jueves, 27 de febrero de 2014

Dos poemas de El bar de Lee

De la poeta Eva Vaz (Huelva, 1972) leí la antología Frágil, publicada por Baile del Sol. La reseñé en el blog (ver reseña AQUÍ). Gracias a aquella lectura, intercambiamos algunos correos y hace unos meses le envié a Eva mi poemario doble El bar de Lee, que ella leyó y me comentó amablemente. Le hice a Eva una pregunta que siempre le hago a aquellas personas que leen mis libros de poesía: ¿qué poemas le habían gustado más del libro? Me llama la atención ver cómo el título de algunos poemas se repiten, y a veces coinciden con mis favoritos y a veces no.
La elección de Eva fue original: me nombró un poema del primer libro -Móstoles era una fiesta-, titulado, Poda, y uno del segundo –El calvo del Sonora-, titulado Mecánica y Ondas. Creo que ella ha sido la primera persona que ha destacado estos poemas. El primero a mí también me gusta mucho, aunque para su perfecta compresión haría falta leer algunos otros poemas de ese libro, con los que están relacionados, y el segundo me gusta como quedó, pero no es de mis favoritos.



Los voy a dejar aquí, queriendo dar en público las gracias a Eva Vaz por sus amables palabras sobre mi libro:

PODA
Reducido a lentos muñones, el olmo encuadrado
en la ventana no alberga ya la visita del mirlo
a las 7 de la tarde. Mi paisaje de estudio ha sido
devastado. Las ramas borboteantes de viento y la humedad
de la lluvia excluidas, como los manotazos de niño
con que juega la muerte.

Son las 10 de la noche y tengo alergia al polen.
Una alergia en las venas manchadas de café,
una furiosa urticaria en la esencia podrida
del mundo. Hoy estoy sentado, derrotado, y no sueño contigo.
Me veo de nuevo buscándote camino de la biblioteca,
comprendiendo lo ridículo de mis quimeras de polen,
la intangible ausencia de mis palabras
no pronunciadas.

Oyendo afuera el escurrir de la lluvia
me imagino su ajeno resbalar en los muñones
grises del olmo, y bajo la lluvia oigo resbalar
todas mis palabras no pronunciadas, ausentes como
el mirlo negro que ya no puede posarse en
el desgarrado paisaje
de mi ventana.


MECÁNICA Y ONDAS

Mesas arañadas y resbaladizos peldaños,
me desprendí del examen antes de tiempo,
la mente embotada y el martillero punzante
de una canción de Nirvana en la cabeza,
sin tregua sobre los folios en blanco
(porque el tiempo de Einstein también
fue para mí el tiempo de Nirvana)
…come as you are, come as you are

Angustiado, vertiginoso, con esquinas
de filos muy agudos al girar la vista,
salí al remanso del pequeño parque
entre las facultades de ciencias.
No tomé el metro a casa, fui hasta
Recoletos, quería ver la exposición
al aire libre con las estatuas de Botero.
Adentrándome en el césped, me moví
alrededor de las rechonchas figuras, toqué
curvas de alegres gigantas, despreocupadas
y tónicas.
      En la mañana de febrero
calentaba el sol y la gente y los coches 
pasaban ajenos a los hamiltonianos,
a mi juventud ridícula y a los equilibrios
estables e inestables, más allá de las integrales
de delirantes cambios de ánimo y variable.

Había estado días (meses) inmóvil en la silla
de mi cuarto, sabiendo que no podía aprobar,
pero consciente también de la imposibilidad
de eludir el parvo rito de las horas de estudio.
Me asfixiaba al correr y mis perseguidores
iban a darme alcance: tras el extravío
de las sábanas, por las noches se repetía.
Sobre la silla de mi cuarto chapoteaba
en la seca inutilidad de mis esfuerzos,
peor aún: de mi fingir y mi yo fraudulento.

Pero allí, en aquellos minutos -que retengo
sobre este nuevo folio en blanco
donde pretendo ser yo ahora 
el que examine a la vida, a la que tuve—
con los pies en el césped y el calorcillo
de la mañana invernal, palpando
las voluptuosas curvas de las relajadas
mujeres de Botero, el sol derramado
sobre el rostro, sé que conseguí imaginar
que más allá de la pronta vuelta
a casa, el ¿qué tal? de mis padres
y de nuevo la silla de estudio
y el esfuerzo inútil del impostor,
podía existir para mí, todavía,
alguna clase de equilibrio –aunque
fuese inestable—en algún lugar
                    de las malditas coordenadas del espacio.


domingo, 23 de febrero de 2014

El bosque es grande y profundo, por Manuel Darriba

Editorial Caballo de Troya. 154 páginas. 1ª edición de 2013.

La novela El bosque es grande y profundo, cuya primera versión está escrita en gallego y ha sido traducida al castellano por el propio autor, Manuel Darriba (Sarria, Lugo, 1973), me la regaló –al igual que el libro comentado la semana pasada, Las vacaciones de Íñigo y Laura, de Pelayo Cardelús– su editor, Constantino Bértolo.

El bosque es grande y profundo se inscribe dentro de la corriente de la novela fantástica apocalíptica. Así que fácilmente se podría relacionar con una serie de novelas que he leído en los últimos años: La carretera de Cormac McCarthy, Plop de Rafael Pinedo, El año del desierto de Pedro Mairal o Últimos días en el Puesto del Este de Cristina Fallarás, y con casi toda seguridad con Cenital de Emilio Bueso, novela que tengo en casa, pero que aún no he leído.

La primera parte del libro se titula Hansel. En ella un personaje, al que el narrador se refiere como “el viajero”, deambula por un lugar denominado “el bosque”. El viajero se va a encontrar con otros habitantes del bosque, que siempre –al igual que él– serán llamados por el narrador en función de los asuntos a los que se dediquen o de alguna característica física: los cazadores, el destilador, los aldeanos, la muchacha...
El viajero no ha nacido en el bosque; cuando es preguntado apunta: “Huyo de la noche y la guerra” (pág. 30). Proviene de otro lugar denominado “la ciudad”, donde ha estallado una guerra. Los lugares (casi al igual que las personas) de esta novela son arquetipos: “el bosque” simboliza un estadio primitivo del hombre, al que puede verse abocado a volver tras la destrucción de la civilización, que estaría simbolizada por “la ciudad”. Esta dicotomía clásica podríamos entroncarla con facilidad con la tradición literaria argentina y su contraste civilización-barbarie; pero al igual que ocurría en El año del desierto de Pedro Mairal, tras el apocalipsis pueden haber cambiado las tornas, y la barbarie proviene ahora del lugar civilizado (la ciudad). El bosque por el que deambula el viajero se verá invadido por un cada vez mayor número de personas que provienen de una ciudad en guerra en la que ya no pueden vivir. El paso físico de una garganta separa los dos espacios: bosque y ciudad.

