiar. No pude parar, lo leí de un tirón; emocionado por la belleza del texto, explotando en mi mente su sentido, la lucha minúscula y gigantesca de aquel hombre de setenta y cinco años que acabará prefiriendo comer mierda antes de que lo humillasen. Me he acercado este verano de 2014 de nuevo a aquel texto que fue tan fundamental para mí, para el que habría de ser yo. Sabía que la relectura debía ser de nuevo de una sentada. No tenía mi librito original de Alianza 100 porque ese ejemplar se lo dejé a alguien y nunca más lo recuperé. Pero bastantes años después (frente al pelotón de fusilamiento… no, es broma) había comprado una edición de quiosco y tapa dura que Random House Mondadori sacó, en colaboración con RBA, a un precio muy asequible.
Después de casi veinte años no me acuerdo, por supuesto, de qué asignatura iba a estudiar ese día del 95 para un examen abocado al suspenso, no me acuerdo de ninguna de las nobles y demoledoras ecuaciones de la física, de ningún problema sobre el cálculo de concentraciones molares, ni de cómo se halla el núcleo infinito de un espacio de Hilbert; pero, sin embargo, me acordaba bastante bien de la trama de El coronel no tiene quien le escriba, de algunas de sus imágines y frases, y de ese crecimiento de la tensión hasta la magnífica escena vital en que un hombre abandonado, junto a su mujer, en un pueblo de la selva, un hombre de setenta y cinco años (“el coronel necesitó setenta y cinco años –los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder”) adquiere el convencimiento pleno de que va a preferir comer mierda a consentir una nueva derrota.
Cuando escribía al principio de esta entrada –que, por supuesto, no es ni va a ser la reseña de un libro- que los tres años que pasé en la facultad de CC. Físicas los considero claves para mí, estaba hablando de momentos como éste: del día en que leí de una sentada, por encima del Latín imposible y de los misteriosos números de la Química (estoy ahora parafraseando el primer poema de Juan Luis Panero), un libro como El coronel no tiene quien le escriba, un libro que le hablaba directamente al joven que era yo, sediento de vida, de referentes, de asideros y recursos con los que enfrentarse a una realidad que parecía empeñarse en serle hostil de un modo crudo, burlesco.

El coronel no tiene quien le escriba es (parafraseo ahora a Roberto Bolaño) una de las tres o cuatro novelas cortas perfectas de la literatura hispanoamericana del siglo XX. La acción se desarrolla en Macondo, el territorio mítico creado por Gabriel García Márquez, y de hecho ya aparecen aquí conexiones entre esta novela corta y Cien años de soledad, a la que le faltaban aún seis años para ser publicada. La acción de El coronel no tiene quien le escriba se sitúa en 1956 y pese a pertenecer al mismo territorio creativo que Cien años de soledad, todo en ella se mueve dentro de los parámetros del puro realismo. Un hombre de setenta y cinco años espera cada viernes que llegue al río la barca con el correo de la capital (una escena que recuerda a la primera de Zama, la novela de Antonio Di Benedetto, publicada el mismo año que la comentada hoy); quizás este viernes puede que aparezca en el pueblo la carta que confirme que le ha sido concedida la pensión que espera desde hace bastantes años.
Hace nueve meses asesinaron a su hijo en la gallera, el asesinato parece político. Ha llegado octubre, el frío, una mala época para el coronel, que parece desconfiar del número de inviernos que aún podrá aguantar. Hasta enero no podrá luchar en la gallera el gallo que entrenaba su hijo, y parece ser el único bien que conservan de él. El coronel alimenta al gallo quitándose casi la comida que tiene para él y su mujer. Existe la posibilidad de vender el gallo, el gallo de su hijo, pero si aguanta hasta enero podrá hacerlo luchar en la gallera y los que apuesten por él ganarán dinero si triunfa en la pelea (este es un gallo que no puede perder, se dice en algún momento del libro). Pero hay que llegar a enero, mientras el gallo se va connotando de significados.

De nuevo, por supuesto, casi veinte años después, me he quedado con las ganas terribles de saber si el gallo del coronel pudo luchar en la gallera y ganar, por el pueblo, por su hijo, por la dignidad.

Poco después de aquella primera lectura de El coronel no tiene quien le escriba leí Cien años de soledad. Ahora estoy repitiendo aquella secuencia y ya hablaré la semana que viene de esta novela. De hecho no he enumerado como hago otras veces las obras que he leído de un autor cuando lo comento en el blog por primera vez. En realidad, en esta ocasión han sido prácticamente todas.

