domingo, 29 de julio de 2012

La banda del Ciempiés, por Mario Levrero


Editorial Mondadori Argentina. 190 páginas. 1ª edición de 2010.

Éste es otro de los libros que, en las pasadas Navidades, me mandó mi amigo Leandro Hernández desde Chile, porque Mondadori no se decide a publicar toda la obra de Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004) en España. Así que edita 2.500 ejemplares en el barrio de Avellaneda en Buenos Aires, y de ahí los distribuye a Argentina, Uruguay y Chile. Lo que sigo pensando que es un error: Mario Levrero ya tiene el suficiente número de lectores en España como para que su edición aquí sea rentable, o Mondadori debería apostar –opino, sin tener sus cuentas de resultados en la mano, claro– por el futuro: debería ser un orgullo para ellos tener a un autor de la categoría de Mario Levrero en su catálogo. Yo aún sigo esperando que Mondadori edite la antología de cuentos de Levrero que había seleccionado Ignacio Echevarría y que se anunciaba en la contraportada de La novela luminosa, editada en 2008.

Leo en la wikipedia que de La banda del Ciempiés, fechada en enero-marzo de 1988, apareció una versión abreviada, publicada como folletín, en el suplemento Verano/12 del diario Página/12, Buenos Aires, en enero-febrero de 1989, y que la versión completa la ha publicado por primera vez Mondadori en 2010.
Entre las obras de Levrero que he leído, La banda del Ciempiés guarda una estrecha relación con la novela Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, fechada en 1973, libro que ya comenté en el blog hace unos meses (ver AQUÍ).

Como en Nick Carter, la acción de La banda del Ciempiés se sitúa en una indeterminada ciudad norteamericana, y además los nombres de los personajes son anglosajones; estos dos elementos –ubicación norteamericana y nombres anglosajones– le sirven a Levrero para jugar en su novela al género policial con tintes paródicos.
En ambas novelas nos encontramos con un famoso detective que debe resolver un enigma que supera a la policía.

El hecho terrorífico que asola a la ciudad donde se desarrolla la acción queda descrito en la segunda página de la novela de este modo:

“El origen de todo esto había sido una voz de mujer que gritó apenas dos palabras: ¡El Ciempiés!
En efecto: a pocos metros de la salida del cinematógrafo se había formado una vez más el aterrador muñeco que aparecía a cualquier hora del día y de la noche con la única aparente finalidad de provocar el pánico, y tenía en jaque tanto a la policía como al resto de los ciudadanos. El cuerpo del muñeco estaba formado por un largo trozo de tela muy liviana, calada, con forma de gusano, que cubría a una cincuentena de hombres que, de este modo, cobraban la apariencia de un gigantesco ciempiés. Estos hombres corrían disciplinadamente, moviendo sus piernas en forma perfectamente acompasada, mientras algunos de ellos hacían sonar unas matracas de madera y otros unas pequeñas panderetas (...).
Los hombres corrían, haciendo ondular el largo cuerpo del muñeco, y destruían lo que tocaban: vidrieras, vidrios de automóviles o cualquier otro objeto que encontraban en su camino, mientras que a la gente la golpeaban con gruesos palos o la herían con finos estiletes o la atropellaban y pisoteaban o simplemente la acometían a puñetazos, disparados sin detenerse en ningún momento la marcha del muñeco galopante. Al llegar a la esquina siguiente se quitaban la tela que los cubría, y esa tela o bien era abandonada en la calle o bien era plegada cuidadosamente entre dos de esos hombres, y uno de ellos la guardaba entre sus ropas, mientras los cuarenta y ocho restantes se dispersaban rápidamente”.

Sé que la cita es especialmente larga, pero creo que merecía la pena reproducirla: si uno abre un libro y en la segunda página lee lo entrecomillado arriba creo que será difícil que no se le escape una sonrisa.
Si bien Nick Carter parecía una parodia de los principios freudianos, La banda del Ciempiés es más bien una parodia de los folletines del siglo XIX y de varios géneros de literatura barata (sin olvidar las pulsiones freudianas, como el deseo sexual compulsivo de algunos personajes).
Aquí, a diferencia de lo que ocurría en Nick Carter –aunque en La banda del Ciempiés las relaciones causales entre unos hechos y otros son absurdas–, se conserva más la lógica física; es decir, mientras que en Nick Carter el detective salía de casa saltando cinco pisos desde la ventana, o los espejos mostraban una realidad diferente a la que debería aparecer reflejada en ellos, los personajes de La banda del Ciempiés son más humanos (el detective no lleva a su ayudante en una bolsa) y están más sometidos a leyes universales, como la de la gravedad.

He detectado la parodia en esta novela al menos a los siguientes géneros:

Al de detectives: en este caso el gran detective se llama Carmody Trailler, y sus ayudantes –John Adams o Angus McCoy– tienen también un peso importante en el desarrollo de la historia. Trailler tiene un estricto código de trabajo: no puede actuar contra la banda del Ciempiés porque nadie ha contratado sus servicios.