La parte de Hansel se ocupa de retratar el bosque y sus habitantes. El bosque, más que como el escenario de la historia, funciona como un personaje más, ya que está fuertemente personificado: “El bosque tiene el cuerpo cruzado de senderos”; “El bosque entero ruge” (pág. 24); “El bosque está nervioso” (pág. 46).
Las frases son cortas y muy descriptivas. Pongo como ejemplo este párrafo de la página 13: “El labrador conduce una pareja de bueyes. Varias mujeres lo siguen en silencio, cargadas con cestos y azadas. Alrededor de la finca hay robledales espesos. La tierra es dura y está húmeda”.
El vocabulario para describir la parte de Hansel está muy trabajado: todas las comparaciones o las metáforas desconocen la tecnología (que sólo llega hasta la existencia de la escopeta) o la civilización. En medio de tanto vocabulario meteorológico, orográfico o vegetal, casi llama la atención por su contraste encontrar palabras como: “oleo”, “electricidad”, “plásticos” o “chicle”, usadas en muy contadas ocasiones.

Considero que la principal influencia de Darriba es Cormac McCarthy: el narrador no nos acerca nunca a los pensamientos o sentimientos de sus personajes (salvo cuando se refieren a sensaciones físicas: hambre, frío...): estos se definen siempre por sus palabras (los diálogos son abundantes) o por sus actos. También, al igual que McCarthy, Darriba hace uso de bruscas elipsis narrativas, por lo que el lector tendrá que jugar a componer las escenas no narradas.
Este estilo tan distanciado de los personajes adolece de un problema: a pesar de la lograda ambientación, el lector sigue los avatares del viajero por el bosque, sus encuentros con sus distintos habitantes, sin implicarse demasiado en la historia. McCarthy, en las dos novelas que he leído de él –No es país para viejos y La carretera– tenía claro cuál es el destino hacia el que se encaminan sus personajes, y el lector lee interesado por averiguar hacia dónde lleva ese viaje. En más de una ocasión leía la parte de Hansel sin saber hacia dónde quería llevar Darriba a su viajero, al que le ocurren distintos sucesos: la muerte de un conocido (o amigo) del bosque, el acercamiento o la desaparición de una mujer, convertirse en esclavo... sin que el lector llegue a averiguar hasta qué punto esos hechos le afectan.

La segunda parte se titula Gretel: está narrada en primera persona por una niña que se quedó atrapada en la casa de su profesora de piano tras el estallido de una guerra indefinida en la ciudad. Descubrimos que Gretel es hermana de Hansel, que es el nombre del viajero de la primera parte. Gretel vive en un refugio con otras personas, entre el hambre y el miedo. Esta parte de la novela es bastante más corta que la primera, y aunque aquí la ambientación no está tan lograda como la que Darriba ha empleado para describir “el bosque”, la historia de Gretel en “la ciudad”, gracias al acercamiento que supone el uso de la primera persona, resulta más interesante.

La novela termina con un Epílogo-Entrevista en el que un tal Hans Meyer mantiene un diálogo, organizado en el texto como si se tratase de una obra de teatro, con un segundo personaje llamado Hombrecillo. A través de esta conversación el lector comprende que el viajero de la primera parte es en realidad un desertor que había huido de la ciudad al bosque para no ser alistado en el ejército y tener que participar en la guerra.
El libro se cierra con un Posfacio-Antes: en esta parte Hans Meyer es invitado en la ciudad a una fiesta en la casa del rico abogado Matías Hirsch. Gracias a este capítulo, el lector comprende que ya desde antes de la guerra Hans era un joven con problemas de integración social.
La verdad es que estas dos partes finales me han parecido poco cohesionadas con el cuerpo principal de la novela, el que estaría formado por el contraste entre Hansel (bosque) y Gretel (ciudad).


Encuentro que Manuel Darriba sabe narrar, ya que El bosque es grande y profundo está escrito con pulso firme, y el lenguaje empleado, sobre todo en la primera parte, es evocador y poderoso. Pero la novela falla donde no lo hacen las novelas apocalípticas de Rafael Pinedo y Cormac McCarthy: tanto en Plop como en La carretera, por más que estén narradas con un estilo desapegado, se siente la presencia de una trama precisa. El autor sabe qué va a ocurrir con sus personajes, a qué conflictos morales o a qué ambiciones se van a tener que enfrentar, y el lector los acompaña interesado en su viaje. En cambio, tengo la impresión de que la ausencia de una trama sólida lastra el alcance de los posibles logros de esta novela de Manuel Darriba.

jueves, 20 de febrero de 2014

Fernando Pessoa, un poema: Tabaquería

Una Una de mis lagunas como lector de poesía es la de acercarme a las Obras completas de Fernando Pessoa (Lisboa, 1888-1935), o al menos a la obra firmada por su heterónimo Álvaro de Campos, la personalidad de Pessoa que más me interesaba, por lo que pude leer en una breve selección de 42 poemas, editada en 1998 por Grijalbo Mondadori.
Lo curioso es que a pesar de haber leído sólo de él esos 42 poemas, el de Tabaquería lo he releído docenas de veces, o al menos tantas como para saberme más de uno de sus versos de memoria. Versos que aparecen citados en muchos de mis poemas de Móstoles era una fiesta, y que es una de mis composiciones poética preferidas.



Dejo aquí este poema tan potente y desgarrador:


Tabaquería
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie sabe quién es
(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle constantemente cruzada por la gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, evidente, desconocidamente evidente,
con el misterio de las cosas por lo bajo de las piedras y los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y cabellos blancos en los hombres,
con el Destino conduciendo el carro de todo por la carretera de nada.

Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad.
Hoy estoy lúcido, como si estuviese a punto de morirme
y no tuviese otra fraternidad con las cosas
que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle
la fila de vagones de un tren, y una partida pintada
desde dentro de mi cabeza,
y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos a la ida.

Hoy me siento perplejo, como quien ha pensado y opinado y olvidado.
Hoy estoy dividido entre la lealtad que le debo
a la tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.

He fracasado en todo.
Como no me hice ningún propósito, quizá todo no fuese nada.
El aprendizaje que me impartieron,
me apeé por la ventana de las traseras de la casa.
Me fui al campo con grandes proyectos.
Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,
y cuando había gente era igual que la otra.
Me aparto de la ventana, me siento en una silla. ¿En qué voy a pensar?
¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? Pero ¡pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no puede haber tantos!
¿Un genio? En este momento
cien mil cerebros se juzgan en sueños genios como yo,
y la historia no distinguirá, ¿quién sabe?, ni a uno,
ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay locos perdidos con tantas convicciones!
Yo, que no tengo ninguna convicción, ¿soy más convincente o menos convincente?