No sé si añadir algo más a lo dicho sobre la lectura de El coronel no tiene quien lo escriba, quizás podría hablar de su filiación estilística con la literatura escueta y potente de Ernest Hemingway, por ejemplo. Pero esta entrada se está haciendo ya muy larga, e imagino que los lectores habituales del blog habrán leído ya este libro, uno de los fundamentales de mi educación sentimental.
Lo que me gustaría de verdad que ocurriera es que cayera en esta entrada una persona joven, alguien con toda la ficción por delante (las películas, las series, la literatura…) y que entre toda la gran oferta a su disposición decidiera dedica una hora y media a leer este libro de una sentada. Y que además esa persona joven pudiera sentirse tocada, durante un momento, por la magia de la palabra escrita, que pudiera comprender, por primera vez y para siempre, por qué en la vida puede ser preferible tener que comer mierda a permitir que te humillen.


jueves, 25 de septiembre de 2014

Antología de Gerardo Diego: Rubén Darío (1)

Ya he comentado alguna vez que tengo el libro Poesía española, antología (contemporánea), en su edición de 1934. La famosa antología realizada por Gerardo Diego y que se considera la que dejó marcados los límites de la Generación del 27. El libro que probablemente sea la joya de mi biblioteca.

He pensado para la sección del blog Poemas ajenos dejar en el blog algunos poemas de estos autores antologados por Gerardo Diego en la edición ampliada de su antología.

El primero de ellos es Rubén Dario.



VENUS
En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría.
En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín.
En el oscuro cielo Venus bella temblando lucía,
como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín.

A mi alma enamorada, una reina oriental parecía,
que esperaba a su amante, bajo el techo de su camarín,
o que, llevada en hombros, la profunda Extensión recorría,
triunfante y luminosa, recostada sobre un palanquín.

"¡Oh reina rubia!—díjele—, mi alma quiere dejar su crisálida
y volar hacia ti, y tus labios de fuego besar;
y flotar en el nimbo que derrama en tu frente luz pálida,

y en siderales éxtasis no dejarte un momento de amar"
El aire de la noche refrescaba la atmósfera cálida.
Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.

EL FAISAN
Dijo sus secretos el faisán de oro: -
En el gabinete mi blanco tesoro,
de sus claras risas el divino coro,

las bellas figuras de los gobelinos,
los cristales llenos de aromados vinos,
las rosas francesas en los vasos chinos.

(Las rosas francesas, porque fue allá en Francia
donde en el retiro de la dulce estancia
esas frescas rosas dieron su fragancia.)

La cena esperaba. Quitadas las vendas,
iban mil amores de flechas tremendas
en aquella noche de Carnestolendas.

La careta negra se quitó la niña,
y tras el preludio de una alegre riña
apuró mi boca vino de su viña.

Vino de la viña de la boca loca,
que hace arder el beso, que el mordisco invoca.
¡Oh los blancos dientes de la loca boca!

En su boca ardiente yo bebí los vinos,
y, pinzas rosadas, sus dedos divinos
me dieron las fresas y los langostinos.

Yo la vestimenta de Pierrot tenía,
y aunque me alegraba y aunque me reía,
moraba en mi alma la melancolía.

La carnavalesca noche luminosa
dio a mi triste espíritu la mujer hermosa,
sus ojos de fuego, sus labios de rosa.

Y en el gabinete del café galante
ella se encontraba con su nuevo amante,
peregrino pálido de un país distante.

Llegaban los ecos de vagos cantares
y se despedían de sus azahares
miles de purezas en los bulevares.

Y cuando el champaña me cantó su canto,
por una ventana vi que un negro manto
de nube, de Febo cubría el encanto.

Y dije a la amada un día: -¿No viste
de pronto ponerse la noche tan triste?
¿Acaso la Reina de luz ya no existe?

Ella me miraba. Y el faisán cubierto
de plumas de oro: -«¡Pierrot, ten por cierto
que tu fiel amada, que la Luna ha muerto!»


domingo, 21 de septiembre de 2014

La marca de Creta, por Óscar Esquivias

Editorial Ediciones del viento. 172 páginas. 1ª edición de 2008.

Hace unos meses comenté en el blog la primera novela de Óscar Esquivias (Burgos, 1972), y ya dije que era una novela sencilla y bien construida. También mencioné que conozco a Óscar en persona y que él ha leído alguno de mis libros.

Me he acercado ahora a La marca de Creta, el conjunto de relatos con el que Esquivias ganó el premio Setenil, que otorga el ayuntamiento de Molina de Segura al mejor libro de relatos publicado en el año anterior a la convocatoria, en este caso el 2008. La mayoría de estos relatos, como nos cuenta el autor en una nota final, habían aparecido antes de que se publicara este libro en diversas revistas. Lo curioso es que La marca de Creta tiene un tono bastante unitario en cuanto al estilo de los relatos, a la temática y al enfoque.

