jueves, 28 de febrero de 2013

Cine de verano, de Siempre nos quedará Casablanca


En el blog Atisbos, la persona que se esconde bajo el seudónimo de Arrecogiendobellotas (nada menos) escribió la primera reseña que recibí de mi novela Acantilados de Howth; una reseña muy entusiasta y agradable, por cierto. Cuando Baile del Sol publicó mi poemario Siembre nos quedará Casablanca, contacté con Arrecogiendobellotas y le propuse regalarle este nuevo libro.

La verdad es que como en Desde la ciudad sin cines yo casi siempre comento libros de relatos o novelas, el público que se interesa por mis reseñas no suele ser lector de poesía y me cuesta encontrar personas que les atraiga leer mi poemario y que puedan comentarlo en internet. Arrecogiendobellotas, pese a ser más lector de prosa que de poesía (como yo mismo), aceptó mi envío y seleccionó el poema que más le había gustado para colgarlo en su blog. 
Es el titulado Cine de verano, el segundo del libro, perteneciente a la sección Días de cine, mi pequeño homenaje a las películas y su visionado en pantalla grande.
(Ver AQUÍ el poema en el blog Atisbos)

Éste es el poema:



CINE DE VERANO


Mi hermano aún no estaba con nosotros,
así que yo era un niño menor de seis años,
y el lugar un pueblo de playa,
seguramente de la costa de Levante
(por ejemplo, muchos años después, una concha
encima del televisor: Recuerdo de Gandía).
Mis padres son esa pareja joven de cualquier playa
en verano, con la eterna sonrisa prometedora
e indolente y un niño que no llega a los seis.
Olía a mar. Por las noches solíamos ir
a los cines de verano, inmensas pantallas
recortadas contra el cielo, casi siempre dibujos
animados que me entusiasmaban. No recuerdo
qué películas, sí que eran dibujos animados y el entusiasmo.

De la que guardo memoria es de una de ciencia-ficción,
serie B, donde unos hombres de verdad luchaban
contra la invasión de unos monstruos del espacio
que yo no entendía como claramente de mentira,
sino que me daban miedo y me angustiaban.
No comprendía por qué mis padres me habían
llevado a ver aquella película pavorosa.

No salí corriendo cuando volvió a aparecer
alguno de los temibles monstruos de cartón-piedra.
Lo hice casi al final, sobrando ya el gesto,
cuando, de un tirón, un hombre le arrancó un pendiente
de la oreja a una mujer. Aquello me pareció intolerable,
eché a correr por el largo pasillo ante la mirada
curiosa y atónita del acomodador, que no me detuvo.
En la calle ya no sabía hacia dónde huir,
me quedé paralizado sobre la acera,
de fondo posiblemente el golpeteo del mar.
Fue mi padre quien me agarró por la espalda
y me alzó del suelo.
                                    De repente, me sentí protegido
de todo en los fuertes brazos de mi padre.

He hecho un pacto con la vida:
ya no siento miedo en el cine,
ahora es el sitio al que voy a olvidar
lo que me da miedo.
                                     A cambio la vida
me cobra un precio: cuando se acabe la película
y salga a la calle, aunque lo haga corriendo,
sé que no encontraré ningunos brazos
en los que pueda sentirme seguro.

domingo, 24 de febrero de 2013

No habrá más enemigo, por Sergio del Molino


Editorial Tropo. 276 páginas. 1ª edición de 2012.

Conocí a Sergio del Molino (Madrid, 1979) en marzo del año pasado en el Medialab-Prado de Madrid, en el evento Encuentro de blogs literarios al que los dos habíamos sido invitados. Fue un día agradable y largo, de conversar con mucha gente. Más o menos un mes y medio más tarde acudí a la librería-bar Tipos infames de Malasaña para asistir a la presentación en Madrid de su novela No habrá más enemigo, a cargo de Alberto Olmos. De nuevo fue un día agradable, del que habló Sergio en su blog (ver AQUÍ). Me habría gustado pasar con Sergio, Olmos o Federico Guzmán más horas de aquella noche, pero me tuve que retirar pronto porque al día siguiente tenía que dar mis clases de economía.

Y como suele ocurrirme muchas veces cuando compro libros, No habrá más enemigo no lo leí inmediatamente, porque de algún modo alocado consideré que desbarataría mis planes de lectura de aquellos meses. Lo he hecho a finales de enero.

Esta novela consta de tres partes (Lo de Lenín, Lo de León, Lo de Herbert) y un epílogo (Lo de Sergio).