Al de espías, mezclado con las tensiones de la guerra fría: el conflicto de la banda del Ciempiés lleva al jefe de policía, Smithe Andrews, a seguir una posible pista falsa: detener a los chinos de la ciudad, lo que ocasionará un conflicto internacional, con los embajadores de diversos países. Y que además podrá ocasionar una guerra mundial.

Al puramente folletinesco: una pobre chica que vende flores y que es secuestrada por una banda de criminales –no necesariamente la banda del Ciempiés–, es salvada y protegida por una bailarina de striptease, que la educa y la refina como una moderna Pigmalión.

Al género erótico: existe una fuerte atracción sexual entre la bailarina de striptease y la vendedora de flores.

El ritmo de La banda del Ciempiés es durante casi toda la novela desenfrenado (con acciones que transcurren paralelas en el tiempo), y el planteamiento inicial –detener a la peligrosa banda– se va diluyendo entre variadas digresiones narrativas, que parecen seguir los vaivenes de la imaginación o del capricho de Levrero; y a pesar de esto, no le importa al autor plantear estrictos cambios de ritmo y dibujar, por ejemplo, la escena de unos tranquilos días de playa, o de repente dedica un pequeño capítulo a las extrañas actividades de una ardilla, cuya bellota golpeó en la cabeza a uno de los protagonistas en el capítulo anterior.

Quizás La banda del Ciempiés es un libro más puramente paródico y divertido que Nick Carter, ya que las pulsiones freudianas de esta novela a veces la hacían un tanto angustiosa.
Y como ya apunté al hablar de Nick Carter, La banda del Ciempiés sigue siendo una entretenida novela menor respecto a las obras más destacadas de Levrero, que a mí me gusta leer, entre otras cosas, por afán coleccionista y porque no son fáciles de encontrar.

Es curioso que si hace una semana, al comentar Sin creer en nada de Elvio E. Gandolfo, escribí que la lectura de Gandolfo me hacía pensar en Levrero, ahora debería apuntar –como ya hice en otra ocasión– que la lectura de Levrero (de este Levrero) me ha hecho pensar mucho en César Aira.

Aún tengo en casa sin leer otra obra de Mario Levrero: su libro de cuentos La máquina de pensar en Gladys, y he visto en internet que Mondadori Argentina ha sacado allí, hace poco, uno nuevo: El alma de Gardel, que acabaré comprando (ya veremos cómo).

domingo, 22 de julio de 2012

Los días más felices, por Rodrigo Hasbún



Editorial Duomo. 131 páginas. 1ª edición de 2011.

La primera vez que supe de la existencia del escritor Rodrigo Hasbún (Cochabamba, Bolivia, 1981) fue en octubre de 2010, al leer en el periódico El País la lista de la revista Granta con los 22 mejores escritores en español menores de 35 años. Había una única persona de Bolivia: Rodrigo Hasbún.

No mucho después una pequeña polémica –en Internet– salpicó su nombre y el del peruano Carlos Yushimito (también en la lista comentada): a los dos los publicaba en España la editorial Duomo, que pertenece al mismo grupo empresarial que la revista Granta.

Considero que los libros de Duomo tienen un diseño atractivo, y cuando en España una nueva editorial –que parece ofrecer literatura de calidad- comienza su andadura me gusta leer algo de ella. Mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán Rubio me ha recomendado muchas veces este libro de relatos, Los días más felices, pensando que a mí –sabiendo él lo que me suele interesar– me iba a gustar, y más de una vez ha querido prestármelo. Yo lo rechazaba porque mi pila de libros acumulados sin leer nunca deja de aumentar, y porque me gustaría acercarme más a autores clásicos; a Federico le suele interesar mucho saber qué están escribiendo ahora los escritores jóvenes. Además le comentaba que no hacía falta que me prestara el libro, que lo tenían en la biblioteca de Móstoles. Más de una vez lo había hojeado allí, hasta que hace unas semanas me decidí a sacarlo.

De Rodrigo Hasbún se ha hablado en los periódicos de tirada nacional, la revista Granta le ha seleccionado como uno de los 22 mejores escritores en español menores de 35 años, además su nombre ha vuelto a sonar en Internet, después de eso, unido a una polémica (y todos sabemos que en publicidad se vende de lo que se habla, sea bien o mal), y a pesar de todo esto estoy casi seguro de que, desde que ingresó en la biblioteca de Móstoles como novedad hace un año, soy la primera persona que ha sacado Los días más felices.

Si uno se acerca a un libro titulado Los días más felices, ha de tener claro que va a leer relatos sobre la infelicidad.
Se trata de un conjunto de 12 cuentos, divididos en 3 bloques.

Al leer los 4 cuentos del primer bloque, diría que su temática principal es la incomunicación, o la soledad intrínseca a la que están condenadas las personas en el ámbito de la familia, la amistad o la pareja. Son cuentos tristes, pero de esa tristeza que emociona, que sabe ser poética.