De este libro había leído dos relatos previamente: Miedo, un bello relato sobre las incertidumbres vitales de un padre que empieza a no sentirse ya tan joven. Lo había leído en la antología de relatos Siglo XXI, publicada por la editorial Menoscuarto. La acción de Miedo transcurre en Italia, y esto marca una diferencia con respecto al resto de composiciones del libro, que transcurren (todos menos ese, si no me equivoco) en la provincia de Burgos.
El otro relato que había leído previamente era Maternidad, que por coherencia entiendo que transcurre en Burgos Capital (aunque podría no ser así). Este lo leí de pie en la Casa del Libro de Gran Vía, meses antes de que comprara el libro. Y lo cierto es que me desconcertó, porque el final de este cuento podría hacernos pensar en una solución fantástica y me hizo sospechar que esta sería la tendencia de los cuentos de La marca de Creta, cuando en realidad no es así, ya que la vocación de este libro es profundamente realista.

Hace unas semanas comenté aquí el libro de cuentos Caminos anfibios de Ernesto Calabuig y dije que su construcción me parecía más de inspiración europea que norteamericana. Los de Esquivias me parecen, según las definiciones personales que di en esa entrada, más norteamericanos: los personajes se definen más por sus acciones que por sus pensamientos, el hecho que va a marcar sus vidas se produce durante el tiempo del relato, y los finales de estos cuentos o bien son abiertos o bien se produce en ellos algún momento epifánico para el personaje.
Uno de los territorios míticos para el relato norteamericano sería el del Medio Oeste, esa ancha franja del país donde lo principal que parece ocurrir es la literatura. El Medio Oeste representa, para los autores norteamericanos, la parte más tradicional del país, y es en este escenario donde suelen situar los dramas de unos personajes normalmente de clase media o de clase baja. En más de un libro de relatos de un escritor norteamericano existe una unidad de lugar; estoy pensando en Rock Springs de Richard Ford o en las novelas y relatos de Charles Baxter.
Podría equiparar el Medio Oeste americano al Burgos de Óscar Esquivias en este libro. La mayoría de los personajes que aparecen en La marca de Creta debaten su ubicación entre Burgos capital y un grupo de pueblos, cuyos nombres se repiten de forma continuada de un relato a otro: Villandiego, Sasamón, Citores… La continuidad de un relato a otro queda marcada por algún pequeño detalle más: en dos cuentos se cita a Canarias como un lejano destino visto desde Burgos, y de Canarias se habla precisamente del mismo pueblo: Corralejo. Además existe el personaje de Pauli, que bien podría ser la misma chica en dos relatos diferentes: El origen de las especies y en Happy birthday, Mar.

Ya he comentado más arriba que me desconcertó el primer relato del conjunto, Maternidad, porque podía insinuar (no de forma clara, en todo caso) una solución fantástica –que no me acabó de convencer–, y porque me hizo pensar que el libro iba a transitar por unas sendas que no eran las que luego fueron.
Me convenció de forma inmediata el segundo cuento, Septiembre, sobre un joven de un pequeño pueblo que siente caer sobre él todo el peso del fin del verano y posiblemente de la infancia y de la adolescencia. Su vida ha estado muy unida hasta ahora a la de los chicos de su edad, pero empieza a comprender que la vida de los adultos (de los que en breve va a pasar a formar parte) es una vida muy solitaria. Un bello relato. El estilo de Esquivias en este cuento, como en los demás, apuesta por la precisión y la economía de medios. Gracias a la dosificación de estos recursos y a la viveza de los detalles sobre la naturaleza o las costumbres de las personas, los cuentos acaban teniendo un halo muy triste y muy poético.

La mayoría de los dieciséis cuentos que forman La marca de Creta están escritos en primera persona, aunque es precisamente uno de los pocos que están escritos en tercera uno de mis favoritos: La fiesta más divertida, sobre un adolescente al que sus padres envían a vivir a una pensión en Burgos capital a los catorce años para que pueda cursar el bachillerato. La descripción de la vida en la pensión es muy rica en detalles. Esto, además de cómo se muestra la soledad de este chico que ha de empezar a enfrentarse al mundo de los adultos, hacen de este cuento una composición muy emocionante, pero, paradójicamente, carente de ningún énfasis; en la captación poética de los pequeños detalles de una vida está su fuerza.
Creo que además este cuento, La fiesta más divertida, puede ser paradigmático del tema que más se repite en estas piezas: el de la fragilidad del adolescente, de la persona que está dejando de ser un niño y de su forma de asimilar la vida adulta, de alcanzar un lugar en el mundo. Mi otro cuento favorito de La marca de Creta tiene que ver también con este tema, Hijos de Dios, que significativamente empieza con estas frases: “Ayer cumplí diecinueve años. Hace tres que abandoné el pueblo. Siempre supe que mis padres eran un mundo cerrado donde no cabía nadie más, ni siquiera yo” (pág. 73). El protagonista de Hijos de Dios, además de hacer frente a ese desapego hacia él que siente por parte de sus padres, para convertirse en adulto tendrá que hacer frente a la asunción de una característica que va a marcar su forma de entender el mundo, su homosexualidad, tema presente en más de uno de los cuentos de este libro.