En la primera parte –Lo de Lenín–, este personaje, usando la primera persona, nos habla de sus extraños encuentros con una mujer llamada Lola. Una vez al año, desde hace siete (desde su primer encuentro), Lenín recibe una invitación para reunirse con Lola en alguna ciudad imprevista; una cita que no puede eludir, una cita marcada por el deseo (un deseo cargado de destrucción) y la curiosidad. Lenín mentirá y pondrá en riesgo su vida cotidiana (por ejemplo, la relación con su pareja Nadejda) por esos dos o tres escasos días de sexo y desenfreno al año que vivirá con Lola. Lenín escribe para su amigo León esta confesión, que trata de explicar al amigo sus raras desapariciones anuales. La situación planteada se complicará cuando Lenín y el lector empiecen a comprender que Lola no es una mujer común, es alguien que podría haber sido joven (como ella afirma) en la Lisboa de 1941, o el fruto de la mente perturbada del personaje. Mientras, los encuentros anuales se dan en lugares cada vez más lejanos y resultan cada vez más devastadores y, sin embargo, necesarios para Lenín. “Querido Lenín, no me adelanto a tus deseos, soy tus deseos. ¿Cuántas veces más te lo tendré que explicar?” (pág. 127). Lola pudo haber sido joven en 1941, y conoce los deseos, el pasado y la intimidad de Lenín.

El lenguaje que usa Del Molino es rítmico, rico, poderoso; irónico sobre sus propias limitaciones como narrador que recurre a las comparaciones del mundo audiovisual. De hecho, las referencias a la televisión o el cine son continuas en el texto: “Como hacen las actrices porno” (pág. 15); “Es fácil sermonear con tópicos oídos en la tele” (pág. 49); “Demasiado cine” (pág. 100); o se refiere a lo narrado como si estuviese hablando de un DVD: “Fast forward. No mucho, un par de golpes al mando a distancia. Ya. Hasta aquí” (pág. 45).
He leído Lo de Lenín intrigado, deseando conocer las respuestas al enigma (posiblemente fantástico) que se plantea. Y me ha gustado encontrarme con alguna digresión en la que Lenín nos acerca a su pasado y a su familia, con los que he sentido una fuerte unión generacional: “En aquella España de ceniceros de Naranjito, electroduentes y carteles contra la OTAN no había que explicar esas cosas” (pág. 43).

En Lo de León, la historia nos acerca a este segundo personaje, que era al que se dirigía el texto escrito por Lenín en la parte anterior; pero ahora la narración se desarrolla en tercera persona. El narrador, apegado a la mirada de León, nos hablará de las calles de Zaragoza, la ciudad donde transcurren la mayoría de las escenas de esta novela con fuerte vocación cosmopolita (descripciones prolijas de Nueva York, Lisboa, Madrid, México…), y de sus encuentros con Alejandra, personaje que también aparece en Lo de Lenín y que tiene una función importante en la historia.
De esta parte me ha gustado sobre todo el personaje de Irigoyen, un emigrante argentino pobre, que tiene un programa pirata de radio, y que introduce a León en el círculo de sus amistades: un grupo variopinto de hombres obsesionados por las batallas de la Segunda Guerra Mundial y por los juegos de estrategia militar. Todo esto de las batallas de la Segunda Guerra Mundial, sus generales, el Mal y los juegos de estrategia me ha recordado mucho a las novelas de Roberto Bolaño.

Y en esta segunda parte, el lector ya se va dando cuenta de que los misterios planteados en la primera posiblemente van a quedarse sin resolver. Lo de León puede leerse como una novela corta independiente.

En la tercera parte, Lo de Herbert, volveremos a algunos de los escenarios caribeños de la novela; y la narración cobrará tintes de novela negra. De nuevo esta parte podría leerse como una novela corta independiente de las dos anteriores, aunque en algún punto trate de dar algunas explicaciones a los misterios planteados en la novela, que como ya intuíamos quedarán sin resolver.

No habrá más enemigo decepcionará a los lectores que busquen una narración redonda y cerrada, ya que muchos de sus caminos, huyendo de los convencionalismos, se adentran más en el terreno del subconsciente que en el de la novela fantástica.

En el epílogo, Lo de Sergio, el autor interpelará al lector para hacerle saber cuáles fueron las circunstancias terribles (días de hospital que marcan la muerte de un hijo) bajo las que esta novela fue finalizada.
En su siguiente obra, La hora violeta, Del Molino elige (por lo que he leído sobre esta novela aún no publicada en el momento en el que escribo esta reseña) un tono muy personal para desarrollar lo expuesto en el epílogo de No habrá más enemigo: desde el yo íntimo nos va a hablar de la muerte del hijo.

El estilo narrativo –el fraseo rítmico– de Del Molino me ha sorprendido gratamente y No habrá más enemigo me parece una novela imperfecta (debido a su falta de coherencia interna), pero escrita con un lenguaje sugerente y poderoso. Imagino que, al volcarse en un yo confesional, La hora violeta promete ser una obra de más calado.

jueves, 21 de febrero de 2013

Reseña de Acantilados de Howth en La magia de los árboles




Cuelgo hoy el enlace a la reseña que de mi novela Acantilados de Howth hace Marta, en su blog La magia de los árboles. Marta no estaba apuntada en la lectura conjunta organizada por Francisco Portela, desde su blog Un lector indiscreto, y creo que ha llegado al libro gracias a las reseñas generadas por esta lectura conjunta. En su blog Marta apunta sobre Acantilados de Howth: “Acantilados de Howth es una lectura muy recomendable, fresca y actual. Especialmente para personas que, como yo, han vivido la dicotomía experimentada al vivir en el extranjero: la alegría y melancolía, la emoción y la añoranza, las ganas de conocer más con la sensación de pérdida de lo conocido. Un libro que refleja los sentimientos de un joven que debe adaptarse a la realidad que dejó en España tras volver de su aventura irlandesa. Fue duro. Consiguió trabajo y casa, pero fue duro. Yo prefiero no tener que adelantar el futuro que nos espera a los que salimos y aun no vemos la fecha en que podamos volver...” (Ver reseña completa AQUÍ).