La idea de soledad y de incomunicación se subraya en la mayoría de los cuentos de este libro gracias al uso del siguiente recurso: aunque los cuentos se desarrollan en apenas 8 o 10 páginas, en muchos de ellos se cambia el punto de vista; el narrador se acerca a la visión del mundo de un personaje u otro en cada página, por ejemplo; o bien la narración en primera persona se traslada de un personaje a otro.
Familia, el primer cuento, nos habla de la casi nula relación de un padre con su joven hija –que abandonó el hogar–, relación que sólo se hace efectiva (por parte de ella) para reclamar dinero y no cariño. Y a pesar de esta mala situación familiar esta chica tampoco puede comunicar qué le ocurre a su pareja o a su grupo de amigos.
En el segundo, Calle, concierto, ciudad, unos insistentes “él” y “ella” alternan el punto de vista narrativo de la historia: dos jóvenes podrían encontrarse, pero el azar no lo permite.

En Larga distancia, además del tema de la familia, la soledad, las elecciones que hemos de tomar cuando somos jóvenes, aparece otro de los grandes temas del libro: las personas jóvenes que pueblan Los días más felices –casi todas pertenecientes a la clase media-alta o alta de un país hispanoamericano no citado por su nombre, pero que entendemos que es Bolivia, y de una ciudad tampoco nombrada, pero que suponemos que puede ser Cochabamba– tienen presente la idea de abandonar su país como única posibilidad de futuro. En este cuento un hijo, radicado en Canadá, conversa por teléfono con su padre, radicado en el país hispanoamericano no nombrado, y las medias verdades y los desencuentros dominan su conversación.

La casa grande es quizás el cuento más clásico de este primer bloque: el narrador evoca los días en que su familia regresa al pueblo con la intención de despedirse de la abuela, aquejada de una grave enfermedad. Su dureza y su precisión me han recordado a alguna de las narraciones breves de Rodrigo Rey Rosa.

Quizás la mejor parte del libro sea la segunda, donde los cuatro cuentos están entrelazados y se nos habla de varios momentos en la vida de los compañeros de una clase en un colegio que parece de clase media-alta o alta: cómo es el día a día en el colegio, cómo son los sueños adolescentes (Ladislao, en el cuento que lleva su nombre, quiere ser cineasta); y en el cuento El futuro, el más extenso del conjunto, asistimos al viaje de fin de estudios del grupo. La narración en tercera persona, siguiendo la técnica del estilo indirecto libre, va cediendo su discurso a los distintos jóvenes: su flujo de conciencia nos acerca a sus ambiciones, miedos, frustraciones. Así, el personaje llamado Alicia reflexiona en la página 70 sobre lo siguiente: “Lo que la espera y lo que les espera a ellos, se queda pensando luego, atemorizada. Lo que serán y dejarán de ser, lo que querrán y nunca serán. El futuro que quizá sea un poco cruel y despiadado con algunos”.

En Reunión los antiguos compañeros se vuelven a encontrar unos años más tarde y, como Alicia temía, el futuro ha sido ya un poco cruel y despiadado con algunos.

El fin de la guerra sigue estando relacionado con los 3 relatos anteriores, aunque de un modo débil, y quizás en él Hasbún pierde un poco su voz propia y se deja poseer por la de Roberto Bolaño –como ya ha señalado Alberto Olmos en su crítica sobre este libro para la revista Qué leer. (Ver AQUÍ)–. Como yo en el blog tengo más espacio voy a señalar el cuento de Bolaño que guarda una gran filiación con este de Hasbún: Vagabundo en Francia y Bélgica, del libro Putas asesinas.

Especulo que es en la tercera parte donde Hasbún ha recluido a sus cuentos menos logrados o escritos cuando era más joven; así, el segundo En la selva me parece más titubeante, más inmaduro que los que llevaba leídos; y en el primero, Huida, tal vez se repiten elementos ya desarrollados con más brillantez en cuentos anteriores.

En general la lectura de Los días más felices me ha resultado grata, y pese a algunos altibajos, la mayoría de los cuentos y las páginas de este libro tienen una gran precisión estilística y de propósitos, lo que me hace alegrarme por el futuro de la literatura hispanoamericana. Si Rodrigo Hasbún nació en 1981, y Los días más felices se publicó en 2011, estos cuentos están escritos cuando su autor no tenía aún 30 años. Su solidez y su madurez narrativa me hacen pensar en un autor con un gran porvenir.

domingo, 15 de julio de 2012

Sin creer en nada (trilogía), por Elvio E. Gandolfo

Editorial Puntosur. 206 páginas. 1ª edición de 1988.
Estudio posliminar de Jorge Lafforgue.

Si leyera en e-book me perdería esto: encuentro en un puesto de libros de segunda mano de la cuesta de Moyano un ejemplar de Dos mujeres de Elvio E. Gandolfo (Mendoza, Argentina, 1947) editado en Periférica. No he leído nada de Periférica y me apetece probar. El nombre de Gandolfo sólo me suena del prólogo de los Cuentos completos de Fogwill. Investigo sobre Gandolfo en Internet. Es traductor (entre otros de H. P. Lovecraft o de Philip K. Dick, dos de mis mitos adolescentes), es un reputado crítico literario en Argentina y también una especie de escritor secreto o de culto, que gracias a Dos mujeres y a la editorial Periférica llega por primera vez a España.
Leo este libro y me gusta, busco en Iberlibro.com y veo que en la Librería Juan Rulfo tienen Ferrocarriles argentinos. Lo leo y me parece que algunos cuentos, como Un Error de Ludeña o Llano de sol, están a la altura de los mejores cuentos argentinos que he leído. Me sorprende que un libro como Ferrocarriles argentinos no se haya publicado en España.
Sigo buscando en Iberlibro.com y anoto que existe otro libro de Gandolfo en España, Sin creer en nada (trilogía). Además tengo suerte, porque la librería que lo anuncia, Catriel, está en Madrid y si voy en persona (lo que siempre me resulta agradable) puedo ahorrarme los gastos de envío.