Como me suele pasar casi siempre que leo libros de relatos, los cuentos que menos me han gustado de La marca de Creta han sido los más cortos. Cuentos como La reina del puré o Expedición a las cavernas del bacilo de Koch, cada uno de dos páginas, una extensión en la que apenas hay cabida para una pequeña anécdota. En general los cuentos que más me gustan de mis autores favoritos suelen tener una extensión de unas 15-25 páginas; por supuesto esta es una característica puramente personal, más fruto de la experiencia que de un criterio literario más consistente.
La marca de Creta, con sus casi treinta páginas, es el último cuento del conjunto. Transcurre también en un pueblo de Burgos, pero el tipo de personaje ha cambiado respecto a la humildad de los anteriores: estamos aquí ante un gran pope de las letras nacionales (poeta, narrador y ensayista) que ha decidido retirarse a la casa de sus antepasados, donde conversa (literalmente) con los clásicos griegos y latinos. La mirada de Esquivias sobre sus personajes ha cambiado aquí: de la piedad ha pasado a la fina ironía, incluso al sarcasmo. La mirada del autor sobre el personaje, sobre lo que nos quiere contar de él, me ha parecido demasiado explícita, y esto hace que prefiera la sutileza poética de los cuentos anteriormente comentados.

De todos modos, no todos los cuentos transcurren en este espacio entre la ciudad y el campo. Los escenarios de más de uno se sitúan directamente en la ciudad y hablan de problemas de pareja o de relaciones humanas, como el titulado El origen de las especies, sobre la relación tormentosa entre dos mujeres, y Happy birthday, Mar, sobre la reunión de un grupo de amigos que empiezan a no ser tan jóvenes como antes.


No quiero acabar esta entrada sin decir lo siguiente: La marca de Creta es uno de los mejores libros de relatos que he leído de un escritor español.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

El hombre ajeno, según Pedro Pujante

Conozco al escritor Pedro Pujante de coincidir con él por internet, principalmente en facebook. Pedro es un gran admirador de Juan José Saer, gusto que comparto con él.
Ha tenido la amabilidad de leer mi novela El hombre ajeno y escribir una reseña para la revista digital El coloquio de los perros. La dejo a continuación.

Muchas gracias, Pedro.
Aquí está el enlace a la revista digital (PINCHAR AQUÍ).



Esta es la primera novela que leo de Pérez Vega. Conozco al autor por encuentros fortuitos en las barriadas y espacios de las redes sociales, porque tiene un magnífico blog que recomiendo (Desde la ciudad sin cines) y porque en él descubro libros a través de sus exhaustivas e interesantes reseñas, crónicas de lectura que ahondan y van más allá de unas simples notas acerca de un libro o de su autor.

          Vayamos al libro. En El hombre ajeno, Pérez Vega nos cuenta la historia de Juan Linares, un joven doctorando que prepara su tesis sobre el salvadoreño Héctor Meier Peláez, guerrillero y poeta, personaje controvertido y no muy conocido cuya sombra oscila entre lo mítico y lo ignoto.

          En la vida personal de Juan se suceden los típicos problemas e incidentes generacionales de cualquier muchacho de nuestro tiempo: una familia normal, un hermano inadaptado que parece arrastrar un pasado de drogas, las relaciones sociales habituales, parejas, trabajos precarios, estudios. En estas coordenadas biográficas, y a través de una prosa objetiva y equilibrada, el narrador nos abre una ventana que mira a la sociedad actual, realiza un dibujo preciso de nuestra España, con sus problemas más acuciantes: inmigración, precariedad laboral, dificultades para conciliar trabajo y estudios, por citar los más destacados. Pero además, a través del protagonista  principal y sus reflexiones literarias, podemos asistir a una interesante discusión sobre literatura, que, creo yo, podría ser la zona más acertada y suculenta de todo el libro.

          La novela, de hecho, está dividida en tres partes. La primera y la tercera se ocupan de la narración, de los avatares de Juan. En la parte intermedia, titulada “Interludio. Vida de Héctor Meier Peláez”, ha insertado Pérez Vega muy hábil y apropiadamente un inciso de medio centenar de páginas en el que se nos da cuenta de la vida y obra, de las hazañas, avatares y pintorescas aventuras que aureolan al casi mítico escritor Héctor Meier. Un revolucionario, poeta vocacional, piloto de aviones y líder guerrillero. Autor de culto, que fue perseguido por su homosexualidad y cuya obra, ahora, Juan trata de recomponer en su tesis doctoral, gracias a una minuciosa investigación y ayudado por el primo del poeta.

  Juan, además de sufrir las levedades de su vida cotidiana  (estudios, trabajo, una relación que no acaba de cuajar, familia), es acosado por la lacerante sombra de un pasado infantil luctuoso que creía ya olvidado. Pero que un día, el encuentro casual con un antiguo compañero de colegio con el que vivió el aciago incidente, lo revive en su memoria; y con él se abren las heridas de la insidiosa culpa.