Muchas gracias Marta por tu atenta lectura.

domingo, 17 de febrero de 2013

Cuentos completos, por Virgilio Piñera


Editorial Alfaguara. 603 páginas. 1ª edición de los libros de relatos: 1956, 1970 y 1987. Este volumen está editado en 1999.
Prólogo de Antón Arrufat.

La primera vez que oí hablar de los cuentos de Virgilio Piñera (Cárdenas, Matanzas 1912-La Habana, 1979) fue en una clase de la facultad de Administración y Dirección de Empresas. Explico la incongruencia: para licenciarme en la universidad Carlos III de Getafe necesitaba tener cursados unos créditos de libre configuración (no recuerdo el número exacto). Así que los alumnos de Derecho, Económicas o Empresariales elegíamos entre diversos cursos de una lista, que solían dar 1 o 2 créditos (10 o 20 horas de clase) hasta completar... ¿ocho, tal vez? Cursos que normalmente tenían poco que ver con los estudios en los que uno estaba matriculado, y que incidían en la formación multidisciplinar del alumno. Recuerdo haber asistido a clases sobre el Manifiesto comunista, y sobre todo me recuerdo asistiendo a un aula en la facultad de Derecho donde se hablaba de Teoría del relato. Según empezó el curso, el profesor nos leyó el primero de los Cuentos completos de Piñera: La caída (1944); en él, dos escaladores se despeñan desde lo alto de una montaña y, según se van despedazando, lo único que les importa salvar es a uno sus ojos y al otro su barba. Recuerdo que aquel cuento, el primero de los Cuentos fríos (1956) me dejó precisamente así, frío. Y levanté la mano y me puse a discutir con el profesor, a insinuar con vehemencia que aquel cuento era muy malo, entre los bufidos de algunos de mis compañeros de Empresariales que se habían matriculado en aquellas clases de relato suponiendo que conseguirían los dos créditos más fácilmente que en otros cursos, y a quienes los contenidos no les importaban nada en realidad. Pero el caso era que a mí sí que me importaban, el caso era que aquellos dos créditos del curso de relato fueron de las horas que más me importaron de mi paso por la facultad de Administración y Dirección de Empresas de la Carlos III; y hasta tal punto discutía sobre los cuentos que elegía el profesor para sus clases que, hacia la mitad del curso, me acabó insinuando que quizás debería plantearme si de verdad pensaba que yo podía aprender algo allí y que quizás no importaba que no lo hiciera, porque ya le había demostrado que sabía lo bastante como para ponerme un sobresaliente sin acabar el curso. Así me di cuenta de que mi interés por el relato y mi insistencia en citar a autores que él desconocía le podían nervioso, y empecé a contenerme y a ser más considerado (ahora que soy profesor, sé que mucho peor que un alumno con desidia es un alumno excesivamente motivado y prepotente).

Y años después me encontré en otras dos ocasiones con la extraña y flaca figura de Virgilio Piñera, convertido más en personaje literario que en escritor:
Él –o un trasunto suyo– es uno de los personajes de Respiración artificial de Ricardo Piglia; Piñera, emigrado a Buenos Aires, entabla amistad en la sala de ajedrez del café Rex con nada menos que con Witold Gombrowicz, otro de los grandes escritores raros del siglo XX. Piñera está entre el grupo de amigos de café que consiguen traducir la obra magna de Gombrowicz, el Ferdidurke, del polaco al español (sin saber polaco, por supuesto: Gombrowicz traducía oralmente en su mal español, y los amigos escritores hispanoamericanos transformaban aquello en lenguaje literario).
Piñera es uno de los personajes de Antes que anochezca, la novela testimonial de Reinaldo Arenas. Recuerdo sobre todo una escena del libro, en la que el gobierno cubano ha convocado a los escritores de la isla para escuchar las palabras de Heberto Padilla, escritor que se atrevió en una de sus obras a ser crítico con el nuevo régimen. Padilla fue encarcelado y, después de un periodo de reeducación, se le obligó a realizar una comparecencia pública ante sus compañeros escritores (lo que luego se llamaría el caso Padilla) para confesarles lo equivocado que estaba; y Arenas describe cómo Piñera se iba escurriendo en su asiento hasta casi desaparecer debajo de una mesa.

Mi ejemplar de los Cuentos completos de Piñera lo compré por un euro hace unos ocho años en el rastrillo navideño del colegio donde trabajo. Creo que al hojearlo me intimidaba un poco pensar que iba a encontrarme con demasiadas páginas surrealistas o incomprensibles, o quizás aún tenía presente aquella primera clase de Teoría del relato, que me dejó tan frío.