Me suena el nombre de esta librería, Catriel, ubicada en la calle del Barco 40, y recuerdo que hace años, al menos 5 o 6, ya intenté buscarla y no la encontré. Recuerdo que llegué allí, al portal 40 de la calle del Barco, a la sombra del edificio de la Telefónica, y no había ningún local, ninguna posible entrada a ninguna librería. Esta vez llamo por teléfono a la supuesta librería y me atiende un hombre con acento argentino. Me busca el libro, si quiero ir a recogerlo en persona tengo que acordar una hora con él, mejor por la tarde. Quedamos a las 17,30. Le comento que la última vez no encontré su local. Es fácil: en el portal debo pulsar el llamador del bajo.
Llego justo a la hora. Llamo al telefonillo (no existe ninguna indicación con el nombre de Catriel, nadie desde fuera puede sospechar que allí se venden libros). Entro en el portal, un portal fresco, del Madrid antiguo, con techos altos. Avanzo hacia el patio: un hombre con aspecto de los países del Este europeo, con ojos claros y flequillo rubio y blanquecino me invita a pasar, con sutil acento argentino, a lo que parece un almacén, a lo que es un almacén. Entre el escaso hueco que dejan unas estanterías industriales, atestadas de libros –en gran parte sobre temas universitarios–, hay una mesa, con una silla a cada lado (en la esquina más alejada de la puerta, y cerca de una de las sillas, el salvapantallas de un ordenador aporta una escasa sensación de movimiento); y, sobre la mesa, hay un cenicero, con un cigarrillo a medio consumir (el olor del humo se mezcla con el olor a encierro y humedad que se desprende de los libros), y de cara a la silla más cercana a la puerta está colocado Sin creer en nada (trilogía) de Elvio E. Gandolfo.
El librero señala esta segunda silla y me invita a sentarme. Me quedo paralizado y permanezco de pie cerca de ella, él se mantiene de pie cerca de la otra; las estanterías repletas de estudios lingüísticos o históricos nos rodean. Le hablo de mi interés por Gandolfo y le digo que mi novia le conoce (al librero). Cuando ella estudiaba su doctorado en literatura hispanoamericana en la universidad Complutense, una de sus profesoras le presentó a la clase, por si necesitaban libros de importación. Y hace bastantes años ella estuvo en esta misma librería-almacén.
El librero –se llama Ricardo– me dice que él se dedica a la importación de libros, y que desde Madrid distribuye los pedidos que le llegan por e-mail. Me dice que, en cualquier caso, cada vez se venden menos. Yo hablo de la crisis y del e-book y él habla de un problema cultural: en realidad, vende más libros de autores hispanoamericanos a profesores universitarios de Francia, Gran Bretaña o de Estados Unidos que de España; igual les ocurre a los de la librería Iberoamericana, apunta. Antes, hace 20 años, se hacían tiradas de libros de filosofía de 2.500 ejemplares, 300 para el ámbito académico, y el resto se vendían. Ahora se editan 300 y no se venden ni siquiera en el ámbito académico (es decir, los profesores de filosofía de la universidad no se leen ni entre ellos). Ricardo me habla de la figura del humanista: el economista, el médico al que le interesaba la literatura, la filosofía… la persona con intereses culturales diversos en recesión. Estoy de acuerdo con él, y pienso en la generación de mi padre, en los que fueron jóvenes en torno a la época de la Transición, con sus ideales, sus discursos…
Catriel, además de una librería y una distribuidora de libros, también es una editorial. Ricardo me habla de los manuscritos que una editorial tan pequeña como la suya recibe a la semana, de su cálculo de que en cada edificio de España debe haber al menos un escritor, y posiblemente bastantes menos lectores.
Ricardo me regala Las mañanas sagradas de Sylvia Miranda, una escritora peruana de su editorial que ha dado clases en la Complutense. Quizás tu mujer la conozca, me dice. Efectivamente, Sylvia Miranda había dado alguna clase en la universidad a mi novia.

Por si alguien le interesa realizar una vista al local: ésta es la página web de la librería-editorial-distribuidora Catriel.