No, ni en mí...
¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo
no hay en estos momentos genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas
-sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas-,
y quién sabe si realizables, no verán nunca la luz del sol verdadero
ni encontrarán quien les preste oídos?
El mundo es para quien nace para conquistarlo
y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.
He soñado más que lo que hizo Napoleón.
He estrechado contra el pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he pensado en secreto filosofías que ningún Kant ha escrito.
Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla,
aunque no viva en ella;
seré siempre el que no ha nacido para eso;
seré siempre el que tenía condiciones;
seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta
y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Derrámame la naturaleza sobre mi cabeza ardiente
su sol, su lluvia, el viento que tropieza en mi cabello,
y lo demás que venga si viene, o tiene que venir, o que no venga.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la cama;
pero nos despertamos y es opaco,
nos levantamos y es ajeno,
salimos de casa y es la tierra entera,
y el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.

(¡Come chocolatinas, pequeña,
come chocolatinas!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que las chocolatinas,
mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
¡Come, pequeña sucia, come!
¡Ojalá comiese yo chocolatinas con la misma verdad con que comes!
Pero yo pienso, y al quitarles la platilla, que es de papel de estaño,
lo tiro todo al suelo, lo mismo que he tirado la vida.)

Pero por lo menos queda de la amargura de lo que nunca seré
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico partido hacia lo Imposible.
Pero por lo menos me consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble, al menos, en el gesto amplio con que tiro
la ropa sucia que soy, sin un papel, para el transcurrir de las cosas,
y me quedo en casa sin camisa.

(Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
o diosa griega, concebida como una estatua que estuviese viva,
o patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
o princesa de trovadores, gentilísima y disimulada,
o marquesa del siglo dieciocho, descotada y lejana,
o meretriz célebre de los tiempos de nuestros padres,
o no sé qué moderno -no me imagino bien qué-,
todo esto, sea lo que sea, lo que seas, ¡si puede inspirar, que inspire!
Mi corazón es un cubo vaciado.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus, me invoco
a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,
veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo a los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo a los perros que también existen,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto es extranjero, como todo.)

He vivido, estudiado, amado, y hasta creído,
y hoy no hay un mendigo al que no envidie sólo por no ser yo.
Miro los andrajos de cada uno y las llagas y la mentira,
y pienso: puede que nunca hayas vivido, ni estudiado, ni amado ni creído
(porque es posible crear la realidad de todo eso sin hacer nada de eso);
puede que hayas existido tan sólo, como un lagarto al que cortan el rabo
y que es un rabo, más acá del lagarto, removidamente.

He hecho de mí lo que no sabía,
y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.
El disfraz que me puse estaba equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme el antifaz,
lo tenía pegado a la cara.
Cuando me lo quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.
Estaba borracho, no sabía llevar el dominó que no me había quitado.
Tiré el antifaz y me dormí en el vestuario
como un perro tolerado por la gerencia
por ser inofensivo
y voy a escribir esta historia para demostrar que soy sublime.

Esencia musical de mis versos inútiles,
ojalá pudiera encontrarme como algo que hubiese hecho,
y no me quedase siempre enfrente de la tabaquería de enfrente,
pisoteando la conciencia de estar existiendo
como una alfombra en la que tropieza un borracho
o una estera que robaron los gitanos y no valía nada.

Pero el propietario de la tabaquería ha asomado por la puerta y se ha quedado a la puerta.
Le miro con incomodidad en la cabeza apenas vuelta,
y con la incomodidad del alma que está comprendiendo mal.
Morirá él y moriré yo.
Él dejará la muestra y yo dejaré versos.
En determinado momento morirá también la muestra, y los versos también.
Después de ese momento, morirá la calle donde estuvo la muestra,
y la lengua en que fueron escritos los versos,
morirá después el planeta girador en que sucedió todo esto.
En otros satélites de otros sistemas cualesquiera algo así como gente
continuará haciendo cosas semejantes a versos y viviendo debajo de cosas semejantes a muestras,
siempre una cosa enfrente de la otra,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan verdadero como el sueño del misterio de la superficie,
siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni la otra.

Pero un hombre ha entrado en la tabaquería (¿a comprar tabaco?),
y la realidad plausible cae de repente encima de mí.
Me incorporo a medias con energía, convencido, humano,
y voy a tratar de escribir estos versos en los que digo lo contrario.
Enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos
y saboreo en el cigarrillo la liberación de todos los pensamientos.
Sigo al humo como a una ruta propia,
y disfruto, en un momento sensitivo y competente,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia de encontrarse indispuesto.

Después me echo para atrás en la silla
y continúo fumando.
Mientras me lo conceda el destino seguiré fumando.
(Si me casase con la hija de mi lavandera
a lo mejor sería feliz.)
Visto lo cual, me levanto de la silla. Me voy a la ventana.

El hombre ha salido de la tabaquería (¿metiéndose el cambio en el bolsillo de los pantalones?).
Ah, le conozco: es el Esteves sin metafísica.
(El propietario de la tabaquería ha llegado a la puerta.)
Como por una inspiración divina, Esteves se ha vuelto y me ha visto.
Me ha dicho adiós con la mano, le he gritado ¡Adiós, Esteves! , y el Universo
se me reconstruye sin ideales ni esperanza, y el propietario de la tabaquería se ha sonreído.

domingo, 16 de febrero de 2014

Las vacaciones de Íñigo y Laura, por Pelayo Cardelús

Editorial Caballo de Troya. 220 páginas. 1ª edición de 2013.

Hace ya casi dos años, en la primavera de 2012, leí El esqueleto de los guisantes, la primera novela de Pelayo Cardelús (Madrid, 1974), publicada también por la editorial Caballo de Troya. Como entonces, la nueva novela de Cardelús, Las vacaciones de Íñigo y Laura, me la ha regalado su editor, Constantino Bértolo.

El esqueleto de los guisantes era una novela esencialmente autobiográfica y describía la vida cotidiana en una pequeña empresa de marketing madrileña. Partiendo de la descripción de las condiciones laborales, se esbozaba el retrato generacional de unos jóvenes cuya máxima aspiración era independizarse. El esqueleto de los guisantes situaba su acción en 2004 y su narrador tenía entonces unos veinticinco años. Las vacaciones de Íñigo y Laura está publicada en 2013 y aquellos jóvenes de veinticinco años tienen ahora treinta y cinco, que es la edad que comparten los dos protagonistas de esta historia, Íñigo y Laura.
Esta segunda novela ya no está escrita en primera persona, sino en tercera, aunque la voz narrativa acompaña principalmente al protagonista masculino, que, además de la edad, comparte algunas características con el autor: Íñigo trabaja en una empresa de publicidad y también desea ser escritor. En todo caso, Las vacaciones de Íñigo y Laura es una novela de ficción, no como El esqueleto de los guisantes, que era una novela testimonial.