Cuentos completos está formado por cuatro libros: Cuentos fríos (1956), El que vino a salvarme (1970), El fogonazo (1987) y Muecas para escribientes (1987), además de otros cincos cuentos inéditos.
La mitad de los Cuentos fríos están escritos en 1944, y la otra mitad en 1956. Los primeros relatos son asfixiantes: estampas oníricas que inciden en una idea torturada del cuerpo; por ejemplo, en El caso Acteón, dos hombres empiezan a despedazarse al escarbar en sus cuerpos; el segundo cuento, La carne, en el que para paliar el hambre de un pueblo los habitantes deciden cortarse en filetes y comerse a sí mismos, casi no pude acabar de leerlo, y tenía tres páginas; me causaba demasiada repugnancia.

Desde luego si algo puede caracterizar a esta narrativa breve de Piñera es la absoluta libertad creativa: cuentos surrealistas, oníricos, kafkianos, fantásticos, de ciencia ficción, absurdos, de terror, de género negro, e incluso cuentos realistas que aparentemente retratan costumbres.

El estilo es escueto en adjetivos y antibarroco; pero no podría hablarse de un estilo sencillo: las frases son enrevesadas, inteligentes, contradictorias, kafkianas en su esencia de pensamiento doliente y desnudo.

Muchos de los primeros cuentos inciden en la pobreza, en los cuartos míseros, que como dice Antón Arrufat en su interesante prólogo, fueron cuartos en los que tuvo que vivir Piñera, empeñado en ser escritor profesional en un país y una época en la que nadie lo era, en la que simplemente no existía mercado editorial en Cuba.
La deslocalización es profunda: la acción puede situarse tanto en La Habana como en la Praga de Kafka; de hecho, a mí, que nunca estuve en Cuba, que conozco la isla por sus escritores (Reinaldo Arenas, Pedro Juan Gutiérrez, Alejo Carpentier, Karla Suárez, Guillermo Cabrera Infante...), me resultaba extraño pensar que Piñera me hablaba de Cuba, o al menos que me hablaba desde Cuba; y esto a pesar de que existen algunas contadas referencias con las que uno se topa en los primeros relatos; como, por ejemplo, un comentario sobre “la época colonial” en la página 67.

El sexo –tan caribeño, tan tropical– está prácticamente ausente de estas más de 600 páginas; y, si aparece, es un sexo torturado; así, por ejemplo, el cuento El cambio (1944) plantea un intercambio de parejas, y después de una noche de sexo el narrador anuncia: “Les hizo saber que, deseando prolongar para ellos aquella memorable noche carnal, había ordenado que dos de sus criados, armados de punzones y tijeras, les vaciaran los ojos y les cercenaran la lengua” (pág. 47).
Virgilio Piñera era homosexual, y tras regresar a Cuba de su estancia de diez años en Buenos Aires, consigue vivir algún año bueno trabajando de gestor cultural en La Habana, pero, como cuenta Arrufat en su prólogo, desde que se llevaron a cabo las políticas homófobas castristas de 1971 Piñera es apartado de la vida oficial. Es demasiado famoso para encarcelarlo, pero se le va relegando de todo cargo: sus libros publicados no se reeditarán, y los nuevos no serán publicados. Piñera murió en 1979 en la más absoluta marginalidad.
Antón Arrufat cree ver en uno de los cuentos inéditos finales, La rebelión de los enfermos, en el que un numeroso grupo de personas sanas es convocado para ingresar en el hospital, una metáfora de la homofobia reinante en el país; y estoy de acuerdo con su interpretación, pero a mí me parece que el cuento La risa (1947) contiene una referencia más clara a este tema: en él, un hombre aquejado de un exceso de cultura sale a la calle y conoce a un marinero al que se llevará a su casa: “Tomo impulso, y recto me lanzo, con mi boca, a su boca. Se la muerdo. Y luego, más animoso, le muerdo un brazo; después, el muslo. Es toda una orgía de mordiscos. El marinero ríe sin cesar. Multiplico los mordiscos” (pág. 429).

Debo decir desde ya que estos Cuentos completos contienen narraciones que me han parecido geniales, y otras que me han resultado insufribles y que he terminado de leer por una especie de compromiso kafkiano conmigo mismo (o no sé con quién en realidad), que consiste en acabar siempre un libro o un relato una vez que lo he empezado. Lo más lógico habría sido finalizar un cuento si me gustaba y, si no, pasar al siguiente; pero no lo he hecho así, los he leído todos, y algunos hasta dos veces para ver si me había perdido algo; pero no, tras una segunda lectura me he reafirmado en lo que ya sabía: ese cuento era así de incomprensible.