Y así, después de haberse consumido el cigarrillo en el cenicero y tras más de una hora de conversación, pago los 12 euros que cuesta Sin creer en nada (trilogía). En realidad, marcaba 12,12 euros; es decir, costaba 2.000 pesetas y su conversión exacta al euro implicaba esos 12,12 euros. El libro lleva en el almacén de Catriel al menos desde antes de 2002, y me atrevo a sospechar que llevaba allí casi desde que se editó en 1988. Sus páginas amarillentas están perfectamente impregnadas del olor del local: humedad y tabaco (este es un libro con personalidad, un objeto concreto, no una descarga en otro objeto).
Así que puede que en 20 años nadie se haya interesado en España por este libro de Elvio E. Gandolfo, Sin creer en nada (trilogía): algo que nos habla del poder de la publicidad, del poder de las grandes editoriales para acercar sus libros a las mesas de novedades de las librerías o a los suplementos de los periódicos, y no de calidad literaria. Lo digo desde ya: es sorprendente que nadie en España haya publicado un libro de la talla de Sin creer en nada, y que hasta que Periférica editara un libro suyo en 2011, Gandolfo fuese en nuestro país un auténtico desconocido.

Sin creer en nada está formado por tres novelas cortas. El propio Gandolfo apunta en el prólogo: “Siempre vi estas tres novelas cortas como integrantes de un solo volumen, tres pasos de una trilogía urbana donde el clima narrativo se va haciendo progresivamente más espeso y menos atribuible a una ciudad concreta” (pág. 9).

El instituto, la primera novela corta del libro, está firmada en 1967-69; es decir cuando el autor tenía entre 20 y 22 años. Gandolfo ironiza en el prólogo sobre la ambición con que está escrita esta historia, ubicada en Rosario: “Yo creía haber empezado a escribir una novela total que iba a superar al Ulises de Joyce”. La novela comienza con una frase que inmediatamente me hizo pensar en Borges: “En un tiempo creí que el edificio del Instituto Inglés era infinito” (pág. 15). El protagonista acude al último turno de una clase de inglés para adultos, con escasos alumnos, y allí sentirá una fuerte fascinación por la joven profesora. El estilo es prolijo en recursos narrativos: se alterna la 3ª persona con la 1ª de varios personajes, que dejan fluir su conciencia. Y en las últimas páginas se plantea un cúmulo de posibles finales alternativos en los que explota al fin la tensión contenida en el relato.
De El instituto destacaría la atmósfera de extrañeza y misterio creada, aunque son notables los titubeos (o las fuertes influencias joyceanas poco digeridas) del aún aprendiz de escritor.

De más enjundia narrativa me han resultado las otras dos novelas cortas del volumen:

Caminando alrededor, firmada en 1970, es ya una novela madura, con los elementos que definen el estilo de Gandolfo ya perfectamente medidos. Un hombre vive en los pisos más altos de un edificio, en la parte clausurada que amenaza ruina. Llegó allí de forma temporal y el piso ocupado se ha convertido en su hogar. Su trabajo –como al que casi siempre parecen abocados los personajes de Gandolfo– es aburrido, alimenticio, profundamente rutinario: consiste en copiar de forma precaria listas y actas. A pesar de la apatía del personaje, que parece relacionarse tan sólo con su jefe, y con unas pocas personas de su edificio, la realidad social y política de su entorno acabará afectándole: “El de la ceja partida me preguntó si militaba. Le dije que no. Preguntó por qué y le contesté que no tenía ningún trabajo ni estudio fijo, o sea una ubicación concreta desde la cual partir, y antes que luchar por deporte, prefería esperar hasta que surgiera un lugar donde encajar” (pág. 93).
Además del clima de extrañeza que crea el hecho de que el edificio donde vive el protagonista amenaza ruina, una realidad fantástica da un particular toque onírico y amenazante a este relato político: los habitantes de la ciudad comentan que se están encontrando con una raras hormigas azules que caminan sobre las dos patas traseras y que pueden matar a cualquier otra hormiga.
El recurso de introducir un único elemento fantástico o anormal en un relato realista (o casi realista) me ha recordado al que empleó, años después, Roberto Bolaño en su relato El gaucho insufrible: aquí unos conejos agresivos.

La reina de las nieves, firmada en 1977, es la novela corta más extensa de las tres. En ella un hombre que ya ha traspasado la barrera de los 50 años recibe el encargo del señor (su antiguo empleador) de acudir a la ciudad, en la que vivió hace años, para encontrar a su hija, con la que el señor desea ponerse en contacto. El protagonista sólo cuenta con una foto y unas escasas direcciones. El planteamiento de policial clásico pronto se diluye en un policial metafísico, pues las pesquisas del narrador no parecen nunca acercarle a la persona buscada, sino más bien a algunas claves sobre su pasado o sobre sí mismo.
El protagonista es un lector de policiales, y ahondando en la idea comentada en la anterior entrada que escribí de Gandolfo sobre el “lector salvaje”, en la página 158 se describe su método de lectura: “La leyó con demasiada rapidez: repetía con esmero escenas y diálogos de veinte novelas anteriores, y había partes que salteaba enteras, con la seguridad de no perder nada. Cuando el detective entraba en una habitación y la acción se hacía lenta, pasaba directamente a las últimas líneas del capítulo, para saber si le pegaban con una cachiporra o lo rozaba un balazo, o lo desmayaban con un caño envuelto en arpillera”. En la página 163, sin embargo, el protagonista empieza a leer una novela corta que no es un policial, una novela de la que no puede saltarse ninguna línea, y se nos narra, como si se tratase de un cuento, el argumento de esta novela.