Si bien la voz narrativa se identifica casi siempre con la de Íñigo, en más de una ocasión el narrador toma distancia respecto a sus personajes e interviene en la historia. Así, en la página 47 podemos leer, por ejemplo: “Pero antes de que Íñigo continúe hablando, debemos suspender la historia de sus vacaciones para explicar algunas cosas. De lo contrario, su próximo relato se nos haría incomprensible”. En la página 88: “Por su imprevisible influencia en los sucesos de ese día, transcribimos a continuación el reportaje íntegro”. En la página 135: “Íñigo los detestaba. Bajo su punto de vista –que no tenemos por qué compartir–, ni eran pacíficos, ni tolerantes, ni comprensivos”.

Íñigo y Laura van a disfrutar de nueve días de vacaciones en las playas gaditanas de Zahara de los Atunes. Tras una larga temporada intentándolo, ella está embarazada de tres meses. El embarazo ha impedido que Íñigo cumpla uno de sus sueños: haber viajado ese verano a Grecia. A partir de esa experiencia pensaba escribir una novela cuyo motor narrativo iba a ser el sexo.

Las vacaciones de Íñigo y Laura reflexiona sobre las relaciones de pareja, sobre hasta qué punto las acciones de nuestra pareja son controlables por nosotros, o, más bien, si ese control es lícito. Es decir, ¿puedo pedirle a mi pareja que no se acueste con otros pero no que exhiba su cuerpo ante otros? ¿Dónde acaba el machismo y empieza el contrato marital?

Desde las primeras páginas descubrimos que Íñigo tiene una obsesión: no puede soportar la idea de que alguien le grabe a él o a su mujer en vídeo, o que les haga una foto. Por un lado le excita la idea de ver a su mujer desnuda en la playa, pero no le gusta que puedan verla otros hombres, y mucho menos que le puedan hacer una fotografía o grabarla en vídeo. Siempre eligen una parte poco transitada de la playa. Allí Íñigo le quita la parte superior del biquini a su mujer, y si viene algún hombre paseando por la orilla le obliga a ponérsela. Lo mismo ocurrirá con la parte inferior del biquini: a Íñigo le excita la idea de bajarle su goma, pero sólo cuando están a solas. Y ésta es la perversión y la obsesión de Íñigo: desnudar a su mujer en un espacio público pero sólo poder disfrutar él de su visión.
Según leía la novela me iba pareciendo que esta idea, la obsesión de Íñigo, estaba excesivamente subrayada. Son muchas las frases que describen movimientos como “le quitó la parte de arriba del biquini, le obligó a ponerse la parte de arriba del biquini; acarició a su mujer, temió que alguien le hubiera grabado, etc.”. Como, a estas alturas, leo intentando descubrir cuáles son los trucos compositivos, me resultaba evidente que el tema de los otros contemplando el cuerpo de su mujer y el de los vídeos eran dos elementos importantes en la novela. Esto se comprueba al final, final que impone la lógica constructiva de lo narrado, no la de los personajes.

En la novela no sólo se describen los días de playa y chiringuitos de Íñigo y Laura, sino también el argumento de la novela que Íñigo tenía planeado escribir tras su vuelta del viaje de Grecia, novela que el personaje considera que ya nunca va a poder escribir. Esta novela dentro de la novela se titularía Beltrán y el sexo o bien Beltrán, Rosa y el sexo, y ocupa más de treinta páginas. Este recurso narrativo me ha gustado y considero que enriquece el libro: a través de Beltrán –personaje creado por Íñigo–, el lector puede conocer algunas claves del pasado de Íñigo. En la casa de Beltrán el sexo es un tabú y éste crece rechazándolo: “¿Cómo es posible que un ser humano, algo tan sagrado y divino como un hombre, capaz de escribir el Fausto o de componer La Novena, pueda provenir de un origen tan sucio, tan absurdo, tan ridículo?” (pág. 62). Estaba leyendo estas páginas y me estaba pareciendo que la novela planteaba aquí un homenaje al escritor francés Michel Houellebecq y a su libro Las partículas elementales. Unas pocas páginas después, se le cita explícitamente.

Algo que me ha extrañado al leer el libro es que, en una novela en la que se quiere hablar de las relaciones íntimas de una pareja, de las obsesiones en torno al sexo, no se hable de ningún acercamiento sexual entre Íñigo y Laura, salvo cuando se describe la tensión sexual creada en la playa con el juego de desnudar a la mujer o no hacerlo, ser observados o no; en la privacidad del apartamento alquilado nunca se describe ningún acercamiento sexual.
Íñigo piensa que Laura y él deben dejarse más espacio como pareja, y mientas Laura baja a la playa él se queda muchas mañanas en el apartamento leyendo El mundo como voluntad y representación de Arthur Schopenhauer; y se plantea que en el futuro su relación con Laura va a cambiar: tiene que haber más espacio para la intimidad de cada uno.

Antes he dicho que al final del libro (ese final sobre vídeos y el cuerpo de la mujer ante otros) se llegaba más por la lógica constructiva de la novela que por la de los personajes, y me parece que en gran parte esto es debido a que el personaje de Laura no está dibujado con nitidez. Apenas sabemos nada de ella hasta el último capítulo. Y quizás también a ese deseo de subrayar los puntales de la novela, como ya he comentado. Además de no retratar los encuentros sexuales de la pareja, me daba la impresión de que esas obsesiones insistentes –el cuerpo de la mujer, las fotos y los vídeos– deberían haber aflorado antes entre ellos, ya que los personajes, como se nos informa en la segunda frase de la novela, llevan seis años viviendo juntos.

En todo caso, no querría dar la impresión de que sólo le veo fallos a esta novela. Me ha gustado la descripción de algunas escenas de playa; y, como he dicho, aprecio el recurso de la novela dentro de la novela, además de la aparición de algún personaje secundario, como la misteriosa Gata.
Creo que El esqueleto de los guisantes, dentro de su modesto planteamiento –un diario de la cotidianidad de una oficina– acababa siendo una novela más redonda que Las vacaciones de Íñigo y Laura. No es fácil (lo sé por propia experiencia) dar el salto de la narración autobiográfica a la ficción. He de apuntar también que muchas de las páginas de Las vacaciones de Íñigo y Laura están escritas con un buen ritmo narrativo y se leen con agrado, y es tal vez al reflexionar sobre el conjunto cuando me asalta la presencia de los defectos comentados.

jueves, 13 de febrero de 2014

Federico García Lorca, un poema

De Federico García Lorca he leído La casa de Bernarda Alba, y los poemarios el Romancero gitano, Poeta en Nueva York; además de otros poemas sueltos. Cuando he leído, de forma salteada, la Antología de Poesía española, editada por Gerardo Diego en 1934 (la tengo en su primera edición, y ésta sea posiblemente la joya más preciada de mi biblioteca) más de una vez me he detenido en el poema de Lorca Oda a Walt Whitman, uno de mis poemas favoritos.