Puedo destacar por ejemplo el cuento La cara (1956), que en su extrañeza hacia lo real entroncaría con el universo de Felisberto Hernández.
Me ha gustado el surrealismo divertido de El álbum (1944): en un edificio habanero los vecinos están durante meses (sin moverse del sitio) contemplando el álbum de fotos de una señora.
He disfrutado el sarcasmo de El gran Baro (1956), sobre el poder y los payasos.
Hay un cuento de terror –que en realidad tiene un fondo realista– estupendo: Un fantasma a posteriori (1962).
El caso Baldomero (1965) es una novela corta (tiene casi 50 páginas) del género negro, de un corte realista –pero de un realismo matemático y borgiano– muy interesante.
Destaco El caramelo (1962), que comienza de un modo realista, describiendo a un grupo de viajeros de autobús, y termina de forma fantástica.
Me gusta el cuento metaliterario Un jesuita de la literatura (1964), donde Piñera, o un narrador parecido a Piñera, reflexiona sobre la propia naturaleza del cuento que está escribiendo y sobre las interrupciones que sufre para poder escribir.
Me llama la atención Frío en caliente (1959), porque es un cuento puramente realista, sobre la picaresca de los políticos, con auténtico sabor cubano; en él Piñera abandona su lenguaje frío y algo metafísico para dar voz a un narrador cubano que usa términos como compay.
Me gusta El filántropo (1957), un cuento donde no ocurre nada fantástico, salvo la relación entre los personajes, de puro absurdo kafkiano.
Me gustó mucho Unos cuantos niños (1957), un cuento muy inquietante sobre un tipo que roba bebés para comérselos, que nos hablará del momento en el que casi le atrapan, y cuya trama oscura se resolverá de un modo fantástico. Un cuento escrito hace más de 50 años y que podría estar en la colección de relatos de un cuentista mucho más moderno, como el Juan Carlos Márquez de Llenad la Tierra. Y además -no sobra decirlo- Piñera me parece una de las más claras influencias en la obra de César Aira.
Me agradó la paradoja borgiana del cuento El que vino a salvarme (1967).

Y entre los cuentos insufribles, que he leído por leer, habiendo perdido el interés muchas páginas antes de acabarlos, podría citar narraciones como El conflicto (1956), El Impromptu en Fa de Federico Chopin, Hay muertos que no hacen ruido, o Hay ranas que no crían pelos.
Me interesa hacer una reflexión sobre estos últimos cuentos, sobre la razón por la que perdía el interés al leerlos y no me han gustado: eran demasiado surrealistas; en ellos cualquier cosa podía pasar.

En estos Cuentos completos hay cuentos de corte fantástico, como el citado El caramelo, pero en este cuento uno puede identificarse con el narrador, una persona corriente que toma un autobús, y la escena extraña que vive (un niño, a instancias de su abuela, ofrece a su acompañante de asiento un caramelo, y ésta muere fulminada), es también extraña para el lector; la solución fantástica es extraña para el lector y para el narrador.
En los cuentos que no me han gustado los narradores no tenía trasfondo humano; eran composiciones de este estilo: y ahora vuelo, y muero y exploto y soy verde, y veo un muro con ranas, y la rana habla, y caigo por un pozo, y me atraviese el pecho un ladrillo que habla, etc.
En los textos kafkianos el lector sufre y se angustia con el sufrimiento y la angustia del personaje (como sucede en el cuento El filántropo); en algunos cuentos surrealistas no había ningún hilo lógico al que aferrarse; y la ausencia de este hilo escora –al menos para mí– el cuento hacia el fracaso, al hacerse incomprensible su contenido.

En todo caso, aunque empezar un cuento de estos Cuentos completos era como jugar a la ruleta rusa –nunca sabía si iba a disfrutar con el cuento o sólo iba a leerlo por el compromiso absurdo de leerlo–, me alegro de haberme acercado a este volumen después de que éste descansara durante ocho años en mi estantería de libros inleídos. Piñera es sin duda un escritor original y valioso, con algunas páginas geniales. Y quizás recomendaría leer este volumen en pequeñas dosis y no todo seguido como he hecho yo.
La verdad es que me han entrado ganas de releer Antes que anochezca de Reinaldo Arenas y acercarme al retrato entrañable que éste hace de Piñera.

jueves, 14 de febrero de 2013

Passau, de Siempre nos quedará Casablanca



Envié mi poemario Siempre nos quedará Casablanca a mi amigo el poeta y narrador mallorquín Javier Cánaves (a quien conocí tras la lectura de sus poemarios Por fin has conseguido que odie el blues y El peso de los puentes; y gracias a las posibilidades de internet). Javier, tras leer el poemario, eligió como el que más le gustaba del conjunto uno titulado Passau (Ver AQUÍ).

También es uno de mis favoritos de ese libro.
Me apetece hoy reproducir aquí este poema:



PASSAU
Los vigilantes del museo de El Prado
la saludaban. Le gustaba el arte,
estudiaba una carrera que lo mezclaba
con la economía y los idiomas; hacía prácticas
en galerías, museos, tasaba obras.
Esas carreras existen en Alemania,
esa vida existe en Alemania. «¡Oh, El Prado!»,
decía. Con el pelo negro era la más guapa
de todas las alemanas que conocí en Madrid,
sus ojos tan azules. Me llevó a exposiciones
de vanguardia en mi propia ciudad,
donde había gente que conseguía exponer
cosas espantosas a precios desorbitados (al menos
invitaban a copas). ¿Cómo podían conseguir
esos chollos? ¿Dónde se estudiaba para pintar
o fotografiar esos engendros y vivir del arte,
ser prestigioso o publicar en revistas? Me llevó
a fiestas de elegantes galeristas, de cuidadísimas
barbas descuidadas y coletas canosas,
gente como muy de Nueva York, como muy guay
(esta palabra la ha admitido la Real Academia
y siento que el niño que fui y la usaba
se ha hecho viejo), gente que desdeñaría
trabajos como el mío, que diría: «Oh, qué horrible,
yo no podría trabajar en algo así, me moriría!»,
con mucha afectación, con mucha sensibilidad,
como si yo no prefiriese admirar cuadros,
esculpir o vender monigotes, a revisar cuentas,
a oír: «No llegamos, habrá que trabajar el fin
de semana… no, horas extras, no las puede soportar el job».