          Al final nos asediarán algunos interrogantes: ¿son los recuerdos reales o simplemente lo que creemos que recordamos? ¿Es fiable nuestra memoria? ¿Qué de nuestra personalidad debemos a un recuerdo falso?

          Es El hombre ajeno un ejercicio literario de gran calidad, no solo por su ajustada composición y estructura; también por el uso de una prosa absolutamente calibrada que acierta a construir un argumento interesante, ambiguo y variado. Y que nos hace reflexionar sobre asuntos como la culpa, la fiabilidad de la memoria y la fragilidad de los recuerdos.

          Pérez Vega no se detiene en atajos, sino que opta por la línea recta y consigue, con creces, su objetivo: contar una historia, valiéndose del lenguaje con pericia, sobriedad y sin recaer en florituras innecesarias. Si bien es cierto que no se aventura en experimentalismos ni en juegos estridentes, también hay que aclarar que esta novela no los precisa. En ese sentido, hay que decir que el lenguaje está en perfecta sintonía con la trama: una historia de personas sencillas, cercanas y creíbles que tratan de sobrevivir a sus abismos cotidianos.  

domingo, 14 de septiembre de 2014

La muerte pegada a las uñas, por Enrique Murillo

Editorial Bruguera. 93 páginas. 1ª edición de 2007.

La semana pasada ya comenté aquí otro de los libros de Enrique Murillo (Barcelona, 1944), titulado Qué nos pasa (2002). Hablé un poco de la trayectoria profesional del autor y conté que me había enviado a casa estas dos novelas suyas.

La muerte pegada a las uñas empieza, igual que la novela anterior, en un aeropuerto. En este caso la ciudad de la que procede el personaje, Ramón Pons, está mostrada de forma más explícita: él es de Barcelona y con frecuencia, por motivos de trabajo, tiene que hacer el puente aéreo Barcelona-Madrid. Esta es la primera frase de la novela: “Pertenezco a la populosa raza de los usuarios del puente aéreo que une Madrid con Barcelona”.
El tiempo de la novela es el de una mañana: se está produciendo un retraso en su vuelo y es posible que Ramón Pons no llegue a su primera cita del día en Madrid. Ramón Pons es el narrador de La muerte pegada a las uñas, y no conoceremos su nombre hasta las páginas finales. Está intranquilo porque sus desgracias del día no parecen acabar en el retraso que va a sufrir el vuelo: se acaba de sentar a su lado en el avión un viajero muy nervioso, que contraviene casi todas las normas tácitas que la “raza de los usuarios del puente aéreo” se han impuesto entre sí; la primera de ellas parece ser la de viajar sin dirigirse la palabra.
Debido al tamaño de su vecino de asiento, el narrador comenzará a referirse a él como “el oso”. Al final de la novela sabremos que su verdadero nombre es Raúl Fontana. El oso bebe whisky de una petaca, ingiere varios tranquilizantes, y aun así no se queda dormido. Va a empezar a contarle a Ramón una historia, que al principio nuestro narrador no quiere escuchar (le hace ver a su compañero que está leyendo un periódico, por ejemplo), pero ante la que acabará sucumbiendo; hasta el punto de acabar interpelando a su compañero de vuelo con un perentorio “qué ocurrió entonces” cuando su interlocutor se sumerja en un inesperado silencio.

Raúl, madrileño, vuelve de Barcelona a su ciudad después de haber cumplido con el último deseo de su mujer, muerta una semana antes: arrojar sus cenizas al mar de la que fue su ciudad natal, Barcelona. Al haber perdido el tren de regreso, ha tenido que tomar el vuelo, lo que no es de su agrado.
Raúl le cuenta a Ramón que es un fotógrafo profesional, con un relativo éxito, que se casó con una bella modelo llamada María. Ésta deseó comprar un piso antiguo en uno de los barrios más caros de Madrid, y tras una discusión marital porque los padres de ella –barceloneses de visita en Madrid– piden a su hija que se vaya a vivir a Barcelona, éstos van a sufrir un accidente que les causará la muerte. María se libra porque, debido a la discusión con Raúl, no se había ido esa noche a Barcelona con sus padres. A partir de aquí la distancia entre Raúl y María se acrecienta, y la mujer empieza a perder las ganas de vivir. Empezará a encontrarse cada vez más obsesionada con la historia trágica de los antiguos dueños de la casa en la que viven. Historia que Raúl irá reconstruyendo gracias a los vecinos y que María parece recibir de primera mano, de las voces de los fantasmas que parece escuchar a través de las paredes del edificio.

Como viene ocurriendo desde Otra vuelta de tuerca de Henry James, será tarea del lector decidir si está leyendo una novela de fantasmas o de locura.

Me ha gustado el juego entre las dos voces narrativas de la novela. La primera persona de Ramón Pons le cede la voz a la primera persona de Raúl Fontana, que al final se convierte en el principal narrador de la historia, aunque en parte nos llegue filtrada por la presencia de Ramón, el narrador-testigo.
Las dos voces narrativas me parecen, gracias a su forma de expresarse y a los intereses que muestran, más literarias que la del personaje de Arturo de la novela anterior, en la que el personaje propuesto me parecía, como ya comenté, que adolecía de algunas contradicciones.