Me apetece traer aquí hoy este poema:


ODA A WALT WHITMAN

Por el East River y el Bronx
los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,
con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas
y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.
Pero ninguno se dormía,
ninguno quería ser el río,
ninguno amaba las hojas grandes,
ninguno la lengua azul de la playa.
Por el East River y el Queensborough
los muchachos luchaban con la industria,
y los judíos vendían al fauno del río
la rosa de la circuncisión
y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados
manadas de bisontes empujadas por el viento.
Pero ninguno se detenía,
ninguno quería ser nube,
ninguno buscaba los helechos
ni la rueda amarilla del tamboril.
Cuando la luna salga
las poleas rodarán para tumbar el cielo;
un límite de agujas cercará la memoria
y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.
Nueva York de cieno,
Nueva York de alambres y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de sus anémonas manchadas?
Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo virginal,
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la niebla
que gemías igual que un pájaro
con el sexo atravesado por una aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid
y amante de los cuerpos bajo la burda tela.
Ni un solo momento, hermosura viril
que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,
soñabas ser un río y dormir como un río
con aquel camarada que pondría en tu pecho
un pequeño dolor de ignorante leopardo.
Ni un sólo momento, Adán de sangre, macho,
hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,
porque por las azoteas,
agrupados en los bares,
saliendo en racimos de las alcantarillas,
temblando entre las piernas de los chauffeurs
o girando en las plataformas del ajenjo,
los maricas, Walt Whitman, te soñaban.
¡También ese! ¡También! Y se despeñan
sobre tu barba luminosa y casta,
rubios del norte, negros de la arena,
muchedumbres de gritos y ademanes,
como gatos y como las serpientes,
los maricas, Walt Whitman, los maricas
turbios de lágrimas, carne para fusta,
bota o mordisco de los domadores.
¡También ése! ¡También! Dedos teñidos
apuntan a la orilla de tu sueño
cuando el amigo come tu manzana
con un leve sabor de gasolina
y el sol canta por los ombligos
de los muchachos que juegan bajo los puentes.
Pero tú no buscabas los ojos arañados,
ni el pantano oscurísimo donde sumergen a los niños,
ni la saliva helada,
ni las curvas heridas como panza de sapo
que llevan los maricas en coches y terrazas
mientras la luna los azota por las esquinas del terror.
Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,
toro y sueño que junte la rueda con el alga,
padre de tu agonía, camelia de tu muerte,
y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.
Porque es justo que el hombre no busque su deleite
en la selva de sangre de la mañana próxima.
El cielo tiene playas donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.
Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.
Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,
la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,
los ricos dan a sus queridas
pequeños moribundos iluminados,
y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo
por vena de coral o celeste desnudo.
Mañana los amores serán rocas y el Tiempo
una brisa que viene dormida por las ramas.
Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whítman,
contra el niño que escribe
nombre de niña en su almohada,
ni contra el muchacho que se viste de novia
en la oscuridad del ropero,
ni contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
ni contra los hombres de mirada verde
que aman al hombre y queman sus labios en silencio.
Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,
de carne tumefacta y pensamiento inmundo,
madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño
del Amor que reparte coronas de alegría.
Contra vosotros siempre, que dais a los muchachos
gotas de sucia muerte con amargo veneno.
Contra vosotros siempre,
Faeries de Norteamérica,
Pájaros de la Habana,
Jotos de Méjico,
Sarasas de Cádiz,
Ápios de Sevilla,
Cancos de Madrid,
Floras de Alicante,
Adelaidas de Portugal.
¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,
abiertos en las plazas con fiebre de abanico
o emboscadas en yertos paisajes de cicuta.
¡No haya cuartel! La muerte
mana de vuestros ojos
y agrupa flores grises en la orilla del cieno.
¡No haya cuartel! ¡Alerta!
Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal.

Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson
con la barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.
Duerme, no queda nada.
Una danza de muros agita las praderas
y América se anega de máquinas y llanto.
Quiero que el aire fuerte de la noche más honda
quite flores y letras del arco donde duermes
y un niño negro anuncie a los blancos del oro
la llegada del reino de la espiga.

domingo, 9 de febrero de 2014

Diez de diciembre, por George Saunders

Editorial Alfabia. 274 páginas. 1ª edición de 2013.
Traducción de Ben Clark.

La primera vez que tuve noticia de George Saunders (Amarillo, Texas, 1958) fue a través de un mensaje de facebook. Me escribía Ben Clark, poeta con el que he coincidido en persona en un par de ocasiones y cuyo libro Basura comenté en el blog. Clark me decía que había traducido el libro Diez de diciembre de George Saunders para la editorial Alfabia y que si me parecía bien me enviaba un ejemplar para que lo leyera y lo comentara en el blog. Busqué información en internet sobre Saunders y me pareció un autor lo suficientemente interesante (este libro ha quedado en 2013 finalista del National Book Award en Estados Unidos) como para aceptar el envío del libro. Ya he comentado aquí que cada vez selecciono más los libros que quiero leer y que procuro no aceptar envíos de las editoriales o de los autores. Sin embargo, en este caso recibir Diez de diciembre ha sido todo un acierto, porque el libro merece verdaderamente la pena. Lo había dejado en mi montaña de inleídos, hasta que hace unas semanas leí en el suplemento cultural del ABC la crítica que de él hacía Rodrigo Fresán (apuntaba algo así como que el primer y el último relato de esta colección son excepcionales, y que los ocho restantes son simplemente magníficos, cito de memoria).

Diez de diciembre está formado por una decena de relatos de muy diversa extensión, desde las dos páginas de Palos hasta las más de sesenta de Los diarios de las Chicas Sémplica, al que podríamos calificar de nouvelle.

El propio Ben Clark nos advierte en una nota introductoria que las voces narrativas de Saunders comenten errores lingüísticos al expresarse y que ha tenido que reconstruir ese efecto al traducirlo. Incluso cuando el relato está escrito en tercera persona, el narrador cede en muchos casos el discurso al personaje; y este discurso suele reflejar el flujo interior de su conciencia: los personajes interpretan la realidad sin usar artículos, dejan frases sin terminar, o celebran sus propios chistes con un “jajaja”. Lo cierto es que la traducción de este libro no parece fácil, y, aunque en algunos casos las expresiones elegidas en español son muy coloquiales (por ejemplo esa que se ha puesto tan de moda entre los adolescentes: “Eso no, lo siguiente…”), me parece que el trabajo de Ben Clark ha sido destacable.