Con sus ojos tan azules me contaba cómo era Passau,
la pequeña ciudad universitaria al sur de Alemania
(cerca de República Checa y Austria) donde estudiaba;
los árboles, la casa compartida con amigas, los paseos
en bicicleta… Me gustaba oírlo, me gustaba
mucho oírlo, imaginarme allí en Centroeuropa
con unos cuantos años menos, paseando en bicicleta
con despreocupadas muchachas rubias o morenas
de ojos azules, estudiando idiomas, arte, historia,
literatura… Sí, esas cosas o algo así.

domingo, 10 de febrero de 2013

Esperando a Beckett, por Jordi Bonells


Editorial Funambulista. 113 páginas. 1ª edición de 2006.

Ya comenté en el blog, hace unas semanas, el libro El premio Herralde de novela de Jordi Bonells (Barcelona, 1951), y escribí entonces que me apetecía leer alguna obra más del autor. Paseando por la biblioteca de Móstoles, y consultando en un ordenador de la sala su base de datos, me fijé en que tenían esta otra novela, Esperando a Beckett, aunque en la biblioteca se hubiesen confundido al clasificarla y la hubieran ubicado en la sección de Biografías en vez de en la de Narrativa. Un error que parece un guiño a las primeras páginas del libro, pues en ellas Bonells declara –con la arbitrariedad de argumentos que empiezo a considerar una de las características de su estilo– que principalmente hay dos tipos de escritores, los escritores B y los K; y él está unido a Beckett por la B. Así que le haría gracia a Bonells saber que en la biblioteca de Móstoles, en vez de estar clasificado por N/Bon (Narrativa/Bonells) está clasificado como B/Bon (Biografías/Bonells), escapando así de ser un escritor N para tener que ser irremediablemente un escritor B.

He decidido llamar a Esperando a Beckett narración en vez de novela, pues en ella Bonells vuelve a jugar al memorialismo y al ensayo digresivo. Muchos de los temas autobiográficos de los que el autor habla aquí los trata también en El premio Herralde de novela: en Esperando a Beckett aparecen los dos tíos que tanto le inspiraron; la casa en la que vivía en uno de los mejores barrios de Barcelona, donde su padre trabajaba de chófer para una familia de alemanes; la imprenta en la que empieza a trabajar; la librería que visita... pero ahora el enfoque, en vez de ser (principalmente) el de hablarnos de su vocación literaria, es el de hablar de la vocación lectora, simbolizada en la temprana admiración por la obra de Samuel Beckett: “Hoy en día no deja de sorprenderme que un adolescente no muy ducho en cosas literarias se haya sentido subyugado de forma espontánea e inmediata por la escritura de Samuel Beckett” (pág. 59); y Samuel Beckett simboliza también la autoafirmación y la madurez, ya que hasta entonces los gustos lectores de Bonells venían determinados por las recomendaciones de su tío Flores; pero a Beckett llega por sí mismo y de casualidad, a través de una obra de teatro (Esperando a Godot) vista en un televisor en el que falla la imagen. Me gusta también la exposición de la teoría de los agujeros a que da lugar el visionado de obras de teatro en ese televisor que perdía la imagen.
Creo que debido a un comentario de El premio Herralde de novela, en Esperando a Beckett pensaba que Bonells iba a hablar más de la figura del alemán en cuya finca vivía (uno de los tres “nazis hipoputas” de su vida), y lo hace, pero no hasta el grado en que yo había supuesto; en realidad, Esperando a Beckett es una narración bastante corta: las escasas 100 páginas de texto están amenizadas con fotografías, en las que se muestran objetos, lugares o personas citadas en la obra.

En la página 93 Bonells habla de nuevo, igual que en El premio Herralde de novela, del double bind o la doble atadura; es decir, del deseo de algo y a la vez del deseo de no conseguir ese algo, recurso con el que en El premio Herralde de novela jugaba a la contradicción continua. Ese recurso está presente en su anterior obra; por ejemplo, leemos en la página 32: “Sólo la diferencia permite el parecido”. El lenguaje vuelve a tener rasgos orales en muchas ocasiones; por ejemplo, leemos en la página 74: “Yo pensaba que como el libro era delgadito iba a ser barato. ¡Un cuerno! Era carísimo. Para mí. No me alcanzaba con lo que tenía. No me alcanzaba, no. Ni con lo que tenía ni con lo que no tenía”. En este párrafo volvemos a encontrarnos con recursos que ya señalé en la otra obra comentada, como el de colocar puntos en lugares aparentemente inapropiados para dar a su prosa un aire entrecortado propio del discurso oral.