El tono de la novela es más sobrio que el de Qué nos pasa. La comedia bufa que proponía esta novela –tono que podría hacernos pensar en el humor socarrón de Eduardo Mendoza–, deja paso aquí, en La muerte pegada a las uñas, a una narración más contenida, más de influencia anglosajona. Ya comenté la semana pasada que Murillo ha sido traductor de Henry James, y ha seleccionado y traducido, por ejemplo para Anagrama, a algunos de sus autores anglosajones emblemáticos, como Martin Amis, Ian McEwan, o John Fowles, y por tanto es un gran conocedor de la narración anglosajona, que siempre ha mostrado ese saber hacer en el relato fantástico y más concretamente en el de fantasmas.

Aunque La muerte pegada a las uñas tenga 95 páginas y Qué nos pasa 176 yo diría que son prácticamente de la misma extensión, y que la diferencia de páginas es sólo una cuestión de la diferencia de formato entre la editorial Destino y Bruguera.

Creo que ha sido un acierto haber leído estas dos novelas de Enrique Murillo en orden cronológico, y quedarme con el buen sabor de boca de haber leído la que más me ha gustado al final. La muerte pegada a las uñas es una novela corta de fantasmas o de locura de escritura contenida, en la que el autor ha sabido trasladar muy bien el relato fantástico anglosajón a un reconocido e inquietante (casi toda la narración tiene lugar en el aire, durante el vuelo del avión) espacio físico cercano a nosotros.

Me gustaría acabar esta entrada recomendando la lectura de una entrevista que José Serralvo hace a Enrique Murillo para la revista Jot Down, en la que Murillo habla de su trayectoria como editor y sobre el mundo editorial español sin muchos tapujos. En esta entrevista podrán leer (PINCHAR AQUÍ), mis queridos amantes de la literatura verdadera, preguntas y respuestas tan interesantes como ésta:

José Serralvo: ¿Qué me dices de los premios literarios? ¿Las agencias presionan a los jurados?

Enrique Murillo: No, no es exactamente así. El problema empieza en las editoriales, que fingen convocar concursos que en realidad no son concursos. Yo he sido cocinero de muchos premios literarios. Casi todos los premios literarios son una inversión de dinero muy grande que ninguna editorial que se precie puede jugarse dándoselo a alguien que nadie conoce y que por tanto venderá pocos ejemplares. Son operaciones de marketing y, como tales, lo que pretenden es encontrar un libro que venda muchísimo y que cubra el anticipo enorme que se paga por el premio. Es lo que hacen muchas editoriales, y la historia de los premios literarios de los últimos veinte años lo demuestra: ¿por qué lo ganan siempre autores muy conocidos que ya venden muchos ejemplares? Por eso, el cocinero del premio tiene que dedicarse durante un año entero a buscar a alguien que quiera ganar ese premio. Los premios literarios son una mentira. Lo digo con todas las letras.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

José María Fonollosa, unos poemas

Retomo hoy en el blog la sección Poemas ajenos.

Quizás los libros más famosos del poeta José María Fonollosa (Barcelona, 1922-1991) sean Ciudad del hombre: Barcelona y Ciudad del hombre: Nueva York. Compré y leí el primero, y del segundo leí más de un poema de pie en la biblioteca de Móstoles (tengo que leerlo entero en algún momento, o más bien debería leer o releer todo Fonollosa). Pero mi libro favorito de los suyos es Destrucción de la mañana

Si alguien quiere leer poesía desgarrada sobre la sensación del fracaso artístico o amoroso que lea este grandísimo libro. Pocas veces se ha podido triunfar tanto hablando del fracaso.




Dejo aquí algunos de los poemas de Destrucción de la mañana. No tienen título, sólo un número. El 19 me sigue dando escalofríos cada vez que lo leo. Lo cité en el último poema de mi libro El bar de Lee.


            9
Miro a mi alrededor. De la penumbra
surgen enamorados que se besan.
Otros siguen el film atentamente.

¿Será, quizá, el amor lo que han logrado?
¿O sólo una muchacha a quien besar
como las que yo llevo algunas veces?

Seguro que hay amor. Como el del cine,
como aquel que palpita entre los libros
o el que uno se imagina estando a solas.

Mas yo no tuve suerte. O persistencia.
No sé de un gran amor. Sí de pequeños.
Únicamente rozo muestras nimias.

Breves, menudos cielos para el tacto,
los sentidos. Tristeza que da al alma
diminuto dolor. Amor pequeño.

Sólo un amor minúsculo y no obstante
me creo tan capaz de un amor grande,
de ese amor que aparece en libros, cine...