Lo cierto es que, para descubrir que la narración de los cuentos reflejaba el flujo de conciencia de los personajes, tuve que releer las primeras páginas del primer relato, Vuelta de honor, porque no lo entendía bien. Pronto descubrí lo que ocurría: el narrador está hablando de las fantasías de una chica de quince de años; lo descrito no está pasando en la realidad, sino en la mente del personaje. Una vez que el lector se percata de esto el relato avanza con fluidez. En Vuelta de honor ya queda establecida una de las premisas bajo las que Saunders construye sus cuentos: enfrentar el punto de vista de unos personajes sobre una escena con el de otros. En Vuelta de honor se encuentran (o chocan, más bien) la visión de la quinceañera comentada, la de su vecino adolescente –enamorado en secreto de ella– y la de un violador treintañero; cada uno con sus motivos. También es notable en la construcción de los personajes el peso que tiene la mirada de los demás sobre ellos; por ejemplo, la de sus padres.
Vuelta de honor es un buen relato, pero, y aquí discrepo con Fresán, no es éste, ni tampoco el último (titulado Diez de diciembre, en el que vuelve a aparecer una adolescente fantasioso –casi un niño, en realidad– enfrentado a un adulto, que ha decidido dejarse morir en el bosque) los mejores relatos del libro. Los personajes del libro se encuentran, y sus visiones de lo que ocurre difieren, influidos por sus circunstancias, por sus familiares o por la realidad. Eso ocurre en el tercer cuento del conjunto, Cachorro; en él se enfrenta la visión del mundo de una mujer de clase media con la de otra de clase baja. Cada una, a su manera, cree estar haciendo el bien. Este contraste me ha parecido más sutil que el que se plantea entre la visión del mundo de un violador y una quinceañera (Vuelta de honor), o entre la de un niño que quiere ser un héroe y la de un enfermo de cáncer que quiere morir (Diez de diciembre).

Mientras leía los primeros cuentos de este libro, pensaba en la historia del relato norteamericano, y más concretamente en la magnífica antología de Richard Ford. Y me estaba pareciendo que, si tuviera que seleccionar a algún escritor de ese libro que pudiera ser una influencia para Saunders, posiblemente tendríamos que buscarlo en los experimentalistas de los 60 o 70. Los primeros relatos me recordaban la manera de construir una narración de William H. Gass: pero si en el relato de Gass El chico de Pedersen, tras acercarse a la conciencia de sus personajes, se dispersaba la trama del relato, ésta suele estar bien atada en el libro de Saunders; y en este sentido Saunders acaba acercándose más a Raymond Carver.

El cuarto cuento, titulado Escapar de La Cabeza de Araña, introduce un nuevo elemento: el coqueteo con la ciencia ficción. En Escapar de La Cabeza de Araña unos convictos son sometidos a experimentos para determinar los efectos de nuevos fármacos sobre el organismo, fármacos que pueden controlar el deseo sexual o cortar con la dependencia amorosa. De nuevo pensé en la antología de Richard Ford, y en un autor de la misma época que Gass: Kurt Vonnegut y su cuento Bienvenido a la jaula de los monos. Escapar de La Cabeza de Araña es un cuento sobre el control estatal del individuo realmente potente.

He de constatar también que Diez de diciembre no escapa a uno de los problemas más habituales de los libros de relatos: algunas de sus narraciones parecen esbozos de otras en las que el autor va a desarrollar sus ideas con más fortuna. Así, por ejemplo, después de leer el estupendo Escapar de La Cabeza de Araña, el siguiente cuento –Exhortación, que muestra el discurso que da un jefe a sus empleados, me ha parecido un relato menor. O también he pensado que la idea principal que sostenía el relato Al Roosten –la envidia que provoca el éxito ajeno y la frustración por la propia vida– estaba mucho mejor desarrollada en el siguiente cuento, Los diarios de las Chicas Sémplica. En él un oficinista comienza a escribir un diario, con poco respeto por la puntuación convencional (por ejemplo, leemos en la página 163: “Olor de carne asada + sonido metálico de cacerolas, platos en la mesa = atractivo”). Creo que esta nouvelle, Los diarios de las Chicas Sémplica, con su patético personaje, que continuamente trata de justificar ante sí mismo su deseo de vivir por encima de sus posibilidades, y con su toque de ciencia ficción, que sirve para hacer una crítica del trato que en Occidente se da a los inmigrantes, es el relato que más me ha gustado de Diez de diciembre.


Diez de diciembre es un libro original y valioso, con relatos muy conseguidos, que muestran una gran madurez narrativa por parte de George Saunders. Esto me lleva a preguntarme por qué no ha llegado antes a España. Leo en la solapa del libro que Saunders ha escrito al menos tres libros más de relatos y uno de ensayos, y que Alfabia tiene planeado traducirlos y editarlos. Lo cual me parece una magnífica noticia literaria.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Desde la ciudad sin cines en El Cultural de El Mundo

En el trastero de la casa de mis padres en Móstoles hay una caja de cartón grande que me pertenece, una caja que tuvo que contener por lo menos un televisor de 32 pulgadas de la época en la que no existían las pantallas planas. Esta caja, que mi madre ya se ha cansado de pedirme que algún día me deshaga de ella, contiene unos cientos de suplementos culturales: ejemplares de Babelia, El Cultural y el ABC Cultural, muchos de ellos de los años 90, de una época en la que aún no existía internet y yo atesoraba cualquier información sobre libros o escritores. En la portada de aquellos Babelias o Culturales anotaba el nombre del autor que me interesaba y cuyos libros se comentaban en ese ejemplar. No guardaba todos, sólo los que contenían información para mí relevante.
Aquellos suplementos culturales supusieron toda una educación sentimental.

Por supuesto, por aquella época yo soñaba con convertirme en un escritor y que mis libros algún día fuesen comentados en esos mismos suplementos que leía con tanta fruición.
Tras veinte años leyendo Babelias, Culturales y ABC Culturales, el pasado viernes apareció mi nombre en El Cultural, aunque gracias a algo que no podría haber ni imaginado en los años 90: no se hablaba de ninguno de mis libros sino de mi blog, Desde la ciudad sin cines.