La digresión literaria es profusa; así, escribe Bonells cuando trata de aclararnos las coincidencias que encuentra entre él y Beckett: “La segunda coincidencia es caligráfica: Beckett tiene una letra minúscula. No tanto como la de Robert Walser, pero casi. La mía está entre las dos: más pequeña que la de Beckett, pero menos que la de Walser, dificultándome bastante la relectura de lo que escribo a mano –sospecho que cuando uno escribe con letra minúscula es para no tener que releerse” (págs. 22-23).
Además de las reflexiones literarias me han llamado la atención los comentarios puramente bibliófilos, como éste: “Recuerdo siempre dónde he comprado los libros que han contado en mi vida, e incluso dónde he comprado algunos que no han contado. Es importante el lugar donde uno compra los libros” (pág. 52). Coincido con él: a mí también me parece importante el lugar donde uno compra los libros; y sé que en muchos casos me causa una impresión distinta un libro sacado de la biblioteca, prestado o comprado; si es de primera o segunda mano; si es una edición de bolsillo o de tapa dura; si la letra del libro es diminuta o no..., lo que probablemente sea absurdo salvo si considero que no lo es para mí, y con esto, para una pasión personal, basta.

Me ha dado la impresión de que Esperando a Beckett es en cierto modo una avanzadilla de El premio Herralde de novela. Siento que en la primera de estas obras Bonells ensaya recursos y trata temas con los que va a trabajar con más profundidad en la siguiente obra. Mucho de lo mostrado en un libro se muestra en otro; aun así, las diferencias hacen interesante la suma de ambos, que pueden leerse como complementarios. No obstante, para mí El premio Herralde de novela es una obra superior a su predecesora.

Sigo teniendo curiosidad por la obra de Jordi Bonells, y creo que el siguiente libro que voy a leer de él va a ser La segunda desaparición de Majorana, porque me parece que las intenciones narrativas varían respecto a los libros comentados; aquí Bonells investiga el rastro del físico Ettore Majorada, desaparecido en 1938 en extrañas circunstancias.

jueves, 7 de febrero de 2013

Reseña de Acantilados de Howth en el blog Cuaderno del campo




Dentro de la lectura conjunta organizada por Francisco Portela, del blog UN LECTOR INDISCRETO, llego hoy a la reseña que hace César de Acantilados de Howth  en el blog Cuaderno del campo. En ella, César apunta: “Definir por tanto Acantilados de Howth como una novela de juventud, generacional, realista, costumbrista... es quedarse corto ya que engloba en ella todas esas etiquetas, dejando espacio para recrearse en ocasiones en un lenguaje muy poético a veces, crudo en otros, utilizando diversas técnicas narrativas que lo alejan un tanto de la literatura clásica y lo entroncan con los nuevos autores que mezclan lo mejor de los relatos de las novelas decimonónicas con las técnicas modernas de narración.
Por todo ello os recomiendo que lo leáis y juzguéis por vosotros mismos, ya que este es un buen libro.” (Leer AQUÍ la reseña completa).

Gracias por tu atenta lectura, César.

domingo, 3 de febrero de 2013

El alma de Gardel, por Mario Levrero


Editorial Mondadori Argentina. 119 páginas. 1ª edición de 1996, ésta de 2011.

En julio del año pasado vino de visita a Madrid mi amigo canario Samuel Rodríguez, uno de los lectores más voraces que conozco; y para él había preparado una ruta de librerías de segunda mano, cuyo eje principal pasaba por las tres librerías Abaco. En otro momento, caminando por Huertas, le pregunté si conocía la librería Iberoamericana y, ante su negativa, hacia allí nos dirigimos. Él, que aprovecha sus viajes a Madrid o a Barcelona para volverse a su isla cargado de libros, compró dos o tres, y yo no pude resistirme a este nuevo libro de Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004), porque a pesar de los precios altos del libro importado, si vuelvo unos meses después y ya no está me siento mal. El alma de Gardel está editado en el barrio bonaerense de Avellaneda, como Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo o La banda del Ciempiés, que me envió desde Chile mi amigo Leandro Hernández. Estos dos últimos libros los ha editado por fin en España Mondadori, lo malo es que es una edición de bolsillo junto con Dejen todo en mis manos (y la idea de tríptico policiaco está un poco cogida por los pelos, porque las diferencias entre los dos primeros y el tercero son notables).
Como en otras ocasiones, vuelvo a hacer mi reivindicación histórica a Mondadori sobre Mario Levrero: ¿cuándo se van a decidir, señores de Mondadori, a creer en su propio catálogo y van a acercar a este fantástico autor al público español con el nivel de edición que se merece? Yo diría que Levrero ya es un autor bastante conocido en España y el interés hacia él es creciente.
La buena noticia es que mientras que las ediciones argentinas de Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo y La banda del Ciempiés tienen una tirada de 2.500 ejemplares, la de El alma de Gardel es de 5.000. Algún mandamás de Mondadori Argentina sí que está creyendo en el potencial de Mario Levrero.