            11
Y ha de ser cada día más difícil.
Ya no se acercará a mí desde el alba.
Su tierna adolescencia detendrían
letreros de «Prohibido», «No», «Ya es tarde».

¿De dónde llegará? Si en su figura
deslumbra el mediodía, otros amores
habrán puesto en su oído usados sueños.
Y con cierta aprensión ambos tendríamos
que perdonar minucias trascendentes.

Cubrir con alegría la tristeza
de no habernos hallado el uno al otro
en la estación de amar, cuando se es joven.
¿Y si nunca llegara yo a encontrarla?




            14
Los nudillos golpean los cristales
de un bar en una esquina. Hasta mí arriba
mi nombre que me busca entre la lluvia.

Es grato oír el nombre que uno lleva.

Es grato descubrir que uno aún importa.
Que importa a sus amigos que le llaman
cuando pasa uno andando por la calle.


           
            18
Ya no me inquieren: -«¿Cómo van tus libros?
 A ver si los envías a algún premio
de esos tan millonarios que hay a espuertas
y te haces rico y célebre en un día».

Yo siempre contestaba con despego:
-«No confío en los premios. Lo que escribo
es muy original, muy diferente
a lo que están haciendo los demás».

Tal vez ahora ya saben que mandaba
en verdad mis trabajos a concursos,
sin que mi nombre nunca apareciese
ni siquiera en la precia selección.


19
Y pateé con tesón la senda ingrata,
sembrada de esperanzas y amarguras,
de las editoriales. Fortalezas
altivas. Dura piedra. Inexpugnables.

Nunca el Departamento Literario
requirió mi presencia a su oficina.
Y siempre el manuscrito repelido
regresaba apenado hacia mi casa.

Me faltaba el marchamo seductor
de un nombre consagrado. Me daba ánimos:
-«Les conturba mi modo de expresarme».
Me exculpaba: -«Me avanzo a los de mi época».

De súbito comprendo que el constante
gotear del trato unánime avisaba
que mis textos quedaban por debajo
del listón que marcaba cotas mínimas.

Me sobrevaloré demencialmente.
Confundí vocación por mi deseo.
Pugnaba para ser un elegido
y ni estaba en el grupo de llamados.

            40

Subo las escaleras de mi casa
despacio, descontento, taciturno.
Tan sólo un pensamiento me conforta:

Las casas están llenas de frustrados.
De seres, como yo, sin aptitudes
para ser singulares en enjambres
pese a aspirar brillara su luz propia.

Y poco a poco fueron acogiéndose
a un amor, profesión, final destino
que no era el que anhelaran. Y están solos.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Qué nos pasa, por Enrique Murillo

Editorial Destino. 176 páginas. 1ª edición de 2002.

En 2013 comenté en el blog cuatro libros de la editorial Los Libros del Lince. Después de los dos primeros (El peor de los guerreros y Yo, precario), su editor –Enrique Murillo (Barcelona, 1944)- me envió a casa los recomendables libros de relatos de Marina Perezagua. Además, también me regaló dos libros escritos por él: éste que comento hoy, Qué nos pasa, y La muerte pegada a las uñas, que comentaré la semana que viene. Ya he hablado aquí, más de una vez, del desbarajuste que tengo de libros por leer, comprados, regalados, acumulados… A comienzos de este verano decidí intentar poner cierto orden a la montaña de los, por mí llamados, libros inleídos, y me pareció que después de un año debía ya acercarme sin más demora a aquellos libros que Enrique Murillo tan amablemente me envió a casa dedicados de su puño y letra.

Enrique Murillo ha trabajado durante muchos años en el mundo editorial. De hecho, es famoso por haber pasado por casi todas las grandes editoriales de España. Fue, por ejemplo, el lector que le recomendó a Jorge Herralde la publicación de La conjura de los necios de John Kennedy Toole en Anagrama. También ha traducido a importantes autores del mundo anglosajón, como Henry James, Vladimir Nabokov o Martin Amis.

Los primeros libros de Enrique Murillo aparecieron en la editorial Anagrama. Después de un largo periodo sin publicar (he buscado la bibliografía de Murillo en internet, para saber de cuántos años fue este parón, pero no la encuentro), apareció Qué nos pasa, en la editorial Destino.

El protagonista de esta novela es Arturo, un verdulero que “jamás en los cincuenta años de su vida había salido de su ciudad” (pág. 22); por alguna alusión (por ejemplo, nombrar el mercado de la Travesera) podemos deducir que esa ciudad es Barcelona. Qué nos pasa comienza en un aeropuerto. Arturo nunca ha sido un turista, pero tras haber ganado un boleto de lotería decide entrar en la agencia de viajes que está enfrente de su comercio y contratar un viaje organizado de cinco días que le llevará a visitar Atenas.