Al leer esto no me podido evitar pensar, de nuevo, que Roberto Bolaño –aunque no lo cita en ningún momento en Entre paréntesis– había leído a Gandolfo y se había visto influido por él. Igual que no pude dejar de pensar que Mario Levrero había leído este libro y que su influencia se siente, por ejemplo, en su novela Dejen todo en mis manos (1996).

Sin creer en nada me ha parecido un libro valioso, con una gran cantidad de registros y matices, mezcla de géneros y ambientes, un libro rabiosamente moderno, que considero que ha podido influir en escritores de la talla de Mario Levrero (también escritor semioculto) y en el actualmente muy famoso Roberto Bolaño; y considero también que constituye un pequeño escándalo literario que ninguna editorial española lo haya publicado nunca en nuestro país.

domingo, 8 de julio de 2012

Era el cielo, por Sergio Bizzio


Editorial Caballo de Troya. 253 páginas. 1ª edición de 2007, ésta de 2009.

Este libro me lo regaló el escritor Alberto Olmos hace unos dos meses. Ejerciendo de Lector Malherido (AQUÍ) las editoriales le envían tantos libros que no le queda más remedio que ir desocupando su casa de ellos.

Recuerdo haber hojeado Era el cielo cuando fue novedad editorial en 2009, en la Fnac de Callao: leí la contraportada, escrita por el editor –Constantino Bértolo– y las primeras páginas. Unas primeras páginas que ciertamente descolocan e impactan. Empiezan así: “Cuando llegué, dos hombres violaban a mi mujer”. En aquella ocasión no compré el libro, pero anoté el nombre del escritor, Sergio Bizzio (Villa Ramallo, provincia de Buenos Aires, 1956).

Cuando le pedí a Olmos que me recomendara un libro entre los que ofrecía me alargó éste. Imagino que pensaba en mi interés por la narrativa argentina.
Las primeras páginas de Era el cielo me han vuelto a impactar igual que cuando las leí hace tres años, de pie, tomando el libro de una de las mesas de novedades de la Fnac.
El narrador, un hombre de 43 años, regresa a su casa, y desde la ventana observa una escena que le paraliza: con ayuda de un cuchillo y la fuerza física, dos hombres están violando a su mujer. Conserva la cabeza fría, y no se lanza a intervenir por temor a que la maten. Todo termina. Él no ha hecho nada. Ella le llama por teléfono y finge normalidad. Él piensa que ella le va a hacer la confidencia de lo ocurrido. Ella no lo hace. Él no quiere delatarse y contar que lo sabe.

Y yo pensaba que la novela iba a tratar sobre esto: él sabe que los cambios que ella sufre se deben a su experiencia traumática y no puede decir nada; qué va a hacer ella a partir de ahora, qué va a hacer él en consecuencia… Pero este planteamiento novelístico se interrumpe en la página 39 (la historia había comenzado en la 11), y se da pie a la segunda parte.

Esta segunda parte constituye el grueso de la novela, ya que abarca desde la página 43 hasta la 195. Aquí el protagonista retrocede en el tiempo –unos 2 años– y nos empieza a narrar desde el momento en que su mujer y él decidieron separarse. Él, en algún momento, quiso ser escritor, y ahora trabaja como guionista de televisión; ella escribe cuentos para niños; la nueva amante de él también es guionista y escribe una novela.

Él es un hombre insatisfecho, crítico con el mundo en el que vive: “Detesto mi trabajo, detesto el mundo de la televisión; quizás sea por eso que no he podido librarme todavía de él” (pág. 44). Lo único que realmente parece constituir una realidad positiva para él es su hijo, y ahora –al separarse de su mujer– se ha establecido una distancia entre los dos que le resultada dura.
Durante esta segunda parte son constantes las reflexiones sobre el universo vacío que constituye el medio televisivo (egos desmedidos de actores, directores…); el paso del tiempo y la banalidad de la vida (el narrador se encuentra inmerso en una profunda crisis de la mediana edad); y el hecho artístico, principalmente el literario, como un mundo inalcanzable para él, bien por imposibilidad creadora, bien por percatarse del absurdo que le supondría el esfuerzo. “Mi hijo es la mitad de mi destino, la otra mitad es no escribir (…). Reconozco sin embargo un deseo sostenido a lo largo del tiempo: escribir, lo llamo deseo porque no escribo, o porque no escribí (o porque supone la posibilidad de escribir)” (págs. 87-88).

El estilo es seco, frío. Así se describe el fin de uno de sus compañeros de profesión: “Boas se suicidó ese mismo día por la tarde, pero Joan Bardem y yo seguimos adelante. A Bardem le había gustado mi desarrollo de la historia…” (pág. 182).

En la página 190 existe una única referencia al pasado dictatorial del país: “Mis verdaderos amigos estaban en la infancia, donde ya no estamos ni ellos ni yo (…). Algunas amistades se habían deslizado hacia la adolescencia; dos de ellos habían sido asesinados por la dictadura militar y un tercero se había ido a Berlín, de donde no había vuelto más. A partir de entonces tuve amistades fugaces que terminaron en traiciones, decepciones o alejamientos repentinos” (pág. 190).
En realidad, esta segunda parte es en gran medida una crítica a la clase social media-alta de Buenos Aires, a sus egos, a sus falsedades, a sus distancias.