No he podido leer los libros que según la wikipedia preceden a El alma de Gardel (1996) en la obra de Mario Levrero, libros como Los jíbaros (1992) o El sótano (1988), pero sí que conozco los inmediatamente posteriores, que son El discurso vacío (1996) y Dejen todo en mis manos (1998).
Así, si se divide la obra de Levrero en una primera etapa, donde incluyo libros como La ciudad (1970), Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975), París (1980), Lugar (1982) y La banda del Ciempiés (1989); y en una segunda, con obras como El discurso vacío (1996), Dejen todo en mis manos (1998) y La novela luminosa (2005), se podría considerar El alma de Gardel (1996) como una obra puente entre ambos grupos.

El alma de Gardel, al igual que las obras del segundo bloque señalado, es en principio de corte más realista que las del primero; en ella un narrador en primera persona, que el lector puede identificar con el propio Levrero, comenzará a contarnos hechos aparentemente insignificantes de su vida, explicados con una extraña lógica personal.
El narrador se asoma a la puerta de la biblioteca –donde acude para estudiar a algunos escritores raros– y allí comprueba que ha empezado a llover. Sin dudarlo, se da la vuelta y, del mostrador de la sala, roba un paraguas, que luego abandonará en un autobús. El viaje en autobús y el paraguas le darán juego para hablarnos de otros viajes en autobús, de sus diferentes tipos de asientos, de los posibles roces sexuales que pueden darse en este medio de transporte...; y el paraguas le servirá para hablarnos de los paraguas de su vida, que guarda en un cajón, paraguas olvidados por mujeres que le ayudarán (junto con los fetiches que atesora a su lado) a rememorar a algunas de las mujeres que han sido importantes para él. La primera escena descrita –el robo del paraguas en la biblioteca y el hecho de subirse a un autobús– evoluciona hacia pensamientos de este tipo: “¿Habría reencontrado a Julia si no hubiera reencontrado el paraguas rojo en el cajón de la cómoda? Pero este movimiento hacia Julia había comenzado antes, quizás cuando robé aquel paraguas en la Biblioteca, y me puse a pensar en paraguas, y recordé mi colección de paraguas y me puse a buscarla. ¿Por qué no? Hubo toda una actividad psíquica que finalmente me condujo a Julia por un aparente azar” (págs. 110-111).
La extraña lógica de Levrero, que no elude el pensamiento mágico, se despliega en El alma de Gardel como lo hace en El discurso vacío y en La novela luminosa. Pero, como si los libros del primer bloque citado aún tirasen de él, el surrealismo fantástico de Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo y La banda del Ciempiés también están aquí presentes, en forma de sueños y de situaciones estrambóticas: en más de una de las escenas del libro, el narrador contacta con el alma de Gardel: “De pronto, ese viento, no sé de qué manera, comenzó a comunicarse conmigo; no hablaba, no emitía ningún sonido articulado –sólo el puro sonido del viento, de un viento lleno de brío e incesante–, pero de alguna manera se comunicaba conmigo y me hacía saber que él era el alma de Gardel” (págs. 18-19). El final de la novela es digno de Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo.

Yo diría que esta novela contiene más de un guiño a Philip K. Dick, y apuntaría más concretamente al Dick de la última etapa, el Dick paranoico que creía ver señales personales en cualquier cosa, lo que se evidencia en libros como Valis o Radio Libre Albemut. Así, en El alma de Gardel hay un personaje, un viejo loco, que también frecuenta la biblioteca y que es quien pone al narrador en contacto inicialmente con el alma de Gardel: “Y el alma de Gardel me hacía saber, sin palabras, que aquel hombre de la Biblioteca no estaba loco; había dicho la verdad o algo parecido a la verdad, porque esta alma que se había encarnado una vez en Carlos Gardel no era un alma común, sino una fuerza que había sido dirigida hacia aquí desde una remota galaxia con la misión de conquistar nuestro planeta” (pág. 20). En Radio Libre Albemut de Dick hay una escena inicial en la que el protagonista da una limosna a un mendigo y leemos: “El niño ignoraba que el mendigo no era en realidad un mendigo, sino un ente sobrenatural que estaba de visita en la tierra para examinar a las personas” (pág. 11).

Leí El alma de Gardel de una sentada, poco antes de fin de año, y me pareció una pena que fuese tan corto, poco más de 100 páginas de una letra enorme, porque me encantó percatarme de su función de engranaje entre una fase creativa de Levrero y otra.
Es más, su lectura me hizo vivir un momento impagable: estaba sentado en el sillón, leyendo, tomando un café, y por las paredes del edificio se filtraba la música de algún vecino; una música que me llegaba de forma inconsciente, a ratos me sumergía en las páginas del libro, olvidándome de ella, y a ratos me percataba del cambio de canciones. En algún momento, escuché de forma consciente: se trataba del tango Volver de Carlos Gardel, cantante que nunca había escuchado desde que llevo viviendo en mi actual casa. ¿Y Mario Levrero qué opinaría de esto? Alucinante.