La narración en tercera persona nos presenta a un Arturo irascible, violento: “Lo cierto era que cuando dejaba que la ira asomara a su rostro no resultaba fácil llevarle la contraria. Si quería, podía parecer peligroso. Incluso serlo.” (pág. 15)
En el periodo de sus vacaciones en Atenas va a cumplir sus cincuenta años. El destino elegido para las primeras vacaciones de la vida del protagonista no es casual: desde niño, desde que descubrió sus formas clásicas en un cromo que acompaña a un bollo, ha soñado con el Partenón. Al Arturo niño siempre le agobió convertirse en una persona cuyos días fuesen una repetición unos de otros; como paradigma de lo que nunca quería ser estaba el papelero de su barrio, quien regentaba un negocio que le fascinaba gracias a las promesas de los libros de aventuras y además porque vendía el material para satisfacer su más grande afición: la papiroflexia.
Desde no hace mucho, Arturo está divorciado; su mujer le dejó tras descubrir una infidelidad. Desde entonces vaga por los bares de divorciados y de vez en cuando tiene suerte y encuentra a alguien que caliente su cama durante una noche.
Dije más arriba que Arturo siempre ha soñado con el Partenón, pero no simplemente con verlo, sino que ha vivido convencido de que los hombres acaban alcanzando en algún momento de sus vidas la conciencia de una identidad propia, y para él esa conciencia (o “destino”) ha de venirle dada, como una revelación, una vez que se acerque al Partenón. Él no se considera un turista en Atenas, sino un peregrino. “Soy un hombre que está a un paso de cumplir su destino. Al fin seré el dueño de mis días”, se dice a sí mismo desde la ventana de su hotel.

Ya he comentado también que la novela está escrita en tercera persona, pero muchas veces, siguiendo la técnica del estilo indirecto, se acerca a la voz del personaje. Así es frecuente que se reproduzca un lenguaje oral muy cotidiano: “La desfachatez de su fisgoneo, quién le habrá dado vela.” (pág. 14); “Pero estaba relajado, de vacaciones, qué diantres, y no quería peleas.” (pág. 30)

Arturo evita durante los primeros días de sus vacaciones acercarse al Partenón, o mirarlo siquiera, a él se acercará al final del viaje, una vez cumplidos los cincuenta años. Mientras tanto se dedica a evitar las excursiones que propone la agencia de viajes, y deambula por la ciudad, emborrachándose o intentando conseguir sexo (ligando o de pago, ambas cosas le ocurrirán con bastante facilidad). No tendrá más remedio que relacionarse con un grupo de tres mujeres españolas que han viajado con él, con las que ya tuvo problemas el primer día en el aeropuerto; además, empieza a sentirse peligrosamente atraído por una de ellas, Adela.

La novela está escrita en un tono bufo, un tanto disparatado. Sin haber leído demasiado a Eduardo Mendoza, he pensado en la prosa más irreverente de este autor como en una posible influencia.

Las partes en las que el narrador reflexiona sobre el pasado de Arturo, sobre sus consideraciones filosóficas de la búsqueda del destino, me han resultado un tanto artificiosas. Me cuesta creer en la existencia de este verdulero ilustrado, con marcados brotes de agresividad, aficionado a la papiroflexia y gran conocer de la historia y de los mitos de Grecia. En más de un momento, a quien en realidad he visto ha sido al autor, Enrique Murillo, creando un personaje un tanto disparatado y, tras asignarle una profesión anodina, transferirle inquietudes intelectuales (conocimientos sobre Grecia, reflexiones sobre el Destino…) más propias de él que de su personaje.
Qué nos pasa gana, sin embargo, cuando el narrador se distancia de su personaje y describe las andanzas de éste por Atenas, sus borracheras y sus peleas inesperadas. Me gusta un capítulo en el que la novela empieza a rozar lo fantástico (o tal vez la locura del personaje) y Arturo duda de la realidad que le rodea.

Después del tono bufo de Qué nos pasa, existía la tentación de darle un final más o menos feliz, pero –acertadamente- Murillo opta por acabar su libro de un modo más existencialista y oscuro.

Lo cierto es que esta novela se lee muy rápido y, a pesar de sus altibajos, bastantes de sus páginas están escritas con un buen ritmo.

La semana que viene hablaré de La muerte pegada a las uñas (2007), que me ha parecido una novela más lograda que ésta que comento hoy aquí.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Yo, poeta 12.574

Fernando Sabido Sánchez es el administrador del blog Poetas siglo XXI, antología de poesía (ver AQUÍ). En este blog, dado el elevado número de poetas mostrados, parece que con entusiasmo de botánico se dedica más a inventariar poetas del mundo que a antologarlos.



He tenido el honor de ser el poeta 12.574 de su larga lista. Fernando Sabido ha tomado cinco poemas de cada uno de mis poemarios publicados por Baile del Sol, Siempre nos quedará Casablanca y El bar de Lee para su blog.




En mi vida normal casi nunca me encuentro con nadie interesado en la poesía, pero en internet los poetas somos un poderoso ejercito.


Dejó el enlace a la entrada con mis poemas: POETA 12.574 AQUÍ.