El escritor Gonzalo Torné (a quien aún no he leído, pero al que mis “antenas sensibles” acaban de apuntar en la lista de futuribles) escribe lo siguiente sobre este blog:

Cuando era estudiante corría una malicia sobre las reseñas literarias, según la cual, como los dos primeros párrafos suelen estar dedicados a contextuar al autor y a la obra, y el último a atemperar el juicio o a preparar un colofón lírico, bastaba con ir directo al tercero para saber lo que el crítico de verdad “pensaba”. Un buen reseñista (al menos en sus mejores días) se desempeña de manera distinta, pero la parodia sirve para detectar criticastros y señalar un peligro que sobrevuela a cualquiera que debe constreñir sus ideas a un número establecido de palabras: como necesite mucha carrerilla para arrancar tendrá que sacrificar buena parte de lo que se le ocurra sobre su asunto.
Ninguna de estas restricciones de espacio debería afectar a los blogs de crítica literaria más que como hábito heredado, o si se quiere, para emular formalmente el prestigio de las reseñas en papel. Basta con un cálculo en bruto para concluir que esta libertad de espacio debería propiciar maneras distintas de aproximarse a los libros. 
Desde la ciudad sin cines es uno de los blogs más innovadores que he leído. David Pérez Vega publica poemas y crónicas de sus viajes, pero la parte del león se la lleva su interés por la literatura en lengua castellana, y el trato sostenido con autores latinoamericanos como Bolaño, Levrero, Rey Rosa, Piglia, Saer o Zambra. Pérez Vega es ajeno a los aspavientos formales, aquí la originalidad radica en cómo aprovecha el espacio para pasearnos por las “rutas” que desembocaron en una lectura determinada: ¿por qué este autor y no otro?, ¿desde cuándo le interesa?, ¿cómo han influido el comentario de otro colega o una recomendación?, ¿cómo se llega de un libro a otro?
Sería una faena que el RER (Reseñista con el Espacio Reducido) incluyese estas respuestas en su texto, pues desplazarían lo más sustantivo de su trabajo: transmitirnos la magnitud del libro que le ocupa en la constelación literaria a la que aspira a integrarse. Pero para alguien que escribe con gusto, que no se dirige a una comunidad ya establecida por la revista o el periódico que lo amparan, que para dotar de coherencia su trabajo debe elegir con cuidado entre una inmensidad de opciones los títulos de los que va a ocuparse, y que apenas cuenta con su propia determinación para animarse a continuar (otro de los logros del blog son las listas periódicas de “propósitos de lectura” y su evaluación pasado un tiempo) el interés por estas cuestiones parece del todo pertinente.
Una aclaración final: en el rastreo de estas rutas apenas encontramos trazas de esnobismo (ya saben: un fondo de ruinas romanas, la penumbra de una dacha, el cielo púrpura); lo que David Pérez Vega pone en juego son unas antenas especialmente sensibles para captar las señales que emiten los autores que no hemos leído, y nos invita a reflexionar sobre un aspecto clave y a menudo desatendido de nuestra formación como lectores: los azares y las convicciones que nos llevan a escoger unos libros por delante de otros.  

Ver AQUÍ la versión web de El cultural.


Lo cierto es que cuando en 2009 comencé a escribir reseñas en el blog, empecé imitando (como apunta Torné) el tipo de reseñas con el que había crecido; las del Babelia, El Cultural o el ABC Cultural. Y algo más tarde me di cuenta de que el formato blog permitía romper con ese esquema rígido. Colgar una reseña de estilo clásico cada semana podía hacer del blog un cuaderno frío, y me apeteció convertir este espacio en un lugar más acogedor. Quería conseguir, en realidad, que aunque a un posible lector no le interesase el libro que iba a comentar sí le interesase leer igualmente la reseña porque el blog se había convertido en una especie de diario de lectura, un espacio en el que yo participaba casi como personaje literario. Lejos de la pose de los blogs de reseñas que leía en 2009, donde aparentemente se desdeñaba a la literatura, donde se leía para mostrar lo corrupto, aleatorio y absurdo que era el mundo editorial, yo quería mostrar una cara más lúdica y entusiasma, la del lector fanático, que busca libros para disfrutar de ellos (la única manera lógica, a mi entender, de leer), que en realidad siempre he sido.


Como soy un clásico y me hace mucha más ilusión que se hable de Desde la ciudad sin cines en la versión en papel de El Cultural y poder pensar que durante unos días esa revista con mi nombre dentro ha estado a la venta en los quioscos de España, escaneé la página en la que aparecía el artículo de Torné. Dada mi impericia con la tecnología la he escaneado al revés y no sé cómo se le da la vuelta. Quería dejarla aquí, en todo caso, como muestra cómica de mi torpeza, pero tampoco sé cómo se sube al blog: me da error. La tecnología y yo seguimos sin ser buenos amigos.

domingo, 2 de febrero de 2014

La Habana para un infante difunto, por Guillermo Cabrera Infante

Editorial Seix Barral. 509 páginas. 1ª edición de 1979, esta de 2005.

En febrero de 1996, tras acabar los exámenes universitarios del primer parcial, compré en La Casa del Libro de Gran Vía Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante (1929, Gibara, provincia de Oriente, Cuba-2005, Londres). Por entonces estaba inmerso en mi gran época lectora de los autores del boom hispanoamericano, y Tres tristes tigres me parecía uno de los libros míticos que había que leer. La verdad es que me llevé una decepción. La novela no proponía una trama envolvente ni nada por el estilo, recuerdo escenas inconexas de juerga en La Habana, con profusión de juegos de palabras; unas páginas que no consiguieron engancharme, pese a que, como siempre, acabé el libro.

Bastante tiempo después me comentaron que La Habana para un infante difunto era un libro menos experimental, sobre un escritor en busca de sí mismo, que es un tema que siempre me ha gustado. Decidí leerlo durante las vacaciones de las pasadas navidades, porque empecé a sentir el deseo de leer libros que me hablaran de La Habana, como en otros momentos he sentido el deseo de leer libros que hablaran de Buenos Aires. Lo saqué de la biblioteca Eugenio Trías, abierta en 2013, que queda dentro del parque de El Retiro y bastante cerca de mi casa. Aunque he estado trabajando bastantes días en sus mesas (sobre todo durante el último verano), nunca había sacado un libro (precisamente libros no es lo que me falta). Así que estreno la biblioteca Eugenio Trías con este libro de Cabrera Infante.