La novela que yo creía al principio que iba a leer se retoma en la tercera parte (pág. 199): él –que ha regresado con su mujer sólo una semana antes de que tenga lugar la violación– tiene que acudir por razones de trabajo a España. Tiene miedo a volar, y debe realizar un cursillo con un psicólogo para superarlo. Mientras, y debido a una serie de casualidades que recuerdan a las propuestas por Paul Auster en sus novelas, entrará en contacto con los agresores de su mujer, y deberá decidir si ejerce sobre ellos algún tipo de venganza o no.

Era el cielo me ha parecido una novela correcta sobre la clase media-alta argentina, o más en general sobre la insatisfacción de la mediana edad, escrita con un lenguaje distante, gélido, no reñido con una cierta poética del detalle bien hallado. Pero, quizás, no he sentido hacia ella un gran entusiasmo porque, tras las expectativas creadas tras leer las escasas 30 páginas de la primera parte, al llegar a la segunda no dejaba de preguntarme cosas como las siguientes: ¿si a este hombre le han violando a su mujer, por qué ahora reflexiona sobre el arte de escribir?, ¿el hecho de que esté en shock no debería impedirle mostrarse mordaz sobre los medios de comunicación?
He leído más de una página del libro –de la segunda parte– pensando que la voz narrativa del autor (guionista de televisión y escritor) ahogaba a la del personaje. Y tal vez la novela inicial se resuelve en la tercera parte, mediante recursos de thriller, de una forma un tanto precipitada.
En cualquier caso, Era el cielo contiene más de una escena brillante –como la tensión que se crea entre los personajes en torno a una piscina con un tiburón, magistralmente narrada–; esto y la contención en la prosa me hacen pensar en Sergio Bizzio como en un escritor dotado. No descarto leer alguno más de sus libros.

domingo, 1 de julio de 2012

Pioneros. Cuentos norteamericanos del siglo XIX, por VV. AA.

Editorial Menoscuarto. 428 páginas. 1ª edición de 2011, con textos editados originalmente entre 1819-1934.
Traducción de Ignacio Ibáñez Fernández.
Edición y prólogo de Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan.

Cuando apareció este libro en 2011 pensé que podría ser un interesante complemento a la Antología del cuento norteamericano, a cargo de Richard Ford, que leí durante el verano pasado (ver AQUÍ). Estuve hojeando este Pioneros, cuentos norteamericanos del siglo XIX en la última Feria del libro de Madrid, en la caseta de la editorial Menoscuarto, lo que me llevó a entablar conversación con el que al principio pensé que era un librero para descubrir después que era el editor de Menoscuarto, José Ángel Zapatero.

Una única cosa me hizo dudar a la hora de comprar este libro: de los 16 cuentos que componen esta antología ya había leído 6 en la de Richard Ford. Me decidió el hecho de que los 10 restantes me seguían llamando la atención, y que los 6 repetidos son grandes relatos, así que no me ha importando volver a leerlos y disfrutar con ellos.

Las dos antologías citadas se abren con el mismo cuento: Rip Van Winkle (1819) de Washinton Irving, todo un clásico para entender la tradición del relato norteamericano: Rip Van Winkle se duerme un día siendo inglés y cuando despierta ya es norteamericano.

Para el segundo cuento, las dos antologías repiten autor, Nathaniel Hawthorne, pero cambia el cuento: El joven Goodman Brown (1835) en la de Ford y El experimento del doctor Heidegger (1837) en la de Rodríguez. Sobre El experimento del doctor Heidegger, un cuento moral con elementos fantásticos sobre el deseo de ser eternamente joven, creo que ha pasado el tiempo peor que sobre el misterio arcano de El joven Goodman Brown.

Lo mismo que con el segundo cuento ocurre con el tercero: y ya hemos llegado a Edgar Allan Poe. El cuento de la antología de Rodríguez es El hombre de la multitud, un relato sobre la extrañeza de la condición humana, y también de terror psicológico. En cierto modo, como el de Hawthorne, este cuento explora también, desde otra perspectiva, el miedo a la vejez y a la soledad. Es Poe, es bueno.

En realidad me estoy dando cuenta y me está sorprendiendo ahora, que comparo sobre la mesa en la que escribo una antología con otra, lo ineludible de ciertos nombres en la tradición del relato norteamericano: el cuarto autor también es el mismo, Herman Melville. Si el cuento elegido por Ford es el famoso Bartleby el escribiente (1853), que ya había leído antes de haberme acercado a esta antología, en la de Rodríguez el cuento seleccionado es La mesa de manzano (1856).

Igual que el año pasado me llevé a Mallorca, para pasar la semana del viaje de fin de estudios con los alumnos de 1º de bachillerato del colegio donde trabajo, una antología de relatos, que entonces fue: Mares tenebrosos. Una antología de cuentos de terror en el mar, de la editorial Valdemar, en este viaje me llevé este libro de Pioneros. Me recuerdo perfectamente, hace unas semanas, a las 4 o las 5 de la tarde en la playa, escondido del sol entre las rocas y la sombra de los árboles, leyendo este cuento, La mesa de manzano, pensando que el tiempo no había pasado y que estaba con la antología de relatos de Valdemar, porque La mesa de manzano tiene un planteamiento clásico de cuento de terror: una mesa encontrada en la buhardilla de una casa, que es trasladada al salón y de la que empiezan a salir extraños ruidos. No sabía que Melville hubiera escrito cuentos de terror (o de semiterror, como se verá al final del relato), todo un descubrimiento.