La Habana para un infante difunto recrea los recuerdos de niñez y adolescencia de un narrador siempre innominado, pero que es fácil identificar con Cabrera Infante ya desde el guiño del título. Más de un elemento de la biografía del narrador coindice con la del autor; incluso alguna descripción física, por ejemplo, al contarnos que le apodaban “el chino” por la forma de sus ojos, aunque, que el supiera, no corría sangre oriental por sus venas. Así que voy a hablar de este libro como si tratase de unas memorias de Cabrera Infante, o al menos así lo he leído yo. El tiempo narrativo abarca dos décadas: concretamente desde 1941, año en que la familia del narrador se instala en La Habana, tras emigrar de un pueblo cubano de la provincia de Oriente (de nuevo, coindicen autor y personaje); hasta 1959, cuando Fidel Castro llega al poder. Aunque este punto final del libro no se cita expresamente, como ocurría con el de partida, el lector siempre lo siente como una barrera natural. De hecho, el narrador evita en casi todo momento hacer comentarios políticos, y sólo he encontrado una referencia directa a Fidel Castro; está en la página 222: “Franqui y yo y varios más dejamos lo que había sido casi una hermandad prefidelista, convertida ahora en una organización pantalla comunista”. Podemos encontrarnos con algún comentario más en el que veladamente se alude a cómo cambió esta o aquella persona después de 1959, pero la intencionalidad del libro no es política; o no lo es si consideramos que no lo es que un escritor exiliado en Londres, que nos mira desde la solapa de libro, emergiendo de algún momento de los años 70, está haciendo latir sobre el papel sus vivencias de la ciudad a la que ya no puede volver: no existe ya La Habana de los años 40 y 50, igual que no existe su niñez y su juventud, pero aquí están sus recuerdos para atestiguarlo todo. Yo no puedo volver allí, parece decirnos, igual que nadie puede quitarme los recuerdos de lo que allí viví. Díganme si esto no es un libro político.

En la primera y segunda página de la novela, el narrador sube una escalera en La Habana, recién llegado del pueblo: “No sólo era mi acceso a esa institución de La Habana pobre, el solar (...), sino que supe que había comenzado lo que sería para mí una educación” (pág. 12).

En la página 14 se nos dan a conocer las intenciones narrativas del libro: “Pero no es de la vida negativa que quiero escribir (aunque introducirá su metafísica en mi felicidad más de una vez), sino de la poca vida positiva que contuvieron esos años de mi adolescencia, comenzada con el ascenso de una escalera de mármol impoluto, de arquitectura en voluta y baranda barroca”. Como vamos a comprobar, no sólo la escalera de mármol era de arquitectura en voluta y baranda barroca, también lo va a ser el estilo narrativo. Un estilo que siempre juega con el lenguaje, que recrea palabras que el adolescente descubre en La Habana y que no existían en el pueblo del que viene, como si el comienzo de su educación en la capital empezara con la adquisición de un nuevo lenguaje para describir una nueva realidad. El lenguaje en muchos casos es creado por el autor cambiando una letra, o unas pocas letras, de una palabra para significar otra cosa por asociación, o se usan palabras que suenan de forma parecida. Entre los juegos de palabras he señalado, por ejemplo, estos: “Camarada sin cama” (pág. 23); “columnas, más toscas que toscanas” (pág. 27); mi pene y yo –socio sucio–” (pág. 47). Las aliteraciones también son frecuentes (“le dio un vuelvo veraz a su voz”, por ejemplo), y las paradojas: “No sé cómo mi timidez se atrevía a tanto: creo que de no haber sido tan tímido no habría sido así de atrevido” (pág. 180).

Además de la exuberancia del lenguaje recordado o inventado, es destacable también el sentido del humor. Más de una vez me he encontrado riendo ante un juego de palabras; y en este sentido el libro es profundamente literario, ya que no nos reímos de las situaciones propuestas, de las interacciones cómicas entre los personajes (aunque esto también abunda en la novela), de lo que podría ser con facilidad transferible a una pantalla de cine, sino de la forma en la que la escena está creada, de la forma de expresarlo, de lo que sólo pueden crear las palabras como arte independiente del cine. En este sentido, en lo irónico y en lo ingenioso de la frase, podríamos hablar de la de Cabrera Infante como de una literatura cervantina. Y esto no deja de ser curioso si conocemos las pasión del autor por el cine: serán muchos los cines que visite el narrador en estas páginas, y su primer trabajo estable será (igual que ocurrió con el autor) el de crítico de cine en una revista. “Mi amor fugaz por las mujeres se alió a mi pasión eterna, el cine” (pág. 126).

La Habana para un infante difunto recorre durante dos décadas el aprendizaje sexual o amoroso del narrador; más o menos desde que tiene doce años hasta que alcanza los treinta. Los capítulos son de muy variada extensión: desde dos páginas hasta más de cien; y existen dos premisas lógicas bajo las que están construidos: o bien se narra todo lo que sucedió (relacionado con el amor y el sexo) en un lugar (o lugares); o bien se narra todo el tiempo que dura una relación con una mujer en concreto.

Creo que el capítulo inicial, titulado La casa de las transfiguraciones, es el más largo del libro; en él la familia del narrador se instala en un solar de La Habana, al que él empezará a llamar “falansterio”. En este edificio de pobres se comparte el baño y casi la vida con los vecinos, puesto que en muchos casos sólo una tela hace de puerta. El narrador nos hará un recorrido por su falansterio al albor de haber tocado un pecho aquí, haber visto unas nalgas allá... Algo parecido ocurrirá más avanzado el libro, cuando ya el protagonista alcance la adolescencia, y sea en la oscuridad de los cines donde pretenda conocer (en sentido bíblico) mujeres, mediante la técnica de sentarse cerca y rozar.
Me gustan más, en todo caso, los otros capítulos señalados, aquellos en los que la presencia de una mujer toma la suficiente importancia en la narración como para que el autor nos hable de su relación con ella durante, por ejemplo, cincuenta páginas. La Habana para un infante difunto gana en estos pasajes, porque las memorias de este Don Juanito de La Habana (como se hace llamar con comicidad el narrador a sí mismo, burlándose de su enclenque presencia física) fluyen mejor en el tiempo; y los otros capítulos, como el primero, donde se hablaba de todas las chicas y mujeres del solar, por ejemplo, se hacían algo pesados porque las situaciones se volvían más reiterativas, y al leerlas pensaba que me habría gustado que estas memorias tuviesen una temática más amplia: me habría gustado que la educación recordada fuese más integral, que incluyera una descripción del colegio, de la familia... y no haberse quedado en una mera descripción de momentos más o menos eróticos, que son simpáticos, sin duda, pero que acaban, en algún momento, por hacerse repetitivos.


La Habana para un infante difunto me ha gustado bastante más que Tres tristes tigres (aunque es posible que este sea un libro que debería releer); y pese a que a veces, como ya he comentado, la narración tenía el defecto de hacerse un poco reiterativa en aquellos capítulos que evocaban lugares; y que yo habría deseado leer unas memorias sobre los años 40 y 50 en La Habana que no sólo hablasen de relaciones sexuales o amorosas, también he de decir que en más de una de estas páginas me he emocionado al enfrentarme con los recuerdos de mi propia historia sexual o amorosa, y que si bien no todas las páginas avanzan con la fluidez deseada (en todo caso, debo apuntar que hay aquí capítulos que podrían ser novelas cortas en sí mismas con un ritmo admirable), no se puede negar que el ingenio de Cabrera Infante a la hora de usar (o crear) el lenguaje hace que cada página de este libro contenga más de un hallazgo que celebrar.