La primera diferencia verdaderamente significativa entre ambas antologías se da en el quinto cuento, al haber seleccionado Rodríguez a una escritora de la que nunca había oído hablar: Rebecca Harding Davis, cuyo relato La vida en la factoría (1861) podría considerarse en realidad una novela corta, ya que tiene unas 60 páginas. La vida en la factoría es una narración peculiar, ya que frente a los escenarios normalmente campestres de los otros cuentos, ésta nos introduce en una ciudad industrial y es un relato social sobre las condiciones de explotación en que vivían los obreros de una fundición al más puro estilo naturalista de Émile Zola. La vida en la factoría me ha interesado leerlo por su valor histórico, pero la verdad es que su estilo exagerado y moralista suena bastante anticuado. Así describe Davis a una mujer: “Quizá esta pobre desgraciada débil y fofa contaba con algún estímulo en su vida gris que le mantuviera el ánimo: puede que algún amor, esperanza o necesidad urgente” (pág. 122).

En el sexto cuento, nueva coincidencia en autor con la antología de Ford: Mark Twain; aquí el cuento es Suerte (1886). La ironía y la ligereza aparente de Twain siempre son encantadoras: uno de mis autores norteamericanos favoritos. Si no lo han hecho antes, lean por favor Las aventuras de Tom Sawyer o Las aventuras de Huckleberry Finn: no son novelas juveniles.

El séptimo cuento, La garza blanca (1886) de Sarah Orne Jewett, está también en la antología de Ford; lo que no es de extrañar, puesto que es un cuento magnífico sobre el fin de la infancia.
El resto de relatos que coinciden en las dos antologías son: Suceso en el puente de Owl Creek (1890) de Ambrose Bierce, La historia de una hora (1894) de Kate Chopin, Hacer un fuego (1908) de Jack London y Fiebre romana (1934) de Edith Wharton. Es llamativo que los dos últimos relatos señalados ya no son del siglo XIX, como anunciaba la portada del libro, pero Rodríguez en el prólogo justifica su elección por afinidad estética con los relatos anteriores.

Una agradable sorpresa, el tipo de sorpresa con la que deseaba encontrarme al comprar esta antología, ha sido el relato La viña embrujada (1887), del escritor afroamericano Charles W. Chesnut: relato desconocido de un autor desconocido por mí. Trata sobre la convivencia entre blancos y negros y reconstruye el lenguaje popular de las leyendas terroríficas del campo.
Lo mismo puedo afirmar del cuento La monja de Nueva Inglaterra (1891) de Mary E. Wilkins Freeman, un bello y triste retrato sobre la posición de la mujer en la sociedad norteamericana del siglo XIX.

Al menos la lectura de estos dos relatos (y no sólo de ellos) justifica la ambiciosa declaración de principios de la contraportada de Pioneros: “Esta antología de cuentos estadounidenses del siglo XIX se propone reconsiderar el canon literario: junto a nombres mayores y bien conocidos (Poe, Hawthorne, James, Crane…), aparecen en estas páginas autores –sobre todo autoras– menos difundidos entre los lectores hispanos, pero de semejante valía literaria”.

Magnífico el cuento Lo auténtico (1892) de Henry James, cuya lectura me ha hecho intentar retomar un viejo plan: leer las novelas que tengo pendientes de James. No sé por qué no lo hago, puesto que siempre que leo algo de él me parece uno de los mejores escritores estadounidenses.

Otra agradable sorpresa ha sido el cuento El papel de pared amarillo (1892) de Charlotte Perkins Gilman; un cuento de terror psicológico muy en la línea de los de James y que, como el de Freeman, constituye un grito a escuchar sobre el papel social de la mujer. (Mi novia apunta que debería resaltar más este cuento. Ella lo leyó en una antología de la editorial Valdemar, con cuentos de terror escritos por mujeres, y le gustó mucho. A mí la verdad es que me ha llamado más la atención el de La monja de Nueva Inglaterra, que parece adelantar cien años el estilo de la gran escritora de relatos Alice Munro)

Por último, voy a destacar que me ha gustado el conjunto que forman los cuentos El bote raso (1897) de Stephen Crane y el de Hacer un fuego (1908) de Jack London, ambos sobre el hombre enfrentado a la naturaleza: al poder del mar, por parte de los náufragos de un bote en el primer caso, y al poder del frío en el segundo. El nuevo hombre enfrentado con sus fuerzas a la naturaleza, un tema muy norteamericano.

Pioneros es una antología muy recomendable para los amantes del relato norteamericano, que lo más habitual es que conozcan los frutos que ha dado el género durante el siglo XX; una antología que combina cuentos clásicos, ineludibles, con más de una agradable sorpresa, y que reivindica la labor fundacional de la mujer en las letras norteamericanas.